La playa de los ahogados (19 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: La playa de los ahogados
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—Fue todo muy rápido. El capitán nos gritó que nos agarrásemos fuerte. Luego sonó un ruido espantoso, como si se hubiera abierto el casco entero. El barco se quedó un instante parado sobre el bajío y luego se escoró. Antes de darnos cuenta estábamos en el agua, y cuando un rayo iluminó el mar, el
Xurelo
había desaparecido. Entonces braceamos como posesos y tuvimos que atravesar la rompiente para alcanzar la costa.

—¿Llevaban los chalecos?

—Estábamos cerca, pero sin ellos no habríamos podido llegar a tierra. El capitán nos ordenó que nos los pusiéramos unos minutos antes de naufragar.

—¿Él no lo hizo?

—El Rubio le acercó uno también al capitán, pero la última vez que lo vi gritaba aferrado al timón, y no, no llevaba puesto el chaleco.

Caldas asintió con gravedad.

—El capitán sólo se preocupó por enderezar el barco, sin detenerse siquiera a pensar en sí mismo —agregó Marcos Valverde—. El capitán Sousa era así. Un hombre de los pies a la cabeza. Lo fue hasta el final.

—¿No volvieron a verlo con vida?

Valverde chasqueó la lengua para corroborar que no lo habían visto más.

—¿Qué pasó después?

—Estábamos exhaustos, magullados y muertos de frío, pero tan pronto como alcanzamos las rocas echamos a andar hacia las luces. Arias y yo caminábamos en silencio. El Rubio no dejó de llorar. Luego se hizo de día y nos trasladaron a casa. El capitán Sousa no apareció hasta algunas semanas más tarde. Su cuerpo se enredó en el aparejo de un pesquero.

—Lo sé —dijo Caldas—. ¿Y qué sucedió luego entre ustedes tres, entre los marineros?

—Cada uno hizo su vida. El Rubio siguió pescando, Arias se marchó del pueblo y yo salí adelante como pude.

Caldas miró a su alrededor, a las líneas rectas del salón y la cristalera abierta a la bahía.

—No le ha ido mal.

—Que no le engañe lo que ve, inspector. No siempre viví en una casa como ésta. Nadie me ha regalado lo que tengo.

—No lo dudo.

—¿Puedo hacerle una pregunta, inspector?

—Adelante.

—¿Por qué investigan el suicidio de un marinero?

—Rutina —mintió Leo Caldas.

Valverde no se tragó el embuste.

—¿Dos policías vienen desde Vigo por rutina?

—La burocracia tiene estas cosas —aseguró Caldas, y cambió de tema—. ¿Sabe que estaban acosando a Justo Castelo?

—Algo había oído. Pintaron la fecha del naufragio en la chalupa. ¿Se refiere a eso?

Caldas se lo confirmó.

—Ya ve que aquí es difícil ocultar las cosas —añadió Valverde.

—Y al lado escribieron una palabra —reveló Leo Caldas.

—¿Cuál?

—Asesinos.

—¿Cómo? —preguntó, pero su expresión reflejaba que no iba a hacer falta decírselo de nuevo.

—Asesinos —repitió de todos modos el inspector.

Como Marcos Valverde permaneció mudo, Leo Caldas preguntó:

—¿No lo sabía?

Valverde negó.

—¿Y tiene idea de quién puede ser el autor de esa inscripción?

—No.

—Ni ha visto ninguna similar en su entorno…

—¿Mi entorno?

—Su casa, su coche, su oficina…

—Claro que no.

—¿Y nadie le ha recordado recientemente aquella noche?

—Nadie más que ustedes.

—¿Tampoco se ha sentido amenazado?

—En mi trabajo es necesario ser firme, inspector. Como en el suyo. No puedo caer bien a todo el mundo.

—No me refería a eso —dijo Caldas—. Supongo que sabe que hay quien asegura haber visto al capitán Sousa.

Valverde sonrió con amargura y resopló entre dientes.

—A esos dígales que yo también lo vi, inspector. Sujetando el timón y gritando que nos agarrásemos mientras el barco se resquebrajaba en medio de la tormenta. No sé quién puede tener interés en recordar aquella pesadilla.

—¿Es posible que Justo Castelo pensase de otra manera?

—El Rubio lo vio irse al fondo. Como Arias. Como yo —dijo Valverde, y se quedó en silencio, mirando al suelo.

—Sin embargo Castelo llevaba varios amuletos, de esos que se emplean para protegerse… —no quiso terminar la frase.

—¿Para protegerse de quién? —preguntó el constructor.

Caldas respondió alzando los hombros.

—El miedo es libre, inspector.

—¿Usted no tiene miedo?

—He pasado mucho. Tanto que no he vuelto a acercarme al mar. Hace más de doce años que ni siquiera mojo mis pies en la orilla. ¿Le parece suficiente miedo?

—No me refería a eso.

—¿Cree que debería estar asustado por otra cosa?

Leo Caldas no lo sabía.

—Supongo que no.

Valverde les acompañó por el camino de grava que rodeaba la casa. Leo Caldas se acercó a la hierba luisa, pasó una mano por sus hojas y aspiró con fuerza. Iban a despedirse cuando el portalón de madera se deslizó hacia un lado. El coche rojo que ya conocía atravesó la entrada y se detuvo junto al suyo.

—¿Le has contado al inspector que conoces a su padre? —preguntó la mujer de Valverde al descender del automóvil y verlos juntos en el patio. Llevaba puesta la misma camisa abierta que invitaba a zambullirse entre sus pechos. Alba le había prestado la sonrisa.

Caldas miró hacia cualquier sitio.

—¿A mi padre?

—Nos hemos visto en alguna ocasión. Estoy empezando a elaborar vino —confesó con timidez Marcos Valverde—, aunque no creo que su padre sepa quién soy yo.

El inspector Caldas, con los ojos cerrados, aspiró el olor de los eucaliptos que se colaba como el frío por la rendija de su ventanilla.

—¿Todavía piensa en esa señora? —preguntó Estévez mientras tomaba la carretera de vuelta al pueblo.

—No —contestó Leo Caldas, sin abrir los ojos—, pensaba en su marido. Tiene más miedo del que él mismo cree.

Imagen:

1. Figura captada gracias a los rayos de luz que recibe y proyecta. 2. Representación plástica de una persona o de una cosa que es objeto de culto. 3. Representación mental que se tiene de algo. 4. Aspecto externo de una persona. 5. Idea, opinión o impresión que se causa o intenta causar en los demás.

En las primeras décadas del siglo XX, el párroco y los feligreses de Panxón decidieron demoler la iglesia antigua, que se había quedado pequeña, para construir una de mayor tamaño. Enterado de esas intenciones, el arquitecto Palacios viajó hasta el pueblo y convenció a los vecinos para que respetasen el arco visigótico que escondía la vieja capilla. A cambio, Palacios se comprometió a realizar los planos de un nuevo templo consagrado a la gente del mar.

Se levantó en lo alto de una colina cercana al arco para que su silueta sirviese de guía a los marineros, con paredes de piedra tosca envolviendo una cúpula octogonal. Pegada a la torre de las campanas, de planta cuadrada y coronada por almenas, Antonio Palacios proyectó otra torre circular para que escondiese la escalera de acceso al campanario.

Alrededor del cuerpo superior, cónico y pintado de blanco y rojo como un faro, situó cuatro figuras humanas unidas por las manos mirando a cada uno de los puntos cardinales.

Estévez aparcó al pie de la cuesta y Caldas se bajó del coche. Pidió a su ayudante que le esperase y ascendió la pendiente empinada que conducía al Templo Votivo del Mar. El pavimento estaba decorado con dibujos realizados con piedras blancas y negras. Al llegar al pórtico, Caldas se dirigió al mirador y contempló el pueblo desierto. Todo parecía haberse aletargado bajo el cielo gris. Incluso los ocho plátanos de la cuesta, reducidos a troncos deshojados, esperaban a la primavera para volver a dar sombra.

Se acercó a una puerta trasera situada en el edificio anexo y llamó al timbre. Comentó que deseaba ver a don Fernando y una voz le sugirió que aguardase dentro de la iglesia.

El interior del templo, tan vacío como el resto del pueblo, recordaba el casco invertido de un barco.

Se sentó a esperar al sacerdote en un banco próximo al altar, y se entretuvo mirando los mosaicos que decoraban las bóvedas y la parte alta del presbiterio. Había representaciones de santos apareciéndose a náufragos, y otras escenas religiosas y marineras. Caldas sólo reconoció la que reproducía la arribada de la carabela Pinta a Baiona con la noticia del descubrimiento de América.

En un lateral, apenas iluminada por la luz lánguida que se filtraba a través de las vidrieras, distinguió una figura de la Virgen del Carmen con el niño en brazos alzándose sobre un mar embravecido. La imagen estaba colocada sobre andas, como para ser llevada en procesión. A los pies de la Virgen, entre las crestas de las olas, tres marineros se aferraban a los restos de un barco despedazado.

Se acercó a observar los rostros angustiados de los tres pescadores que suplicaban la intercesión de la Virgen. Le impresionó verlos vestidos con los mismos trajes de color amarillo que se utilizaban en el puerto y se imaginó a Arias, Valverde y Castelo luchando contra la tempestad. Como por instinto, miró a los lados buscando al capitán Sousa, pero no halló rastro de un cuarto náufrago entre las olas.

Recordó la medalla de la Virgen del Carmen en el pecho del Rubio y se preguntó si ya acompañaría al marinero la noche del hundimiento del
Xurelo
o si éste se la habría colgado después, para agradecerle un favor semejante al que suplicaban las tres figuras talladas en la madera.

Acababa de sentarse de nuevo en el banco cuando un sacerdote anciano entró en el templo por la puerta de la sacristía. Se ayudaba de un bastón para caminar.

Leo Caldas se levantó como impelido por un resorte.

—Puede sentarse —dijo el cura, mostrándole la palma extendida de su mano izquierda—. No pienso celebrar misa.

El comentario hizo sonreír al policía, pero éste permaneció inmóvil, observando al religioso que avanzaba hacia él arrastrando los bajos de su sotana negra.

—¿Es usted don Fernando? —preguntó el inspector.

—Lo que queda de él —respondió el cura mirándole a través de unas lentes que aumentaban demasiado sus ojos—. ¿Y usted es…?

—Soy el inspector Caldas —dijo—. De la comisaría de Vigo.

—Siéntese —insistió el sacerdote, dejándose él mismo caer sobre el banco—. ¿Conocía el templo?

—Por dentro no —admitió Caldas.

—Es bonito, ¿verdad? Pero pasan los años y va necesitando arreglos. ¿Ve? —dijo, y dirigió la punta de su bastón hacia unos cubos de plástico colocados bajo una de las vidrieras—. Algunas junturas filtran el agua cuando llueve, y también hay mosaicos desprendidos. Pero piezas como éstas no las repara cualquiera. Hacen falta expertos y cuartos. No todo se arregla con fe.

—No, claro.

—¿Qué le trae por aquí, inspector Caldas?

—Sé que era usted aficionado a tomar fotografías a los pescadores del pueblo.

—Aún lo soy —admitió—. Todavía no estoy muerto del todo.

Caldas sonrió y el sacerdote apoyó las dos manos en el bastón para ponerse en pie. Luego le invitó a seguirle hacia la misma puerta por la que había aparecido.

—Hace tiempo que nadie se interesa por mis fotografías —comentó el cura, sin volverse, mientras avanzaba por el pasillo barriendo el piso con la sotana.

Se detuvo ante una de las puertas, la abrió y se echó a un lado invitando al policía a pasar delante. Cuando lo hizo, Leo Caldas se encontró en una sala con el techo artesonado. La ventana de la pared opuesta permitía ver el mar sobre los tejados del pueblo.

En la librería, de la misma madera oscura que el techo, se abarrotaban libros y documentos. Había una gran mesa de despacho y una silla con el respaldo de cuero contorneado con tachuelas.

—La mayor parte de los retratos están encuadernados ahí —explicó, señalando unos gruesos clasificadores de piel alineados sobre unas baldas—. ¿Cuáles son los que le interesan?

Leo Caldas carraspeó.

—¿Hay alguno del capitán Sousa?

A través de los cristales de sus gafas, los ojos enormes de don Fernando se clavaron en el inspector.

—Alguno —dijo sentándose en la silla—. Haga el favor de alcanzarme ese tomo de ahí abajo.

Cuando Caldas se lo entregó, el cura lo abrió sobre la mesa y comenzó a pasar lentamente las hojas adhesivas repletas de fotografías en blanco y negro perfectamente ordenadas. De vez en cuando, alguna más grande ocupaba casi toda la página.

—No está convencido de que lo del Rubio haya sido un suicidio, ¿verdad? —preguntó.

—¿Usted tampoco lo está?

—Yo no tengo la menor idea, inspector. Pero, por desgracia, sé lo lejos que puede llegar un hombre desesperado —confesó el anciano—. Sin embargo, esta mañana estuve visitando a su familia. La hermana piensa que alguien lo arrojó al mar.

—Lo sé —dijo Caldas.

—Así que la policía anda detrás del difunto capitán Sousa —susurró, y continuó pasando lentamente las hojas, acercando tanto su rostro a las fotografías como si tratase de distinguirlas por el olor.

—Bueno, ya sabrá que hay quien asegura haberlo visto rondando.

—En algo tenemos que creer, así lo quiso Dios —masculló el sacerdote, y colocó el dedo sobre uno de los retratos—. Ahí tiene a Sousa —dijo.

Caldas se inclinó sobre el hombro del sacerdote. La fotografía debía de haber sido tomada en la misma época que la que le había mostrado Trabazo. Sousa estaba demasiado lejos y la macana sólo era una línea borrosa colgada del cinturón.

—¿Hay más? —preguntó.

El sacerdote pasó otra hoja y deslizó el clasificador abierto a un lado de la mesa. Una fotografía grande ocupaba casi toda la página. Mostraba a un marinero mayor con un gorro de lana en la cabeza y botas de agua en los pies. Sonreía sentado sobre un noray del muelle al que se amarraba un cabo grueso. Sus piernas cruzadas ocultaban su cintura.

—¿Es éste el capitán?

Don Fernando asintió.

—Y ése también —dijo señalando la página opuesta.

Caldas contuvo la respiración cuando vio las dos fotografías de la otra página. Eran mucho más recientes. El rostro de Antonio Sousa aparecía en ellas cubierto de arrugas bajo el eterno gorro de lana. Posaba en la cubierta de un pesquero, mirando fijamente al objetivo. En el puente del barco, bajo el cristal, podía leerse una palabra escrita en letras oscuras: «
Xurelo
».

Las dos imágenes mostraban tan nítidamente la macana ceñida a la cintura del capitán que Caldas tuvo ganas de echarle mano. Era tal como la había descrito Trabazo: una barra de madera con una bola en el extremo.

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