Read La piel del tambor Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (16 page)

BOOK: La piel del tambor
5.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Una señora lo espera, don Lorenzo. Acaba de llegar.

Quart miró al conserje, sorprendido, y luego se volvió hacia los sillones del vestíbulo. Había allí una mujer morena, de pelo negro y largo hasta más abajo de los hombros: gafas oscuras, téjanos, zapatos mocasín y americana marrón sobre una camisa azul claro. Parecía muy hermosa, y a medida que Quart se fue acercando y ella se puso en pie pudo confirmarlo mientras apreciaba el contraste del collar de marfil sobre la piel bronceada, la pulsera de oro en la muñeca, el bolso de piel de Ubrique en el sofá, a su lado. La mano delgada, elegante, de uñas perfectas, que extendía ante sí, presta al saludo:

—Me llamo Macarena Bruner.

La había reconocido unos segundos antes, gracias a las fotos de la revista. Quart no pudo evitar quedarse mirando su boca. Era grande, bien dibujada, entreabierta con el leve destello de los incisivos muy blancos bajo el labio superior en forma de corazón. Matizada por un poco de lápiz de labios rosa pálido, casi incoloro.

—Vaya —dijo ella. Parecía estudiarlo con detalle tras sus gafas oscuras, un poco sorprendida—. Realmente tiene buen aspecto.

—También usted lo tiene —respondió Quart, con calma.

Era un poco más baja que él, que rondaba el metro ochenta y cinco. Los téjanos y el cinturón de cuero moldeaban bajo la chaqueta unas caderas atractivas. Llevaba tres garitos bordados en la camisa, generosamente colmada por los volúmenes correspondientes, y Quart creyó oportuno apartar la mirada, vagamente inquieto, so pretexto de consultar el reloj. Ella lo seguía observando, reflexiva.

—Quisiera que habláramos —dijo por fin.

—Naturalmente. Se lo agradezco, porque pensaba ir a verla —Quart miró a su alrededor—… ¿Cómo ha dado conmigo?

—Una amiga. Gris Marsala.

—Ignoraba que fueran amigas.

La vio sonreír con desenvoltura: un brillo de marfil en la boca, gemelo al del collar sobre la piel color tabaco rubio. Saltaba a la vista que era una mujer segura de sí, tanto por su condición como por su belleza; pero Quart era consciente de que el severo traje negro y el alzacuello la desconcertaban un poco, igual que a Gris Marsala. Era algo frecuente en las mujeres, hermosas o no; como si el hábito sacerdotal situase al hombre fuera del alcance común a su especie.

—¿Podemos hablar ahora?

—Claro.

Tomaron asiento uno frente al otro. Ella cruzando las piernas, en el sofá que había ocupado mientras esperaba; él en un sillón contiguo.

—Sé a qué ha venido a Sevilla.

—No espere que me sorprenda —Quart esbozaba una sonrisa de resignación—. Mi viaje parece del dominio público.

—Gris me recomendó verlo a usted.

La miró con renovado interés. Mantenía puestas las gafas oscuras, y se preguntó cómo eran sus ojos.

—Qué extraño. Ayer su amiga no parecía dispuesta a cooperar.

El cabello de Macarena Bruner resbalaba sobre el hombro cubriéndole media cara, y ella se lo echó atrás con un gesto. Era muy negro y abundante, apreció Quart. Una belleza andaluza semejante a las que pintaba Romero de Torres, o a la Carmen de la Fábrica de Tabacos descrita por Merimée. Cualquier pintor, cualquier francés o cualquier torero podían perder la cabeza por aquella mujer. Durante una fracción de segundo se preguntó si también cualquier cura.

—No debe tener una falsa idea de esa iglesia —puntualizaba ella. Hizo una corta pausa, antes de añadir—: Ni del padre Ferro.

Quart se permitió una risa contenida cuyo objeto, más que otra cosa, era poner aquella incómoda fracción de segundo en el lugar conveniente. Así que buscó aplomo en el sarcasmo:

—No me diga que también forma parte de su club de fans.

Tenía una mano colgando en el brazo del sillón, y a pesar de los cristales oscuros se percató de que ella miraba esa mano. La retiró discretamente, cruzando los dedos con la otra.

Macarena Bruner permaneció unos instantes en silencio. Se había apartado de nuevo el cabello de la cara y parecía meditar sobre la conveniencia de proseguir o no aquella conversación.

—Oiga —dijo por fin—. Gris y yo somos amigas. Y en cuanto a usted, cree que su presencia aquí puede ser útil, aunque sus intenciones no sean buenas.

Quart captó el tono conciliador. Alzó una mano y vio que una vez más ella seguía el movimiento:

—Hay algo que me irrita en todo esto, ¿sabe?… No sé cómo debo llamarla. ¿Señora Bruner?

Estaba incómodo ante su mirada oculta por cristales ahumados, y ella se daba perfecta cuenta de ello.

—Llámeme Macarena.

Se quitó las gafas negras, y a Quart lo sorprendió la belleza de los ojos grandes, oscuros con reflejos de miel. Alabado sea Dios, habría dicho en voz alta de creer realmente que Dios se ocupara de ese tipo de cosas. Así que se limitó a sostener la mirada de aquellos ojos como si la salvación de su alma dependiera de eso. Quizá dependiera, después de todo, si es que había un alma y una Providencia.

—Bien, Macarena —dijo, inclinándose hacia ella hasta apoyarlos codos en las rodillas. Al acercarse pudo sentir su perfume; suave, como jazmín—. Algo me irrita mucho en esta historia. Todo el mundo da por sentado que estoy en Sevilla para fastidiar a don Príamo Ferro. Y no es cierto. He venido a elaborar un informe sobre la situación. Y carezco de ¡deas preconcebidas. Lo que ocurre es que el padre está muy poco dispuesto a cooperar —se echó hacia atrás en el asiento, ácido—… En realidad nadie está dispuesto a cooperar.

Ahora fue ella la que sonrió:

—Nadie se fía, y es lógico.

—¿Por qué?

—Porque el arzobispo ha estado hablando mal de usted. Lo llama
el cazador de cabelleras
.

Hizo Quart una mueca. Santo varón, Su Ilustrísima.

—Sí. Somos viejos conocidos.

—Pero lo del padre Ferro puede arreglarse —ella se mordía el labio inferior—. Tal vez yo pueda hacer algo.

—Sería mejor para todos, y en especial para él. Pero dígame por qué lo haría usted… ¿Qué gana en esto?

Movió de nuevo la cabeza, como si eso no tuviera importancia, y el cabello volvió a resbalar sobre el hombro. Se lo apartó, mirando fijamente a Quart.

—¿Es cierto que el Papa recibió un mensaje?

Era indudable que Macarena Bruner conocía el efecto de sus ojos. Quart tragó saliva con disimulo; mitad por la mirada, mitad por la pregunta.

—Es confidencial —respondió, suavizándolo con una sonrisa—. Comprenda que ni lo confirme ni lo desmienta.

Ella encogió los hombros con desdén:

—Es un secreto a voces.

—En ese caso, permítame no añadir la mía.

Brillaron los ojos oscuros, reflexivos. Macarena Bruner se recostó en un brazo del sofá, y el movimiento hizo que los gatitos bordados bajo su chaqueta se desperezaran, sugerentes.

—La última palabra sobre Nuestra Señora de las Lágrimas la tiene mi familia —explicó—. Quiero decir mi madre y yo. Si el edificio se declara en ruina, y si el Arzobispado autoriza su demolición, la decisión final sobre el destino del solar nos pertenece.

—No del todo —objetó Quart—. Según mis noticias, el Ayuntamiento tiene algo que decir.

—Pleitearemos.

—Pero usted sigue técnicamente casada. Y su esposo…

Lo interrumpió, negando con la cabeza:

—Hace seis meses que vivimos en casas diferentes. Mi marido no tiene derecho a actuar por su cuenta.

—¿Y no intenta convencerla?

—Lo intenta —ahora Macarena Bruner sonreía de un modo nuevo; un gesto desdeñoso y distante, casi cruel, que le endurecía la boca—. Pero da lo mismo que lo intente o no. Esa iglesia va a sobrevivir.

—¿Sobrevivir? — se extrañó Quart—. Curiosa palabra. Habla de ella como si estuviera viva.

Le miraba otra vez las manos:

—Tal vez lo esté. Hay muchas cosas que están vivas, aunque no lo parezcan —se había quedado absorta un momento, y pareció regresar bruscamente—. Pero me refería a que es necesaria. El padre Ferro también lo es.

—¿Por qué? Hay otros curas y otras iglesias en Sevilla.

Ella se rió de verdad. Una risa franca y sonora, tan contagiosa que Quart, sin venir a cuento, estuvo a punto de imitarla.

—Don Príamo es especial, y su iglesia también —aún sonreía, y los reflejos de miel reaparecieron en su mirada, fija en Quart—. Pero no podría explicárselo con palabras. Tiene que ir allí.

—Ya estuve. Y su párroco favorito estuvo a punto de echarme a patadas.

Macarena Bruner se echó a reír otra vez. Quart nunca había oído reír a una mujer de forma tan estruendosa y simpática. Asombrado de sí mismo, se encontró deseando verla hacerlo de nuevo. En su cerebro bien adiestrado sonaron alarmas por todas partes. Aquello empezaba a parecerse mucho a zascandilear por jardines que sus viejos mentores eclesiásticos aconsejaban mantener a distancia: serpientes, manzanas, encarnaciones de Dalila y toda la parafernalia.

—Sí —dijo ella—. Gris me lo contó. Pero inténtelo de nuevo. Vaya a misa; observe lo que ocurre allí. Quizá comprenda mejor.

—Lo haré. ¿Frecuenta usted la misa de ocho?

No hubo mala intención en la pregunta, pero la mirada de Macarena Bruner viró al recelo, súbitamente seria.

—Ése no es asunto suyo.

Abría y cerraba las patillas de sus gafas de sol. Quart alzó un poco ambas manos en una disculpa, y siguió un breve silencio incómodo. Para salvar la situación miró alrededor en busca de un camarero y preguntó si quería tomar algo. Ella negó con la cabeza. Ahora parecía más relajada, y Quart formuló otra pregunta:

—¿Qué piensa de las dos muertes?

Esta vez la risa fue desagradable, entre dientes:

—Que no se debe jugar con la ira de Dios.

Quart la miró muy serio:

—Singular punto de vista.

—¿Por qué? — parecía sinceramente sorprendida—. Ellos, o quienes los enviaron, se lo andaban buscando.

—No es un sentimiento muy cristiano.

Hizo un gesto de impaciencia, cogiendo el bolso que tenía a su lado y volviéndolo a dejar. Liaba y desliaba los dedos en la correa de la bandolera.

—Usted no comprende, padre… — lo miró, indecisa— ¿Cómo debo llamarlo? ¿Reverendo? ¿Padre Quart?

—Puede llamarme Lorenzo, a secas. No voy a oírla en confesión.

—¿Por qué no? A fin de cuentas es un sacerdote.

—Un poco singular, quizás —admitió Quart—. Y aquí no ejerzo exactamente como tal.

Al hablar había desviado un par de segundos la vista, incapaz de sostener del todo la situación. Cuando volvió a mirar, ella lo observaba con una curiosidad nueva, casi maliciosa.

—Sería divertido confesarme con usted. ¿Le gustaría?

Quart respiró con calma una, dos veces. Después frunció un poco los labios, como si considerase en serio la cuestión. La portada del Q+S pasó ante sus ojos como un mal presagio.

—Es posible —dijo— Pero temo no ser objetivo con ese sacramento, en su caso. Es demasiado…

—¿Demasiado qué?

No era juego limpio por su parte, se dijo con amargura. Ella presionaba al límite. Presionaba demasiado, y eso era excesivo incluso para un tipo con los nervios del sacerdote Lorenzo Quart. Respiró otras dos veces, cual si aquello fuera una sesión de yoga. Plantéatelo así, se dijo. Procura que la calma no te abandone ahora.

—Atractiva —respondió con perfecta frialdad—. Supongo que es la palabra adecuada. Pero eso lo sabe mejor que yo.

Macarena Bruner apreció la respuesta con un breve silencio. Notable, decían sus ojos.

—Gris tiene razón —dijo—. Usted no parece un cura.

Asintió Quart sin bajar del todo la guardia:

—Imagino que el padre Ferro y yo somos especies diferentes…

—Acertó. Él es mi confesor.

—Estoy seguro de que se trata de una buena elección —hizo una pausa esmerada para despojar de ironía cualquiera de sus palabras—. Se trata de un hombre riguroso.

Ella no se dejó embaucar por el adjetivo:

—Usted no sabe nada de él.

—Es justo lo que pretendo. Saber. Pero no encuentro a nadie que me ilustre.

—Yo lo haré.

—¿Cuándo?

—No sé. Mañana por la noche. Lo invito a cenar en La Albahaca.

Quart intentaba pensar con rapidez.

—La Albahaca —repitió, para ganar tiempo.

—Sí. En la plaza de Santa Cruz. Suelen exigir corbata, pero tratándose de usted no creo que haya problemas con ese cuello que lleva. Aunque sea sacerdote, sabe vestirse bastante bien.

Aún tardó él tres segundos en hacer un gesto afirmativo. Por qué no. Después de todo, para eso había viajado a Sevilla. Sería una buena ocasión para beber a la salud del cardenal Iwaszkiewicz.

—Puedo ponerme una corbata, si lo desea. Aunque nunca tuve problemas en ningún restaurante.

Macarena Bruner se había puesto en pie, y Quart la imitó. Ella le miraba otra vez las manos.

—¿Cómo quiere que lo sepa? — acentuó la sonrisa mientras se ponía las gafas negras—. Nunca he cenado antes con un cura.

El aire que don Ibrahim se daba con el sombrero olía a azahar y naranjas amargas. A su lado, en un banco de la plaza Virgen de los Reyes, la Niña Puñales hacía ganchillo mientras vigilaban la puerta del hotel Doña María: cuatro al aire, dejo dos, uno corto y uno largo. La Niña repetía la secuencia moviendo silenciosamente los labios igual que si rezara, con el ovillo sobre la falda mientras el tejido le iba creciendo despacio entre las manos, y las pulseras de plata tintineaban en sus muñecas. Aquella labor era para otra colcha de su ajuar. Hacía casi treinta años que el ajuar de boda de la Niña Puñales amarilleaba entre bolas de naftalina, en un armario de su pequeño piso del barrio de Triana; pero ella seguía añadiéndole piezas como si el tiempo se le hubiera detenido en los dedos, en espera del hombre moreno con ojos verdes que un día vendría a buscarla entre coplas de aguardiente y luna blanca.

Un coche de caballos cruzó la plaza, llevando en la trasera a cuatro hooligans ingleses que bebían cerveza tocados con sombrero cordobés —jugaban el Betis y el Manchester—, y don Ibrahim lo siguió con la vista mientras se retorcía el mostacho entre suspiros de desaliento. Pobre Sevilla, musitó al cabo de un instante, abanicándose más fuerte con el panamá blanco; y la Niña Puñales asintió sin alzar la cabeza, pendiente de su labor: cuatro al aire, dejo dos. Ahora don Ibrahim había tirado la colilla del cigarro puro, y lo miraba consumirse humeando en el suelo. Por fin, con sumo esmero, lo ayudó a morir con la contera del bastón; detestaba a los tipos brutales capaces de aplastar la colilla de un buen cigarro como si en vez de apagarla, la asesinaran. El anticipo de Peregil le había permitido comprar una caja entera, nueva, precinto intacto, de Montecristos; cosa que no podía permitirse desde que el cabo Finisterre era soldado raso. Dos de ellos asomaban, espléndidos, por el bolsillo superior de la americana de su arrugado traje de lino blanco. Se llevó una mano al pecho, palpándolos con ternura. El cielo era azul, olía a azahar, estaba en Sevilla, tenía entre manos un buen negocio, habanos en el bolsillo y treinta mil pesetas en la cartera. Para que su felicidad fuera completa, sólo echaba en falta tres entradas para los toros; tres tendidos de sombra con el Faraón de Camas en el cartel, o esa joven promesa. Curro Maestral; que según el Potro tenía maneras, pero ni punto de comparación con el difunto Juan Belmente que en paz descanse. El mismo Curro Maestral que salía en las revistas entrando a matar a las mujeres de los banqueros. Lo cual, bien mirado, también era asunto de cuernos.

BOOK: La piel del tambor
5.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Death of a Village by Beaton, M.C.
The Hunt for the Golden Mole by Richard Girling
Thendara House by Marion Zimmer Bradley
A New Song by Jan Karon
Son of a Duke by Jessie Clever
The Chalet by Kojo Black
Diabolical by Smith, Cynthia Leitich
Just One Kiss by Carla Cassidy
Limestone and Clay by Lesley Glaister