–
One dollar each
-decía-, cien liras por persona.
Entramos y miramos alrededor. Era el usual
interno
napolitano; una habitación sin ventanas, con una portezuela al fondo, un inmenso lecho apoyado en la pared de enfrente y junto a las demás paredes un espejo, un tosco lavabo de hierro barnizado de blanco, una cómoda y, entre la cómoda y la cama, una mesa. Sobre la cómoda había una ancha campana de cristal que cubría las figurillas de cera de colores de una Sagrada Familia. De los muros pendían oleografías populares representando escenas de
Tosca
y
Cavalleria Rusticana,
un Vesubio empenachado de humo como un caballo para la fiesta de Piedigrotta y fotografías de mujeres, de chiquillos, de viejos, no ya retratos de vivos, sino de muertos, tendidos sobre los lechos fúnebres y con guirnaldas de flores. En el rincón, entre el techo y el espejo, había un altarcito con la imagen de la Virgen iluminada por una mariposa de aceite. Sobre el lecho se veía extendido un inmenso cubrecama de seda celeste cuya franja dorada lamía el pavimento de mayólica verde y roja. En el borde de la cama estaba sentada una muchacha, fumando.
Estaba con las piernas pendiendo del lecho y fumando, absorta, en silencio, con los codos apoyados sobre las rodillas y el rostro sujeto entre las manos. Parecía muy joven, pero tenía unos ojos antiguos, cansados. Iba peinada con ese arte barroco de las
capere
de los barrios populares, inspirado en el atavío de las Madonnas napolitanas del siglo xvii; los negros cabellos, encrespados y relucientes, rellenos de crin, de lazos y embutidos de estopa, se alzaban a guisa de castillo como si fuesen una alta mitra negra puesta sobre la frente. Su rostro tenía algo de bizantino, estrecho y largo, cuya palidez transparentaba bajo la espesa capa de afeites; bizantino era el corte de los grandes ojos oblicuos y negrísimos en la frente alta y lisa. Pero los labios carnosos, agrandados por un violento empleo de rojo, daban un algo de sensual y de insolente a la delicada tristeza de icono de su rostro. Iba vestida de seda roja, sobriamente escotada. Llevaba medias de seda de color carne y sus pies oscilaban embutidos en un par de zapatillas de fieltro negro, descosidas y deformadas. El traje tenía las mangas largas, estrechas en las muñecas, y del cuello pendía uno de esos collares de coral pálido antiguo que en Nápoles son el orgullo de toda muchacha pobre.
La muchacha fumaba en silencio, mirando fijamente hacia la puerta, con una indiferencia orgullosa. A pesar de la insolencia de su vestido de seda roja, el peinado barroco del cabello, los gruesos labios carnosos y las zapatillas descosidas, su vulgaridad no tenía nada de personal. Parecía más bien un reflejo de la vulgaridad del ambiente, de esa vulgaridad que la envolvía por todas partes, desflorándose apenas. Tenía orejas pequeñísimas y delicadas, tan blancas y transparentes que parecían postizas, de cera. Cuando entré, la muchacha fijó sus ojos en mis tres estrellas de capitán, y sonrió con desprecio, volviendo ligeramente el rostro hacia el muro.
Éramos diez en la habitación. El único italiano era yo. Nadie hablaba.
–That's all. The next in five minutes
–dijo el hombre que estaba en el umbral, detrás de la cortina roja; después el hombre asomó su cara a través de una abertura de la cortina, y agregó: «
ready
?, ¿lista?».
La muchacha tiró el cigarrillo al suelo, cogió con la punta de los dedos los bordes del vestido, y lentamente los levantó; primero se vieron las rodillas, suavemente encerradas en la funda de seda de las medias, luego la piel desnuda de los muslos, después la sombra del pubis. Permaneció un momento en esa actitud, triste Verónica, con el rostro severo, la boca desdeñosamente entreabierta. Luego, poniéndose de espaldas, se echó sobre la cama y abrió poco a poco las piernas. Como hace la horrible langosta en el amor, cuando abre lentamente la tenaza de las garras mirando fijo al macho con sus pequeños ojos redondos, negros y brillantes, y está inmóvil y amenazadora, así lo hizo la muchacha, abriendo lentamente la rosada y negra tenaza de las carnes, y permaneció así, mirando fijamente a los espectadores. Un profundo silencio reinaba en la habitación.
–She is a virgin. You can touch. Put your finger inside. Only one finger. Try a bit. Don't be afraid. She doesn't bite. She is virgin. A real virgin
–dijo el hombre asomando la cabeza por la abertura de la cortina.
Un negro estiró la mano y probó con el dedo. Alguien río, y parecía que se estuviese lamentando. La «virgen» no se movió, pero fijó en el negro una mirada cargada de miedo y de odio. Miré a mi alrededor: todos estaban pálidos, todos estaban pálidos de miedo y de odio.
–Yes, she is like a child
– dijo el negro con voz ronca hacienda girar lentamente el dedo.
–Get out the finger
– dijo la cabeza del hombre asomada por la abertura de la cortina roja.
–Really, she is a virgin
–dijo el negro retirando el dedo.
De repente, la muchacha cerró las piernas con un suave golpe de rodillas, se alzó con un salto de espaldas, volvió a bajarse el vestido, y con mano rápida arrebató el cigarrillo de la boca de un marinero inglés que estaba cerca del borde de la cama.
–Get out, please
–dijo la cabeza del hombre, y todos salimos lentamente, uno detrás del otro, por la pequeña puerta del fondo de la habitación, arrastrando los pies sobre el suelo, embarazados y avergonzados.
–Debéis estar satisfechos de ver Nápoles reducida de esta manera –dije a Jimmy cuando estuvimos fuera.
–No es culpa mía –dijo Jimmy.
–Oh! No –dije–, ciertamente no es culpa tuya. Pero debe ser una gran satisfacción para vosotros saberos vencedores en un país como éste. ¿Cómo podríais sentiros vencedores sin espectáculos como éste? Dime la verdad, Jimmy: no os sentiríais vencedores sin estos espectáculos.
–Nápoles siempre ha sido así –dijo Jimmy.
–No, nunca ha sido así –dije–, estas cosas nunca se han visto en Nápoles. Si estas cosas no os gustasen, si estos espectáculos no os divirtiesen, estas cosas no ocurrirían en Nápoles. No se verían espectáculos semejantes en Nápoles –repetí.
–Nosotros no hemos hecho Nápoles –dijo Jimmy–. Ya la encontramos hecha.
–No la habéis hechos vosotros –dije–, pero Nápoles jamás ha sido así. Piensa cuántas vírgenes americanas, en Nueva York o en Chicago, abrirían las piernas por un dólar si América hubiese perdido la guerra. Si hubiesen perdido la guerra, habría una virgen americana sobre esa cama, en lugar de la pobre muchacha napolitana.
–No digas tonterías –dijo Jimmy–; aunque hubiésemos perdido la guerra, no se verían estas cosas en América.
–Si hubiesen perdido la guerra, cosas peores se verían en América –dije–. Para sentirse héroes, todos los vencedores necesitan ver estas cosas. Tienen necesidad de meterle el dedo a una pobre muchacha vencida.
–No digas idioteces –dijo Jimmy.
–Prefiero haber perdido la guerra y estar sentado en la cama como esa pobre muchacha, antes de ir a meter el dedo entre las piernas de una virgen para tener el placer y el orgullo de sentirme vencedor.
–También tú has ido a verla –dijo Jimmy–. ¿Por qué has ido?
–Porque soy un miserable, Jimmy, porque también yo tengo necesidad de ver estas cosas, para sentir que soy un vencido, que soy un desgraciado.
–¿Por qué no te sientas también tú en esa cama –dijo Jimmy– si tanto te agrada sentirte parte de los vencidos?
–Dime la verdad, Jimmy, ¿pagarías gustoso un dólar para ir a me abrir las piernas?
–Ni siquiera un
cent
pagaría, para ir a verte –dijo Jimmy escupiendo al suelo.
–¿Por qué no? Si América hubiese perdido la guerra, yo iría de inmediato allá para ver a los descendientes de Washington abrir las piernas delante de los vencedores.
–Shut up
–gritó Jimmy apretándome el brazo fuertemente,
–¿Por qué no irías a verme, Jimmy? Todos los soldados de la Quinta Flota irían a verme. Incluso el general Clark. Incluso tú irías, Jimmy. Pagaríais no un dólar, sino dos o tres dólares para ver a un hombre desabrochándose los pantalones y abriendo las piernas. Todos los vencedores necesitan ver estas cosas para sentirse seguros de haber ganado la guerra.
–En Europa sois todos un hatajo de locos y de cerdos -dijo Jimmy-. Eso es lo que sois.
–Dime la verdad, Jimmy. Cuando regreses a América, ¿te gustará contar que vuestro dedo de vencedor ha pasado bajo el arco de triunfo de las piernas de las pobres muchachas italianas?
–No digas esto – dijo Jimmy en voz baja.
–Perdóname, Jimmy, lo siento por ti y por mí. No es culpa vuestra, ni nuestra, lo sé. Pero me hace daño pensar en ciertas cosas. Me siento miserable y villano. Vosotros, los americanos, sois buenos muchachos y ciertas cosas las comprendéis mejor que muchos otros. ¿No es cierto, Jimmy, que algunas cosas hasta tú las comprendes?
–
Yes, I understand
- dijo Jimmy en voz baja estrujándome con fuerza el brazo.
Me sentía canalla y vil como aquel día que subía los Gradoni di Chiaia, en Nápoles. Los Gradoni forman esa larga escalinata que de la Via Chiaia sube hasta San Teresella degli Spagnoli, el miserable barrio donde en otros tiempos estuvieron los cuarteles y las casas de lenocinio de los soldados españoles. Era un día de
sirocco
y las ropas, puestas a secar sobre las cuerdas tendidas de casa a casa, azotaban al aire como banderas; Nápoles no había arrojado sus banderas a los pies de vencedores y vencidos. Durante la noche, un incendio había destruido gran parte del magnífico palacio de los duques de Cellamare, en la Via Chiaia, a poca distancia de los Gradoni, y en el aire húmedo y cálido flotaba aún un olor seco de madera quemada, de humo frío. El cielo era gris, parecía un cielo de papel sucio, sembrado de manchas de moho.
En los días de
sirocco,
bajo aquel cielo enmohecido y tinoso, Nápoles adquiere un aspecto miserable y protervo a la vez. Las casas, las calles, la gente, ostentaban una insolencia envilecida y maligna. Allá abajo, en el mar, el cielo parecía la piel de una luciérnaga, manchado de verde y de blanco, empapado en esa humedad fría y opaca que tiene la piel de los reptiles. Nubes grises, orladas de verde, maculaban el azul sucio del horizonte, que las cálidas ráfagas del
sirocco
estriaban de amarillentas franjas oleosas. Y el mar tenía el color verde y pardo de la piel del sapo, y olor del mar era el olor acre y dulce que despide la piel del sapo. De la boca del Vesubio salía un denso humo amarillo que, rechazado por la baja bóveda del cielo nebuloso, se abría como la cabellera de un inmenso pino, salpicada de sombras negras, de verdes grietas. Y las viñas diseminadas sobre los purpúreos campos de lava fría, los pinos y los cipreses con sus raíces hundidas en los desiertos de cenizas, donde destacaban con opaca violencia los grises, los rosas y los azules de las casas encaramadas en los flancos del volcán, adquirían unas tonalidades tristes y muertas en aquel paisaje sumido en una penumbra verdosa hundida por resplandores amarillos y purpúreos.
Cuando sopla
el sirocco
la piel humana trasuda, los pómulos relucen en el rostro por el que se extiende una capa sucia y blanda que produce una sombra alrededor de los ojos, los labios y las orejas. Incluso las voces tienen un timbre graso y pegajoso, y las palabras un sentido no habitual, un significado misterioso: parecen casi palabras de una jerga prohibida. La gente camina en silencio, como presa de una secreta angustia, y los chiquillos pasan largas horas sentados en el suelo, sin hablar, mordisqueando una corteza de pan o una fruta negra de moscas, o contemplando el muro resquebrajado en el que están dibujados los inmóviles lagartos que el moho graba sobre el revoque antiguo. Sobre los antepechos de las ventanas arden y humean los claveles de los tiestos, y una voz de mujer brota de vez en cuando, cantando; el canto vuela lento de ventana en ventana, deteniéndose en el alféizar como un pájaro cansado.
El olor a humo frío del incendio del palacio de Cellamare vagaba por el aire denso y viscoso, y yo respiraba tristemente ese aire de ciudad invadida, saqueada, entregada a las llamas, el olor antiguo de aquella Ilión humeante de incendios y de hogueras fúnebres, postrada sobre la ribera del mar atestado de navíos enemigos, bajo un cielo salpicado de manchas de musgo, en el que las banderas de los pueblos vencedores que acudían de todos los puntos de la tierra al largo asedio, ondeaban bajo el graso viento fétido que soplaba ronco del fondo del horizonte.
Iba bajando hacia el mar por la Via Chiaia, en medio de las turbas de soldados aliados que se aglomeraban en las aceras, se empujaban, se golpeaban gritando en cien extrañas y desconocidas lenguas a lo largo del furioso río de automóviles que recorría tumultuoso la estrecha vía. Y yo me sentía maravillosamente ridículo con mi uniforme verde, agujeerado por las balas de nuestros fusiles, arrancado al cadáver de un soldado inglés muerto en El Alamein o en Tobruk. Me sentía perdido en medio de aquella multitud hostil de soldados extranjeros, queme empujaban hacia delante a golpes, me apartaban a un lado con los codos y los hombros y daban media vuelta para mirar hacia atrás con desprecio los galones de oro de mi uniforme, diciéndome con voz rabiosa:
–
You bastard, you son of a bitch, you dirty italian officer.
Y yo, caminando, pensaba:
«¿Quién sabe cómo se traduce al francés
you bastard, you son of a bitch, you
dirty italian officer?
¿Y cómo se traduce al ruso, al servio, al polaco, al danés, al holandés, al noruego, al árabe? ¿Quién sabe -iba pensando- como se traduce al brasileño? ¿Y en chino? ¿Y en hindú, en bantú, en malgache? ¿Quién sabe cómo se traduce en alemán?»
Y me reía pensando que aquel lenguaje de los vencedores se traducía seguramente muy bien incluso al alemán, porque la lengua alemana, al contrario de la italiana, era la lengua de un pueblo vencedor. Me reía pensando que en todas las lenguas de la Tierra, incluso el bantú y el chino, incluso el alemán, eran lenguas de pueblos vencedores y que solamente nosotros, los italianos, en la Via Chiaia de Nápoles y en todas las calles de todas las ciudades de Italia, hablábamos una lengua que no era la lengua de un pueblo vencedor. Y me sentía orgulloso de ser un pobre
italian bastard,
un pobre
son of a bitch.