Incluso se distinguía el contorno tenue de otra lengua de tierra al fondo, y Caldas pensó si sería la isla de Sálvora en la que se había ido a pique el
Xurelo
tantos años atrás.
—Estas islas pequeñas, las más próximas, ¿cuáles son? —preguntó Estévez.
—Son las Estelas —dijo Caldas.
—¿Y cómo no me había traído aquí antes?
Caldas se encogió de hombros. Le seguía sorprendiendo que un tipo capaz de romper una mandíbula a otro hombre sin el menor remordimiento pudiese disfrutar de aquel modo ante un paisaje.
—¿Le importa que me acerque a ver el monolito? —pidió el aragonés, y el inspector le acompañó.
En lo alto del monumento, la Virgen del Carmen vigilaba el mar con el niño en brazos. Sobre ella, una corona de flores de bronce y, debajo, una inscripción:
Salve Regina Marium
. Una placa en uno de los laterales pedía una oración por los navegantes que hallaron en el mar su sepultura.
Estévez fue a la parte trasera del monolito y Caldas sacó el teléfono de su bolsillo. La voz de Alba resonaba en su cabeza desde primera hora. Marcó el número de Manuel Trabazo.
Le contó que el barco del Rubio había aparecido bajo el faro de Punta Lameda. Trabazo conocía aquel lugar en donde el agua se remansaba.
—¿Crees que Castelo se habrá ahogado allí?
—No —dijo Trabazo.
No había dudado un instante.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Punta Lameda está en la cara norte de Monteferro. La playa donde apareció el Rubio está en el sur. Si hubiese caído al mar ahí, su cadáver no habría aparecido en la Madorra. La corriente lo habría arrastrado hacia el interior de la ría.
—¿Pero no me habías contado que a la Madorra llegan todos los ahogados de la zona?
—Todos los que se ahogan cerca o los que vienen de mar abierto —le corrigió—. Pero si un cuerpo cae al agua pegado a las rocas en un lado de Monteferro, no retrocede para dar la vuelta. Haz la prueba. Lanza un taco de madera al agua en Punta Lameda y mira adónde va a parar. Te apuesto una botella de vino a que no rodea el monte.
—Ya… —murmuró Caldas, pensando que entonces habían matado al Rubio en algún otro lugar y luego habían remolcado su barco hasta el faro para ocultarlo.
—¿Dónde estás? —preguntó Manuel Trabazo.
—Aquí, en Monteferro. Al lado del monolito. Tratando de entender todo esto.
—Yo voy a salir a echar una línea. ¿Por qué no me acompañas?
No había montado en barco en años.
—¿Al mar?
—Desde allí lo vas a ver mejor, Leo —insistió Trabazo—. ¿Quedamos en el puerto dentro de media hora?
Caldas bajaba hundido en su asiento, con los ojos cerrados y la ventanilla abierta.
—¿Quiere que paremos a ver las tetas de la mujer de Valverde? —preguntó Estévez cuando los árboles de Monteferro dejaron paso a las primeras casas.
Leo Caldas chasqueo la lengua. No tenía interés en sus pechos. Sólo le importaba su sonrisa.
1. Moverse un cuerpo de arriba abajo por su propio peso. 2. Colgar, pender, inclinarse. 3. Perder el equilibrio hasta dar en tierra. 4. Venir impensadamente a encontrarse en alguna desgracia o peligro. 5. Dejar de ser, desaparecer. 6. Llegar a comprender. 7. Disminuir de intensidad el viento o el oleaje. 8. Desviarse un barco de su rumbo.
Cuando Rafael Estévez le dejó en Panxón, el pueblo le pareció un lugar diferente. Había gente en el paseo, e incluso algunos audaces caminaban por la playa con los pies metidos en el agua. En la terraza del Refugio del Pescador, varios marineros jubilados estaban sentados al sol.
Leo Caldas consultó su reloj. La lonja llevaba horas cerrada. Dos pescadores lanzaban sus cañas al agua en la punta del espigón, y el inspector se dirigió hacia allí.
Al pasar frente al club náutico aspiró un olor penetrante que se mezclaba con el del mar. Vio al carpintero de ribera al otro lado de la reja. Aprovechando los rayos de sol, había sacado del taller la gamela que calafateaba el día que lo visitaron y, sentado en su taburete, aplicaba una capa de alquitrán a la madera.
Entre sus piernas, sentado en el suelo, el gato gris seguía su mano tullida con la mirada, moviendo el cuello al ritmo de los brochazos.
Caldas siguió adelante por el espigón y se acercó a las nasas de Justo Castelo. Continuaban apoyadas contra el muro blanco. Luego encendió un cigarrillo y se sentó a fumar en un noray.
El
Aileen
, el barco de Arias, estaba atado en la boya con las nasas apiladas en la cubierta. Supuso que la embarcación de Justo Castelo debía de tener un tamaño similar, y se preguntó si sería posible remolcar un barco como aquel entre las rocas de Punta Lameda. Quería consultarlo con Trabazo. Hasta entonces Caldas había imaginado a una sola persona acercándose al Rubio desde un barco. Sin embargo, si la embarcación de Castelo era demasiado grande para ser remolcada hasta la poza, tenía que haber al menos dos personas involucradas en el crimen. Una de ellas habría permanecido en su barco mientras la otra llevaba el del Rubio al faro. Apagó el cigarrillo y regresó andando. Se apoyó otra vez en el muro del náutico a observar cómo el carpintero mojaba la brocha en el alquitrán y la escurría antes de deslizarla por la madera.
El gato seguía girando de un lado a otro la cabeza.
Trabazo se colocó a su lado, dejó en el suelo una caja de plástico transparente repleta de sedales, flotadores y anzuelos, y saludó al inspector palmeándole la espalda.
—Buenos días —dijo en voz baja Leo Caldas.
—¿Estás aprendiendo del artista? —susurró Trabazo moviendo la cabeza hacia el carpintero—. Le faltan dedos, pero ese chico tiene un don. Parece que la madera le obedezca.
—¿Sabes que creía que ya no se utilizaba la madera en los barcos?
—¡Cómo se nota que no pescas, Calditas! Si no se usa es sólo porque necesita mantenimiento, pero es mucho más marinera. En un barco de madera estás metido en la mar, incrustado en ella. La sientes en los riñones —explicó—. En cambio los de poliéster o fibra de vidrio resbalan sobre el agua. Son otra cosa.
El carpintero levantó la vista. Dejó la brocha en el bote de alquitrán y saludó a Trabazo con su mano lisiada.
—¿Hoy Charlie no se marea? —le preguntó éste, señalando al gato.
—Debe de estar a punto, doctor —dijo el carpintero, sonriendo tras su barba colorada—. Ya lleva media hora viéndome pasar la brocha. En cualquier momento se cae.
Bajaron la chalupa por la rampa, colocaron dentro la caja que traía Trabazo y subieron a bordo. El bote osciló hacia los lados y Leo tuvo el presentimiento de que no había estado afortunado al aceptar la invitación de su amigo. Terminó de convencerse cuando vio el gesto con que Trabazo desaprobaba su calzado.
«Menudos zapatos, Calditas», parecía decir.
¿Qué tenía todo el mundo contra sus zapatos?
Trabazo comenzó a remar hacia la boya y Leo Caldas se agarró con las dos manos a la borda del pequeño bote.
—¿Cómo sigue tu padre? —preguntó el médico.
—De la finca al hospital.
—¿Pero bien?
—Bien, sí —dijo Caldas, y luego preguntó—: ¿Tú sabías que tiene un perro?
—¿Tu padre?
—Uno grande, marrón —explicó—. Dice que no es suyo, pero va con él a todos lados.
—Bueno, ya tuvisteis aquella perrita…, ¿cómo se llamaba?
—Cabola —recordó Leo Caldas.
—Eso, Cabola.
—Pero era de mi madre. Se murió al poco de morir ella.
—Me acuerdo —dijo Trabazo, y soltó un remo para palpar un bolsillo de su chaqueta—. En el barco te enseño una cosa.
Llegaron a la boya, ataron la chalupa a un cabo y subieron al barco de Manuel Trabazo, una gamela de casi cinco metros de eslora con un pequeño motor fueraborda. Una piedra sujeta al extremo de una cadena hacía las veces de ancla. Caldas se fijó en la madera pintada de azul celeste. Necesitaba una nueva mano. Pensó que no era la embarcación de un médico, sino la de un pescador.
—El otro día, después de darte la fotografía de Sousa, me quedé rebuscando en los cajones de la cómoda. Encontré ésta —el médico se sacó una foto antigua del bolsillo y se la entregó al inspector—. Tus padres y yo. Pensé que te gustaría tenerla.
Ninguno de los tres debía de rebasar los treinta años. Estaban sentados en una escalera. Su madre en el centro, sonriendo entre los dos amigos.
Trabazo se agachó para conectar el depósito de gasolina y haló el tirador varias veces, hasta arrancar el motor.
Caldas, sin dejar de mirar el retrato, apoyó con fuerza los pies en el suelo que había comenzado a vibrar.
—¿Sabes que a veces se me olvida su cara? —dijo sentándose en el banco central de la gamela—. Hay noches que sueño con ella, sé que es mi madre, pero el rostro que veo no es suyo.
Trabazo soltó el cabo de la boya, se sentó en popa sujetando el brazo del motor y dijo:
—Con el tiempo todo se va, se olvida el rostro y se olvida la voz.
—¿Cómo? —preguntó Caldas, y el médico comenzó a canturrear:
—
Avec le temps, avec le temps, va, tout s'en va
…
—¿Quién cantaba eso…?
Trabazo giró su muñeca haciendo avanzar el barco entre las boyas.
—Léo Ferré —contestó—. A tu madre le encantaba.
1. Acción de rodear. 2. Camino que no es el más corto para llegar a un lugar. 3. Explicación que evita entrar en materia de forma directa. 4. Medio poco claro de conseguir una cosa. 5. Vuelta o regate para librarse de un perseguidor. 6. Acción de agrupar el ganado mayor para reconocerlo, contarlo o venderlo. 7. Deporte que consiste en mantenerse montado sobre una bestia el mayor tiempo posible.
El barco dobló el espigón y Trabazo puso rumbo a Monteferro. La gamela avanzaba sobre el mar con la proa levantada.
La lengua de terreno que unía el monte con tierra firme estaba sembrada de casas. Algunas parecían colgadas de las rocas, pero la mayor parte se apretujaba entre los árboles buscando un hueco por el que asomarse a la bahía. Leo Caldas trató de localizar el mirador de cristal de los Valverde. No lo encontró.
—Había un plan para urbanizar todo el monte —explicó Trabazo señalando con la mano libre—. ¿Te lo puedes creer? Ya habían empezado a abrir calles.
—¿Y qué pasó?
Caldas no miraba a los lados. Mantenía la cabeza alta y la vista al frente, concentrado en exponer su rostro al aire frío del mar.
—Todo el pueblo se levantó y un juez paralizó las talas. Suspensión cautelar, creo que es el término. A ver cuánto dura.
Cada vez que hablaba, Manuel Trabazo bajaba las revoluciones del motor para que el inspector pudiese oírle.
—¿Estuviste con don Fernando?
—Sí —contestó Leo Caldas.
—¿Te sirvió de algo?
—Claro.
—Se pasó años retratando a los marineros.
Eso no era lo que más había impresionado al inspector.
—¿Sabías que tiene archivados los periódicos con noticias de los naufragios?
—Y no sólo le interesan los naufragios —aseguró Trabazo—. Guarda cualquier cosa relacionada con los pescadores del pueblo. Es su forma de disfrutar de la mar. A través de las aventuras de los demás.
—Ya…
Dejaron atrás las casas y las laderas de Monteferro se cubrieron de pinos sobre los acantilados de piedra. En la cima, el monolito se exhibía homenajeando a los navegantes ahogados.
—Luego iremos hacia allí —Trabazo apuntó con su mano hacia algún lugar en la costa—. Te voy a enseñar un sitio que no conoce nadie. La roca de las lubinas, la llamo. Llevo más de treinta años pescando ahí.
—¿Sólo pescas lubinas?
—Ahí sí. Sólo lubinas preciosas —se jactó Trabazo—. Aunque ahora nunca sabes lo que puede picar. ¿Sabías que el Rubio pescó un pez luna hace unos meses? Hasta vino la televisión a hacer un reportaje.
Caldas asintió.
—Leí el recorte del periódico.
—¿Te lo enseñó don Fernando?
—No —dijo Leo Caldas—. Ése estaba enmarcado en el salón de Castelo.
El barco continuó costeando alrededor de Monteferro. Las islas Cíes emergieron al frente. No parecían tan próximas como desde la cima del monte.
—El Rubio no pudo ahogarse más allá de esta punta —explicó Trabazo, reduciendo la marcha y señalando una roca redondeada—. Fíjate en las olas. ¿Ves cómo se separan? Si se hubiese ahogado más allá de esta roca, la corriente no lo habría arrastrado a la Madorra, sino hacia algún lugar al otro lado del monte, ¿te das cuenta? Aunque el barco estuviese hundido al otro lado, Castelo no pudo caer al mar más allá.
—Entiendo.
—No pudo ser un suicidio.
—Lo sé —reconoció Caldas sin dejar de mirar al frente.
Trabazo esperaba una respuesta más amplia, pero el inspector no parecía dispuesto a proporcionársela.
—¿Tienes idea de quién pudo hacerlo? —insistió Manuel Trabazo.
—Tú sabes lo que se cuenta en el pueblo, ¿verdad?
—¿Lo que se cuenta?
—¿Lo sabes o no, Manuel?
—Más o menos.
—¿Y qué te parece?
—¿Qué me tiene que parecer?
Caldas prefirió evitar los rodeos.
—¿Tú crees en fantasmas, en aparecidos?
—¡Carallo, Leo! —refunfuñó—. No se habla de esas cosas en un barco.
—¿Pero crees o no?
Trabazo giró con brusquedad la muñeca y la gamela se encabritó.
—No —aseguró.
Luego golpeó el motor con los nudillos y escupió por la borda.
Continuaron navegando en silencio hasta que, unos minutos después, el faro de Punta Lameda asomó entre las rocas. La furgoneta de la UIDC continuaba aparcada en el mismo lugar, sobre el trecho asfaltado del camino.
Trabazo aproximó la gamela al acantilado y dejó que se balancease sobre el mar con el motor en punto muerto.
—Es ahí —señaló—. Un sitio perfecto para esconder algo, nunca se me habría ocurrido.
Caldas asintió.
—Aunque no la veamos —continuó el doctor—, hay una barrera de rocas unos metros antes de la costa. Con marea alta las olas pasan por encima, pero en el fondo de la poza el agua está siempre quieta.
Caldas asomó su cabeza por la borda. Una colonia de algas oscuras se mecía bajo el barco. Le pareció una manada de alces moviendo al compás la cornamenta.
—¿No nos podemos acercar más?
—Ahora nos arriesgaríamos a golpear una piedra, pero hasta dos horas antes o después de la bajamar se entra bien. No es difícil —explicó—, sólo hay que jugar con el motor. Y una vez que te colocas detrás de la barrera estás abrigado. Es como una piscina.