La piel del cielo (29 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Relato

BOOK: La piel del cielo
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Chava entonces se lanzó a hablar de las geishas y contó cómo en la avenida Meiji de Tokio tomó un taxi que parecía alcoba nupcial, los asientos forrados de encaje blanco, los respaldos inmaculados, la cabeza del conductor emergiendo virginal de una copa de merengue. «Mira, desde el momento en que abordas un taxi se insinúa el acostón, el erotismo anda sobre ruedas y la cama no es de piedra, como en México. ¿No te buscaste una geisha, Lenchito? Si no lo hiciste, te pasas de juarista».

22.

«Tenemos que asaltar a los buenos estudiantes, arrancárselos a la facultad de Leyes, a Filosofía y Letras, a Economía —le advirtió Graef—. Voy a pedir promedios. A ti te toca convencerlos, darles seguridades. Tú, Lencho, el implacable, a ver si demuestras que eres tan inteligente como el viejo Sotero Prieto».

En la Universidad, Lorenzo adquirió la certeza de que los jóvenes debían doctorarse en el extranjero: Estados Unidos, la Unión Soviética, Japón si era necesario. «Es indispensable volverlos competitivos», había dicho Graef.

Preparar a los mejores estudiantes de la Facultad de Ciencias, descubrirles su vocación, inducírsela, para ello la doctora Paris Pishmish resultaba una colaboradora insustituible. En México no había posgrado en Astronomía, ni quien dirigiera una tesis salvo Paris, que no podía darse abasto. A ella no le temían los muchachos, en cambio a Lorenzo le sacaban la vuelta en los pasillos de la Facultad. El director tendría que convencerlos, pero ante todo establecería contactos no sólo con Norman en Harvard, sino con Walter Baade en MIT y Martin Schwarzschild, el de la estructura y la evolución estelar. Sus cartas de recomendación pesaban mucho y él las daba a los mejores.

Más tarde invitaría a los grandes astrónomos a la Universidad y a Tonantzintla que tanto fascinó a Shapley, a Chandrasekhar, a Víctor Ambartsumian y a Evry Schatzman del Observatorio de Meudon, en París.

Cada muchacho era un caso único en el que Lorenzo debía invertir un número considerable de horas, sitiarlo y convencerlo. «Maestro, es que me voy a casar». «Se lleva usted a su mujer». «Doctor, mis padres no van a aguantar cuatro años de ausencia». «Si usted les dice a qué va, hasta irán a visitarlo». «No tienen con qué, doctor». «Usted puede trabajar en sus horas libres, todos los muchachos lo hacen». «Maestro, mi inglés es pésimo». «¿Y qué? También el mío lo era. Tome usted un curso intensivo y allá termina de aprenderlo». «Soy antiyanqui. Detesto su cultura». «No se preocupe, puedo arreglarle una beca en Inglaterra, Francia, Italia o Japón. ¿Quiere ir al Observatorio de Byurakan, en Armenia?». Las horas de convencimiento lo desgastaban. «Cada cabeza es un mundo», resultaba un lugar común irritante. ¡Cuántos obstáculos, Dios mío! Según los rasgos de carácter del candidato en turno, eran más las exigencias que los pretextos. ¿Habrá que invertir en él?, pensaba Lorenzo mientras escuchaba las preguntas más peregrinas. A la hora de la verdad, todos se infantilizaban. Los que habían destacado en física y por lo tanto eran candidatos naturales, tenían respuestas insolentes. «La astronomía es el folklore de la ciencia». «¿Qué?», se indignaba Lorenzo. «Sí, es muy popular, a todos les gusta, pero…» «Óyeme, Graef, qué clase de candidatos son ésos. Mándame otros». Los diálogos largos y desesperantes hacían que Lorenzo cayera en el desconcierto total. «Como psicólogo, simplemente no la harías, maestro», reía Graef.

Con cada uno Lorenzo sostenía una conversación que le resultaba desquiciante y asombrosa. El candidato tomaba la palabra y, sin compasión por su oyente, le daba una conferencia. «¿Se estará vengando de mí?», se preguntaba Lorenzo.

Fabio Argüelles Newman, de cabellos mal cortados, pantalones de mezclilla rotos, lo acechaba desde la timidez de sus ojeras. De no ser por la desesperación en su mirada, Lorenzo lo habría sacado a patadas de su oficina, pero ahora observaba sin antipatía su barba a medio crecer. ¿A cuántos demonios tendría que enfrentarse ese joven inteligente que no se decidía a pesar de que su promedio era de los más altos en la Facultad de Ciencias? Lorenzo tenía que contenerse para no perder la calma. A la edad de Fabio, ¿dónde estaba él, sino en la depresión? Mientras oía su voz un poco chillona recordaba sus largas travesías a lo largo de la República para repartir
Combate
, pero sobre todo la actitud bondadosa del doctor Beristáin.

—Mire, maestro De Tena, yo sólo tengo unas cuantas certezas. Sé que es mejor amar que odiar, la justicia que la injusticia, la verdad que la mentira, aunque la literatura es una gran mentira pero bien contada, el universo es igual en todas partes, en Berkeley voy a tener las mismas incertidumbres.

—Pero no los mismos instrumentos…

—Mi cerebro es mi instrumento.

—Allá va a tener información a la que no tiene acceso en México, va a medirse con los mejores.

—Maestro, ya Platón lo dijo todo…

—¿En ciencia? ¿Ha leído la
Paideia
de Jaeger?

—Claro, maestro.

A Argüelles Newman le apasionaba Kant y su concepto de lo sublime. Cuando el hombre logra hacer suyo algo de lo infinito, lo incalculable, lo inefable y descubre que está hecho de la misma materia que la del universo, entonces llama sublime a su experiencia. «Pero esto es la astronomía, Fabio». El joven respondía: «La astronomía busca explicar el origen del universo físico y mi preocupación es de carácter ontológico… Es o no es».

—El universo es donde estamos sentados —sonrió Lorenzo.

—Mire, doctor, la astronomía procura resolver dudas acerca de la naturaleza física del universo, mientras que la filosofía las formula. ¿Y si el universo es sólo un sueño, maestro? Usted quiere enviarme a Berkeley, pero ¿no fue Berkeley quien pensaba que el mundo sólo existe cuando alguien lo percibe? Yo tengo más dudas que certezas.

Lorenzo iba a responderle que por el momento él sí tenía una certeza, la de que él, Fabio Argüelles Newman, iría a Berkeley, pero se contuvo y asintió cuando el muchacho, mesándose los cabellos, le dijo que el misterio principal no se había resuelto, por más respuestas científicas encontradas. ¿Qué es lo que hacemos aquí? ¿Realmente existen las cosas que creemos que existen? Hasta que Lorenzo, impaciente, lo interrumpió: «¿Y si no cree que lo real es lo físico, qué diablos hace usted en la Facultad de Ciencias?».

—Es precisamente contra lo que se rebela la filosofía. No sé si esta mesa es más real que mi percepción de ella. Y esto puede trasladarse al universo entero: ignoramos si es distinto a lo que nuestros avanzadísimos aparatos nos muestran.

Con sus dos manos, Lorenzo se retuvo a su asiento para no levantarse mientras Fabio proseguía con voz aún más chillona. Algo debió ver el muchacho en los ojos del director, porque se precipitó: «Por supuesto que no le estoy restando méritos a la investigación científica, sitúo sus alcances pero no me resuelve nada».

—¿Ah, no? —se enfureció Lorenzo.

—Pocas cosas deben ser tan fascinantes en la vida, maestro, como descubrir de qué están hechas las estrellas o si hay agua en Marte, pero saberlo ¿elimina realmente nuestras dudas acerca de la existencia misma del universo? Creo que no.

«Éste es un pendejo», respingó Lorenzo en sus adentros pero se cuidó de pensar en voz alta. Procuró abstraerse y escuchar a medias. Se conmovió cuando Fabio dijo que por más que creyéramos saber lo que va a pasar dentro de una hora o un año, nunca adivinaríamos «lo que va a ocurrir en el instante siguiente y, paradójicamente, de ese instante dependen todos los demás. ¿Quién se encarga de que ese instante tenga existencia?», interrogó apremiante. Lorenzo recordó entonces cómo le había preguntado al doctor Beristáin en su biblioteca: «¿Entonces la filosofía jamás se atreve a formular una verdad?», y la respuesta para él inolvidable. «No sin reservas, Lorenzo, no sin antes preguntar si somos capaces de asumirla, porque a veces la verdad parece ser una hipótesis insostenible».

Fabio hablaba ahora de pie, manoteando: «Tal vez lo que sucede es que el tiempo no pasa y mucho menos se dirige a algún lado. Nos esforzamos en contar los años progresivamente como si éstos nos condujeran hacia un sitio que además resulte mejor». Vencido, dejó caer sus brazos y miró a Lorenzo angustiado. El maestro respondió que «a pesar de todas las incertidumbres del universo, nuestras propias vidas responden a un orden desconocido y nosotros somos los responsables de encontrarle sentido», y vaciado de sí mismo, dio por concluida la entrevista.

Lorenzo, que tanto amó la filosofía, ahora exclamaba: «Lo único que pido es que me den un buen físico».

De Tena ignoraba lo que significan los lazos familiares y así fue a decírselo a Graef. El apretado cerco se volvía un nudo ciego, por no decir la cuerda del ahorcado. Ninguno de esos muchachos tenía espíritu de aventura. «Claro que lo tienen, Lorenzo, debes descubrírselo». Lorenzo alegó que le parecía muy superior la educación norteamericana, que saca a sus jóvenes a los dieciséis años del
home sweet home para
no regresar sino el día de
Thanksgiving
. Eso sí que era liberador. Aquí, ninguno podía romper el cordón umbilical. «Hombre, Graef, pretenden llevarse hasta el metate. Son insoportables. Fíjate, el otro día perdí los estribos…».

—Permíteme interrumpirte, tú ¿perdiste los estribos? ¡No lo puedo creer!

Lorenzo ignoró a Graef:

—«¿Pretende usted que lo acompañe su abuelita?», le dije a un muchacho y de inmediato me arrepentí.

Una cultura confrontaba a la otra y Lorenzo se hundía en el inmenso rezago de la sociedad mexicana. ¿Cómo vamos a lograr algo sin iniciativa propia? A Luis Enrique Erro no le había costado tantísimo trabajo conseguir hombres y mujeres para Tonantzintla, y eso que eran otros tiempos. Al contrario, sus reclutas se consideraron afortunados. Para Lorenzo, al menos, Luis Enrique Erro resultó providencial. «Yo nunca me hice del rogar como estos muchachitos», rezongó Lorenzo con fastidio.

Graef de pronto se puso serio.

—Se está perdiendo el idealismo, Lencho, ya no somos inocentes ni ilusos. No cabe duda, antes éramos mejores.

—No digas eso, suenas a viejo.

—Ya no nos cocemos de un hervor, hermano.

—Sí, ya estamos muy correosos, pero aguantamos, ¿no, Graef?

Luis Enrique Erro, amargo y desencantado, seguía publicando artículos en
Excélsior
y sus libros se encontraban en las librerías:
Las ideas básicas de la astronomía moderna, El lenguaje de las abejas
. Lo mejor era su novela, escrita durante sus forzados descansos en el hospital:
Los pies descalzos
, dedicada a Emiliano Zapata, «una luz en la oscuridad de nuestra historia».

Al visitarlo en su lecho de enfermo, Lorenzo le dijo bruscamente: «Su novela es mejor que
Axioma
y sus tratados sobre la base lógica de las matemáticas». Erro, refunfuñando, le agradecía sus visitas a Cardiología, no así su mujer: «Este muchacho toda la vida te ha puesto nervioso. Viene a plantearte problemas que ya no puedes resolver. Además, es soberbio».

Erro había muerto a los cincuenta y ocho años, el 18 de enero de 1955, y Lorenzo se comprometió a pasarle una pequeña pensión a doña Margarita y depositó, como él lo pidió, sus cenizas en el Observatorio de Tonantzintla.

—¡Nada de homenaje ni de cursilerías, ya sabe usted! No quiero un monumento fastuoso sino algo así como un mojón de kilometraje en el camino.

En ese momento, Lorenzo pudo haberle dicho cuánto lo quería, el agradecimiento que sentía por él. «Erro, me considero su hijo, usted ha sido un guía formidable para mí», y tampoco le confió que si él, Lorenzo, moría, quedaría a su lado en otro mojón parecido. ¿Qué le habría respondido el viejo? «Nada de sentimentalismos, amigo Tena». Más tarde Lorenzo lamentó no haberse expresado, porque a los dos días Margarita Salazar Mallén, su mujer, lo llamó para comunicarle, entre gritos y sollozos, que Erro había fallecido.

Nada pudo gratificar tanto a Lorenzo como la actuación de los becarios en el extranjero. En el Tecnológico de California, el Caltech, uno era mexicano, en Berkeley, de seis estudiantes, tres eran mexicanos. Lorenzo, orgulloso, les escribía para alentarlos y les decía que su jornada era la de los aspirantes medievales a la Mesa Redonda que van a velar sus armas para armarse caballeros. «Ustedes se van a calibrar, van a enfrentarse a sí mismos y van a saber quiénes son». Jorge Sánchez Gómez le escribía que dos de sus profesores habían obtenido el Premio Nobel y que de dos mil estudiantes graduados, novecientos cincuenta eran extranjeros. «¿Se imagina, doctor, medirse con hindúes y chinos? Éste sí que es un país democrático porque no se cierra a los extranjeros. Aquí me encuentro a los más inteligentes de Chile, de Argentina, de Francia, de Inglaterra, de Japón». Lorenzo sonreía. «En fin, la competencia es terrible y pongo a prueba y analizo mi propia inteligencia, mi imaginación y sobre todo mi autocrítica. A veces almuerzo con una astrónoma boliviana chaparrita pero a todo dar. ¿Se imagina usted, una boliviana en Caltech? Aquí le mando mis calificaciones, a ver qué le parecen».

23.

La resonancia en Estados Unidos de los trabajos de Lorenzo publicados en el
Astronomical Journaly
en los
Proceedings of the National Academy of Sciences
, repercutía en México y su fama crecía. En los pasillos de la Secretaría de Educación Pública, en la Universidad, en El Colegio Nacional, en los centros de cultura superior se hablaba del «extraordinario astrónomo reconocido internacionalmente». «Es excepcional», se felicitó Salvador Zubirán.

En 1948, Rudolph Minkowski indicó que el número de nebulosas planetarias se había completado y el Catálogo Draper aumentó el número de objetos estelares de 9.000 a 227.000 y sólo agregó una nebulosa planetaria. Sin embargo, en Tonantzintla entre 1949 y 1951, Lorenzo y su equipo habían descubierto 437 objetos en una región de 600 grados cuadrados. Esa aportación situaba a México en primer plano.

Lorenzo vivía en un torbellino. Nombrado vicepresidente de la Sociedad Astronómica Internacional y miembro de número de la Royal Astronomical Society viajaba a congresos multitudinarios. «¿Qué ya todos los hombres se volvieron astrónomos? No puedo creer que voy a dialogar con más de dos mil». Iniciaba sus intervenciones con un «I’m going to speak Spanish with a slight English accent». «Soy un astrónomo con muy buena estrella», les advertía. En el congreso comparaban resultados, se enteraban de la especialidad de cada quien, competían entre sí, pero sobre todo discutían. ¡Ah, bendita discusión!

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