La piel (17 page)

Read La piel Online

Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
9.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Un día estos chiquillos llegarán a ser hombres – dije -, y si Dios quiere nos romperán las narices a ti, a mí y a todos los que son como nosotros. Te romperán las narices, y tendrán razón.

–Tendrán razón -dijo Jeanlouis-, pero no lo harán. Estos chiquillos, cuando tengan veinte años, no le abrirán la cabeza a nadie. Harán como nosotros, harán como tú y como yo. También nosotros hemos sido vendidos a su edad.

–Mi generación ha sido vendida a la edad de veinte años. Pero no por hambre, por algo peor. Por miedo.

–Los jóvenes como yo hemos sido vendidos cuando éramos todavía chiquillos -dijo Jeanlouis-, y hoy no le partimos la cabeza a nadie. Éstos harán lo que hemos hecho nosotros; se arrastrarán a nuestros pies y nos lamerán los zapatos. Y creerán ser hombres libres. Europa será un país de hombres libres; eso será Europa.

–Afortunadamente, aquellos chiquillos recordarán siempre haber sido vendidos por hambre y perdonarán. Pero nosotros no olvidaremos que hemos sido vendidos por algo peor: por miedo.

–No digas estas cosas. No hay necesidad de decir estas cosas – dijo Jeanlouis estrujándome el brazo.

Y yo sentí que su mano temblaba.

Quería decirle: «Gracias, Jeanlouis, te doy las gracias de que sufras»; quería decirle que comprendía las razones de muchas cosas y que sentía piedad por él cuando por casualidad levanté los ojos y vi el cielo. Es una vergüenza que haya en el mundo un cielo así. Es una vergüenza que el cielo, en ciertos momentos, sea como era aquel día, en aquel momento. Lo que me hacía correr por el espinazo un escalofrío de miedo y de asco no eran aquellos pequeños esclavos apoyados contra el muro de la Cappella Vecchia, ni aquellas mujeres de rostro descarnado y pálido cubierto de afeites, ni aquellos soldados marroquíes de ojos brillantes y largos dedos huesudos, sino el cielo, aquel cielo azul y límpido sobre los tejados, sobre los escombros de las casas, sobre los árboles verdes, hinchados de pájaros. Era aquel cielo alto de seda cruda, de un azul frío y lúcido, en el que él mar ponía un vago y remoto resplandor verde. Aquel cielo delicado y cruel que, curvándose dulcemente sobre la colina del Posillipo, se hacía rosado y tierno como la piel de un chiquillo.

Pero donde aquel cielo parecía más delicado y cruel era allá abajo, a lo largo del borde del muro al pie del cual estaban sentados los pequeños esclavos. El muro que sirve de fondo al patio de la Cappella Vecchia es un alto muro con el revoque desconchado por el paso del tiempo y las estaciones, que un día fue sin duda del color rojizo de las casas de Pompeya y Herculano, que los pintores napolitanos llamaban rojo borbónico. Los años, la lluvia, el sol, el abandono, han cansado y suavizado ese rojo vivo, dándole el color de la carne, aquí rosado, allá más claro, más lejos transparente como una mano delante de la llama de una vela. Y fuesen los desconchados, fuesen las verdes manchas de moho, aquellos blancos, aquellos marfiles, aquellos amarillos que aparecían aquí y allá por debajo del revoque antiguo, o fuese el juego de luz, cambiante a cada momento por el variado reflejo del continuo movimiento del mar antiguo o por la errante inquietud del viento que según sople de tierra o del mar tiñe diferentemente la luz, me parecía que aquel alto y antiguo muro tuviese vida, fuese una cosa viva, un muro de carne, donde apareciesen todas las aventuras de la carne humana, desde la rosada inocencia de la infancia a la verde y amarillenta melancolía de la edad declinante, me parecía que aquel muro de carne se ajase lentamente, y paulatinamente iban apareciendo aquellos blancos, aquellos tonos marfileños, rosados, amarillentos pálidos, propios de la carne humana ya cansada, ya vieja, ya socavada por las arrugas, ya próxima a la última y maravillosa aventura de la desintegración. Grandes moscas erraban lentamente sobre aquel muro de carne, zumbando. El fruto maduro del día se mustiaba, se pudría, y en el aire cansado, ya corrompido por las primeras sombras de la noche, el cielo, aquel cielo cruel de Nápoles, tan puro y tan tierno, emitía un lamento, una queja, una felicidad triste y fugitiva. Una vez más mordía la tarde. Y uno tras otro volvían a refugiarse en la tibieza de la noche, conio ciervos, gamos y jabalíes en la selva, los sonidos, los colores, las voces, aquel sabor de mar, aquel olor de laurel y mieles que es el sabor y olor de la luz de Nápoles.

De repente se abrió una ventana en aquel muro y una voz me llamó por mi nombre. Era Pierre Lyautey, que me llamaba desde la ventana de la Comandancia de la División marroquí del general Guillaume. Subimos, y Pierre Lyautey, alto, atlético, huesudo, el rostro curtido por el hielo de las montañas de Cassino, vino a nuestro encuentro en la escalera, abriendo sus inmensos brazos.

Pierre Lyautey era un viejo amigo de la madre de Jeanlouis, la condesa B. Cada vez que venía a Italia no dejaba nunca de ir a pasar algunos días, o algunas semanas, en la villa de la condesa B. en las orillas del lago de Como, obra egregia de Piermarini, donde tenía reservada, por derecho de antigüedad, la cámara de Napoleón, la del ángulo, que mira hacia Bellagio; el lecho en el cual Stendhal había pasado una noche con Angela Pietragrua, y el pequeño escritorio de caoba donde el poeta Parini había escrito su famoso poema
Il giorno.


Ah, que vous êtes beau!
-exclamó Pierre Lyautey, abrazando a Jeanlouis, a quien hacía años no había visto. Y añadió, que había dejado a Jeanlouis cuando éste
il n’était qu'un Eros y
lo encontraba ahora
qu'il était un…
Yo esperaba que dijese
«…un héros»,
pero se corrigió a tiempo y dijo «…
un
Apollon
».

Era la hora del refectorio y el general Guillaume nos invitó a su mesa.

Con su perfil apolíneo, sus labios rojos, sus ojos negros y brillantes en la tersa palidez del rostro, con su voz dulcísima, Jeanlouis produjo una profunda impresión sobre los oficiales franceses. Era la primera vez que venían a Italia, por primera vez la belleza viril se les aparecía en todo el esplendor del antiguo ideal griego. Jeanlouis era un ejemplo perfecto de cuanto la civilización italiana en largos siglos de cultura, de riqueza, de refinamiento, de selección física e intelectual, de indiferencia moral y libertad aristocrática habían podido producir en cuanto a belleza viril. En el rostro de Jeanlouis, unos ojos ejercitados en la lenta y continua evolución del clásico ideal de la belleza en la pintura y la escultura italianas del cuatrocientos al ochocientos, hubieran percibido, sobrepuesta a la sensualidad del
ritratti d'uomo
del renacimiento, la noble y melancólica máscara del romanticismo italiano, especialmente lombardo (Jeanlouis pertenecía a una de las más antiguas e ilustres familias de la nobleza lombarda), de principios del siglo xix, que incluso en Lombardía fue liberal y romántico por nostalgia napoleónica: Aquellos oficiales franceses eran Stendhal frente a Fabricio del Dongo. Y tampoco éstos, como Stendhal, se daban cuenta de que la belleza de Jeanlouis era, como la de Fabricio, una belleza sin ironía y sin inquietud de naturaleza moral.

La maravillosa aparición (en aquel interior napolitano de vulgares muebles burgueses, delante de aquella mesa) de aquel Apolo vivo, de un tan perfecto modelo de la belleza viril, era para aquellos oficiales franceses la revelación de un misterio prohibido. Todos contemplaban a Jeanlouis en silencio. Y yo me preguntaba con una turbación cuya razón no podía explicarme, si se daban cuenta de que aquel admirable «espectro» de la civilización clásica italiana en su triunfo extremo, ya corrompida y humillada por los fermentos de una morbosa sensualidad femenina, ya con la aridez de la carencia de nobles sentimientos, de fuertes pasiones y de altos ideales, era la imagen del mal secreto que sufría gran parte de la juventud europea en todos los países, vencedores y vencidos; la oscura tendencia a transformar los ideales de libertad, que parecían ser los ideales de toda la juventud europea, en ansia de satisfacciones sensuales, las exigencias morales en rechazo de la propia responsabilidad, los deberes sociales y políticos en vanas lucubraciones intelectuales y los nuevos mitos proletarios en mitos ambiguos de un narcisismo desviado hacia el autocastigo. (Lo que parecía extraño era que Barrès estaba tan lejos de Jeanlouis y de los jóvenes de su generación como Gide; el Gide de
moi, cela m'est égal, parce que j'écris «Paludes».)

Los criados marroquíes que servían a la mesa no apartaban la mirada de Jeanlouis, encantados, y yo veía en aquellos ojos brillar un lascivo deseo. Para aquellos hombres venidos del Sahara y de las montañas del Atlas, Jeanlouis no era más que un objeto de placer. Y yo me reía en mi interior (no podía menos que reírme; era más fuerte que yo; por otra parte, no había nada malo en reírse de una idea tan extraña, tan triste), imaginándome a Jeanlouis y a todos los jóvenes «héroes» como él, sentados entre los pequeños esclavos en la plazuela de la Cappella Vecchia, al pie de aquel muro de carne que poco a poco iba deshaciéndose en la luz declinante, hundiéndose paulatinamente en la noche como un pedazo de carne putrefacta.

A mis ojos Jeanlouis era la imagen de lo que son en demasía ciertas
élites
de las jóvenes generaciones en esta Europa no purificada, pero corrompida por los sufrimientos, no exaltada, sino humillada por la encontrada libertad; una juventud en venta. ¿Por qué no tenía que ser aquélla también una «juventud en venta»? También nosotros, cuan, do fuimos jóvenes, habíamos sido vendidos. En esta Europa el destino de los jóvenes es ser vendidos por hambre o por miedo. Es necesario que la juventud se prepare, o se acostumbre, a hacer su papel en la vida, en el Estado. Un día u otro, si todo va bien, los jóvenes serán vendidos por las calles por algo muchísimo peor que el hambre o el miedo.

Y como si la fuerza de mis pensamientos reclamase al mismo tema la mente de los demás comensales, el general Guillaume me preguntó de repente por qué razón las autoridades italianas no sólo no prohiben el mercado de chiquillos, sino que parecen no darse cuenta siquiera de tal inmundicia.

–Es una vergüenza -añadió-. He echado de aquí cien veces a esas desvergonzadas y sus desgraciados chiquillos; he advertido cien veces a las autoridades italianas, he hablado yo mismo incluso con el arzobispo de Nápoles, el cardenal Ascalesi. Todo inútil. He prohibido a mis
goumiers
tomar esos chiquillos, los he amenazado con hacerlos fusilar si no obedecían. La tentación es demasiado fuerte para ellos. Un
goumier
no podrá jamás comprender que pueda estar prohibido comprar lo que se vende en el mercado público. Pertenece a las autoridades italianas evitarlo, detener a estas madres desnaturalizadas, encerrar estos chiquillos en un colegio. Yo no puedo hacer nada.

Hablaba lentamente; me parecía que las palabras le doliesen en la boca.

Yo me eché a reír. ¡Detener a esas madres desnaturalizadas! ¡Encerrar a los chiquillos en un colegio! ¡No quedaba ya nada en Nápoles, nada en Europa; todo podrido, todo destruido, todo derrumbado, casas, iglesias, hospitales, padres, madres, hijos, tíos, abuelos, primos, todos
kaputt
! Me reía, y esta risa fuerte y dolorosa me daba dolor de estómago. ¡Las autoridades italianas! ¡Un hatajo de ladrones y de bellacos que hasta el día anterior habían metido en la cárcel a la gente en nombre de Mussolini y ahora la metían en nombre de Roosevelt, de Churchill y de Stalin! ¡Unos granujas que hasta el día anterior habían hecho de amos en nombre de la tiranía y ahora lo hacían en nombre de la libertad! ¿Qué les importa a las autoridades italianas que ciertas madres desnaturalizadas vendiesen a sus chiquillos por las plazas? Un hatajo de bellacos, todos del primero al último, demasiado ocupados en limpiar los zapatos del vencedor para poder ocuparse de tonterías. «¿Detener a las madres? – decía yo-. ¿Qué madres? ¿Prohibirles vender a sus hijos? ¿Y por qué? ¿No son suyos los chiquillos? ¿Son acaso del Estado, del Gobierno, de la política, de los sindicatos, de los partidos políticos? Son de sus madres, y las madres tienen derecho a hacer con ellos lo que les parezca. Tienen hambre y tienen también el derecho de vender a sus hijos para saciarla. Es mejor venderlos que comérselos. Tienen derecho a vender uno o dos chiquillos entre diez para saciar el hambre de los demás. Y, además, ¿qué madres? ¿De qué madres quiere usted hablar?»

–No sé -dijo el general Guillaume, profundamente asombrado -, hablo de esas desgraciadas que venden a sus hijos por las calles.

–¿Qué madres? – dije yo-. ¿de qué madres me habla? ¿Son acaso madres esas mujeres? ¿Son mujeres? ¿Y los padres? ¿No tienen padres esos chiquillos? ¿Son acaso hombres estos padres? ¿Y nosotros? ¿Somos acaso hombres nosotros?


Ecoutez
- dijo el general Guillaume -,
je me fous de vos mères, de vos autorités, de votre sacré pays.
Pero los chiquillos, ¡ah, eso nol Si hoy se venden los chiquillos quiere decir que se han vendido siempre. ¡Y es una vergüenza para Italia!

–No -dije yo-
,_
en Nápoles no se han vendido nunca los chiquillos. No hubiera creído jamás que el hambre pudiese llegar a tanto. Pero la culpa no es nuestra.

–¿Quiere usted decir que es nuestra? – preguntó el general Guillaume.

–No, no es culpa de ustedes; es culpa de los chiquillos.

–¿De los chiquillos? ¿De qué chiquillos?

–De los chiquillos, de esos chiquillos. Ustedes no saben la raza terrible que son los chiquillos de Italia. Y no en Italia sólo, sino en toda Europa. Son ellos quienes obligan a sus padres a venderlos en el mercado público. ¿Y saben ustedes por qué? Para hacer dinero, para poder mantener a sus amantes y llevar una vida de lujo. Hoy día no hay chiquillo en toda Europa que no tenga amantes, caballos, automóviles, castillos y cuenta en el Banco. Todos Rotschild. Ustedes no imaginan siquiera hasta qué punto de degradación moral han llegado los chiquillos, nuestros chiquillos, en toda Europa. Naturalmente, nadie quiere que sea dicho. En Europa está prohibido decir estas cosas. Pero es así. Si las madres no vendiesen a sus chiquillos, ¿sabe usted lo que pasaría? Que los chiquillos, para hacer dinero, venderían a sus madres.

Todos me miraron estupefactos.

–No me gusta oírle hablar así -dijo el general Guillaume.

–¡Ah! ¿No le gusta que diga la verdad? Pero ¿qué saben ustedes de Europa? Antes de desembarcar en Italia, ¿dónde estaban ustedes? En Marruecos, o en cualquier otra parte de África del Norte. ¿Qué saben de eso los americanos ni los ingleses? Estaban en Inglatera, en América, en Egipto. ¿Qué pueden saber de Europa los aliados desembarcados en Salerno? ¿Creen acaso que hay todavía chiquillos en Europa? ¿Qué haya todavía madres, padres, hijos, hermanos, hermanas? Un montón de carne putrefacta, eso es lo que encontrarán ustedes en Europa cuando la hayan liberado. Nadie quiere que sea dicho, nadie quiere oírlo decir, pero es la verdad. He aquí lo que es Europa hoy día: un montón de carne putrefacta.

Other books

Three Days in April by Edward Ashton
Embers & Echoes by Karsten Knight
Clearly Now, the Rain by Eli Hastings
The Necromancer's Seduction by Mimi Sebastian
Ghostwalk by Rebecca Stott
Forgive Me by Melanie Walker