La playa de los ahogados (24 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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Caldas imaginaba que, al verse sorprendido en una mentira, desviaría la mirada o realizaría algún gesto esquivo. Sin embargo, Arias parecía extrañado.

—¿No es suyo este número? —preguntó Caldas citando las cifras una tras otra, por si hubiese un error.

Cuando Arias confirmó que se trataba de su teléfono, añadió:

—¿Recuerda ahora la llamada del sábado por la tarde?

Arias bajó la cabeza.

—¿Puedo preguntar para qué le llamó? Si no se trataban en persona cómo explica que le telefonease.

El marinero continuó unos segundos con la mirada en el pavimento, y Caldas pensó en su programa de radio, en la música que el imbécil de Losada se empeñaba en hacer sonar mientras reflexionaba.

—El Rubio había perdido una defensa en la mar —dijo al fin el marinero—. Llamó para preguntar si la había encontrado.

—¿Una qué?

—Una defensa —repitió el pescador—, una boya de las que protegen los barcos. A veces se caen.

—¿Y por qué no me lo dijo cuando le pregunté si había hablado con él?

Arias se agachó para recoger las bolsas.

—No me acordé.

Habían dejado atrás Monteferro cuando las primeras gotas mojaron el parabrisas del coche. Al principio era sólo una lluvia suave, pero pronto se convirtió en un aguacero copioso. Algunas gotas se colaban por la rendija abierta en la ventanilla del inspector.

—Nos mintió —dijo Rafael Estévez.

—Lo sé.

—¿Y por qué no mencionó la visita de Castelo?

—¿Y comprometer a su vecina? —Leo Caldas chasqueó la lengua—. Además, nos habría puesto cualquier excusa, como hizo con la llamada.

—Eso sí.

El inspector se recostó en su asiento y recordó la frase que la vecina fisgona de Arias había oído decir a Castelo. «No aguanto más», repetía el Rubio al entrar en la casa. El camarero del Refugio del Pescador había escuchado una expresión similar el sábado por la tarde. «Voy a terminar con todo», había murmurado Castelo después de apurar su copa. Ahora aquellas frases retumbaban en la mente del inspector. ¿Qué mantenía a Castelo en ese estado de angustia? Las pintadas en la chalupa, los amuletos encontrados entre sus ropas y la visita desesperada a su antiguo compañero de naufragio apuntaban en una sola dirección, en la misma que señalaban la huella en la cabeza del Rubio y el temor dibujado en los rostros de José Arias y Marcos Valverde.

El chaparrón había pasado y los limpiaparabrisas podían descansar varios segundos antes de barrer el agua de lluvia en el cristal. Cuando Caldas abrió los ojos vio, a la izquierda, las crestas de las olas salpicando de blanco el gris intenso del mar. Se preguntaba dónde estaría la embarcación de Castelo. Alguien había tenido que acercarse desde otro barco para matarlo. ¿Qué diablos había sucedido con el del Rubio?

Miró hacia el frente, a la ciudad de Vigo tendida junto a la ría como una mancha. Primero las casas bajas, luego los edificios altos del ensanche de Cola, y, más allá, el resto de la ciudad desordenada en las laderas, con la silueta del hospital elevándose sobre las demás edificaciones cerca del monte del Castro.

Leo Caldas cerró los ojos de nuevo y sus pensamientos volaron desde el barco de Justo Castelo hasta la habitación 211 de aquel rascacielos, hasta el brazo escuálido de su tío Alberto y la mascarilla verde que le permitía respirar.

Tregua:

1. Detención o suspensión temporal de una lucha o de una guerra. 2. Interrupción o descanso temporal de una actividad, un trabajo u otra cosa penosa.

Estévez había salido a comer, y Leo Caldas, después de pasar media hora en la butaca tratando de poner su cabeza en orden, tomó el cuaderno de tapas negras y se levantó. Sabía que su mente se comportaba con más lucidez deambulando entre la gente que recogida en su despacho.

El inspector bajó desde la comisaría a los jardines de Montero Ríos y caminó junto al mar hasta la punta del espigón que protegía los barcos en el puerto deportivo. El viento había limpiado de nubes la ría y dos veleros se estaban haciendo a la mar. Pensó en la mujer de Valverde. Estaría sonriendo a la primera tarde de sol en días, tras la cristalera de su casa de diseño.

Encendió un cigarrillo y se asomó a la ría desde el murete, junto a un pescador que tendía su caña sobre el mar. Miró hacia abajo, a la espuma que se formaba en el agua al golpear el hormigón. Se imaginó a Castelo tratando de nadar con las manos amarradas como el hombre vestido de amarillo que le llamaba a gritos en su sueño, y se preguntó si le habrían atado con aquella brida verde sólo para impedirle nadar o si no había otra intención que simular un suicidio. En ese caso, cualquier persona involucrada en su asesinato trataría de airear la angustia que lo atormentaba. José Arias, en cambio, había procurado esconderla. ¿Qué podía producir tanto temor en un hombretón como él?

Caldas recorrió de vuelta el espigón. Un barco mercante pasó de largo haciendo sonar una sirena monocorde, como la existencia de Justo Castelo. La única disonancia en la vida de aquel marinero solitario estribaba en las pintadas en el bote auxiliar, pero éstas se remontaban a un suceso de muchos años atrás, al naufragio del
Xurelo
. Leo Caldas no creía en las casualidades. Tenía el convencimiento de que ambos hechos estaban relacionados. El temor que había llenado de amuletos los bolsillos de Castelo estaba también en los rostros de sus antiguos compañeros. ¿Por qué se negaban a hablar? ¿Era posible que Antonio Sousa estuviese realmente de vuelta? Se dijo que tal vez alguien estuviera vengando al capitán. ¿Pero quién? ¿Y por qué ahora, tanto tiempo después? Sintió que todavía estaba lejos de descubrirlo. Habían transcurrido cinco días desde la muerte del Rubio. Si no avanzaba pronto, quizá nunca llegaría a conocer la verdad.

El inspector seguía especulando cuando en la calle Cánovas del Castillo se cruzó con decenas de turistas recién desembarcados en el muelle de transatlánticos. Unos acudían a los puestos de las ostreras en el mercado de la Piedra, otros a las tiendas del nuevo centro comercial, levantado como un parche oscuro en el ojo de la ciudad que mira al mar.

Antes de llegar a las arcadas de la Ribeira, torció por la calle Real y ascendió por el casco viejo. Manuel Trabazo tenía razón. Antes apenas había casas feas.

Miró la hora. La caminata le había dejado poco tiempo para comer. Entró en una tasca, pidió un bocadillo de jamón asado y una copa de blanco y se sentó en la barra pensando en Estévez. Lo imaginó devorando ensaladas en cualquier lugar cercano.

Se levantó después del café y caminó por la calle de la Palma junto a la concatedral. Por una calleja lateral vio a los camareros de los bares de la plaza de la Constitución montando las mesas de las terrazas. Como un animal que estiraba sus huesos tras un sueño prolongado, la ciudad se desentumecía bajo el sol.

Al llegar al portal de la emisora, Leo Caldas saludó al conserje. No pretendía entrar en el estudio antes de lo necesario y encendió otro cigarrillo sólo para tener una excusa y quedarse en la calle hasta el último momento.

Cuando sonaron las primeras campanadas apagó el cigarrillo y subió las escaleras. Caminando por el pasillo oyó la sintonía que anunciaba
Patrulla en las ondas
. Se asomó al control y saludó con la mano a Rebeca y al técnico de sonido.

—No ha venido el oyente del martes —le informó Rebeca.

—¿Quién?

—El de los controles de alcoholemia, ¿recuerdas? Quedó en pasar hoy por aquí para que lo acompañases a ver a la policía municipal.

Se le había olvidado.

—Ah, ya.

Desde el otro lado del cristal, Santiago Losada, sentado tras su micrófono, le señalaba con aspavientos el reloj.

—Llegas tarde —le saludó cuando entró en el estudio.

—Como siempre —respondió Caldas, y se sentó en la silla más próxima a la ventana. Desconectó el teléfono móvil y lo dejó encima de la mesa, junto al cuaderno abierto.

Como formando parte de un ritual, la sintonía se hizo más débil, la luz roja del estudio se iluminó y Santiago Losada engoló la voz:

—Queridos oyentes, con ustedes…
Patrulla en las ondas
. El espacio donde la voz de la ciudadanía se cruza con la del orden público con un solo fin: mejorar la convivencia en nuestra ciudad.

Leo Caldas podía recitar de memoria la retahíla de estupideces que terminaban presentándolo a la audiencia como si se tratase de un boxeador.

—Está con nosotros el terror de la delincuencia, el defensor implacable del buen ciudadano, el guardián temible de nuestras calles, el Patrullero, el inspector Leo Caldas. Buenas tardes, inspector.

—Buenas tardes.

—El inspector se acerca a los micrófonos de Onda Vigo para ponerse a tu disposición, querido oyente, en esta
Patrulla en las ondas
que hemos preparado hoy para ti.

Caldas se volvió hacia el ventanal. Los jardineros aprovechaban la tregua concedida por la lluvia para barrer las hojas caídas en la Alameda, y los niños volvían a corretear tras las palomas. Sólo se embutió los cascos cuando Rebeca alzó desde el control el cartel con el nombre del primer oyente y Losada le dio paso en antena.

—Ricardo, buenas tardes. Aquí tiene a Leo Caldas, el Patrullero de las ondas.

Ricardo fue al grano:

—Les llamo porque mis vecinos de arriba molestan por la noche y quería saber si se puede hacer algo.

—¿Cómo molestan? —preguntó Losada.

—Ya saben…

—No, no sabemos, la audiencia no lo sabe —le corrigió el locutor con su voz artificial—. Cuéntele a la ciudad de Vigo qué molestias le causan sus vecinos.

—Pues ya saben… Ruidos.

—¿Qué clase de ruidos? —insistió Santiago Losada, y Caldas se preguntó para qué le necesitaba en el programa si apenas le permitía hablar.

—Son muy fogosos —explicó el oyente.

—¿Cómo?

—Llevan poco tiempo juntos y, claro, se entiende que quieran conocerse. Pero una cosa es conocerse y otra estar a alarido limpio toda la noche. Llevamos así casi tres semanas.

—Un asunto idóneo para un hombre como el inspector Leo Caldas —sonrió Losada—. A ver qué tiene que decir al respecto el Patrullero de las ondas.

«Cínico», dijo el inspector para sí.

Iba a responder al oyente cuando la mano de Santiago Losada se elevó y comenzó a sonar en sus auriculares la misma melodía de la vez anterior. Caldas abrió los brazos. ¿Cómo se podía pretender que alguien pensase algo coherente con aquella música de fondo?

El locutor acercó su boca al micrófono y bajó la mano lentamente.

—¿Y bien, inspector?

—No creo que se pueda hacer nada —dijo Caldas.

Pero Santiago Losada no iba a dejar escapar con facilidad una llamada como aquélla.

—¿No existe una ordenanza que limita los ruidos? —preguntó.

No lo sabía.

—No para esa clase de ruidos. Sus vecinos están en su casa, ¿no es cierto, Ricardo?

—En casa de ella, sí —dijo el oyente.

—Entonces poco se puede hacer.

—Pero gritan para molestar —insistía Ricardo.

—Tal vez eso cambie las cosas —intervino Losada moviendo la mano para que el técnico volviese a hacer sonar la melodía, que parecía sacada de unos dibujos animados.

Caldas le exigió con un aspaviento que bajase la mano y la música, pero Losada todavía mantuvo el brazo en alto unos segundos más.

—¿Las cambia, inspector? —volvió a preguntar.

¿Qué esperaba el tonto de Losada? ¿Acaso pretendía que enviase a unos agentes al dormitorio de la pareja para medir los decibelios?

—Yo también estuve recién casado una vez, señor Patrullero —el tal Ricardo no se daba por vencido—. Y le aseguro que esa chica grita para fastidiarme. Es imposible que sea por otra razón.

—Ya…

Por zanjar la conversación, Caldas pidió al oyente que dejase sus datos fuera de antena y se comprometió a consultar el asunto con la policía municipal.

En su cuaderno de tapas negras escribió: «Municipales uno, Leo cero».

Las siguientes tres llamadas estaban relacionadas con problemas de tráfico; el quinto oyente denunció la escasa iluminación de las calles próximas a su domicilio; el sexto era un hincha de fútbol indignado por la marcha del Celta; luego llamó un hombre que había extraviado a su perro…

«Municipales once, Celta uno, Leo cero», podía leerse en el cuaderno al finalizar el programa.

Caldas no había ofrecido soluciones a ninguno de los oyentes, pero como cada vez que él se callaba Losada levantaba la mano y sonaba aquella maldita melodía, había hablado más que otras veces.

Se retiró los auriculares.

—¿Cómo se titula esa música que pones antes de mis respuestas?

—Se llama «Promenade» o «Walking the dog».

—¿De las dos maneras?

Santiago Losada asintió:

—Es de Gershwin.

—¿No recuerdas que te pedí que no la volvieras a poner?

—A mí me parece que queda bien.

Leo Caldas recogió su teléfono de la mesa y se puso en pie.

—A mí no.

—Pues todo el mundo dice que le encanta.

—¿Quién es todo el mundo?

—No sé, Leo —el locutor señaló la ventana que daba a la Alameda—. Todo el mundo. ¿No sales a la calle?

Caldas no le contestó. Cerró el cuaderno y se dirigió a la puerta del estudio.

—Además, es una melodía que encaja a la perfección con lo que buscamos, Leo.

El inspector se volvió.

—¿Lo que buscamos? ¿Me quieres explicar qué carallo es lo que buscamos? Además, me da igual lo que busquemos. No quiero que la pongas más. No mientras yo esté en antena.

—Te recuerdo que yo soy el director del programa.

—Tú lo que eres es un imbécil.

Caldas salió del estudio y se despidió con la mano de Rebeca. Al bajar las escaleras, el conserje le salió al paso.

—Ha venido un hombre a verle, inspector.

—Mierda, el tipo de los controles de alcoholemia. ¿Dónde está?

—Se marchó.

—¿Adónde?

—No lo sé. Cuando le dije que no podía subir, se fue.

—¿No le dejó subir?

—Claro que no —dijo el conserje—. Estaba borracho.

El sol se acostaba tras los edificios del casco viejo tiñendo el cielo de naranja, como el cuadro de Lodeiro colgado en la pared del Eligio. Caldas echó a andar hacia la comisaría y encendió su teléfono móvil. Se iluminó poco después con el aviso de una llamada perdida.

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