–¿Por qué os reís? – dijo el tricéfalo, moviendo sus cabezas calvas y arrugadas -. El hombre es verdaderamente poca cosa.
–El hombre es una cosa innoble – dije yo -. ¡No hay espectáculo más triste, más repugnante que un hombre, que un pueblo en su triunfo. Pero un hombre, un pueblo vencido, humillado, reducido a un montón de carne podrida, ¿hay algo más bello, más noble en el mundo?
Mientras yo hablaba, los fetos se habían levantado uno a uno haciendo oscilar sus gruesas cabezas blanquecinas, tambaleándose sobre sus piernas raquíticas, y se agruparon en un rincón de la pieza, alrededor del tricéfalo y los dos biprosopos. Yo veía sus ojos relucir en la penumbra y oía sus risas entre ellos, lanzando gemidos estridentes. Después se callaron.
El enorme feto permanecía delante de mí, mirándome con sus ojos de perro ciego.
–He aquí lo que soy -dijo después de un largo silencio-. Nadie ha tenido piedad de mí.
–¿Piedad? ¿De qué te hubiera servido la piedad?
–Me han degollado, me han suspendido de un gancho como a un cerdo, me han cubierto de escupitajos – dijo el feto con una voz muy dulce.
–Yo también estaba en Piazzale Loreto – dije en voz baja-. Te he visto. Suspendido de un gancho.
–¿También tú me odias? – preguntó el feto, llorando.
–No soy digno de odiar -respondí-. Sólo un ser puro puede odiar. Lo que los hombres llaman odio no es más que cobardía. Todo lo que es humano es sucio y cobarde. El hombre es una cosa horrible.
–Yo también
era
una cosa horrible -dijo el feto.
–No hay cosa más repugnante en el mundo que un hombre en la plenitud de su gloria -dije-, que la carne humana sentada en el Capitolio.
–Sólo hoy comprendo cuán horrible fui entonces – dijo el feto, y se calló-. Si el día en que todos me abandonaron, si el día en que me dejaron solo en manos de mis asesinos te hubiese pedido que tuvieses piedad de mí -añadió después de haberme mirado largamente en silencio -, ¿me hubieras hecho daño también?
–¡Cállate! – grité.
–¿Por qué no contestas? – dijo el monstruo.
–No soy digno de hacer daño a otro hombre – respondí en voz baja -. El mal es una cosa sagrada. Sólo un ser puro es digno de hacer daño a otro hombre.
–¿Sabes lo que he pensado -me preguntó el monstruo después de un largo silencio-, cuando mi asesino apuntó su arma contra mí? He pensado que lo que iba a darme era una cosa sucia.
–Todo lo que el hombre da es cosa sucia – dije -, incluso el amor, incluso el odio, el bien, el mal, todo. Incluso la muerte que el hombre da al hombre es cosa sucia.
El monstruo bajó la cabeza. Y al cabo de un instante, dijo:
–¿Incluso el perdón?
–Incluso el perdón es una cosa sucia.
En aquel momento dos de los fetos de aspecto de esbirros se acercaron a él y uno de ellos, poniéndole la mano en el hombro, dijo:
–¡Vámonos!
El enorme feto levantó la cabeza, me miró y se echó a llorar dulcemente.
–Adiós – dijo.
El monstruo bajó la cabeza y se alejó entre dos esbirros. Al alejarse se volvió y me dirigió una sonrisa…
Todas las tardes, Jimmy y yo bajábamos al puerto para leer en Capitanía la orden de embarque de las unidades americanas y la fecha de salida de los barcos que, de Nápoles, devolvían a América las tropas del V Cuerpo de Ejército americano.
–Todavía no ha llegado mi turno – decía Jimmy, escupiendo en el suelo.
E íbamos a sentarnos en un banco, bajo los árboles de la inmensa plaza que se abre delante del puerto y que domina las altas torres del castillo Angevino.
Yo había querido acompañar a Jimmy hasta Nápoles para estar con él hasta el último momento y decirle adiós desde la pasarela del barco que lo repatriaría a América. De todos mis amigos americanos con quienes había compartido, durante dos años, los peligros de la guerra y la dolorosa alegría de la liberación, no me quedaba más que Jimmy: Jimmy Wren, de Cleveland, Ohio, oficial del
Signal Corps.
Todos los demás se habían dispersado a través de Europa, por Francia, Alemania, Austria o habían regresado a América, o bien habían muerto por mí, por nosotros, por mi país; como Jack, como Campbell. El día en que fui a decirle adiós para siempre a Jimmy, en la pasarela del barco, hubiera dicho adiós, para siempre a mi pobre Jack, a mi pobre Campbell. Iba a quedarme solo, en medio de los míos, en mi país. Por primera vez en mi vida iba a quedarme solo, verdaderamente solo.
En cuanto las sombras de la noche tocaban los muros y el gran soplo negro del mar apagaba el verde follaje de los árboles, una muchedumbre apesadumbrada, lenta, silenciosa, desembocaba por las mil callejuelas de Toledo e invadía la plaza. Era la miserable, antigua, mítica muchedumbre napolitana; pero en ella había muerto algo, la alegría del hambre; incluso su miseria era triste, pálida, muerta. La noche subía poco a poco del mar y la muchedumbre levantaba los ojos enrojecidos hacia el Vesubio, que se erguía blanco, frío, espectral sobre el cielo oscuro. De las fauces del cráter no salía el menor hilo de humo, ningún resplandor coronaba la frente del volcán. La muchedumbre permanecía allá muda, durante horas y horas, hasta el corazón de la noche, y después se dispersaba en silencio. Al quedarnos solos en la inmensa plaza, delante del mar enlosado de negro, Jimmy y yo nos íbamos, volviéndonos de vez en cuando hacia el gran cadáver blanco del Vesubio que se descomponía lentamente en el fondo de la noche.
En abril de 1944, después de haber sacudido la tierra durante varios días y vomitado torrentes de lava, el volcán se apagó. Y no se apagó poco a poco, sino de repente; la frente envuelta en un sudario de nubes lanzó un gran grito y, súbitamente, el frío de la muerte petrificó sus venas de fuego.
El dios de Nápoles, el
tótem
del pueblo napolitano, estaba muerto. Un inmenso velo de crespón negro había cubierto la villa, la gente caminaba de puntillas, hablando en voz baja, como si temiese despertar a un muerto.
Un lúgubre silencio pesaba sobre la ciudad enlutada; la voz de Nápoles, la antigua y noble voz del hambre, de la piedad, del dolor, de la alegría, del amor, aquella voz ronca, alegre, sonora y triunfante, la voz de Nápoles, se había callado.
Y si alguna vez los fuegos del poniente, el reflejo plateado de la luna o un rayo del sol levante parecían inflamar el blanco fantasma del volcán, un grito agudo, como el de una parturienta se elevaba en la villa. Todo el mundo se precipitaba a las ventanas, se lanzaba a la calle y se abrazaba llorando de júbilo transportado por la esperanza de que la vida hubiese vuelto, por milagro, a animar las venas exhaustas del volcán y que aquella nota sangrienta del sol poniente, aquel reflejo de luna, o aquella tímida claridad del alba fuese el anuncio de la resurrección del Vesubio, de aquel dios muerto que obstruía con su cadáver desnudo el triste cielo de Nápoles. Pero pronto la decepción y la rabia sucedían a aquella vana esperanza; las lágrimas se secaban y la muchedumbre, separando sus manos juntadas en una actitud de oración, levantaba los puños amenazadores o hacía ademanes obscenos al volcán, mezclando las súplicas y los lamentos a los insultos.
–¡Ten piedad de nosotros, maldito! ¡Hijo de puta, ten piedad de nosotros!
Después vinieron los días de la luna nueva; y cuando la luna aparecía lentamente por encima de la fría espalda del Vesubio, una tristeza pesada se abatía sobre Nápoles. El alba lunar iluminaba los desiertos apagados de ceniza púrpura y los lívidos bloques de lava, parecidos a grandes rocas de hielo negro. Los gemidos y los lloros estallaban por todas partes, en el fondo de las callejuelas oscuras y a lo largo de las riberas de Santa Lucía, de Margellina, del Posillipo; los pescadores, dormidos bajo las quillas de sus barcas, sobre la arena tibia, salían de su sueño y, apoyándose sobre el codo, dirigían sus miradas hacia el espectro del volcán y escuchaban temblando el gemido de las olas y los sollozos de las gaviotas. Sobre la arena relucían las conchas y allá lejos, en el borde de un cielo cubierto de escamas de pescado, el Vesubio se pudría como un escualo arrojado a la playa por las olas.
Una tarde, era el mes de abril, mientras regresábamos de Amalfi, vimos en los flancos del volcán una larga hilera de llamas rojizas que subían hacia el cráter. Preguntamos a un pescador qué eran aquellas luces. Eran una procesión que subía, llevando al Vesubio ofrendas votivas para apagar su rencor y suplicarle que no abandonase a su pueblo. Después de haber orado todo el día en el santuario de Pompeya, precedido por un enjambre de sacerdotes revestidos de ornamentos sagrados y muchos hombres jóvenes portadores de las banderas y estandartes de las cofradías y grandes crucifijos negros, un largo cortejo de mujeres, chiquillos y ancianos se habían puesto en camino, llorando y rezando, por la carretera que de Bosco Treccase trepa hasta el cráter. Y algunos agitaban ramos de olivo o de pino, sarmientos cargados de racimos; otros llevaban cestos llenos de quesos de oveja, frutas, panes; otro
pizze
y pasteles de queso blanco en platos de cobre; otros, en fin, corderos, pollos, conejos y cestas llenas de pescado. Llegados a la cumbre del Vesubio, aquella multitud, con los pies desnudos y vestidos de harapos, con los rostros y los cabellos cubiertos de ceniza, penetraron en silencio, precedidos por los sacerdotes que salmodiaban, en el vasto anfiteatro del antiguo cráter.
La luna salía, roja, de las lejanas montañas del Cilento, azules y plateadas sobre el espejo verde del cielo. La noche era profunda y cálida. Aquí y allá, en la muchedumbre, resonaban los lloros y los gemidos ahogados, los gritos estridentes, voces roncas de miedo y de dolor. De vez en cuando alguien se arrodillaba y hundía los dedos en las frías grietas de la lava, como entre las losas de mármol de una tumba, para sentir si el fuego de antaño ardía todavía en las venas del volcán, y cuando retiraban la mano gritaba con una voz quebrada por la angustia y el asco: «
E’ muorto! E’ muorto!
» A estas palabras un inmenso clamor se elevaba de la muchedumbre, ritmado por el ruido sordo de los puños golpeando los pechos y los vientres y los gemidos de los fieles que se laceraban la carne con las uñas y los dientes.
El antiguo cráter tiene la forma de una concha ancha de casi una milla y sus bordes acerados están negros de lava y amarillos de azufre. Aquí y allá, los ríos de lava de las erupciones han tomado, al enfriarse, formas humanas, el aspecto de hombres gigantescos, agarrados como luchadores en una muda y negra presa. Son estas estatuas de lava las que los habitantes de los pueblos vesubianos llaman «los esclavos», sin duda en recuerdo de las turbas de esclavos que habían seguido a Espartaco y vivieron durante numerosos años esperando la señal de la revuelta, ocultos por entre aquellos viñedos de los que, antes de la brusca erupción que destruyó Pompeya y Herculano, estaban cubiertos los flancos y la cumbre del apacible Vesubio. La luna evocaba este ejército de esclavos que, arrancándose lentamente al sueño, levantaban los brazos y avanzaban al encuentro de la muchedumbre de fieles, hendiendo la bruma roja de la luna.
En medio del inmenso anfiteatro del antiguo cráter se eleva el cono del nuevo cráter, ahora mudo y frío, que durante cerca de dos mil años ha arrojado llamas, cenizas, piedras y ríos de lava. Después de haber trepado por los flancos escarpados del cono, la muchedumbre se aglomeró en los bordes del cráter apagado, y llorando y riendo lanzaba en las fauces del monstruo las ofrendas votivas, el pan, los frutos, los quesos, el vino y vertía sobre los bloques de lava la sangre de los corderos, de los pollos, de los conejos degollados que arrojaban en seguida, palpitando todavía al fondo del abismo.
Jimmy y yo habíamos alcanzado la cumbre del Vesubio en el momento en que la muchedumbre, después de haber llevado a cabo el rito propiciatorio, acababa de arrodillarse arrancándose el cabello, lacerándose el rostro y el pecho, mezclando los cantos litúrgicos a las lamentaciones, las plegarias a la milagrosa virgen de Pompeya, a las invocaciones al cruel e impasible Vesubio. A medida que la luna, como una esponja empapada en sangre, subía por el cielo, el tono de los coros y las letanías aumentaba, las voces se hacían más agudas y más desgarradoras, hasta el momento en que la multitud, invadida por un furor salvaje, gritando imprecaciones e insultos, comenzó a lanzar fragmentos de lava y puñados de ceniza a las fauces del volcán.
Entretanto, se había levantado un fuerte viento y, atravesada por los relámpagos, una espesa nube, que pronto envolvió la cima del Vesubio, subió del mar. En medio de aquellas nubes amarillas, laceradas por el fuego del cielo, los crucifijos negros y las banderas, agitadas por las ráfagas, parecían inmensos y los hombres gigantescos; las letanías, las imprecaciones, los lloros parecían salir de entre las llamas y el humo de un infierno que se hubiese despertado bruscamente. Finalmente los sacerdotes, después los portaestandartes, y al fin los fieles se precipitaron cuesta abajo por los flancos del cono bajo la lluvia que caía ya con un ruido estridente y todos desaparecieron en las tinieblas sulfurosas que, entretanto, habían invadido el antiguo cráter.
Al quedarnos solos, Jimmy y yo nos dirigimos hacia el lugar donde habíamos dejado nuestro jeep. Yo tenía la impresión de caminar sobre la corteza enfriada de un planeta muerto. Quizá los dos últimos hombres de la creación, los dos únicos seres humanos que habían sobrevivido a la destrucción del mundo. Cuando llegamos al borde del cráter, la tempestad había cesado y la luna palidecía en un cielo verde profundo.
Nos sentamos al abrigo de un bloque de lava, en medio de la multitud de «esclavos» convertidos en frías estatuas negras y permanecimos largo rato contemplando el rostro lívido de la tierra y del mar, las casas diseminadas al pie del volcán apagado, las islas errando a lo lejos, y Nápoles, allá abajo, como un amontonamiento de piedras muertas.
Éramos dos hombres vivos en un mundo muerto. Yo no sentía vergüenza de ser un hombre. ¿Qué me importaba ya que los hombres fuesen inocentes o culpables? Sobre la Tierra no había más que hombres vivos y hombres muertos. Todo lo demás no contaba. Todo lo demás no era más que miedo, desesperación, lamentos, odio, perdón, esperanza. Estábamos en la cima de un volcán apagado. El fuego, que durante miles de años había abrasado las venas de esta montaña, de esta tierra, de toda la Tierra, se había apagado de repente, y ahora, poco a poco, se enfriaba a nuestros pies. Aquella ciudad de allá abajo, en el borde de aquel mar cubierto de una corteza brillante, bajo un cielo ensombrecido por nubes de tormenta, estaba poblada, no de inocentes y culpables, de vencedores y vencidos, sino de hombres vivos, errando en busca de un poco de aliento, y de hombres muertos sepultados bajo los escombros de sus casas. Allá abajo, hasta donde alcanzaba mi vista millares y millares de cadáveres llenaban la tierra. No hubieran sido más que carne podrida si no hubiese habido entre ellos alguien que se hubiese sacrificado por los demás para salvar el mundo, para que todos aquellos que, inocentes o culpables, vencedores o vencidos, habían sobrevivido a estos años de lágrimas y sangre, no tuviesen que avergonzarse de ser hombres.