La piel (45 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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–¿Por qué no enterráis este pie? – pregunté al
partigiano.

–No -dijo-, tiene que estar así. Vino su mujer y después su hija. Querían el cadáver, pero es nuestro. Después volvieron con una pala y querían enterrar el pie. No, este pie es nuestro. Debe permanecer como está.

–Es horrible – dije.

–¿Horrible? El otro día se posaron dos gorriones sobre este pie y se hacían el amor. Era muy cómico ver dos gorriones haciéndose el amor sobre el pie de Magi.

–Ve a buscar una pala -le dije.

–No -respondió el otro-, debe quedar así.

Pensé en Magi clavado en tierra con el pie en alto. Para que no pudiese arroparse en la tumba y dormir. Era como si estuviese suspendido por aquel pie sobre un abismo. Para que no pudiese precipitarse de cabeza al infierno.

Un pie suspendido entre el cielo y el infierno, sumergido en el aire, en el sol, en la lluvia, en el viento, y los pájaros venían a posarse sobre este pie, arrullándose.

–Ve a buscar una pala. Me hizo tanto daño cuando vivía que ahora que está muerto quisiera hacerle un poco de bien. También era cristiano.

–No -dijo el
partigiano
-no era cristiano. Si Magi era cristiano, ¿qué soy yo, entonces? No podemos ser cristianos los dos, Magi y yo.

–Hay muchas maneras de ser cristiano – dije yo-. Incluso un canalla puede ser cristiano.

–No – dijo él -, no hay más que una manera de ser cristiano. Y, además, ¡por lo que querrá decir, en adelante, ser cristiano…!

–Si quieres complacerme, ve a buscar una pala.

–¿Una pala? – dijo el
partigiano
-si quiere le iré a buscar una sierra. Antes de enterrarlo, le sierro una pierna y se la doy a los cerdos.

Aquella tarde, delante de la chimenea de mi casa de Forte dei Marmi, escuchábamos en silencio el golpeteo de las balas alemanas contra las paredes de la casa y los troncos de los pinos. Yo pensaba en Magi clavado en tierra con la pierna al aire y empezaba a comprender qué querían de nosotros estos muertos, todos aquellos muertos tendidos en los campos, en los caminos, en los bosques. Ahora comenzaba a comprender por qué el olor de la muerte se parecía a una voz que canta, una voz que llama. A comprender por qué todos aquellos muertos nos llamaban. Querían algo de nosotros, algo que sólo nosotros podíamos darles. No, no era piedad, era algo más. Algo más profundo, más misterioso. No era la paz de la tumba, del perdón, del recuerdo. Era algo que venía de más lejos que el hombre, de más lejos que la vida.

Y después vino la primavera, y cuando nos dispusimos para el último ataque me enviaron a servir de guía a la división japonesa que atacaba Massa. De Massa avanzamos hasta Carrara y de allí, a través de los Apeninos, descendimos sobre Módena. Cuando vi a Campbell tendido en el polvo del camino, en medio de un charco de sangre, fue cuando comprendí lo que los muertos querían nosotros. Algo ajeno al hombre, ajeno a la misma vida. Dos días más tarde cruzamos el Po y, rechazando las retaguardias alemanas, nos acercamos a Milán. Ahora la guerra se moría y comenzaba la carnicería, aquella terrible matanza entre italianos, en las casas, en las calles, en los campos, en los bosques. Pero sólo el día en que vi morir a Jack comprendí finalmente lo que moría a mi alrededor y dentro de mí. Jack moría en silencio y me sonreía. Cuando sus ojos se apagaron había muerto para mí.

El día que entramos en Milán chocamos con un alud humano que se agitaba y gritaba en una plaza. De pie sobre mi jeep vi a Mussolun suspendido por los pies en un gancho. Estaba hinchado, blanco, enorme. Vomité sobre el asiento del jeep; la guerra estaba terminada, y no podía hacer nada ya por lo demás, nada por mi país, sólo vomitar.

Cuando salí del hospital militar americano regresé a Roma y fui a vivir en casa de uno de mis amigos, el doctor Pietro Marziale, ginecólogo, en él número 9 de la Via Lambro, en el fondo del barrio nuevo, blanco y frío que se extiende más allá de Piazza Quadrata. El piso era pequeño, tres piezas apenas, y yo dormía en un gabinete sobre un diván. Las paredes estaban cubiertas de estanterías de libros de ginecología y en el borde de las estanterías estaban alineados una serie de instrumentos de ginecología, tales como fórceps, hierros, bisturís, separadores, spéculums, pinzas de todas clases; y bocales llenos de un líquido amarillento. Dentro de cada bocal flotaba un feto.

Desde hacía unos días vivía en aquel mundo de fetos y el horror me angustiaba. Porque los fetos son cadáveres, pero de un género monstruoso; son cadáveres que no han nacido ni muerto nunca. Si levantaba la vista de la página de un libro, mi mirada encontraba los ojos abiertos de aquellos pequeños monstruos. Algunas veces, al despertarme en medio de la noche, me parecía que aquellos fetos horribles, unos de pie, otros sentados en el fondo de su bocal, o bien con las rodillas dobladas como para tomar empuje, levantaban lentamente la cabeza y me miraban sonriendo. Sobre la mesita de noche había, como un jarro de flores, un gran bocal en el que flotaba el rey de este pueblo extraño; un horrendo y encantador tricéfalo de sexo femenino. Pequeñas y redondas, de color de cera, las tres cabezas me seguían con la mirada, me sonreían con una sonrisa triste y un poco cínica, llena de un pudor humillado. Cuando caminaba por la habitación, el suelo cedía un poco y las tres cabezas se movían de una manera horrenda y graciosa. Pero los demás fetos eran más melancólicos, más soñadores, más malvados.

Algunos tenían el aire pensativo de un ahogado y, si por casualidad tocaba alguno de estos bocales llenos de aquella «flotación lívida y horrenda», veía al feto a veces descender pensativo. Tenía la boca entreabierta, una boca ancha, parecida a la de las ranas, las orejas cortas y arrugadas, la nariz transparente, la frente surcada de arrugas, las arrugas de una vejez todavía virgen de años, todavía no corrompida por la edad. Otros se entretenían saltando a la comba con la larga cinta blanca de su cordón umbilical. Otros estaban sentados, agazapados sobre sí mismos, en una inmovilidad vigilante y suspicaz, como si esperasen de un momento a otro hacer su entrada en la vida. Otros estaban suspendidos en el líquido amarillento, como en el aire, y parecían descender lentamente de un cielo muy alto y muy puro. El mismo cielo, pensaba yo, que se curva por encima del Capitolio, de la cúpula de San Pedro, el cielo de Roma. ¡Qué extraña especie de ángeles tiene Italia, me decía, qué extraña especie de águilas! Otros dormían, relajados, en una actitud de extremo abandono. Otros se reían abriendo su boca de rana, con los brazos cruzados sobre el pecho, las piernas separadas, los ojos cerrados, por un grueso párpado de batracio. Otros tendían sus orejas de marfil antiguo, escuchando misteriosas voces lejanas. Otros, en fin, seguían con los ojos todos mis movimiento, el lento correr de mi pluma sobre el papel blanco, los pasos que daba, soñador, por la habitación, mi soñoliento abandono delante del fuego cendido de la chimenea. Y todos tenían el aire viejo de hombres que no han nacido todavía ni nunca nacerán. Estaban delante de la puerta cerrada de la vida, como nosotros estamos delante de la puerta cerrada de la muerte.

Había uno que parecía un Cupido en el momento de lanzar su dardo con un arco invisible, un Cupido arrugado, con la cabeza calva de viejo, la boca desdentada. Mis ojos se fijaban en él cuando la melancolía se apoderaba de mí al oír voces de mujer llegar desde la calle, llamarse y responderse de ventana en ventana. En aquellos momentos, la imagen más real de la juventud, de la primavera, del amor, era para mí aquel horrible Cupido, aquel pequeño monstruo deforme que los fórceps del comadrón habían arrancado a la fuerza a la tibieza materna, aquel viejo calvo y desdentado madurado en el seno de una mujer joven.

Pero había algunos a los que no podía mirar sin un secreto espanto. Eran dos fetos de cíclopes, uno de ellos parecido al que describe Birnbaum, el otro como el que describe Sangalli; fijaban en mí su único ojo redondo, apagado e inmóvil en medio de su vasta órbita, como un ojo de pez. Eran algunos bicéfalos, cuyas dos cabezas oscilaban sobre sus frágiles hombros. Eran dos horribles diprosopos, monstruos de dos caras, parecidos al dios Jano; el rostro anterior joven y terso, el posterior más pequeño y arrugado, contraído en una mueca malvada de viejo.

Algunas veces, dormitando delante de la chimenea, los oía, o me parecía oírlos, como si conversaran entre ellos; las palabras de aquel misterioso e incomprensible lenguaje flotaban en el alcohol, reventaban como burbujas de aire. Y escuchándolos, me decía: «Quizá sea el antigua lenguaje de la vida, el que los hombres hablan antes de nacer a la vida, el que hablan cuando nacen a la murte. Quizá sea el misterioso y antiguo lenguaje de nuestra conciencia.» Y algunas veces mirándolos, me decía: «Son nuestros testigos y nuestros jueces los que, en el umbral de la vida, nos ven vivir, los que, ocultos en la sombra del antro original, nos ven gozar, sufrir y morir. Son los testigos de la antigüedad que precede a la vida, los que garantizan la inmortalidad que sigue a la muerte. Son ellos quienes juzgan a los muertos.»

Y estremeciéndome, me decía: «Los hombres muertos son los fetos de la muerte.»

Había salido del hospital en un estado de extrema debilidad y pasaba los días en su mayor parte echado. Una noche fui presa de una alta fiebre. Me parecía que todo aquel mundo de fetos había salido de sus bocales y andaban por la habitación, trepando sobre la mesa, sobre las sillas, o a lo alto de las cortinas, sobre mi cama. Poco a poco se reunieron todos sobre el suelo de madera, en el centro de la habitación, dispuestos en semicírculo como una asamblea de jueces, e inclinaban la cabeza tanto a la derecha, tanto a la izquierda, para hablarse al oído, mirándome con sus ojos redondos de batracios, fijos y apagados. Su calvicie relucía repugnantemente a la claridad de la luna.

El tricéfalo estaba sentado en el centro del consejo, flanqueado por dos diprosopos de doble rostro. Para escapar al sutil horror que me inspiraba aquel areópago, levanté los ojos hacia la ventana, mirando las verdes praderas del cielo donde la plata serena y fría de la luna resplandecía como el rocío.

Súbitamente, una voz me hizo bajar los ojos. Era la voz del tricéfalo que decía: «Haced entrar al acusado», y se volvió hacia algunos pequeños monstruos agupados aparte, como unos esbirros. Me volví hacia el lado de la habitación donde todos ellos miraban y me estremecí de horror.

Lentamente, encuadrado por dos de los esbirros, un feto enorme avanzaba, con el vientre lacio las piernas cubiertas de pelos blanquecinos y relucientes, parecidos a la pelusilla de un cardo. Tenía los brazos pegados al pecho, las manos atadas con el cordón umbilical; los flancos adiposos se movían al ritmo de sus pasos graves y silenciosos, como si sus pies estuviesen hechos de una materia blanda. Pero su cabeza me espantó: hinchada, enorme, blanca; dos ojos relucían en ella, inmensos, amarillos, acuosos, parecidos a los ojos de un perro ciego. Su rostro estaba lleno de orgullo y al mismo tiempo era tímido; como si el viejo orgullo y un nuevo temor de cosas extraordinarias estuviesen luchando sin jamás llevar la victoria uno sobre otro y se encontrasen confundidos como creando una expresión que tenía a la vez algo de cobarde y de heroico.

Era un rostro de carne (una carne de feto y al mismo tiempo de viejo, una carne de feto viejo), un espejo en el que la grandeza, la miseria, la soberbia, la cobardía de la carne humana estallaban en toda su estúpida gloria. Lo que me pareció sobre todo maravilloso en aquel rostro, era aquella mezcla de ambición y de desengaño, de insolencia y de tristeza, propia del rostro del hombre. Y por primera vez vi la fealdad del rostro humano, lo que tiene de repugnante la materia de que estamos hechos. ¡Qué asquerosa gloria, pensé, hay en la carne del hombre! ¡Qué miserable triunfo hay en la carne del hombre, incluso durante la fugitiva época de la juventud y del amor!

Pero en aquel momento el enorme feto me miró y sus labios pálidos, pendientes como párpados, me sonrieron. Su rostro iluminado se transformó poco a poco en un rostro de mujer, de mujer vieja en el que los restos de los afeites de la antigua gloria acusaban las arrugas de los años, de las desilusiones, de las traiciones. Contemplaba su pecho graso, su vientre lacio, como agostado por los embarazos, sus flancos anchos y blandos, y la idea de que aquel hombre, un día soberbio y orgulloso; no era ahora más que una vulgar vieja, me eché á reír. Pero en el acto sentí vergüenza de mi risa; porque si algunas veces en mi celda de Regina Coeli o en las riberas solitarias de Lípari, durante las horas de tristeza y de desesperación, me había complacido maldiciéndolo, rebajándolo, envileciéndolo a mis ojos, como hace un amante de la mujer que lo ha traicionado, ahora que estaba allí, delante de mí, feto desnudo y repugnante, me sonrojaba reírme de él.

La contemplaba y sentía nacer en mi corazón una especie de piedad afectuosa, como jamás la había experimentado por ningún vivo, una especie de respeto, un sentimiento nuevo del que estaba igualmente asustado y sorprendido. Me esforcé en bajar los ojos, huir de su mirada acuosa, pero en vano. Lo que su rostro, cuando estaba vivo, tenía de insolente, de orgulloso, de vulgar, se había convertido en una melancolía maravillosa. Y yo me sentía profundamente turbado, casi culpable, no porque mi sentimiento nuevo de compasión y de respeto pudiesen humillarlo, sino porque yo también durante numerosos años, antes de rebelarme contra su estúpida tiranía, había, como tantos otros, doblado el espinazo bajo el peso de su carne triunfante.

En aquel momento oí la voz del tricéfalo que me llamaba por mi nombre, diciendo:

–¿Por qué no dices nada? Quizá le tienes miedo todavía. Míralo, observa de qué manera está hecha su gloria.

–¿Qué esperáis de mí? – dije, levantando los ojos -, ¿qué me ría de él, que lo insulte? ¿Crees, quizá, que el espectáculo de su horror le hiera? Lo que ofende a un hombre no es el espectáculo de la carne humana deshecha, roída por los gusanos, sino el de la carne humana en su triunfo.

–¿Tan orgulloso estás de ser hombre? – dijo el tricéfalo.

–¿Hombre? – respondí yo riendo-. Un hombre es algo más triste y horrible que ese montón de carne podrida. Un hombre es orgullo, crueldad, traición, cobardía, violencia. La carne deshecha es tristeza, pudor, miedo, remordimiento, esperanza. Un hombre, un hombre vivo, es poca cosa en comparación con un montón de carne podrida.

Una sonrisa de maldad se elevó de la horrible asamblea.

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