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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (17 page)

BOOK: La piel del tambor
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Y hablando de mujeres. El cura alto acababa de aparecer en la puerta del hotel, conversando con una muy aparente. Don Ibrahim le dio con el codo a la Niña Puñales, y ésta interrumpió su labor. La dama llevaba gafas oscuras y era todavía joven, de aspecto agradable, vestida de modo informal pero con ese toque de clase, elegante y desenvuelto, característico de las mujeres andaluzas de buena casta. Ella y el cura se estrechaban la mano. Aquello introducía variantes insospechadas en el asunto, así que don Ibrahim y la Niña Puñales cambiaron significativas miradas:

—Aquí hay tomate, Niña.

—Digo.

El ex falso letrado se puso en pie no sin dificultad, calándose el panamá de paja blanca mientras sostenía el bastón de María Félix con aire resuelto. Dio a la Niña instrucciones para seguir con el ganchillo sin perder de vista al cura alto, y él se puso en marcha con la mayor discreción, propulsando trabajosamente sus ciento diez kilos tras los pasos de la mujer con gafas negras. De ese modo la siguió mientras se internaba en Santa Cruz y torcía a la izquierda por la calle Guzmán el Bueno, hasta verla desaparecer en el portal del palacio conocido como Casa del Postigo. Con el ceño fruncido y los ojos vigilantes, don Ibrahim se acercó al arco de la fachada, pintada de calamocha y cal entre los inevitables naranjos de la placita que le servía de acceso. La Casa del Postigo era un lugar muy conocido en Sevilla: un palacio del siglo xvi, residencia tradicional de los duques del Nuevo Extremo. Así que el indiano tomó buena nota mientras realizaba un reconocimiento táctico. Las ventanas estaban protegidas con verjas de hierro, y bajo el balcón principal un escudo heráldico presidía la entrada con su yelmo ornado con un león por cimera, bordura con áncoras y cabezas de moros o caciques indios, una banda con una granada dentro, y la divisa
Oderint dum probent
. Que huelan lo que prueben o algo así, tradujo para sus adentros el ex letrado, alabando el evidente sentido común de la frase. Después se adentró como quien no quiere la cosa en el portal oscuro, hacia la cancela de hierro forjado que cerraba el paso al patio interior, bellísimo recinto de columnas mozárabes con grandes macetas de plantas y flores en torno a una fuente muy bonita de mármol y azulejos. Permaneció allí hasta que una sirvienta uniformada de negro se acercó a la cancela, recelosa. Entonces le dedicó su más inocente sonrisa, y levantando un poco el sombrero hizo mutis hacia la calle con la torpeza de un turista despistado. Una vez fuera se detuvo de nuevo ante la fachada. Aún sonreía bajo el frondoso mostacho manchado de nicotina cuando extrajo del bolsillo uno de los cigarros y, cuidadosamente, le quitó la vitola.
Montecristo, Habana
, rezaba en torno a la minúscula flor de lis. Horadó el extremo con una navajita que llevaba en la cadena del reloj. La navajita era un detalle —solía contar— de sus amigos Rita y Orson, en memoria de aquella tarde inolvidable en La Habana Vieja, cuando les enseñó la fábrica de tabacos Partagás, en la esquina de Dragones y Barcelona, y luego Rita y él estuvieron bailando en el Tropicana hasta las tantas. Andaban por allí rodando
La dama de Shanghai
o algo parecido, y Orson se emborrachó hasta las cejas y todos se habían dado besos y abrazos, y terminaron regalándole aquella navajita con la que el Ciudadano Welles capaba los vegueros. Sumido en el recuerdo, o tal vez en lo imaginario del recuerdo, don Ibrahim se puso el habano entre los labios, haciéndolo girar mientras saboreaba la hoja de tabaco puro de su envoltura exterior. Interesantes, se dijo, las amistades femeninas del cura alto. Después acercó el mechero al extremo del Montecristo, disfrutando por anticipado de la media hora de placer que tenía por delante. Para don Ibrahim, la vida era inconcebible sin un cigarro cubano que llevarse a la boca. Su aroma obraba el milagro de reconstruirle un pasado glorioso, y Sevilla, La Habana —tan parecida—, su juventud caribeña en la que ni él mismo era capaz de distinguir lo real de lo inventado, se fundían con la primera bocanada de humo en un ensueño tan extraordinario como perfecto.

La luz de puticlub era roja, y en el estéreo cantaba Julio Iglesias. El vaso de Celestino Peregil tintineó cuando Dolores la Negra le puso más hielo en el whisky.

—Qué buena estás, Loli —dijo Peregil.

Era la enunciación de un hecho objetivo. Dolores movió las caderas detrás de la barra, pasándose un cubito de hielo por el ombligo desnudo, bajo la camiseta corta que le sujetaba dos senos enormes, oscilantes al ritmo de la música. Era una hembra grande, agitanada, treintañera larga, con más tiros que la ventana de un bosnio.

—Te voy a echar un polvo glorioso —anunció Peregil, pasándose una mano por la cabeza para acomodarse el pelo que le camuflaba la calva—. Que vas a caerte de la cama.

Acostumbrada a tales protocolos y a los polvos gloriosos de Peregil, Dolores se marcó dos pasos de baile mirándolo a los ojos; después le sacó la punta de la lengua entre los labios, echó el cubito de hielo que se había pasado por el ombligo dentro de su vaso, y fue a ponerle más champaña catalán a otro cliente, un fulano a quien las chicas le habían sacado ya dos botellas e iban camino de la tercera. En el estéreo, Julio Iglesias insistía en el hecho de que él era un truhán y era un señor, y a continuación se empeñó en discutir con José Luis Rodríguez El Puma si para llevarse al huerto a una mujer había que ser o no ser torero. Indiferente a la polémica, Peregil bebió un sorbito de whisky echándole un ojo a Fátima, la mora, que bailaba sola en la pista con una falda por las ingles, botas hasta las rodillas y un escote donde le saltaban alegremente las tetas. Fátima era su segunda opción para aquella noche, así que se puso a considerar los pros y los contras del asunto.

—Hola, Peregil.

No los había oído llegar, ni acercársele. Se pusieron uno a cada lado, apoyados en la barra igual que si contemplaran el paisaje de botellas alineadas en los estantes adornados con espejos. Peregil los vio reflejados ante él, entre las etiquetas y las jarras de propaganda: el gitano Mairena a su diestra, vestido de negro, flaco y peligroso con su aire de bailaor flamenco, un anillo enorme de oro junto al muñón del meñique que él mismo se había cortado de un tajo durante un motín, en el penal de Ocaña. El Pollo Muelas a la siniestra, rubio, pulcro y menudo, que parecía ir continuamente empalmado por la navaja de afeitar que llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón, y decía siempre usted perdone antes de darle a alguien una mojada.

—¿Nos invitas a una copa? — preguntó el gitano despacito, afectuoso, recreándose en la suerte. Y de pronto Peregil tuvo mucho calor. Con aire desmayado reclamó la atención de Dolores. Gintonic para Mairena, lo mismo para el Pollo Muelas. Los dos vasos quedaron sobre la barra, intactos. En el espejo, ambas miradas se clavaban en él.

—Te traemos un recado —dijo el gitano.

—De un amigo —matizó el otro.

Peregil tragó saliva, confiando en que con aquella luz roja no se le notara mucho. El amigo se llamaba Rubén Molina y era un prestamista del Baratillo a quien llevaba meses firmándole pagarés ya vencidos, cuyo total ascendía a una suma que el propio Peregil era incapaz de recordar sin sentirse al filo de la lipotimia. Respecto a sus deudores, Rubén Molina era famoso en ciertos ambientes sevillanos por la costumbre de enviar sólo dos mensajes para el pago con apremio: el primero de palabra y el segundo de obra. Mairena y el Pollo Muelas eran sus heraldos de plantilla.

—Decirle que pagaré. Tengo un asunto entre manos.

—Eso mismo dijo Frasquito Torres.

Sonreía el Pollo Muelas, peligrosamente comprensivo y simpático. Al otro lado, en el espejo, la cara larga y ascética del gitano se mantenía tan festiva como si acabara de enterrar a su madre. Mirándose entre ambos, Peregil quiso tragar saliva por segunda vez, pero sin éxito: la alusión a Frasquito Torres le había puesto la garganta demasiado seca. Frasquito era un tipo de buena familia, muy bala perdida, muy conocido en Sevilla, que durante un tiempo había estado recurriendo, como Peregil, a los fondos del prestamista Molina. Incapaz de pagar, vencido el plazo, alguien lo había esperado en el portal de su casa para romperle, uno por uno, todos los dientes de la boca. Lo habían dejado allí, con los dientes dentro de un cucurucho de papel de periódico metido en el bolsillo superior de la chaqueta.

—Necesito sólo una semana.

El gitano Mairena levantó un brazo y lo pasó en torno a los hombros de Peregil, con un gesto tan inesperadamente amistoso que éste se desencajó de miedo. El muñón del meñique mutilado le rozaba la barbilla.

—Qué casualidad —la camisa negra del gitano olía a sudor viejo y humo de tabaco—. Porque eso es lo que tienes, compadre. Siete días justos y ni un minuto más.

Peregil afirmaba las manos sobre la barra para evitar que le temblaran. En los estantes de enfrente, las etiquetas de las botellas se le fundían unas con otras: White Larios, Johnnie Ballantine's, Dyc Label, Four Horses, Centenario Waiker. La vida es letal, se dijo. Siempre termina matándote.

—Decidle a Molina que no hay problema —balbució—. Que soy gente formal. Que estoy a punto de rematar una buena operación.

Dicho aquello echó mano al vaso y vació lo que quedaba de un solo y largo trago. Un cubito de hielo crujió, siniestro, al chocar con sus dientes, recordándole que Frasquito Torres había tenido que volver a entramparse con otro prestamista para pagar una prótesis de noventa mil duros. El gitano mantenía el brazo alrededor de sus hombros.

—Qué bonito suena eso —se choteaba el Pollo Muelas—. Rematar.

Julio Iglesias seguía a lo suyo. Marcándose pasos de baile. Dolores la Negra se vino por detrás de la barra mientras meneaba las caderas, a darles conversación. Mojó un dedo en el whisky de Peregil, se lo chupó succionando mucho con los labios, restregó el vientre contra el mostrador y agitó el contenido de su camisa con impecable pericia profesional antes de quedarse mirando a los tres hombres, decepcionada. Peregil parecía haber visto a un fantasma, los fulanos estaban con cara de pocos amigos, y además —indicio inquietante— sus gintonics seguían intactos. Así que Dolores dio media vuelta y, sin dejar de mover las caderas al son de la música, se quitó de en medio. Después de toda una vida a uno y otro lado de una barra americana, sabía muy bien cuándo no estaba el horno para bollos.

V. Las veinte perlas del capitán Xaloc

He amado también a mujeres muertas.

(Enrique Heine.
Noches florentinas
)

El subcomisario Simeón Navajo, jefe del grupo de investigación de la Jefatura Superior de Sevilla, terminó de comerse el pincho de tortilla y miró a Quart con afecto:

—Mire, páter. Yo no sé si es la iglesia, la casualidad o el arcángel San Gabriel —hizo una pausa, acompañándose con un trago del botellín de cerveza que tenía sobre la mesa de su despacho—Pero ese sitio tiene mala sombra.

Era diminuto, muy flaco, simpático, de manos inquietas, con gafas redondas de montura de acero y un bigote tupido que parecía brotarle del interior de la nariz. Se hubiera dicho una caricatura a escala de un intelectual de los años sesenta, aspecto reforzado por el pantalón tejano, la camisa roja y amplia de algodón, y las grandes entradas del pelo peinado hacia atrás que llevaba largo, recogido en una coleta. Hacía veinte minutos que revisaban juntos los expedientes sobre las dos muertes en Nuestra Señora de las Lágrimas, y las conclusiones policiales coincidían con los dictámenes forenses: óbitos accidentales. El subcomisario Navajo lamentaba no tener a mano un culpable para podérselo enseñar, esposado, al agente de Roma. Cosas del azar, páter, decía. Ya sabe cómo ocurren esas cosas. Una barandilla mal atornillada, un trozo de escayola que se cae, un par de infelices a los que nunca les ha tocado la bonoloto pero resulta que ese día sale su número. Uno ay y el otro chaf, o sea, angelitos al cielo. Porque al menos, tratándose de una iglesia, el subcomisano daba por sentado que habrían ido al cielo.

—Lo de Peñuelas, el arquitecto municipal, está claro —Navajo movía dos dedos por el borde de la mesa. imitando la supuesta forma de caminar del difunto—. Estuvo media hora paseándose por el tejado de la iglesia en busca de argumentos para el expediente de ruina, y al final se apoyó en una barandilla de madera que hay junto al campanario… La madera estaba podrida, cedió, y Peñuelas se fue abajo para ensartarse en un tubo metálico a medio montar, igual que esos pollos en los asadores —el subcomisario había dejado de pasear los dedos y ahora alzaba uno como si fuera el tubo, haciéndole caer encima la palma de la otra mano; Quart supuso que la mano representaba al tal Peñuelas en el acto de oficiar como pollo—… Todo ocurrió en presencia de testigos, y la inspección posterior no pudo probar manipulaciones en la barandilla.

El subcomisario bebió otro trago del botellín y se limpió el bigote con el dedo donde se había ensartado el arquitecto Peñuelas. Después le dirigió al sacerdote una sonrisa voluntariosa. Se habían conocido un par de años atrás, durante la visita del Papa. Simeón Navajo era el enlace de la policía sevillana, y ambos se entendieron a las mil maravillas. El enviado de Roma había permitido al subcomisario apuntarse todos los tantos espectaculares como propios, incluida la localización del cura opuesto al celibato que pretendía apuñalar al Santo Padre, y el asunto del Semtex escondido en el cesto de ropa blanca de las hermanitas del Santísimo Sacramento. Eso le valió a Navajo una felicitación personal del ministro del Interior y otra de Su Santidad, una foto en la primera página de los periódicos y la cruz al mérito policial con distintivo rojo. Desde entonces, nadie en Jefatura se había atrevido a seguir apodándolo
Miss Magnnm
por recogerse el pelo en una coleta. La Magnum. del calibre 357. estaba entre papeles, en una bandeja sobre la mesa. Casi nunca se la ponía en funda sobaquera, salvo cuando los fines de semana iba a recoger a sus hijos a casa de su ex mujer. Así, decía, ella lo respetaba más. Y a los crios les gustaba.

Quart le echó una ojeada al lugar. Del otro lado de una mampara de vidrio se veía la cabeza de un magrebí con un ojo a la funerala. Estaba sentado frente a un robusto policía en mangas de camisa que movía los labios con cara de pocos amigos, igual que en una película muda. A este lado de la mampara había en la pared una foto enmarcada del rey, un calendario donde los días transcurridos estaban tachados con saña, un archivador gris con una pegatina de la Expo 92 y otra con la hoja de la marihuana, un ventilador, fotos de delincuentes en un tablón de corcho, una diana con dardos y la pared llena de agujeros alrededor, y un póster con varios policías norteamericanos dándole una paliza de ordago a un negro, bajo la leyenda:
Quien bien te quiere te hará llorar
.

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