La piel del cielo (37 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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—Algo anda mal en nuestra torre de Ciencias —le planteó Sandoval Landázuri—. Como estoy en los últimos pisos, me doy cuenta de que mis colegas salen del elevador sin saludar a nadie. Las distintas disciplinas se ignoran mutuamente. Si no hemos logrado siquiera despertar la curiosidad de los científicos, ¿cómo vamos a despertar la de la población? ¿No te parece el colmo que nuestros colegas no se comuniquen entre sí? Tú eres mi cuate, Lorenzo, ayúdame.

La Nica, su perra, lo acompañaba a todas partes. De pelo negro como chapopote, se echaba bajo la larga mesa de acuerdos sin moverse, al grado de que le preguntaban: «¿Está disecado tu animal?». Cuando La Nica oía los aplausos, señal de que había terminado la sesión, se levantaba como resorte moviendo la cola, lista para salir. Murió de un navajazo en el lomo y Lorenzo compartió la tristeza de su amigo. «Siempre he tenido un perro y siempre he vivido en un jardín», le confió.

«¿A quiénes vamos a nombrar además de nosotros?», rió Sandoval Landázuri cuando decidieron fundar la Academia de la Investigación Científica. Con el apoyo de Lorenzo, escogió a los miembros. «No, ése no, es un desgraciado». «A la vieja esa chocante no la puedo ver». «Éste es un hijo de la guayaba, no le tengo la menor confianza». Educado en escuelas de gobierno, Sandoval Landázuri emitía juicios tajantes, como un niño grandote. Al igual que a Lorenzo, le parecía urgente actuar en vez de teorizar. «Nuestro retraso es inmenso, no contamos con infraestructura ni recursos humanos ni económicos, nuestros programas tienen cincuenta años de atraso, si no logramos interesar a los empresarios mexicanos jamás podremos competir con el desarrollo científico de los países del primer mundo; la ciencia es una prioridad, pero mientras los políticos tarados no lo entiendan, nos va a llevar el tren, Lorenzo».

Lorenzo se sentía bien presidiendo las reuniones de la flamante Academia, que admitió primero a veinticinco miembros y luego a otros veinticinco. Insistió en la excelencia, «Gente de primer nivel, hermano, de absoluto primer nivel. Tenemos que ser severos. Nada de momias ni de vacas sagradas, tampoco asnos solemnes». Instituyó premios anuales para investigadores no mayores de cuarenta años. Desde luego, le daría prioridad a la ciencia pero promovería las humanidades. Uno de los primeros en obtenerlo fue un abogado, Héctor Fix-Zamudio. Pero a Lorenzo le dio un gusto enorme premiar al joven físico Marcos Moshinsky.

Uno de los puntos clave del reglamento para pertenecer a la Academia fue producir un trabajo científico en los últimos tres años.

Lorenzo llevaba su intransigencia a límites inauditos y había quien lo escuchara con estupor.

—Necesitan publicar un artículo reconocido por lo menos cada tres años y, desde luego, esto elimina a Sandoval Vallarta. Son inaceptables los carcamanes que viven de sus laureles. Manuel Sandoval Vallarta no ha publicado, por lo tanto ¡fuera!

¿Cómo podía De Tena ensañarse contra el máximo hombre de ciencia? Sandoval Vallarta lo había recibido en El Colegio Nacional.

—A mí me parece que lo importante es demostrar que uno es bueno —respondió Alberto Barajas—. Tu exigencia elimina a casi todos los matemáticos, entre ellos a mí y al rato al propio Graef.

—¡Es demencia pura! —intervino Nabor Carrillo.

—Marcos Moshinsky, Alberto Sandoval y yo creemos que hay que publicar en forma continua para ser investigador activo.

—Nadie puede publicar con la frecuencia con la que tú lo haces —insistió Nabor Carrillo—. Modérate, mi cuate, no vamos a dedicarnos a juzgar a la comunidad científica con tus parámetros. De por sí somos pocos y si tú empiezas a correr gente, recuerda que los que nos siguen pueden llegar a ser tan implacables contigo, como tú con los que nos enseñaron el camino.

—Si los viejos no trabajan, a la basura —repitió Lorenzo—. Si exigimos excelencia de los jóvenes, no podemos ser complacientes con nosotros mismos.

—Vas a acabar totalmente solo.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo. Si condescendemos vamos a fracasar. La ciencia no se ha insertado en la vida del país. En la India, en África, están mejor que nosotros. Ni siquiera el treinta por ciento de los mexicanos llega a la prepa, cuando en los países del primer mundo es el ochenta por ciento. A excepción de la Universidad Nacional y del Politécnico, nuestras universidades no deberían llevar ese nombre porque ni a secundarias llegan. No pertenecemos a la élite de la investigación y tú lo sabes mejor que nadie, Barajas. Si no hacemos un esfuerzo educativo titánico a todos los niveles, estamos perdidos.

—Quizá lo que vale no sea cuánto se publica sino cuánto se sabe —insistió Alberto Barajas—. Lo del
publish or perishes
influencia gringa.

—Sí, y la única manera de volvernos competitivos es contender contra Estados Unidos.

—Hermano, cada día te pareces más a Erro, ya te hiciste fama de ogro. «¿Tena, el que corre a todos?», comentan los muchachos. Te huyen. Vienen a quejarse conmigo. Pretendes formar un cuerpo científico y los maltratas.

—Lo que pasa es que ustedes son inconscientes y frívolos, Nabor, igualitos a los tres caballeros de Walt Disney. ¿Recuerdan? «Somos los tres caballeros…». —Lorenzo, sin más, esbozó unos pasos de samba y añadió—: Tienen el síndrome de la vedette. Lo único que les interesa es ser reconocidos.

—Tú como ya lo eres no tienes problema. Vas a hundir a la Academia con tu intolerancia.

—Al contrario, la voy a hundir si no pido lo imposible y elimino a los zánganos.

México se estrenaba en el poder. «Hay un Ford en tu futuro» adquiría más significado que «Por mi raza hablará el espíritu». También en la Universidad el poder se subía a la cabeza. A las primeras de cambio, Lorenzo tuvo un encontronazo con el rector.

—No estoy de acuerdo —hizo un gesto de desprecio—; es indigno.

—¡Ay contigo, Lorenzo, de inmediato los juicios apocalípticos!

—Es indigno que un rector se lleve a los jardineros de la Universidad a arreglar el jardín de su casa, que se busque el suyo.

De Tena no permitía flaquezas. «¡Qué bárbaro, Lorenzo, ahora sí que se te fue la mano!», le dijo Luis Rivera Terrazas en Tonantzintla, el ceño fruncido. «Déjalo en paz, después de todo es nuestro invitado». Hacía ya cuatro años que Tonantzintla invitaba a científicos de la Unión Soviética y de Estados Unidos para llevar a cabo su propia investigación y dar pláticas a un pequeño número de entendidos. Impresionados por la belleza de Tonantzintla, todo iba muy bien hasta que Lorenzo agarraba por su cuenta al visitante, se enfrascaba con él en discusiones laboriosas, acosándolo hasta que, agotado, el investigador en turno terminaba asintiendo con la cabeza a «¡Esto es misticismo, amigo, misticismo y no ciencia!», decía el director. Según él, estas diatribas estimulaban al huésped dándole ideas para su investigación.

Lo mismo hacía con los muchachos que venían de la Universidad de Puebla y de la Universidad Nacional, los retaba durante horas. A lo largo del día, Lorenzo maduraba sus ideas, las escribía, las discutía con Luis, y en la noche se aventaba sobre su contrincante. «Voy a tirar a matar». Aunque era un polemista feroz, a la mañana siguiente Luis lo encontraba desanimado: «No sé lo suficiente de física», y un día de plano le gritó que dentro de algunos años no podría competir con los jóvenes. «No tengo la formación académica y no va a bastarme la intuición».

Sin embargo, su única forma de enfrentar problemas era a través del reto.

—¿Por qué obligas a Harold Johnson a hablar español, Lencho? Lo pones a parir chayotes —protestó Rivera Terrazas.

También a Donald Kendall, de Texas Instruments, lo había corregido cuando éste le dijo: «Yo soy americano». «Yo soy americano también, usted es de Norteamérica», respondió tajante. «A pesar de que lo codician, aún no tienen el monopolio del continente».

—Estamos en México y este gringo va a hablar nuestro idioma.

—Perdemos mucho tiempo.

—No le hace, tengo paciencia.

—Es lo que menos tienes, fíjate.

—El gringo va a hablar español, cueste lo que le cueste.

—¿Y qué sentido tiene? ¿Qué ganas con eso?

—Respeto, que sepa que valemos tanto como él.

—Lorenzo, el idioma científico es el inglés, el latín del mundo moderno. Todo el mundo lo habla, alemanes, italianos, suecos, holandeses.

A raíz de la discusión, Tena y Rivera Terrazas se encerraban cada uno en su oficina.

A pesar de los malos augurios, la entereza de Lorenzo fortaleció a la Academia. Sin embargo, al abrir su correspondencia un lunes, encontró una carta de Alberto Sandoval Landázuri. «Ni modo, hermano, no he publicado nada en los últimos tres años y tengo que ser congruente conmigo mismo, hicimos la ley y no debemos infringirla». Cumpliendo con su propio reglamento, Sandoval Landázuri renunciaba a la Academia.

Cuando dejó de asistir a las reuniones, Lorenzo lo extrañó. Había promovido la expulsión de Sandoval Vallarta, la de Santiago Genovés, y se sentía cada vez más solo. Adivinaba los comentarios a su paso. «Es odioso», oyó decir alguna vez a Ignacio González Guzmán. Los demás miembros temían algún estallido pero Lorenzo no daba su brazo a torcer. Sandoval Landázuri le hacía falta con sus comentarios críticos.

Hasta un pasado tenían en común. Ambos trataron a Guillermo Jenkins. «Lencho, haz a un lado tu orgullo, olvida tu repugnancia y ve a ver a Jenkins —le sugirió Beristáin—. Adora a Puebla, y si eres diplomático, a lo mejor te ayuda. Todos conocemos sus omisiones de tipo fiscal en la venta de alcohol, pero es un hombre de empresa, quizá el único que pueda comprenderte». «¡Mira nada más cómo hablas —se indignó Lorenzo—:
Omisiones de tipo fiscal
! ¿Así llamas ahora a las ratas defraudadoras?». «Rata o no, ve a verlo. Yo haré todo lo posible por mi lado para ayudarte pero nunca, ni en sueños, tendría los recursos de Jenkins».

Dueño de media Puebla, Jenkins había hecho una gran fortuna deshonesta.

Becar estudiantes era una de las ambiciones más cercanas al corazón de Lorenzo. El secretario particular de Jenkins lo llamó: «El señor cónsul lo recibirá el lunes a las doce del día».

Al abrir la puerta de su despacho vio a Lorenzo y, sin más, se midió con él:

—¡Ah, el comunista!

—¡Ah, el contrabandista!

—¿Con que soy un contrabandista? Está usted equivocado.

Lorenzo le dio la espalda y la mano poderosa del ex cónsul estadounidense se posó en su hombro:

—Doctor, pase usted.

Al terminar su exposición, Jenkins pronunció tres palabras:

—Voy a entrarle.

—¿Qué quiere usted a cambio de su apoyo? —preguntó Lorenzo.

—Que me invite a ver lo que hizo con el dinero.

—Bueno, a ver si así lava usted sus culpas.

Al salir, un hombre alto y fornido lo abrazó sin más: «¡Qué bárbaro, qué valiente! Jenkins es un señorón, el hombre que más tierras posee en el Estado. No sólo su fortuna es colosal, sino que ha hecho inmensamente ricos a sus incondicionales. ¿Conoces su ingenio de Atencingo, el de la producción de alcoholes?».

Lorenzo se zafó del abrazo, no así el hombrón: «Soy amigo de Rivera Terrazas, pero también quiero ser su amigo. Pertenecí hace años al Partido Comunista. Mi nombre es Alonso Martínez Robles y lo invito a comer. Al igual que usted y el profesor Terrazas, pienso que el ingreso está mal repartido».

El astrónomo estuvo a punto de preguntarle qué hacía entonces en la antesala de un capitalista de dudosos antecedentes, pero se contuvo: también el otro podría inquirir lo mismo. ¡Pinche capitalismo, de veras, qué jodido tener que venir a pedirle ayuda a un hombre como Jenkins! Sin embargo el gringo no le había caído mal, iba al punto como todos los ejecutivos. Sí o no. Y a él, Jenkins le había dicho sí.

A propósito de Jenkins, Sandoval Landázuri le contó que él, muy joven, trabajó como químico en el ingenio de Atencingo: medía el azúcar con sacarímetro y los porcentajes de alcohol hasta que se dio cuenta que Jenkins sobornaba a los inspectores. Fabricar alcohol con guarapo estaba prohibido y en Atencingo el guarapo se fermentaba en grandes tinas metálicas para luego destilarse. «Aguanté un mes, Lencho, y cuando supe que había una vacante en el ingenio El Mante, solicité la plaza».

Al igual que Sandoval Landázuri, Lorenzo quería persuadirse de que los empresarios invertirían en ciencia si uno sabía presentarles un proyecto. Alberto había tenido una experiencia importante con los laboratorios Syntex y Hormona en la investigación de esteroides. El químico Russell Marker descubrió que del barbasco, hierba rastrera de Oaxaca, podía extraerse las saponinas y de ellas las sapogeninas, y de éstas, con procedimientos muy sencillos, las hormonas sexuales masculinas y femeninas. ¡Un bombazo! Los dueños de Syntex y Hormona, Somlo, Rosenkranz y Kaufmann se hicieron multimillonarios con la píldora anticonceptiva.

En química y en biología los descubrimientos tenían aplicación inmediata, pero ¿quién invertiría en astronomía? Lorenzo resentía la frase: «Ustedes, los astrónomos…» porque sabía que de inmediato lo convertirían en un lunático caminando de noche en la azotea con un cucurucho en la cabeza y un gato en el hombro dispuesto a salir volando por los aires, montado en su anteojo de larga vista, como las brujas. Óptica sí, la óptica podía despertar el interés de empresarios porque el vidrio era redituable, tenía una aplicación inmediata. ¿Hacer nuestro propio vidrio óptico y venderlo a precios más bajos que los de importación? ¿Podríamos competir con Bausch and Lomb? La electrónica también era la ciencia del futuro, pero «los astrónomos estamos perdidos en la estratosfera, desentendidos de los problemas del mundo».

Sin embargo, de todas las materias, la astronomía resultaba la más romántica y los estudiantes preguntaban por ella, sobre todo las muchachas. La efervescencia de la Universidad resultaba contagiosa y a Lorenzo le complacía encontrar en el elevador caras jóvenes y lozanas que lo miraban con curiosidad. «Cada vez tengo más alumnos», le decía Paris Pishmish con su sonrisa alentadora. «¿Buenos?», inquiría desconfiado el director. «Aún no lo sé, pero algunos hacen preguntas brillantes, cuya respuesta me obliga a estudiar toda la noche». Graef tenía fe en el futuro de la ciencia y no se diga Alberto Barajas, quien seguía a Graef en todo.

En la Universidad, Rafael Costero subió a avisarle que la joven Amanda Silver, estudiante de la Facultad de Ciencias, despotricaba en contra suya y el director la mandó llamar:

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