El mar me miraba fijo con sus grandes ojos implorantes, jadeando como una bestia herida, y yo me estremecí. Era la primera vez que el mar me miraba de esa manera. Era la primera vez que sentía que la mirada de esos ojos verdes me oprimía con tanta tristeza, con tanta angustia con un dolor tan seco. Me miraba fijo, jadeando. Era precisamente como una bestia herida, aferrada a la orilla, y yo temblaba de horror y piedad. Estaba cansado de ver sufrir a los hombres, de verlos derramar sangre, de arrastrarse gimiendo por el suelo; estaba cansado de escuchar sus lamentos, esas sorprendentes palabras que los moribundos murmuran sonriendo en su agonía. Estaba cansado de ver sufrir a los hombres, a los animales, a los árboles, al cielo, la tierra y el mar; estaba cansado de sus sufrimientos, de sus estúpidos e inútiles sufrimientos, de sus terrores, de su interminable agonía. Estaba cansado de sentir horror, cansado de sentir piedad. ¡Ah, la piedad! Me avergonzaba de sentir piedad. Y, sin embarro, temblaba de piedad y de horror. Al fondo, en el remoto arco del golfo, se levantaba el Vesubio, desnudo y espectral, sus flancos estriados por arañazos de fuego y lava, sangrando por las heridas profundas de las que se levantaban llamas y nubes de humo. El mar, aferrado a la orilla, me miraba fijo con sus grandes ojos implorantes, jadeando, todo cubierto de escamas verdes, como un inmenso reptil. Y yo temblaba de piedad y de horror, escuchando el ronco lamento del Vesubio, errante allá en el cielo.
Pero a nuestro alrededor, las oscuras y brillantes hojas de los limoneros y naranjos, y el platinado ondular de los olivos por la brisa marina bajo el turbio resplandor del sol ya declinante, creaban una atmósfera de paz cálida y clara en el corazón de la convulsa y amenazadora naturaleza. De la casita llegaba un olor a pescado fresco y a pan recién sacado del horno, el entrechocar de la vajilla, una amable voz de mujer que hablaba en tonos bajos.
Un viejo pescador salió de la casa, y dirigiéndose a nuestros amigos, que cuchicheaban misteriosos en el fondo del huerto, gritó diciendo que estaba todo preparado. Creí que se refería a la cena, y sentándome a la mesa al lado de Jack, llené de vino nuestros vasos. El vino tenía un sabor delicado e intenso, que se esfumaba en un sabor suavísimo de hierbas salvajes, y yo reconocí, en ese sabor y en ese olor, la caliente respiración del Vesubio, el aliento del viento sobre los viñedos de otoño que surgían de los campos de negra lava y de los montes desiertos de ceniza gris, que se extienden alrededor de Bosco Treccase, en las laderas del árido volcán. Y le dije a Jack: «Bebe. Este vino está hecho con la uva del Vesubio; tiene el sabor misterioso del fuego infernal, el olor de la lava, de las piedrecitas y de las cenizas que sepultaron Herculano y Pompeya. Bebe, Jack, este sagrado y antiguo vino.»
Jack se llevó el vaso a los labios, y dijo:
«Strange people, you are!»
–
A strange, a miserable, a marvellous people
–dije alzando mi vaso. En ese momento me di cuenta de que nuestros amigos habían desaparecido. Un sonido de voces amortiguadas venía del interior de la casa y un largo y alto gemido, una especie de lamento cantado, casi himno doloroso, semejante al lamento de una parturienta modulado sobre el motivo de una canción amorosa. Nos levantamos intrigados, nos acercamos a la casa sin hacer ruido, y entramos. El sonido de las voces y el extraño lamento venían de la planta superior. Subimos la escalera en silencio, empujamos una puerta y nos detuvimos en el umbral.
Era una pobre habitación de pescadores, ocupada por un inmenso lecho en el cual, bajo una colcha de seda amarilla, yacía, hombre o mujer, una vaga silueta humana. La cabeza, tocada con una blanca cofia orlada de puntillas y que se ataba bajo la barbilla mediante una larga cinta celeste, se posaba en medio de una amplia y abultada almohada con una funda de brillante seda blanca, como una cabeza decapitada sobre una bandeja de plata. En el rostro moreno por el sol y el viento brillaban los ojos, grandes y oscuros. Tenía la boca ancha y los labios rojos estaban sombreados por unos bigotes negros. Era un hombre, sin duda, un joven de no más de veinte años. Se lamentaba cantando con la boca abierta y bamboleaba la cabeza sobre la almohada, agitaba sus brazos musculosos enfundados en las mangas de un femenino camisón, por fuera de las sábanas, como si va no fuese capaz de soportar el mordisco de su cruel dolencia, y de vez en cuando se tocaba con las manos el vientre extrañamente hinchado, como el vientre de una mujer embarazada, cantando: «¡Ay! ¡ay! ¡pobre de mí!»
Alrededor del lecho Jeanlouis y sus amigos se agitaban presurosos y atemorizados, como presas de la angustia que oprime el corazón de los familiares a la cabecera de la cama de una parturienta. Unos refrescaban con lienzos mojados la frente del paciente; otros derramaban vinagre y aceites aromáticos en un pañuelo que le acercaban a la nariz; unos preparaban toallas, gasas y vendas de lino, mientras otros se atareaban en torno a dos barreños donde una vieja de rostro arrugado y de alborotados cabellos grises, con gestos lentos y estudiados, en contraste con el angustioso bambolear de la cabeza y con los suspiros afanosos que salían de su pecho, iba vertiendo agua caliente de dos cántaros que subía y bajaba rítmicamente. Los demás corrían sin pausas por la habitación, de aquí para allá, cruzándose, chocándose, apretándose la cabeza con las manos y gritando:
«Mon Dieu, Mon Dieu!»
cada vez que la parturienta lanzaba un grito más agudo o un gemido más escalofriante.
De pie, en medio de la habitación, con un inmenso paquete de algodón hidrófilo entre las manos, del cual con gesto solemne iba sacando largos copos que, lanzados al aire, caían a su alrededor lentamente como una niebla tibia venida de un cielo luminoso y cálido, Georges parecía la estatua de la Angustia y del Dolor. «¡Ay! ¡Ay! ¡Pobre de mí!»; cantaba el parturiento golpeándose el vientre hinchado con las manos; los golpes, que sonaban como en un tambor, y el ruido profundo de aquellos fuertes dedos de marinero sobre el vientre de mujer embarazada, sonaban cruelmente a los oídos de Georges, que cerraba los ojos, lívido y tembloroso el rostro, mientras gemía:
«Mon Dieu, Mon Dieu!»
En cuanto Jeanlouis y sus amigos vieron que, parados en el umbral, contemplábamos aquella extraordinaria escena, se nos echaron encima con un solo grito; y con gestos tímidos, con violencia púdica, con cien gestos y ademanes graciosos, con ligeros toquecitos que parecían caricias, con suspiros que parecían de temor, y eran, casi, de placer, intentaron hacernos salir. Y hubieran conseguido su propósito si de repente no hubiera sonado en la habitación un grito altísimo. Todos se dieron la vuelta y, con un murmullo de dolor y temor, se acercaron a la cama.
Pálido, con los ojos extraviados, las manos oprimiendo las sienes, el parturiento se golpeaba la cabeza contra la almohada, gritando con voz muy aguda. Una baba sanguinolenta le espumaba por las comisuras de la boca, y gruesas lágrimas le surcaban el moreno y masculino rostro, perlándole los negros bigotes.
–¡Cicillo! ¡Cicillo! –gritó la vieja arrojándose sobre la cama, y metiendo las manos bajo las sábanas, resoplando, haciendo chasquear la lengua y murmurando obscenamente, extraviando los ojos y sacando de lo más profundo de su pecho burbujeantes suspiros, iba atareándose en torno al hinchado vientre, que ora se levantaba, ora se rajaba, meneando neciamente el cuerpo bajo la colcha de seda amarilla. De vez en cuando, la vieja gritaba: «¡Cicillo! ¡Cicillo! No tengas miedo, que yo estoy aquí», y parecía que, aferrando con sus manos alguna asquerosa bestezuela escondida bajo las mantas, tratase de sofocarla. Cicillo yacía con las piernas abiertas, lanzando espumajos por la boca, e invocando: «¡San Genaro! ¡San Genaro, ayúdame!», mientras batía con ciega violencia la cabeza a uno y otro lado, en vano contenido por Georges, que, llorando y abrazándole con suave ternura, procuraba que no se hiriese la cabeza con los barrotes de la cama.
De repente la vieja se puso a sacar, con ambas manos, algo del vientre de Cicillo, y finalmente, con un grito de triunfo, arrancó, alzó y mostró a todos una especie de pequeño monstruo de color oscuro, de cara arrugada y lleno de manchas rojas. A la vista de aquella criatura, todos se sintieron invadidos por una alegría furiosa, se abrazaban uno al otro lagrimeando, se besaban en la boca y, saltando y gritando, se arracimaban en torno a la vieja, que, clavadas las uñas en la oscura y rugosa carne del recién nacido, lo alzaba al cielo, con, si ofreciese un don a algún Dios, y gritaba: «¡Oh bendito! ¡Oh bendecido por la
Madonna
! ¡Oh hijo milagroso!» Hasta que todos, como exaltados, se pusieron a correr de aquí para allá por la habitación a alabar al niño recién nacido, a gimotear, a llorar con tonos agudos estirando la boca hasta las orejas y frotándose los ojos con los puños cerrados: «¡Ih! ¡Ih! ¡Ih! ¡Ih!» Arrebatado de las garras de la vieja y pasado de mano en mano, el recién nacido llegó finalmente a la almohada de Cicillo, que, enderezándose sobre la cama, el hermoso y bigotudo rostro masculino iluminado por una dulcísima sonrisa maternal, abría los musculosos brazos al fruto de sus entrañas. «¡Hijo mío!», gritó, y apretando al pequeño monstruo se lo llevó al pecho lo frotó contra su velludo pecho, le cubrió el rostro de besos, lo acunó entre sus brazos, canturreándole, y finalmente, con una hermosa sonrisa, se lo entregó a Georges.
Ese gesto, en el rito de la
«figliata»
, significaba que el honor de la paternidad correspondía a Georges, quien, acogiendo con las manos abiertas al recién nacido, se dedicó a darle palmaditas, a mimarlo, a besarlo, mirándolo con ojos risueños y lacrimosos. Yo miré al niño y me horroricé. Era una antigua estatuita de madera, un fetiche burdamente esculpido; parecía uno de esos simulacros fálicos pintados sobre las paredes de las casas de Pompeya. Tenía una cabeza pequeñísima e informe, los brazos cortos y esqueléticos, un enorme vientre hinchado, y por debajo de éste surgía un falo de grosor y forma nunca vistos, como la cabeza de una seta venenosa, roja y llena de manchitas blancas. Tras haber mirado largamente al pequeño monstruo, Georges se lo acercó al rostro, apoyó los labios sobre la cabeza de aquella seta, y la recorrió besándola y mordiéndola. Estaba pálido, sudoroso, jadeante; le temblaban las manos. Todos se le acercaron escrutando, alzando y agitando los brazos, y rivalizando para besar aquel inmundo falo, con un furor que era sorprendente y horroroso.
En ese momento, desde el fondo de la escalera, una voz fuerte gritó: «¡Los spaghetti, los spaghetti!», y un olor a pasta cocida y a salsa de tomate entró con la voz en la habitación. Al oír el grito, Cicillo sacó las piernas de la cama, y apoyada una mano sobre el hombro de Georges, casi abrazándole, y con la otra apretándose púdicamente te contra el pecho los bordes de la camisa, se levantó, posó suavemente los pies en el suelo, despacio, despacio, con gestos graciosos, con débiles suspiros, con lánguidas miradas, sujetado y sostenido por diez brazos amorosos, se puso en movimiento y arropado con una bata de seda roja, que la vieja le había echado sobre los hombros, se dirigió hacia la puerta, gimiendo. Y los demás le seguimos.
Dió comienzo la comida. Primero vinieron los spaghetti, después una fritura de salmonetes y calamares, luego ternera a la genovesa, y por último la
«pastiera»
dulce, que es un pastel napolitano de masa al huevo rellena de requesón. Jack y yo, sentados al otro extremo de la mesa observamos en silencio, bastante más turbados que divertidos, las actitudes de los diferentes personajes de esa singular comedia, esperando que, de un momento a otro, sucediese algo extraordinario. Todos comían y bebían felizmente, invadidos por una borrachera, que al principio lánguida, poco a poco encendía fuego, se hacía furor amoroso, celosa rabia. A una incauta palabra de Georges, que, el rostro enrojecido, la frente apoyada sobre el hombro de Cicillo, miraba a sus amigos y rivales, con mirada bronca, Jeanlouis se puso a llorar, me pareció que por despecho; y cuál no fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que su dolor era vivo y sincero, y que sufría de veras. Le llamé por su nombre, y todos se volvieron hacia mí sorprendidos e irritados, como si hubiese perturbado una escena sabiamente construida e interpretada. Jeanlouis continuó llorando largo rato, y no pareció resignarse cuando Cicillo, levantándose lánguidamente de su silla, se le acercó, y dándole un beso detrás de la oreja comenzó a acariciarle el cabello, hablándole en voz baja con un extraordinario acento de ternura, visiblemente movido, sin embargo, más que por el deseo de apaciguar el dolor de Jeanlouis por el pérfido placer de excitar los celos de sus rivales.
Visto en pie, y de cerca, Cicillo parecía ser más joven que cuando estaba en la cama. El muchacho no tenía más de dieciocho años, y era muy hermoso. Pero lo que más me turbó fue la perfecta naturalidad de sus gestos y de sus modales, ese aire de actor experto en cualquier juego escénico. No sólo no parecía intimidado, o avergonzado, por su extraño atavío y por el papel que interpretaba, sino que además se mostraba casi orgulloso de su disfraz y de su arte.
Tras haber mimado a Jeanlouis, volvió a sentarse a la cabecera de la mesa, y poco rato después, fuese por el calor de la comida, fuese por el fuego del vino o por el aire del mar, pareció perder poco a poco algunos de sus, por así decirlo, femeninos pudores. Sus ojos se encendían, su voz se hacía más fuerte, se enriquecía con timbres masculinos y sonoros; bajo la piel, bronceada por el sol, los músculos se despertaban, y ya se escabullían por los hombros y los brazos; lentamente las manos se iban haciendo viriles, y los dedos nudosos y duros. Ese hecho me desagradó, me pareció que el cambio se acentuaba de forma demasiado descarada lo que de desagradable tenía aquella comedia, los sobreentendidos que proponía o guardaba. Pero, como supe después, también la inesperada metamorfosis formaba parte de la
«figliata»
; era, más bien, el momento más delicado del rito, y no había
«figliata»
que no terminara con la ceremonia, digámoslo así, del besamano.
Cicillo, en efecto, en cierto momento se puso a excitar a los comensales con la voz y los gestos, con palabras y gritos afectuosos mezclados con insultos y chanzas vulgares, hasta que, poniéndose en pie con un amplio gesto real, se quitó la cofia de la cabeza como si se sacase una corona, miró altivamente a su alrededor, entreabrió los labios en una sonrisa de triunfo y desprecio, moviendo la cabeza de negros cabellos rizados, y de repente, tirando la silla de una patada se dio a la fuga hacia la casa, entró por la puerta, lanzó una risa estridente, y desapareció. Todos se pusieron en pie, y con agudos gemidos de dolor y de rabia, le siguieron, desapareciendo en el interior de la casa.