Entonces Lorenzo ardía en celos y buscaba todas las ocasiones para castigarla. Siempre las había, porque Fausta le daba motivos a cada instante. Sembró flores junto al cuarenta pulgadas, y cuando las vio, Lorenzo le ordenó a Guarneros que las arrancara. «¿Cómo, si las sembró la señorita Fausta?» «Si no las quita usted, voy a hacerlo yo». Y en un momento de ira, Lorenzo las sacó con todo y raíces. En alguna caminata posterior volvió a encontrarlas en un extremo del inmenso jardín, todas juntas. «¡Soy un bruto!», se avergonzó al verlas, porque cuando Fausta le preguntó qué daño le hacían las flores, había respondido furioso: «No van con el Observatorio, éste es un lugar de trabajo». «Soy un cretino de mierda», pensó más tarde. «Fausta me saca lo peor de mí mismo».
A diferencia suya, Fausta no parecía inmutarse. Si él montaba en cólera, desaparecía durante un día o dos meses y Lorenzo entonces la extrañaba al grado de que en el Observatorio comentaban:
—El doctor De Tena está que arde porque se le fue la Faustita.
Fausta se había vuelto su termómetro. Regresaba y Lorenzo volvía a la normalidad. Entonces se pescaba de cualquiera de sus frases para tranquilizarse. «A mí lo único que me dolería es sentir que soy una extranjera», y eso lo hacía concluir: «Imposible que vuelva a irse», pero Fausta viajaba de nuevo y él volvía a su mal humor.
Cuando salían a caminar al atardecer, después de la taza de té, decía cosas que lo tranquilizaban:
—Mire, doctor, es ésta la luz que quisiera ver a la hora de mi muerte —y le señalaba el valle frente a ellos.
Era cruel, debía tener conciencia de que él moriría antes, y él, por pudor, no le hablaba de la muerte, pero se extasiaba ante su juventud asombrosa.
—Sí, me dicen que soy como Cortázar, un escritor que rejuvenece cada año, un hombre altísimo y bueno.
—¿Lo conoce?
—Sí, y me dio un frasco de su elixir mágico con la condición de que no se lo pasara a ningún otro.
Imposible juzgarla. A lo mejor otro pensaba en su lugar porque él, Lorenzo de Tena, era intolerante. Su fuerza yacía en su tenacidad, en la lógica de sus juicios, en su incapacidad para ceder, y ahora esta mujer, aunque la condenara a cada instante, lo obsesionaba y ni siquiera a solas consigo mismo podía destruirla. «La odio», se repetía inútilmente. ¿Qué era Fausta? «Explícame, mi amor, lo que no entiendo. Dime quién eres, dime qué hago para dejar de amarte». Todo en ella debía de repelerlo. Fausta fumaba marihuana, se echaba sus pastas, los jóvenes la sentían una de ellos, aunque ya no lo era. ¿Por qué con él jamás se había puesto una borrachera? Doctor, usted, usted, doctor, hasta luego, doctor, ¡cuánta distancia, Dios mío! Fausta se cuidaba de él. ¿Habría podido tenerla en algún momento? Quizá al principio, cuando llegó a Tonantzintla, aquella noche en que ella lo invitó a pasar a su casa después del desenfrenado baile con el rocanrolero. Definitivamente Fausta lo había vencido. Tan fácil que era con las demás mujeres. Fausta levantaba una barrera contra la cual él se estrellaba. Ni con un minucioso análisis, ni con la constancia de observación de las T-Tauri, podría entender cuál era su origen, cuál su conciencia, cuál su evolución. Era el más complejo e inquietante objeto de todos los que había observado a lo largo de su ya larga vida. Por voluntad propia había elegido los objetos azules, después las estrellas ráfaga. A Fausta jamás la eligió, cayó como un meteorito sobre la cúpula del cuarenta pulgadas, hiriéndolo de muerte. ¿Por qué no se quedó flotando allá arriba? Lorenzo, inquieto, ahora tenía plena conciencia de sus limitaciones y sus predisposiciones para juzgarla, a lo mejor esa misma falta de apertura mental lo embargaba para entender los fenómenos celestes.
Le estaba negado el recurso de la experimentación, porque ¿qué podría hacer con Fausta? ¿Desmembrarla? Se enfrentaba a un problema teórico de extraordinaria complejidad, y él siempre había sido un observador práctico. Aunque la ponía en placas bajo microscopio, no la entendía. A lo mejor era sólo una pobre briznita a la que él, con sus obsesiones, magnificaba, una mujer de tantas, sólo que más loca, pero ni así podía borrarla de su pensamiento.
Con Fausta vivía en carne propia los cantos del
Cantar de los Cantares
, memorizados con Diego en la preparatoria:
«El amor es más potente que la muerte, los celos son más fuertes que el infierno, y su ardor es como el fuego de las llamas de Jehová».
«Muchas aguas no lo pueden extinguir, ni los ríos apagarlo han de lograr».
«Que aunque un hombre dé su vida y dé su hacienda por amor, el desprecio solamente ha de alcanzar».
Aún no sucedía nada de consecuencias entre él y Fausta, pero Lorenzo ya experimentaba el desprecio. «Eso es lo que yo he alcanzado —se repetía—, lo que estoy tragando a puños: desprecio. Fausta sabe perfectamente que la amo y por ello me desprecia». Hasta el día de hoy, una vez poseídas, Lorenzo podía aventar a «las viejas» muy lejos, y ahora, a esta hora del crepúsculo, Fausta lo poseía a él.
Fausta lo había tocado más profundamente que las T-Tauri. ¿Por qué? ¿A cuenta de qué, si ni méritos tenía?
Con su tendencia a idealizar, Lorenzo todo lo veía en términos absolutos. Odiaba o amaba. No había vuelta de hoja. Echó la cabeza para atrás, cerró los ojos y se solazó en el pensamiento del estudiante Saúl Weiss. Era verdaderamente fuera de serie y tenerlo en Tonantzintla lo resarcía de todas las decepciones. Weiss llegaría lejos, le traería gloria a México. Cuando lo veía en su cubículo inclinado sobre el escritorio, Lorenzo bebía leche y miel. Su madre acostumbraba enviarle su ropa limpia regularmente cada viernes, acompañada de alguna golosina que Saúl compartía. Era un poco insistente la señora Weiss porque cada quince días dejaba oír su voz aguda por teléfono: «¿Cómo va Saúl, doctor?».
Cuando Weiss empezó a aflojar, Lorenzo lo llamó a su oficina:
—¿Qué le pasa, Saúl?
—Es que estoy enamorado.
Se había apasionado por una de las secretarias y una noche a las once fue a buscarlo al cuarenta pulgadas.
—Doctor, ¿le importaría llevarme a Cholula en su automóvil? Necesito hablar urgentemente a Puebla.
Lorenzo miró al muchacho flaco y narigón, el cuello de pollo y la calva incipiente, los ojos implorantes tras de los gruesos anteojos, y en vez de sulfurarse, cerró la cúpula:
—¡Cómo no, Weiss, vamos!
—No puedo dormir, necesito hablarle a mi novia.
—Menos mal que no es a su mamá —ironizó el director.
Lorenzo estaba seguro de que una vez en Caltech, donde había obtenido una beca, Saúl Weiss se forjaría en la adversidad como todos los muchachos que sufren de soledad. Por eso, cuando seis meses más tarde recibió un telegrama de Caltech diciéndole que Saúl Weiss se había suicidado colgándose con su cinturón dentro de un clóset, Lorenzo se desmoronó. «A mí no me importaría disolverme en la nada», había dicho Weiss en Tonantzintla antes de salir a California.
Lorenzo se enteró de que su novia poblana terminó con él justo antes de su partida, pero todo fue tan rápido que jamás habló de ello con Weiss, tampoco Fausta. «Hay algo raro en este muchacho, su madre no lo deja ni a sol ni sombra». «Es un genio —protestó Lorenzo— y lo demás no importa».
En Caltech, sus calificaciones no fueron todo lo buenas que podía esperarse. Lorenzo escribió alentándolo. Allá no había nada que lo distrajera, por lo tanto nada justificaba un descenso en el nivel de rendimiento. Estaba seguro de que se recuperaría. Estaría escribiéndole continuamente. Y así lo hizo hasta que, persuadido de que ya había pasado la temporada de adaptación y Weiss iba por buen camino, llegó la terrible noticia.
A Lorenzo le dio por hablar obsesivamente del suicidio del estudiante, que ni una carta dejó.
—A lo mejor tenía un tumor en la cabeza.
—No, doctor, no se engañe. Se quitó la vida por decisión propia.
—No me diga eso, Fausta, es inaceptable.
—Amanda Silver —le confió Fausta a Lorenzo— dijo que usted lanzaba sus provocaciones para sacar lo mejor de los jóvenes, pero muchos se sentían agredidos. Sus palabras textuales fueron: «Se la pasa chingue y chingue y chingue y a veces eso da frutos, pero nunca mide hasta dónde puede chingar y a algunos les ha creado una brutal desconfianza en sí mismos».
—Sí, reconozco que a veces los resultados pueden ser contraproducentes pero Saúl Weiss era un cerebro, Fausta, un cerebro.
—Déjeme continuar con lo que me dijo Amanda Silver. «Ante Weiss, el director estaba de rodillas, no lo bajaba del pedestal. Lo mismo hizo con Graciela Ocejo, una astrónoma con dos hijos. Cuando le preguntó cómo iban en la escuela, Graciela le respondió: “Mi hijo es un flojonazo terrible y mi hija es muy aplicada”. El director hizo un tango. “Qué barbaridad, ¿por qué?” “Porque le aburre la escuela, no le interesa, pero pasa de año.” “Eso es gravísimo, Graciela, a lo mejor lo que sucede es que usted no se ocupa lo suficiente de él.” Entonces Graciela respondió: “Ay maestro, no se ponga en ese plan porque me azoto, ya de por sí cuando estoy aquí siento que soy mala madre y en mi casa pienso que soy mala investigadora, así es que no me joda ni me cargue con la culpa de mi hijo, porque ya es mayor y debe responsabilizarse”».
—Amanda —prosiguió Fausta— lo considera a usted muy contradictorio. Según ella, a los dos días usted cambió por completo y cuando Graciela le pidió una carta de recomendación para Monte Stromlo, en Australia, escribió que además de una gran investigadora era una madre ejemplar. Graciela protestó: «¿Sabe qué? No soy una madre ejemplar, ni una investigadora ejemplar, a veces la riego. Por lo visto a usted le cuesta mucho trabajo aceptar a la gente como es».
—¿Y eso qué tiene que ver con Weiss? —preguntó Lorenzo, agotado.
—Dice Amanda que probablemente Weiss sintió que usted lo subía al Pico de Orizaba y si no respondía a sus expectativas, lo bajaría al Cañón del Sumidero.
—¡Ah, entonces usted considera que yo soy el responsable del suicidio de Saúl! —se desplomó Lorenzo.
—Claro que no, no ponga esa cara de tragedia.
—Entonces, ¿por qué me dice todo eso en el momento en que más puede dolerme? ¿No se da cuenta de mi infinita tristeza?
—Se lo digo ahora porque es en los momentos duros, en las situaciones límite, en las que se habla con la verdad y lo de Weiss es una situación límite. Yo también, como Amanda, creo que su apasionamiento puede hacerle daño a los muchachos. Saúl sacaba dieces en la escuela, entregaba las tareas, usted lo encumbró como al Einstein mexicano, pero me parece que la inteligencia no consiste en resolver problemas sino en encontrarlos. En Caltech, Weiss se dio cuenta de que tenía que usar su cerebro de otra manera y que no era el único inteligente, y esto puede haberle provocado una depresión.
—Es normal, muchos cuando llegan se deprimen pero después se adaptan y viene la recuperación.
—Mire, doctor, el diez de promedio no es ninguna garantía. ¿Quiénes la han hecho como científicos? Usted mismo no tiene formación científica. En la ciencia hay que saber inventar problemas y no hacer la tarea, como Weiss.
Fausta se marchó dejando a Lorenzo en la depresión total. «Quizá Amanda Silver tenga razón. No sólo he tenido que ser astrónomo sino ingeniero civil, capataz y médico de almas». A lo mejor se había equivocado al creer que los demás eran tan implacables consigo mismos como él.
Recordó que durante la construcción de la brecha al Pico del Diablo en Baja California, el primer día pensó que no podría bajar del caballo. Su amor propio lo hizo mantenerse todo el día al paso del ingeniero Carlos Palazuelos y su equipo, apretar el lomo del animal, fingir que le era fácil, aunque el reclamo de su espalda y sus riñones le nublaba la vista. Tuvo la certeza: «Me voy a caer al bajar». La rigidez había convertido sus piernas en dos barras, también sus brazos eran de hierro, sus dedos no podrían soltar la rienda. ¿Cómo lo hizo? Quién sabe. Fausta lo miró con inquietud. O el ingeniero Palazuelos no lo veía o aparentaba no verlo. Nadie dijo nada cuando mandó avisar que no cenaría. Simplemente no podía mantenerse en pie.
El dolor de sus músculos le impidió dormir. Toda la noche sintió que sus sienes palpitaban. «Mañana no podré seguir». En un esfuerzo sobrehumano, al día siguiente Lorenzo se encaramó en su montura. Lo sostenía el orgullo, tenía que dar el ejemplo. «Aunque muera en el intento, yo no me rajo».
En los días que siguieron se desató la lluvia, que en la montaña enloda la tierra y la deslava.
Con el agua escurriendo de su sombrero de paja, el director tuvo la certeza de su edad. La manga de hule cubría también las ancas del caballo, que continuamente sacudía la cabeza, inquietándolo. Alguien dijo que ahora la tierra iba a hacerse muy resbaladiza, que habría que cuidarse del fango, y Lorenzo lo tomó como un asunto personal. Las advertencias se las dirigían a él, el más viejo, el citadino, el que no conocía el terreno. «El agua encoge la voluntad», comentó risueño el ingeniero Palazuelos y Lorenzo pensó que tenía que demostrar lo contrario.
—Vamos a empezar antes del amanecer, ingeniero.
—No, doctor, no les podemos pedir eso, además no hay luz.
—Basta comprar lámparas de petróleo y ponerse a la talacha. Es la única forma de que no nos agarre el agua.
—¡Dónde se ha visto eso!
—Las órdenes las doy yo, ingeniero Palazuelos.
—Sí, doctor, pero no va a dar resultado.
«Construir, no cabe duda, tiene que ver con la fuerza bruta, todos nos volvemos bestias de carga», pensó Lorenzo. Era eso lo que él tenía que imponer, su propia fuerza, y se repetía irónico: «No son lo mismo los tres mosqueteros que veinte años más tarde».
Cada día en la sierra era una confrontación entre dos fuerzas, una pelea a muerte entre la naturaleza y la voluntad de los hombres, las dos inmensas rocas errantes que en la
Odisea
causaban la muerte de los navegantes al estrellarse contra ellas, Caribdis y Escila, según Homero.
¿Sería ésta su propia odisea?
Primero el ingeniero Palazuelos y su segundo pensaron en dinamitar un costado de montaña para abrir paso a la brecha, pero la calidad de la cantera no lo permitía, era arena, la montaña se vendría abajo. Los dinamiteros esperaban para meter los cartuchos y perforar trayectos.
—No hay que cimbrar este suelo, al contrario, debemos consolidarlo, es indispensable la terracería —dijo Lorenzo.
Palazuelos lo miró, este científico parecía saber de todo.