Bajo aquella luz inerte y cegadora todo parecía inmóvil, sin aliento. El sol estaba ya alto en el cielo; comenzaba a hacer calor; una bruma blanca y transparente velaba la inmensa llanura roja y amarilla del Lacio en la que el Tíber y el Aniene se enlazaban como dos serpientes haciéndose el amor. En los prados que surca la Via Apia se veían galopar los caballos como en una tela de Poussin o Claude Lorrain, y allá lejos, en el fondo del horizonte, movíanse por momentos los párpados verdes del mar.
Los
goumiers
del general Guillaume acampaban en los cenicientos bosques de olivos y de encinas sombrías que descendían lentamente por los flancos de las montañas para morir en el verde claro de los viñedos y en el oro rutilante del trigo. La villa papal de Castelgandolfo se erguía encima de nosotros sobre la tierra abrupta del lago Albano. Sentados a la sombra de las encinas y los olivos, con las piernas cruzadas y el fusil sobre las rodillas, los
goumiers
miraban con ojos ávidos las numerosas mujeres que se paseaban por entre los árboles por el parque de la villa papal. Eran las religiosas y las campesinas de los pueblecillos destruidos por la guerra que el Santo Padre había tomado bajo su protección. Un mundo de pájaros cantaba entre las ramas de las encinas y los olivos. El aire era dulce a los labios, como este nombre que no cesaba de repetir en voz baja: Roma, Roma, Roma querida…
Una sonrisa inmensa y ligera corría como un escalofrío del viento a través de la llanura del Lacio; era la sonrisa del Apolo de Veies, la sonrisa cruel, irónica, misteriosa del Apolo etrusco. Hubiera querido regresar a Roma, a mi casa, no con la boca llena de palabras sonoras, sino con esta sonrisa en los labios. Temía que la liberación de Roma no fuese una fiesta de familia, una fiesta íntima, sino uno de los habituales pretextos para triunfos, arengas e himnos. Hacía un esfuerzo por pensar en Roma, no como una inmensa fosa común en la que los huesos de los hombres y de los dioses yacen entremezclados entre las ruinas de los templos y de los foros, sino como una villa humana, una villa de hombres simples y mortales donde todo es humano, donde la miseria y ía humillación de los dioses no envilecen la grandeza de los hombres, no dan a la libertad humana el valor de una herencia traicionada, de una gloria usurpada y corrompida.
El último recuerdo que tenía de Roma era el de una celda pestilente de la cárcel Regina Coeli. Y ahora, al retornar a mi casa un día de victoria (victoria extranjera, con armas extranjeras, en un Lacio desolado por ejércitos extranjeros), me dejaba llevar por pensamientos puros y simples. Pero ya me parecía oír resonar en mis oídos el estruendo de las trompetas y de los címbalos, los discursos de Cicerón y los cantos de triunfo, y me estremecía.
Tendido sobre la hierba, contemplaba a Roma a lo lejos y lloraba. Jack, tendido cerca de mí, apretaba una hoja verde entre sus labios imitando el canto de los pájaros que cantaban entre las ramas de los árboles. Una dulce paz respiraba en el aire, en la hierba, en el follaje.
–No llores – dijo Jack con tono de afectuoso reproche -. ¿Los pájaros cantan y tú lloras?
Los pájaros cantaban y yo lloraba. Las palabras tan simples, tan humanas de Jack me hicieron sonrojarme. Este extranjero venido del otro lado del mar, este americano, este hombre cordial, generoso, sensible, había encontrado en el fondo de su corazón las palabras justas, las palabras verdaderas que yo buscaba en vano dentro y fuera de mí, las únicas que podían convenir a ese día, a ese momento, a ese lugar. ¡Los pájaros cantaban y yo lloraba!
Contemplaba a Roma temblar en el fondo del espejo transparente de la luz. Lloraba sonriendo; era feliz.
Entonces oímos resonar en el bosque unas voces joviales y nos volvimos. Era el general Guillaume acompañado de un grupo de oficiales franceses. Tenía el cabello gris de polvo, el rostro curtido por el sol, marcado por la fatiga, pero los ojos brillantes, la voz joven.
–He aquí Roma – dijo, descubriéndose.
Yo había visto ya este gesto, había ya visto a un general francés descubrirse delante de Roma en los bosques de Castelgandolfo. La había visto en los daguerrotipos borrosos de la colección Primoli que el viejo conde Primoli me mostró un día en su biblioteca, en los cuales el general Oudinot, rodeado de un grupo de oficiales franceses de pantalón rojo, saludaba a Roma desde aquel mismo bosque de encinas y olivos donde nos encontrábamos en aquel momento.
–Hubiera preferido ver la Torre Eiffel en lugar de la cúpula de San Pedro -contestó el teniente Pierre Lyautey.
El general Guillaume se volvió riendo.
–No la ve usted porque se oculta detrás de la cúpula de San Pedro – dijo.
–Es curioso; estoy emocionado como si viese París – dijo el comandante Marchetti.
–¿No encuentran ustedes -preguntó el teniente Lyautey- que en este paisaje hay algo francés?
–¡Oh, sí, sin duda! – dijo Jack-. Es el aire francés que le han dado Poussin y Claude Lorrain.
–Y Corot – dijo el general Guillaume.
–También Stendhal ha puesto algo francés en este paisaje – dijo el comandante Marchetti.
–Hoy comprendo por primera vez por qué Corot, al pintar el puente de Narmi, ha hecho las sombras azules – dijo Pierre Lyautey.
–Tengo en el bolsillo las
Promenades dans Rome
-dijo el general Guillaume, sacando un libro del bolsillo de su guerrera-. El general Juin se pasea con Chateaubriand. Para comprender Roma, señores, les aconsejo que no se fíen demasiado de Chateaubriand. Fíense ustedes de Stendhal. Si algún reproche puedo hacerle es no ver los colores del paisaje. No dice ni una sola palabra de sus sombras azules.
–Si algún reproche tengo que hacerle -añadió Pierre Lyautey -, es querer más a Roma que a París.
–Stendhal no ha dicho jamás cosa parecida – replicó el general Guillaume, frunciendo el ceño.
–En todo caso prefiere Milán a París.
–No es más que despecho de amante -contestó el comandante Marchetti-. París era para Stendhal una querida que lo ha traicionado muchas veces.
–No me gusta oírles hablar de esta manera de Stendhal, señores -dijo el general Guillaume-. Es uno de mis mejores amigos.
–Si Stendhal fuese todavía cónsul de Francia en Civitavecchia -replicó el comandante Marchetti-, estaría seguramente en este momento entre nosotros.
–Stendhal hubiera sido un excelente oficial de
goumiers
-dijo el general Guillaume. Y volviéndose con una sonrisa hacia Pierre Lyautey, añadió-: Le quitaría a usted todas las bellas damas que le esperan a usted esta noche en Roma.
–Las bellas damas que me esperan esta noche en Roma son las nietas de las que esperaban a Stendhal – contestó Pierre Lyautey, que tenía muchas relaciones en la sociedad femenina de Roma y contaba cenar aquella noche en el Palacio Colonna.
Yo escuchaba, emocionado, aquellas voces francesas, aquellas palabras que volaban ligeramente en el aire, aquel acento rápido y ligero, aquella risa suave, afectuosa, tan propia de los franceses. Y me sentí lleno de vergüenza y confusión, como si fuese culpa mía que la cúpula de San Pedro no fuese la Torre Eiffel. Hubiera querido excusarme con ellos, tratar de persuadirlos de ello. También yo hubiera preferido en aquel momento (porque sabía que aquello los hubiera hecho felices), que aquella villa de allá abajo, en el fondo del horizonte, no fuese Roma, sino París. Y me callaba, escuchando las palabras francesas, oyéndolas volar dulcemente por entre las ramas de los árboles; fingiendo no darme cuenta de que aquellos rudos soldados, aquellos valientes franceses estaban emocionados, que tenían los ojos brillantes de lágrimas y que trataban de velar su emoción bajo un lenguaje ligero y sonriente.
Permanecimos largo rato silenciosos, contemplando la cúpula de San Pedro oscilar levemente allá abajo, en el fondo del llano.
–¡Qué suerte tienen ustedes! – me dijo el general Guillaume dándome un golpe en la espalda.
Y yo me di cuenta de que pensaba en París.
–Siento tener que dejarles a ustedes -dijo Jack-. Pero se hace tarde y el general Cork nos espera.
–El V Cuerpo de Ejército americano tomará Roma incluso sin ustedes… y sin nosotros -dijo el general Guillaume con una sombra de ironía en su voz. Y cambiando de tono, con una sonrisa a la vez triste y burlona, añadió-: Almorzarán ustedes con nosotros y después les dejaré marchar. La columna del general Cork no se pondrá en marcha, con la venia del Padre Santo, antes de dos o tres horas. Vamos, señores, el
kuskus
nos espera.
En un pequeño claro, bajo la sombra de los verdes robles poblados de pájaros, los
goumiers
habían instalado de punta a punta unas mesas que seguramente habrían traído de alguna casa de campo abandonada.
Nos sentamos a la mesa, y el general Guillaume señalando a dos frailes negros y flacos como lagartijas, que daban vueltas entre los marroquíes, contó que al desparramarse por los alrededores la voz de la llegada de los
goumiers
, todos los campesinos huyeron santiguándose como si ya sintiesen el olor a azufre, y que un grupo de frailes de los conventos vecinos había acudido a convertir a los
goumiers
a la religión católica. El general Guillaume había ordenado que un oficial rogara a los frailes que no molestasen a los
goumiers
, pero estos le respondieron que tenían la orden de bautizar a todos los marroquíes porque el Papa no quería turcos en Roma. En efecto, el Santo Padre había lanzado por radio un mensaje al Comando Aliado, expresando su deseo de que la División marroquí se detuviese a las puertas de la Ciudad Eterna.
–El Papa se equivoca –agregó riendo el general Guillaume–. Si acepta ser liberado por un ejército de protestantes, no veo por qué motivo no puede consentir que entre sus liberadores haya también musulmanes.
–Quizá el Santo Padre se mostraría menos severo con los musulmanes si supiera el alto concepto que tienen los
goumiers
respecto a su poderío –dijo Pierre Lyautey. Y contó que las treinta mil mujeres que se habían refugiado en la villa papal habían causado una gran impresión sobre los marroquíes. «¡Treinta mil esposas!» Sin duda, el Papa era el monarca más poderoso del mundo.
–Tuve que ocuparme –dijo el general Guillaume– de rodear con centinelas el muro que circunda la villa papal, para impedir que los
goumiers
fueran a hacerle la corte a las mujeres del Papa.
–Ahora comprendo –dijo Jack– por qué el Papa no quiere turcos en Roma.
Todos nos echamos a reír. Le dije a Pierre Lyautey que le esperaba una gran sorpresa a los Aliados en la Ciudad Eterna. En efecto, parecía que Mussolini se había quedado en Roma, que preparaba una acogida triunfal a los Aliados, y que esperaba a sus liberadores en el balcón del Palazzo Venecia, para darles la bienvenida con uno de sus habituales y magníficos discursos.
–Me sorprendería mucho que Mussolini dejase escapar una ocasión semejante –dijo el general Guillaume.
–Estoy seguro de que los americanos le aplaudirían con entusiasmo –dijo Pierre Lyautey.
–Le han aplaudido durante veinte años –dije yo– y no existe ninguna razón para que no lo sigan haciendo.
–La verdad –dijo el mayor Marchetti– es que, si los americanos se hubiesen abstenido de aplaudirle durante veinte años, no se hubieran encontrado un buen día con la necesidad de desembarcar en Italia.
–Además del discurso de Mussolini –dijo Jack– también tendremos la bendición del Santo Padre en la plaza de San Pedro.
–El Papa es una persona cortés –dije yo– y seguramente no os devolverá a América sin su Santa bendición.
Un
goumier
se acercó a nuestra mesa trayendo una fuente florida por un enorme rosetón de tajadas de jamón. De pronto oímos una detonación sorda por entre los árboles, y vimos algunos
goumiers
correr a través del bosque, detrás de las cocinas.
–Otra mina -dijo el general Guillaume levantándose-; les ruego me excusen, señores; voy a ver qué pasa.
Y seguido de algunos oficiales se dirigió hacia el sitio donde había tenido efecto la explosión.
El bosque estaba infestado de minas alemanas de las que los americanos llamaban
booby traps;
los marroquíes, paseándose por entre los árboles, ponían sobre ellas un pie imprudente y saltaban.
–Estos
goumiers –
dijo Pierre Lyautey – son incorregibles. No saben acostumbrarse a la civilización moderna. Los
booby traps
son también un elemento de civilización moderna.
–En toda el África del Norte – añadió Jack -, los indígenas se han acostumbrado inmediatamente a la civilización americana. Desde que desembarcamos en África, es innegable que las poblaciones de Marruecos, Argelia y Túnez han hecho grandes progresos.
–¿Qué progresos? – preguntó Pierre Lyautey.
–Antes del desembarco americano – respondió Jack – el árabe iba a caballo y su mujer lo seguía a pie, detrás de la cola del caballo, con su hijo en la espalda y un gran fardo en equilibrio sobre la cabeza. Desde que los americanos.han desembarcado en África del Norte se ha producido un gran cambio. Cierto es que el árabe sigue yendo a caballo y la mujer a pie, como antes, con su hijo a cuestas y un fardo sobre la cabeza, pero no ya detrás de la cola del caballo; ahora camina delante. A causa de las minas.
Una explosión de risa acogió las palabras de Jack, y al oír las risas de los oficiales los marroquías diseminados por el bosque levantaron la cabeza, contentos de ver a los oficiales de buen humor. En aquel momento surgió el general Guillaume; tenía la frente perlada de gotitas de sudor y parecía menos emocionado que irritado.
–Afortunadamente -dijo, recuperando su sitio en la mesa-, esta vez no hay ningún muerto y un solo herido. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Es acaso culpa mía? ¡Tendría que atarlos a los árboles para impedirles ir a darles a las minas con el pie! ¡No voy a fusilar a este pobre herido para enseñarle a no saltar!
Esta vez, afortunadamente, el imprudente
goumier
había salido con bien del accidente; la mina se le había llevado una mano, arrancada de cuajo.
–Todavía no han conseguido encontrar la mano – dijo el general Guillaume-; Dios sabe dónde habrá ido a parar.
Después del jamón se sirvieron las truchas del Liri, unas truchas de plata azul con un ligero reflejo rosa. Después le tocó el turno al
kuskus,
el famoso plato árabe, honor de la Mauritania y la Sicilia sarracena, hecho de cordero asado bajo una corteza de sémola, reluciente como las corazas doradas de las heroínas de Tasso. Y el vino dorado de los castillos romanos, un vino rico de Frascati, noble y tierno como una oda de Horacio, iluminaba el rostro y las palabras de los comensales.