Read La piel del tambor Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Ésa era, sin lugar a dudas, la causa de que su mirada de triunfador se ensombreciera según iba acercándose a la mesa donde el hombre a quien debía su presente y su futuro estaba sentado ante un café con leche y medio mollete de Antequera con mantequilla. Una sombra que se acentuó de modo notable cuando Gavira tuvo el desafortunado gesto de mirar hacia su izquierda y advertir, al paso, la portada del Q+S exhibida de modo preferente entre las revistas y periódicos de un kiosco de prensa. Fue sólo un instante; y el financiero, que sentía en la nuca la mirada de Peregil, prosiguió camino como si nada hubiera visto. Pero la nube negra ganaba terreno y un ramalazo de cólera le estremeció el estómago, templado por una hora diaria de gimnasio y sauna. Aquella revista llevaba dos días sobre la mesa de su despacho del Arenal, y Gavira conocía, igual que si las hubiese realizado él mismo, todas y cada una de las imágenes de que constaba el reportaje de páginas interiores, y la portada: una foto, algo borrosa por el granulado del teleobjetivo, donde podía reconocer a su mujer, Macarena Bruner de Lebrija, heredera del ducado del Nuevo Extremo y descendiente de una de las tres familias de más abolengo de la aristocracia española —Alba y Medína—Sidonia eran las otras—, saliendo del hotel Alfonso XIII a las cuatro de la madrugada con el torero Curro Maestral.
—Llegas tarde —objetó el viejo.
No era cierto, y Pencho Gavira lo sabía sin necesidad de mirar el lujoso reloj que llevaba en la muñeca izquierda. Mantener la tensión con un discreto y continuo acoso era algo que había aprendido precisamente de don Octavio Machuca: colocaba a los subordinados en una saludable incertidumbre, evitando que se durmieran en los laureles. Peregil, con la raya en la oreja y los vicios más o menos ocultos, era su inmediato conejillo de Indias.
—No me gusta que la gente llegue tarde —insistió Machuca en voz alta, como contándoselo al camarero de chaleco rayado que aguardaba instrucciones junto a la mesa, bandeja de latón en mano, atento al menor de sus gestos. Por la mañana siempre le reservaban la misma mesa, junto a la puerta del local.
Gavira asintió levemente, asumiendo con calma el sentido de aquellas palabras. Después le pidió una cerveza al camarero, se desabrochó el botón de la americana y fue a sentarse en la silla de mimbre que el presidente del Banco Cartujano indicaba a su lado con un gesto. Tras un par de abyectas inclinaciones de cabeza, Peregil fue a ocupar un asiento en otra mesa más lejana donde Cánovas, el secretario, se había retirado a guardar papeles en una cartera de piel negra. El secretario era un tipo flaco, ratonil. padre de nueve hijos e individuo de moral intachable, que servía al banquero desde los tiempos en que éste pasaba tabaco rubio y perfumes de Gibraltar. Nadie recordaba haberlo visto sonreír nunca, quizá porque el sentido del humor de Cánovas yacía en el panteón de su abarrotado libro de familia. De todos modos el secretario le era antipático, y Gavira acariciaba secretos proyectos sobre su futuro: un despido fulminante cuando el viejo decidiera dejar vacío el despacho del Arenal que apenas pisaba.
Sin decir palabra, mirando como su jefe y protector en dirección al tráfico de gente y automóviles, Gavira esperó hasta que el camarero vino con su cerveza. Bebió un sorbo inclinado hacia adelante, procurando que la espuma no le gotease en la raya perfecta del pantalón, y después se secó los labios con un pañuelo antes de acomodarse de nuevo en el respaldo.
—Tenemos al alcalde —dijo por fin.
Octavio Machuca no movió un músculo de la cara. Miraba al frente, hacia el cartel de la Peña Botica (1935) que blanquiverdeaba el balcón del segundo piso al otro lado de la calle, junto al edificio neomudéjar del Banco de Poniente. Gavira observó las manos huesudas del viejo financiero, largas como garras y moteadas con manchas de vejez. Machuca era muy delgado y muy alto, con una gran nariz tras la que un par de ojos oscuros, siempre rodeados de profundas ojeras como de insomnio permanente, escudriñaban con expresión de ave rapaz acostumbrada a cazar bajo cualquier tipo de cielo, hasta saciarse. Los años no habían impreso en aquellos ojos tolerancia o piedad, sino cansancio. Buzo y contrabandista en su juventud, prestamista en Jerez, banquero en Sevilla antes de cumplir los cuarenta años, el fundador del Banco Cartujano estaba a punto de jubilarse; y su única aspiración conocida era desayunar por las mañanas en la esquina de Sierpes, frente a la Peña Botica y la sede bancaria de la competencia, que el Cartujano acababa de anexionarse tras labrar su ruina palmo a palmo.
—Ya era hora —dijo Machuca.
Seguía mirando al otro lado de la calle, y Gavira no supo si se refería al Banco de Poniente o al asunto del alcalde.
—Anoche cenamos juntos —comentó para confirmarlo, estudiando de reojo el perfil del viejo—, Y esta mañana mantuvimos una conversación telefónica larga y cordial.
—Tú y tu alcalde —murmuró Machuca igual que si se esforzara en situar un rostro vagamente conocido. Cualquier otro podía tomar aquello por un síntoma de senilidad; mas Pencho Gavira conocía a su presidente demasiado bien para incurrir en conclusiones fáciles.
—Sí —confirmó voluntarioso, alerta, atento a cualquier matiz: exactamente el tipo de actitud que le había ayudado a ser lo que era—. Accede a recalificar el terreno y a vendérnoslo acto seguido.
No había triunfo en su voz, siendo legítimo que lo hubiera. Era una regla no escrita en el mundo que ambos compartían.
—Habrá un escándalo —objetó el viejo banquero.
—Le da igual. Dentro de un mes expira su mandato, y sabe que no será reelegido.
—¿Y la prensa?
—La prensa se compra, don Octavio —Gavira remedó el gesto de pasar páginas con las manos—. O se le dan mejores huesos a roer.
Vio que Machuca asentía, atando cabos. Precisamente Cánovas acababa de guardar en el portafolios un explosivo dossier obtenido por Gavira sobre irregularidades en los subsidios de paro de la Junta de Andalucía. El plan era hacerlo público de forma simultánea, a fin de que actuase como pantalla.
—Sin oposición del Ayuntamiento —añadió— y con la Consejería del Patrimonio Cultural en el bolsillo, sólo queda ocuparnos del aspecto eclesiástico del problema —hizo una pausa en espera de comentarios, pero el viejo permaneció en silencio—. En cuanto al arzobispo…
Dejó la frase en el aire, cauto, ofreciéndole al otro el próximo movimiento. Necesitaba indicios, complicidad, avisos a los navegantes.
—El arzobispo quiere su parte —habló Machuca, por fin—. A Dios lo que es de Dios, ya sabes.
Asintió Gavira con mucho cuidado:
—Naturalmente.
Ahora el viejo banquero se había vuelto a mirarlo.
—Pues dáselo, y santas pascuas.
No era tan fácil, y ambos lo sabían. El viejo cabrón.
—Estamos de acuerdo, don Octavio —puntualizó Gavira.
—Entonces no hay más que hablar.
Machuca movía la cucharilla en su taza de café con leche, volviendo a sumirse en la contemplación del cartel de la Peña Bética. En la otra mesa, ajenos a la conversación, el secretario y Peregil se miraban con hostilidad. Gavira eligió cuidadosamente el tono y las palabras:
—Con todo respeto, don Octavio, sí hay más que hablar. Tenemos entre manos el mejor golpe urbanístico que ha visto Sevilla desde la Exposición Universal de 1992: tres mil metros cuadrados en pleno barrio de Santa Cruz. Y. relacionado con eso, la compra de Puerto Targa por los saudíes. O sea: de ciento ochenta a doscientos millones de dólares. Pero me va usted a permitir que economice lo más posible —bebió un poco de cerveza para mantener el eco del verbo
economizar
—… No quiero pagar diez a cambio de algo que conseguiremos por cinco. Y el arzobispo se ha puesto a pedir la luna.
—De algún modo habrá que gratificarle a monseñor Corvo el detalle de lavarse las manos —Machuca arrugaba un poco la piel de los párpados, en algo que ni remotamente podía relacionarse con una sonrisa—. O las facilidades técnicas, que dirías tú. No se consigue todos los días que un arzobispo acceda a la secularización de un solar como ése, desahuciar al párroco y derribar la iglesia… ¿No te parece? — había alzado una de sus manos huesudas para enumerarlo todo, pero la dejó caer sobre la mesa con gesto de cansancio—. Eso se llama encaje de bolillos.
—Lo sé perfectamente. Mi trabajo me ha costado, si me permite decirlo.
—Es la razón de que estés donde estás. Ahora págale al arzobispo la compensación que él ha insinuado y zanja esa parte del asunto. A fin de cuentas, el dinero con que trabajas es mío.
—Y de los otros accionistas, don Octavio. Ésa es mi responsabilidad. Si algo aprendí de usted es a honrar mis compromisos sin tirar los cuartos.
El banquero encogió los hombros.
—Como veas. Al fin y al cabo es tu operación.
Lo era para lo bueno y para lo malo. Aquello significaba un recordatorio, pero hacía falta mucho más para descomponerle el temple a Pencho Gavira.
—Todo está bajo control —afirmó.
El viejo Machuca era afilado como una hoja de afeitar. Gavira, que lo sabía de sobra, vio cómo los ojos rapaces iban del cartel hético a la fachada del Banco de Poniente. La operación de Santa Cruz y la de Puerto Targa eran más que un buen negocio: en ellas Gavira se jugaba suceder a Machuca en la presidencia o quedar inerme ante un consejo de administración de viejas familias del dinero sevillano, poco dispuestas hacia los abogados jóvenes, ambiciosos y advenedizos. Sintió cinco pulsaciones de más en la muñeca, bajo la correa de oro del Rolex.
—¿Qué hay del párroco? — la mirada del viejo se había vuelto de nuevo hacia él: un destello de interés bajo la aparente indiferencia—. Dicen que el arzobispo sigue sin estar muy seguro de su cooperación.
—Algo de eso hay —Gavira sonreía diluyendo suspicacias—. Pero tomamos medidas para despejar el problema —miró hacia la otra mesa, a Peregil, e hizo una pausa insegura; entonces comprendió que necesitaba añadir algo, un argumento—… No es más que un anciano obstinado.
Fue una distracción y un error, y lo comprendió al instante. Con visible placer. Machuca se introdujo por la brecha abierta.
—Impropio de ti —lo miraba a los ojos como una serpiente veterana que disfrutara infundiendo temor. Gavira contabilizó en su muñeca otro exceso de diez pulsaciones, por lo menos— Yo también soy anciano, Pencho. Y lo sabes mejor que nadie: aún tengo buenos dientes para morder… Sería peligroso olvidarlo, ¿verdad? — los párpados de rapaz se arrugaron de nuevo—. Cuando tan cerca estás de la meta.
—No lo olvido —resulta difícil tragar saliva sin que el interlocutor lo note, pero Gavira lo hizo dos veces—. En cuanto a ese párroco, entre usted y él no hay punto de comparación.
El banquero movía la cabeza, reprobador.
—Te encuentro bajo de forma, Pencho. Tú, recurriendo al halago.
—Usted no me conoce, don Octavio.
—No digas sandeces. Te conozco muy bien, y por eso has llegado donde has llegado. Y a donde estás a punto de llegar.
—Yo siempre le hablo con franqueza. Incluso cuando no le gusta.
—Te equivocas. Siempre aprecio tu franqueza, tan calculada como todo lo demás. Como tu ambición y tu paciencia… —el banquero miró en el interior de su taza, cual si buscara allí más detalles sobre el carácter de Gavira—. Y en lo que se refiere al punto de comparación, tal vez estés en lo cierto y ese cura y yo no tengamos nada que ver, salvo los años vividos. Lo ignoro. porque no lo conozco. Pero voy a darte un buen consejo, Pencho… ¿Tú aprecias mis consejos, verdad?
—Usted sabe que sí, don Octavio.
—Me alegro, porque éste es de los mejores. Desconfía siempre de un anciano que se aterra a una idea. Es tan raro llegar a viejo con ideas por las que luchar, que los pocos afortunados no se las dejan arrebatar fácilmente —se detuvo como si recordara algo—. Además, creo que las cosas se han complicado, ¿no?… Un cura de Roma y todo eso.
El suspiro de Pencho Gavira sonó a sincero. Quizá lo era.
—Se mantiene usted muy al día, don Octavio.
Machuca cambió una mirada con su secretario, que seguía sentado a la otra mesa, inmóvil frente a Peregil, con la cartera de piel negra sobre las rodillas y la expresión de un ratón jugando al poker. Mudo y ciego hasta nueva orden. Peregil, en cambio, se removía inquieto y lanzaba de soslayo miradas nerviosas a Gavira. La proximidad de don Octavio Machuca, la conversación de éste con su jefe y la presencia imperturbable de Cánovas lo intimidaban.
—Ésta es mi ciudad, Pencho —dijo Machuca—. No sé de qué te extrañas.
Gavira sacó un paquete de tabaco rubio y encendió un cigarrillo. El presidente no fumaba, y él era el único a quien permitía hacerlo en su presencia.
—Tranquilícese —dijo con la primera bocanada de humo—. Todo está bajo control —expulsó una segunda con más lentitud—. Sin cabos sueltos.
—No estoy intranquilo —el banquero movía la cabeza, mirando distraído a la gente que pasaba—. Repito que es tu operación, Pencho. Yo me jubilo en octubre; salga bien o mal, nada de esto cambiará mi vida. Pero sí puede cambiar la tuya.
Con aquello el viejo pareció dar por zanjado el asunto. Bebió el resto de su café con leche, y entonces se volvió de nuevo hacia Gavira:
—Por cierto, ¿qué sabes de Macarena?
Era un golpe bajo. Muy bajo. Y resultaba evidente que lo había estado reservando para el final. Si algún cabo suelto quedaba, era precisamente ése. Gavira miró el kiosco de periódicos y sintió la cólera martillearle el estómago. Porque también resultaba inoportuna la casualidad: justo cuando acababa de encomendarle a Peregil un seguimiento discreto de las andanzas de su mujer, aquellos periodistas del Q+S la veían golfeando con el torero y se inflaban a fotos. Perra suerte y maldita Sevilla.
Había exactamente once bares en los trescientos metros que separaban Casa Cuesta del puente de Triana. La media era uno cada veintisiete metros y veintisiete centímetros, calculó mentalmente don Ibrahim, más acostumbrado a libros y números. Cualquiera de los tres compadres podía recitar la relación completa hacia adelante, hacia atrás, o en orden alfabético: La Trianera. Casa Manolo. La Marinera. Dulcinea. La Taberna del Altozano. Las Dos Hermanas. La Cinta. La Ibense. Los Parientes. El Bar Ángeles. Y el kiosco de Las Flores al final, ya casi en la orilla, junto al azulejo con la Virgen de la Esperanza y la estatua de bronce del torero Juan Belmonte. Se habían detenido en todos y cada uno de ellos a discutir la estrategia, y ahora cruzaban el puente en estado de gracia, evitando pudorosamente mirar a la izquierda, hacia las nefastas edificaciones modernas de la isla de la Cartuja, y recreándose en el paisaje que se ofrecía a la derecha, Sevilla de toda la vida, hermosa y reina mora, con las palmeras a lo largo de la otra orilla, la Torre del Oro, el Arenal y la Giralda. Y casi a tiro de piedra, asomada al Guadalquivir, la plaza de toros de la Maestranza: la catedral del Universo donde la gente iba a rezar a los hombres valientes que la Niña Puñales cantaba en sus coplas.