A Fausta le dio por acompañar a los niños a entregar el pulque a La Marimba. «No se mojen». En el camino, los charcos ejercían un enorme atractivo, echarles una piedra y ver las ondas diminutas que se forman en el agua café o de plano dar el brinco y soportar la regañada. «Mira nomás cómo hiciste los zapatos, ahora no comes». Aprovechaban el viaje con el burro cargado de castañas llenas de agua para irse al monte a jugar
tixcalahuis
. Consistía en sentarse en una penca de maguey a la que le quitaban las espinas y venirse de resbaladilla sobre las agujas de los pinos, encinos, ocotes. Hasta escondían sus pencas para que otros niños no las agarraran. En la noche, después de darle agua a los animales, hacían la tarea a la luz de un candil con petróleo que dañaba a los ojos. Entonces, a Fausta le dio por contarles un cuento y surgió
Alicia en el país de las maravillas
. A los niños no les parecía asombroso que los animales hablaran, puesto que a diario interpelaban al burro, a la vaca, a los perros, hasta a los madroños que dan flor y a la pastura. Tampoco les resultó incomprensible hacerse grande o chico a voluntad con sólo ingerir un minúsculo pastel con pasas. Poco a poco, Modesta, Estela, Chabela, Lucía, Silvestre, Eulogio, Vicente y Felipe le fueron haciendo confidencias. Una compañera de clases de Chabela tenía un novio que llegaba montado en su caballo y se paraba frente al salón. Todas las envidiosas corrían a la ventana a verlo. Era el príncipe azul.
Cuando Fausta constató que sus ahorros habían menguado, habló con Salustia de la posibilidad de trabajar: «¡Uy, pues aquí está difícil. Sólo en la fábrica de Talavera de los Uriarte en Puebla, allá sí hay trabajo como para usted. Dicen que en Tonantzintla fundaron un observatorio de ésos donde se ven las estrellas y buscan secres…».
—¿Observatorio?
—Hasta le brillaron los ojos, señorita.
Fausta recogió sus bártulos, abrazó a todos, le regalaron manzanas, un rebozo, y prometió regresar. Salustia la acompañó hasta la carretera a tomar un autobús que la llevaría a Puebla y otro hasta Tonantzintla, con su iglesia al pie del Observatorio.
Ahora que lo recordaba, a Fausta no le había importado el mal humor del neurasténico que la miró con tanta antipatía detrás de sus anteojos porque supo que a la larga se lo echaría a la bolsa. Había traspuesto la puerta y estaba dentro del
sancta sanctorum, a
unos cuantos pasos del telescopio. «Odia a los hippies —le informó el subdirector Luis Rivera Terrazas, que le tendió la mano— y a lo mejor la confundió con una hippie totonaca. Muchos andan por aquí desde que se fundó la Universidad de las Américas y han contagiado a los campesinos, que ya se cuelgan collares y se dejan el pelo largo». Desde los primeros días, Fausta pudo hacerse una buena idea del personaje Lorenzo de Tena. Se enteró de que Rivera Terrazas estudiaba las manchas del Sol y a las cinco regresaba a Puebla como lo hacían las dos secretarias, Graciela y Guillermina González, el bibliotecario y los astrónomos Braulio Iriarte y Enrique Chavira. No le resultó difícil aprender el movimiento del Observatorio y cuando terminaba de ayudarle a Guarneros podía entrar a la biblioteca a leer. En la noche, Enrique Chavira le permitió acompañarlo a la Schmidt a observar. Lo hacía incluso sola, sábados y domingos, porque Chavira le enseñó todos los mecanismos. «Oye, esta muchacha es una hacha, aprende más rápido que yo. En la madrugada, cuando cierro la cúpula, me dice desolada: “¿Tan pronto?”. Hasta mi mujer me ha reclamado que por qué llego tarde. Antes me iba yo a las doce a más tardar, ahora son las dos de la mañana y no llego, todo por ella», le contó a Terrazas. «¡Qué rara es! ¿Quién será?». Aun sin conocerla, la aceptaban porque su buena voluntad saltaba a la vista. «Es leve como una plumita», comentó Toñita. «Le ofreció al sacristán cambiar las flores del altar, y don Crispín dice que no ha fallado un solo día».
La pasividad de Tonantzintla se prestaba a la introspección y Fausta tenía tiempo para pensar en lo que había sido su vida. La que vivía ahora la llenaba de gozo. Amaba el tañido de las campanas, la transparencia del aire, la gente del pueblo a quien saludaba religiosamente, los domingos de plaza, pero nada amaba tanto como acompañar a Chavira a la Schmidt.
El apoyo del subdirector Rivera Terrazas resultó definitivo. Habían tomado té juntos en varias ocasiones. Alguna vez Lorenzo la oyó reír a carcajadas con Terrazas en la cafetería. «¿Qué tanto estará diciéndole?», se preguntó con curiosidad. También de las hermanas González se había hecho amiga. Rivera Terrazas le contó casualmente: «Hace quince días la llevé a Puebla, necesitaba zapatos. Hubieras visto los suyos, un agujero en cada suela». «¿Tú se los escogiste?», preguntó Lorenzo con mala leche. «Casi —dijo Luis sonriente—, le urgían unas botas muy resistentes. Se le fue todo su sueldo, deberías aumentarle, esa chica es una lumbrera. ¿No sería bueno que tomara clases en la Universidad de Puebla, aunque allá la palabra marxismo no se conoce y por lo visto ella ha leído a Marx?».
La primera vez que Fausta pronunció la palabra bioenergía, Lorenzo se carcajeó en forma hiriente pero ella no se dio por aludida, ni siquiera volvió la cabeza hacia donde se encontraba. Fausta era convincente, hasta él tenía que admitirlo. Su entusiasmo iba directo al corazón, tocaba no sé qué fibras en sus oyentes. «¿La has oído cantar sus salmos devocionales? ¡Es una encantadora de serpientes!», le informó Luis Rivera Terrazas. Ahora resultaba que había bebido agua del Ganges. ¿Cuándo? Todos los días. ¿Todos los días? Sí, con millones de peregrinos que lavan sus costras mugrientas, sus muñones y sus taparrabos en busca de purificación. En Benarés ayudó a quemar cadáveres con leña a orillas del Ganges, y con una escoba recogió las cenizas y las echó al río sagrado que viene de los Himalayas y desemboca en el océano Índico. Todavía hoy, se levantaba de su estera a las cuatro de la mañana y practicaba Hatha Yoga. ¡Dios! ¿Así es que cuando Lorenzo cerraba el telescopio y anhelaba el calor del lecho, esta insensata, después de meditar, se bañaba en agua helada?
Fausta entraba a la biblioteca bajo la mirada inquisitiva de Lorenzo. «¿Qué está leyendo?». La muchacha le enseñaba la tapa de
La Montaña Mágica
, y advertía: «Me cansan las largas disquisiciones de Settembrini y a ratos me las salto». Asistía a las conferencias, se sentaba a la mesa en el bungalow del director y alababa las tortillas de maíz azul y negro palmeadas por las buenas manos de Toñita.
—¿Sabe usted lo que dice Lao Tse, doctor? «Ser grande significa extenderse en el espacio, extenderse en el espacio significa llegar lejos, llegar lejos significa volver al punto de partida».
—No sé quién es Lao Tse —refunfuñaba Lorenzo.
—¡Ay doctor, aliviánese!
Fausta lo volvía irascible. Una tarde la encontró abrazada al tronco de un árbol y cuando le preguntó por qué lo hacía, le respondió con otra pregunta. ¿No le parecía a él asombroso que el origen de un árbol cuyo tronco ella no podía abarcar fuera una minúscula semilla? Cuando Lorenzo alegó: «¡Qué lugar común!», Fausta repuso que el amor también podía contenerse en un punto.
—¿Y crecer hasta volverse un árbol frondoso? —ironizó Lorenzo.
—O ahogarse como un alpiste en la boca del primer pájaro —concluyó Fausta y se dio la media vuelta.
Qué chica impertinente, con qué derecho lo dejaba solo a medio camino. Hasta ahora, él era el de la última palabra. Nadie se despedía antes que él. Niña pelada. ¿No se daba cuenta que se exponía a que la sacara a patadas del Observatorio? ¿A patadas? Bueno, no —sonrió para sus adentros—, tampoco es cosa de pegarle, pero ganas no le faltaban. ¿Por qué se atrevía esa desconocida a entrar en su intimidad y quitarle la calma?
Fausta le proponía a Lorenzo un mundo totalmente desconocido. ¿Cómo era posible que hubiera vivido tanto? ¿Qué las muchachas se movían ahora en el filo de la navaja? Su vida era mucho más azarosa que la de cualquier mujer de su época, incluyendo a sus hermanas Emilia y Leticia, o las de Diego Beristáin, casadas, madres de familia, amas de casa. Fausta, en cambio, había ido a comer peyote a San Luis Potosí, conocía a María Sabina, la chamana, y le contó de sus meses en Huautla de Jiménez, viviendo en una choza al borde del abismo, no sólo el de la naturaleza tasajeada en zigzag, sino el suyo propio, el de su salud mental. Había memorizado los encantamientos, las letanías, las palabras de la repartidora de hongos alucinantes y un día le repitió: «Soy la mujer Jesucristo, soy la mujer Jesucristo, soy la mujer Jesucristo», hasta que Lorenzo la interrumpió, enojado. Alguna vez sentenció: «Usted no es normal, Fausta», y la muchacha rió: «¿Normal como los que hacen tres comidas al día? No. ¿Normal como los que eructan de satisfacción? No. ¿Normal como las parejas que no tienen nada que decirse? No. Tengo un poquito más de imaginación y usted también la tendría, doctor, si se dejara ir. Si lo quisiera, podría ser una rosa».
«Una rosa, ¿yo?», pensó Lorenzo encaminándose esa noche hacia el cuarenta pulgadas.
—La lucidez de esta muchacha es tremenda —comentó Luis Rivera Terrazas—, no sólo para la astronomía, para todo… Habrías de oír lo que dice de ti, se las sabe de todas, todas.
—¿Ah, sí? —respondió Lorenzo enojado—, pues tendrá que oír lo que yo pienso de ella y mis razones para correrla.
Mientras todos se protegían, a Fausta no le preocupaba infringir reglas de convivencia. «Doctor, usted está mintiendo», se atrevió a interrumpirlo. Ni siquiera dijo: «Perdóneme, doctor, pero creo que está equivocado». No. Sin más, Fausta lo confrontó ante el estupor de Rivera Terrazas. Esa cucaracha se atrevía a desafiarlo. «Es su naturaleza, es así, no la puedes cambiar, tómala o déjala», la defendió Luis. ¿Tomarla? ¿Él, tomar a Fausta, esa loca, irresponsable, inteligente sí, pero para qué le servía su inteligencia? A Lorenzo lo que tenía que ver con el esoterismo le repugnaba, la meditación trascendental, los gurús, los iluminados, los beatos de la India, los que lo abandonan todo para seguir al maestro le parecían retrasados mentales, cuando más unos pobres ilusos fáciles de engañar. Para él, la única India posible era la del científico Chandrasekhar, lo demás era ignorancia, miseria, evasión, basura, el delirio de una multitud hambrienta.
Entre sus facultades, Fausta adivinaba a los demás. No sólo los descubría sino que los desnudaba, de suerte que en cualquier reunión a Lorenzo le dio por seguirla para ser testigo del momento en que lanzara su juicio certero.
A Lorenzo, Fausta le producía vértigo. A lo largo de su vida había tenido poco tiempo para pensar en los demás, en el ruido que hacen, la risa que provocan, su movimiento al andar. Los veía de lejos. Eran una masa indeterminada en el espacio. A Norman Lewis ni siquiera le había preguntado por su vida personal y Norman tampoco lo interrogó al respecto. Tenían demasiado de qué hablar. De Leticia, de Juan, de Santiago no quería saber y si algo sucedía, ellos lo buscarían para sacarlo de sus casillas. Sus cuates giraban ya en una órbita aparte. Cortado de la ciudad de México, su vida se volvía infinita frente a los dos volcanes ofrecidos a su vista cada mañana y solía pensar en su existencia como en un desierto, sí, un desierto, pero de estrellas, hasta que Fausta irrumpió en ella con su mirada intensa.
¿A trastornarlo? Claro que hay que trastornarlo todo, doctor, cuestionarlo todo y no sentarse a contemplar el paisaje.
Con el alma en un hilo, mucho más alerta que antes, Lorenzo la acechaba. Voy a hacerla caer en una trampa. Toda la vida supo ponerles trampas a los demás, los vigilaba inclemente esperando el momento exacto en que caerían, «desconfía y acertarás», pero Fausta pasaba a un lado y seguía desafiándolo. «La Luna, doctor Tena, es un organismo viviente, no una roca inerte rodeada de gases. Selene es nuestra amiga, debe saludarla siete veces cada vez que se aparece en su plenitud y pedirle un deseo porque se lo cumplirá». «Sólo me faltaba que usted viniera a darme clases de astronomía, además la Luna es la Luna y la Tierra no es Gaia». «No, doctor, soy incapaz de semejante desacato, hablo de su relación con la Luna, creo que se equivoca rotundamente. La verdad, no sabe usted tratarla».
—¿Ah no? ¿Y a las mujeres?
—Tampoco, doctor, tampoco, póngase las pilas, se lo digo en buena onda.
¿Había leído a Dostoievsky? ¿Qué pensaba de
Crimen y castigo
? Cuando Fausta le respondió que abandonó la lectura después de
El príncipe idiota
y
Los hermanos Karamazov
porque le pareció malsano, Lorenzo tuvo un rictus de ironía. «¿Malsano? Según lo que he oído decir, usted no le tiene miedo a mal alguno». Lorenzo asestaba el golpe y la reacción de Fausta le producía un desasosiego mayor al que quería provocar.
Así como había una indeterminación en todos los acontecimientos del universo atómico que los exámenes más refinados, las medidas y las observaciones más exactas no podían despejar, Lorenzo no encontraba ecuación como la de
A=b/mv
para Fausta.
Indeterminación, eso era. A Fausta no podía fijarla ni encajonarla. Sus rayos gamma de alta frecuencia resultaban inútiles. Si por lo menos dejara de intrigarlo, descansaría, pero no era su ciencia la que fracasaba sino la naturaleza misma de Fausta. ¿Cuál era su medida? Incapaz de determinar su posición y su velocidad o decir a qué ritmo se movía, algo inexplicable fallaba en ella que él descubriría, una mancha que él le restregaría en la cara.
Al ver a Fausta en el camino al pueblo, Lorenzo detuvo su automóvil.
—Fausta, ¿iría usted conmigo a Veracruz?
—Ni loca.
—Bueno, entonces nos vemos la semana que entra.
Cuando estaba por dar la vuelta a la pequeña calle Cannon, vio que la muchacha corría tras de él.
—Sí, voy con usted.
Sin más subió al asiento delantero.
—¿Por qué cambió de opinión?
—Por una razón cósmica que no alcanzaría a comprender.
—¿Y se va usted a ir así, sin nada?
—Todo lo que soy lo llevo conmigo.
—¿Ni un cepillo de dientes?
—Mientras haya tortillas no necesito cepillo.
Ninguno de los dos volvió a hablar. Cuando cambió el paisaje y los platanares les llenaron los ojos de verde, Lorenzo dijo:
—Si quiere la devuelvo a donde la encontré.
—No, doctor, quiero seguir, pero no creo que al paso que vamos lleguemos en la noche a Veracruz.
—Podemos quedarnos en Fortín. ¿Le gustan las gardenias?