La piel del tambor (15 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: La piel del tambor
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—¿Una trinchera, frente a qué?

Era innecesario, y de pronto supo que iba a arrepentirse antes de cerrar la boca. Desde abajo, pequeño y duro, el padre Ferro miraba directamente a los ojos de Quart:

—Frente a tanto cuento —dijo—. Y tanta mierda.

Los coches de caballos, pintados de negro y amarillo, se alineaban a la espera de clientes bajo la sombra de los naranjos. Apoyado en la pared de una tienda de recuerdos turísticos, el Potro del Mantelete vigilaba la puerta del Arzobispado. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuadros demasiado estrecha, abierta sobre un suéter blanco de cuello de cisne que moldeaba sus pectorales enjutos y recios. Un palillo se le movía rítmicamente de una a otra comisura de la boca, y entornaba los ojos bajo las cejas surcadas de cicatrices con la mirada fija en el hueco que enmarcaban las columnas gemelas del pórtico barroco. No lo pierdas de vista, había ordenado don Ibrahim antes de meterse dentro de la tienda a mirar postales y curiosear, porque los tres de plantón hacían demasiado bulto en la acera. Como el Potro era hombre cabal, de confianza, y la espera se prolongaba, don Ibrahim y la Niña Puñales, después de repasar ante la mirada suspicaz del tendero todos los expositores de postales y las vitrinas con camisetas, abanicos, castañuelas y reproducciones en plástico de la Giralda y la Torre del Oro, decidieron trasladarse al bar más cercano, en la otra esquina de la calle, donde la Niña debía de rondar ya la quinta manzanilla. Así que el Potro, en ausencia de nuevas órdenes, no perdía de vista la puerta. En la hora larga que el cura alto llevaba allí adentro, aquél sólo había apartado la mirada dos veces: el tiempo empleado por una pareja de guardias en pasarle por delante, una vez calle arriba y otra, al regreso, calle abajo; momentos dedicados por el Potro a contemplarse detenidamente las puntas de los zapatos. Cuatro cornadas, dos reenganches en la Legión y un cerebro que funcionaba a piñón fijo, contuso por golpes y campanillazos de asalto en asalto, imprimen carácter. Si don Ibrahim o la Niña Puñales hubieran llegado a olvidarlo, él habría sido capaz de permanecer inmóvil noche y día, bajo el sol o la lluvia, hasta ser relevado o caer desfallecido, sin mover los ojos de la puerta del Arzobispado como un concienzudo centinela. Del mismo modo que veintitantos años atrás, durante una bronca impresionante en una plaza de mala muerte, cuando su apoderado le dijo aquello de si no te mata el toro, desgraciado, te mata el público a la salida, el Potro del Mantelete, con el sudor en la cara y el miedo en los ojos, se había ido a los medios con la muleta en la cintura para quedarse allí, inmóvil, hasta que el morlaco —
Carnicero
, se llamaba— se le vino encima, y con la cuarta y última cornada de su carrera lo sacó para siempre de la plaza y de los toros. Después, episodios similares fueron añadiendo cicatrices a su cuerpo y a su memoria en el pugilismo, en el Tercio y en el penal del Puerto de Santa María. Porque si es cierto que la materia gris del Potro del Mantelete tenía las mismas luces que un trozo de madera, en su caso era ésta, sin duda, madera de héroe.

De pronto vio salir al cura alto. Parecía demorarse en la puerta, indeciso, mirando hacia el interior del edificio como si alguien reclamara desde dentro su atención. Entonces un joven rubio y con lentes salió tras él y se pusieron a conversar en la puerta. El Potro del Mantelete miró hacia el bar donde aguardaban don Ibrahim y la Niña Puñales, pero éstos parecían muy ocupados con la manzanilla. Entonces el Potro se quitó el palillo de la boca, escupió entre sus pies, a la acera, y cruzó la plaza para alertarlos; lo hizo describiendo un círculo cuya tangente pasaba por la puerta del Arzobispado. A medida que se acercaba distinguió mejor el aspecto del cura alto: hubiera podido pasar por uno de esos actores de cine, de no ser por el traje negro, el cuello redondo de la camisa y el pelo como el de un paraca o un legionario. En cuanto al más joven, su aspecto era desaliñado. Tenía la piel clara y granitos en el cuello, como los adolescentes. Y mucha más pinta de cura que el otro.

—Déjenlo en paz —oyó decir al rubio.

El alto lo miraba muy serio.

—Su párroco está loco —respondió—. Vive en otro mundo. Si es usted quien envió el mensaje, le hizo mal servicio a él y a su iglesia.

—Yo no envié nada.

—De eso tenemos que hablar los dos. Muy despacio.

Al rubio le temblaba un poco la voz. Parecía agresivo, aunque tal vez sólo estaba inquieto, o asustado:

—No tengo nada que decirle a usted.

—Ese disco está rayado —el cura alto sonreía de modo desagradable—. Y se equivoca. Tiene muchas cosas que contarme. Por ejemplo…

La conversación quedó atrás a medida que el Potro del Mantelete se alejaba de los curas. Siguió caminando algo más aprisa hasta el bar. Había serrín en el suelo, cáscaras de gambas, y caña de lomo y jamones colgados sobre el mostrador. De pie ante la barra, don Ibrahim y la Niña Puñales bebían en silencio. En la radio, colocada en un estante entre dos botellas de Fundador, cantaba Camarón:

El vino mata el dolor

y la memoria…

A don Ibrahim, con un habano entre los dedos, alejado del mostrador por el arco rotundo de su barriga, le caía la ceniza sobre el faldón de la chaqueta blanca. A su lado, la Niña Puñales había pasado de la manzanilla al anís Machaquito, y en ese momento se llevaba a los labios la copa con huellas de espeso carmín en el borde. Llevaba los ojos muy pintados, un vestido azul de lunares blancos, zarcillos de plata y el caracol negro del pelo bien repeinado sobre la frente marchita de tonadillera sin fortuna, como en las cubiertas de los tres o cuatro viejos discos de 45 rpm. que don Ibrahim atesoraba como oro en paño en su cuarto de pensión junto a Nat King Colé, Los Panchos, Beny Moré, Antonio Machín y una antediluviana gramola Telefunken. El caso es que el ex falso letrado y la Niña Puñales se volvieron a mirar al Potro; y éste, parado en el umbral, hizo con la cabeza un gesto en dirección a la calle.

—Agua —dijo.

Los tres socios se agruparon en la puerta, a mirar. El cura alto se había separado del otro y caminaba por la acera de la plaza, junto a la mezquita.

—Vaya un cura —dijo la Niña, con su voz ronca de copla.

—No tiene mala planta —admitió don Ibrahim, ecuánime, entornando el ojo crítico.

El toque de Machaquito hacía brillar los ojos guasones de la tonadillera:

—Ozú. Que me diera él los santos óleos.

Don Ibrahim cambió una mirada grave con el Potro del Mantelete. En campaña, cual era el caso, aquellas frivolidades resultaban fuera de lugar.

—¿Y el viejo? — preguntó, por centrar el tema.

—Todavía está dentro —informó el Potro.

El ex falso abogado chupaba el puro, pensativo.

—Dividamos nuestras mesnadas —dijo por fin—. Tú, Potro, sigue al cura viejo cuando salga, y una vez se meta en casa te vienes para acá con el informe. La Niña y el que suscribe controlaremos al cura alto —hizo una pausa para consultar, solemne, el reloj de don Ernesto Hemingway—. Antes de pasar a la vía de autos, necesitamos información: la madre de las victorias, etcétera.

¿Cómo lo veis?

Sus compadres debían de verlo bien, porque asintieron; grave y cejijunto el Potro, con aspecto de estar analizando el sentido de alguna palabra pronunciada cinco minutos antes, y con aire ido la Niña, mirando alejarse al cura. Aún tenía la copa en la mano, y parecía dispuesta a rematar el Machaquito. En la radio, Camarón seguía su cante de vino y ausencias, y el camarero, camisa blanca y corbata negra, llevaba el ritmo con discretas palmas, por lo bajini, detrás del mostrador. Don Ibrahim miró a su tropa y decidió levantar los ánimos con alguna arenga apropiada. Sevilla es lo más grande del mundo, o algo así. Y nos la vamos a comer con patatas. Aquello sonaba bien, pero era quizás excesivo. Y además, no venía a cuento.

—La fortuna es de los audaces —dijo, tras pensarlo un rato. Y le dio otra chupada al puro.

—Ozú.

La Niña Puñales apuraba la última gota de anís. El Potro, todavía con el ceño arrugado, movió por fin la cabeza:

—¿Qué quiere decir
mesnadas
?

El aplomo de Lorenzo Quart se basaba en un exceso de conciencia técnica. De modo que, cuando llegó a su habitación, lo primero que hizo fue abrir el maletín de cuero donde guardaba su ordenador portátil y trabajar durante una hora en el informe destinado a monseñor Spada. Un documento que el director del IOE recibió por línea telefónica en cuanto estuvo redactado. En las ocho páginas, Quart se abstenía cuidadosamente de establecer conclusiones sobre los personajes, la iglesia o la posible identidad de
Vísperas
, limitándose a una transcripción bastante fiel de las conversaciones mantenidas con monseñor Corvo, Gris Marsala y Príamo Ferro.

Sólo al cerrar la tapa del ordenador, mientras recogía los cables y el alimentador, se relajó un poco. Estaba en mangas de camisa, con el cuello suelto, y dio unos pasos por la habitación, junto a las dos camas con baldaquino y la ventana abierta a la plaza Virgen de los Reyes. Era pronto para bajar a comer, así que echó un vistazo a algunos libros sobre Sevilla que había comprado en una pequeña librería frente al Ayuntamiento. En la misma bolsa estaba la revista Q+S, adquirida en un kiosco por recomendación de monseñor Corvo —«Para que se vaya familiarizando con el panorama», había sugerido, mordaz, el prelado—. Observó la portada y luego las fotos del interior. «
Un matrimonio en crisis
», era el titular. Junto a las imágenes de la mujer con su acompañante, había otra de un hombre joven, muy serio, bien vestido, con cuello blanco y raya impecable en el pelo: «
Se confirma la separación. Mientras el financiero Gavira se consolida como hombre fuerte de la banca andaluza. Macarena Bruner trasnocha en Sevilla
». Quart arrancó las páginas y las guardó en su maletín. En ese momento se dio cuenta de que en la mesa de noche estaba la edición del Nuevo Testamento que los Gedeones Internacionales distribuían gratis a los hoteles. No recordaba haberlo puesto allí, sino en el cajón donde solía guardar cuanta documentación, publicidad, cartas y sobres le estorbaban. Lo abrió al azar, y comprobó que dos páginas estaban marcadas por una vieja tarjeta postal. En la parte inferior pudo leer:
Iglesia de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sevilla. 1895
. La fotografía era imperfecta, con una especie de halo pálido que envolvía el motivo central; mas la iglesia estaba allí, con sus tonos desvaídos pero inconfundibles: el pórtico de columnas salomónicas, la imagen de la Virgen en su hornacina y con la cabeza intacta, la espadaña del campanario. Parecía en mejor estado que el actual. Ante ella, en la plaza, había un tenderete donde un hombre con faja y sombrero andaluz vendía verduras a dos mujeres de negro de espaldas al fotógrafo. Al otro lado, por la calle estrecha que salía de la plaza, se iba un borrico de aguador, con una tinaja a cada lado del lomo y el propietario transformado en silueta apenas visible, fantasma a punto de desvanecerse en el halo blanco que bordeaba la imagen.

Quart le dio vuelta a la postal. Había unas líneas escritas con letra inglesa de ángulos suaves y tinta ya poco legible, convertida en trazos pálidos de color marrón claro:

Aquí rezo por ti cada día y espero tu regreso, en el lugar sagrado de tu juramento y mi felicidad.

Te amaré siempre.

Carlota

No había matasellos sobre la estampilla intacta de veinticinco céntimos con la efigie de Alfonso XIII niño, y la fecha manuscrita del encabezamiento estaba borrada por una mancha de humedad. Quart descifró un 9 y tal vez un 7 al final, lo que podía significar año 1897. La dirección sí estaba, en cambio, perfectamente clara:
Capitán don Manuel Xaloc. A bordo del buque «Manigua». Puerto de La Habana. Cuba
.

Cogió el teléfono, marcando el número de Recepción. El conserje negaba que alguien hubiese subido al cuarto ni preguntado por Quart desde las ocho de la mañana, hora en que había comenzado su turno. Tal vez podría informarse con las encargadas de la limpieza. Quart habló con ellas y colgó el teléfono sin averiguar nada. No recordaban haber tocado el Nuevo Testamento, y no podían decirle si estaba en el cajón o sobre la mesa cuando arreglaron la habitación. Pero nadie había entrado allí, excepto ellas.

Fue a sentarse frente a la ventana con la tarjeta en la mano y sin dejar de mirarla. Un barco atracado en el puerto de La Habana en 1897. Un capitán llamado Manuel Xaloc y una tal Carlota que lo amaba y rezaba por él en Nuestra Señora de las Lágrimas. ¿Tenía algún sentido lo escrito en el reverso de la postal, o sólo la foto de la iglesia era lo que contaba?… De pronto recordó el Evangelio de los Gedeones. ¿Marcaba la tarjeta una página, o estaba puesta al azar? Execró su descuido mientras se incorporaba y acudía a la mesa, mas por suerte había dejado el libro abierto boca abajo. Eran las páginas 168 y 169 —San Juan, 2— y aunque no había ningún párrafo subrayado, pudo hallar la cita con facilidad. Era demasiado evidente:

«15 Y haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas;

16 y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi padre casa de mercado.»

Movió la cabeza, observando alternativamente el libro y la postal. Pensaba en monseñor Spada y en Su Eminencia el cardenal Iwaszkiewicz, y decidió que no les iba a complacer en absoluto el giro que parecía tomar aquello. Y a él, mucho menos. Alguien era aficionado a cierto tipo de juegos inquietantes, como infiltrarse en ordenadores papales o en cuartos de hotel y evangelios ajenos. Quart pasó revista a todos los rostros hasta ese momento conocidos, preguntándose si entre ellos estaría el que buscaba. Sangre de Dios. Sentía una creciente exasperación, y arrojó libro y postal sobre la colcha de una cama. Tal como estaban las cosas, era lo que faltaba: un fantasma jugando al escondite.

Quart salió del ascensor en la planta baja, pasó junto a la vitrina con la colección de abanicos del hotel y anduvo por el pasillo que rodeaba el vestíbulo. Su silueta negra y sobria contrastaba en el ambiente. El Doña María era un establecimiento de cuatro estrellas para turistas, situado en un bello edificio antiguo de la calle Don Remondo, a dos pasos de Santa Cruz; y a los decoradores se les había ¡do un poco la mano en la planta baja, sobrecargada de motivos folklóricos, toreros y cuadros con mujeres andaluzas de teja y mantilla. En la puerta, una joven guía turística de aire fatigado, que sostenía en alto una pequeña bandera holandesa, congregaba a un grupo multicolor equipado con aparatos fotográficos y cámaras de vídeo. Al acercarse al mostrador para dejar la llave, Quart alcanzó a leer su nombre en la plaquita de plástico que llevaba sobre el pecho: V. Oudkerk. Sonrió compasivo, y la joven le devolvió otra sonrisa resignada antes de alejarse al frente de su tropa.

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