Apretados unos a otros, se fueron a sus casas, ciegos al resto de las cosas, triunfando en apariencia de la peste, olvidados de todas las miserias y de aquellos otros que, venidos en el mismo tren, no habían encontrado a nadie esperándolos, y se disponían a recibir la confirmación del temor que un largo silencio había hecho nacer en sus corazones. Para estos últimos, que ahora no tenían por compañía más que su dolor reciente, para todos los que se entregaban en ese momento al recuerdo de un ser desaparecido, las cosas eran muy de otro modo y el sentimiento de la separación alcanzaba su cúspide. Para ésos, madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba por siempre la peste.
Pero, ¿quién pensaba en esas soledades? Al mediodía, el sol, triunfando de las ráfagas frías que pugnaban en el aire desde la mañana, vertía sobre la ciudad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El día estaba en suspenso. Los cañones de los fuertes, en lo alto de las colinas, tronaban sin interrupción contra el cielo fijo. Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado.
Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados de pronto, circulaban por las calles invadidas. Todas las campanas de la ciudad, echadas a vuelo, sonaron durante la tarde, llenando con sus vibraciones un cielo azul y dorado. En las iglesias había oficios en acción de gracias. Y al mismo tiempo, todos los lugares de placer estaban llenos hasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mostradores se estrujaba una multitud de gentes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas enlazadas que no temían ofrecerse en espectáculo. Todos gritaban o reían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses en que cada uno había tenido su alma en vela, las gastaban en este día que era como el día de su supervivencia. Al día siguiente empezaría la vida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, las gentes de orígenes más diversos se codeaban y fraternizaban.
La igualdad que la presencia de la muerte no había realizado de hecho, la alegría de la liberación la establecía, al menos por unas horas.
Pero esta exuberancia superficial no era todo y los que llenaban las calles al final de la tarde, marchando al lado de Rambert, disfrazaban a veces bajo una actitud plácida dichas más delicadas. Eran muchas las parejas y las familias que sólo tenían el aspecto de pacíficos paseantes. En realidad, la mayor parte efectuaron peregrinaciones sentimentales a los sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién llegados las señales ostensibles o escondidas de la peste, los vestigios de su historia. Algunos se contentaban con jugar a lo guías, representar el papel del que ha visto muchas cosas, del contemporáneo de la peste, hablando del peligro sin evocar el miedo. Estos placeres eran inofensivos. Pero en otros casos eran itinerarios más fervientes, en los que un amante abandonado a la dulce angustia del recuerdo podía decir: "En tal época, estuve en este sitio deseándote y tú no estabas aquí." Se podía reconocer a estos turistas de la pasión: formaban como islotes de cuchicheos y de confidencias en medio del tumulto donde marchaban. Más que las orquestas en las plazas eran ellos los que anunciaban la verdadera liberación. Pues esas parejas enajenadas, enlazadas y avaras de palabras afirmaban, en medio del tumulto, con el triunfo y la injusticia de la felicidad, que la peste había terminado y que el terror había cumplido su plazo. Negaban tranquilamente, contra toda evidencia, que hubiéramos conocido jamás aquel mundo insensato en el que el asesinato de un hombre era tan cotidiano como el de las moscas, aquel salvajismo bien definido, aquel delirio calculado, aquella esclavitud que llevaba consigo una horrible libertad respecto a todo lo que no era el presente, aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba. Negaban, en fin, que hubiéramos sido aquel pueblo atontado del cual todos los días se evaporaba una parte en las fauces de un horno, mientras la otra, cargada con las cadenas de la impotencia, esperaba su turno.
Esto era, por lo menos, lo que saltaba a la vista para el doctor Rieux, que iba hacia los arrabales a pie y solo, al caer la tarde, entre las campanas y los cañonazos, las músicas y los gritos ensordecedores. Su oficio continuaba: no hay vacaciones para los enfermos. Entre la luz suave y límpida que descendía sobre la ciudad se elevaban los antiguos olores a carne asada y a anís. A su alrededor, caras radiantes se volvían hacia el cielo. Hombres y mujeres se estrechaban unos a otros, con el rostro encendido, con todo el arrebato y el grito del deseo. Sí, la peste y el terror habían terminado y aquellos brazos que se anudaban estaban demostrando que la peste había sido exilio y separación en el más profundo sentido de la palabra.
Por primera vez Rieux podía dar un nombre a este aire de familia que había notado durante meses en todas las caras de los transeúntes. Le bastaba mirar a su alrededor. Llegados al final de la peste, entre miseria y privaciones, todos esos hombres habían terminado por adoptar el traje del papel que desde hacía mucho tiempo representaban: el papel de emigrantes, cuya cara primero y ahora sus ropas hablaban de la ausencia y de la patria lejana. A partir del momento en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad no habían vivido más que en la separación, habían sido amputados de ese calor humano que hace olvidarlo todo. En diversos grados, en todos los rincones de la ciudad, esos hombres y esas mujeres habían aspirado a una reunión que no era, para todos, de la misma naturaleza, pero que era, para todos, igualmente imposible. La mayor parte de ellos habían gritado con todas sus fuerzas hacia un ausente, el calor de un cuerpo, la ternura o la costumbre. Algunos, a veces sin saberlo, sufrían por haber quedado fuera de la amistad de los hombres, por no poder acercárseles por los medios ordinarios como son las cartas, los trenes y los barcos. Otros, menos frecuentes, como Tarrou acaso, habían deseado la reunión con algo que no podían definir, pero que para ellos era el único bien deseable. Y que, a falta de otro nombre, lo llamaban a veces la paz.
Rieux seguía hacia los barrios bajos. A medida que avanzaba, la multitud aumentaba a su alrededor, el barullo crecía y le parecía que los arrabales que quería alcanzar iban retrocediendo. Poco a poco fue confundiéndose con aquel gran cuerpo aullante, cuyo grito comprendía cada vez mejor, porque en parte era también el suyo. Sí, todos habían sufrido juntos, tanto en la carne como en el alma, de una ociosidad difícil, de un exilio sin remedio y de una sed jamás satisfecha. Entre los amontonamientos de cadáveres, los timbres de las ambulancias, las advertencias de eso que se ha dado en llamar destino, el pataleo inútil y obstinado del miedo y la rebeldía del corazón, un profundo rumor había recorrido a esos seres consternados, manteniéndolos alerta, persuadiéndolos de que tenían que encontrar su verdadera patria. Para todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde querían volver, apartándose con asco de todo lo demás.
En cuanto al sentido que pudiera tener este auxilio y este deseo de reunión, Rieux no sabía nada. Empujado o interpelado por unos y otros, fue llegando poco a poco a otras calles menos abarrotadas y pensó que no es lo más importante que esas cosas tengan o no tengan un sentido, sino saber qué es lo que se ha respondido a la esperanza de los hombres.
Rieux sabía bien lo que se había respondido y lo percibía mejor en las primeras calles de los arrabales casi desiertos. Aquellos que ateniéndose a lo que era no habían querido más que volver a la morada de su amor, habían sido a veces recompensados. Es cierto que algunos de ellos seguían vagando por la ciudad solitaria privados del ser que esperaban.
Dichosos aquellos que no habían sido doblemente separados como algunos que antes de la epidemia no habían podido construir, con el primer intento, su amor y que habían perseguido ciegamente durante años el difícil acorde que logra incrustar uno en otro de los amantes enemigos. Ésos, como el mismo Rieux, habían cometido la ligereza de creer que les sobraría tiempo: ésos estaban separados para siempre. Pero otros, como Rambert, a quien el doctor había dicho por la mañana al separarse de él: "Valor, ahora es cuando hay que tener razón", esos otros habían recobrado sin titubear al ausente que creyeron perdido. Ésos, al menos por algún tiempo, serían felices. Sabían, ahora, que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana.
Para todos aquellos, por el contrario, que se habían dirigido pasando por encima del hombre hacia algo que ni siquiera imaginaban, no había habido respuesta. Tarrou parecía haber alcanzado esa paz difícil de que hablaba, pero sólo la había encontrado en la muerte, cuando ya no podía servirle de nada. Si otros, a los que Rieux veía en los umbrales de sus casas, al caer la luz, enlazados con todas sus fuerzas y mirándose con arrebato, habían obtenido lo que querían, es porque habían pedido lo único que dependía de ellos. Y Rieux al doblar la esquina de la calle de Grand y Cottard pensaba que era justo que, al menos de cuando en cuando, la dicha llegara a recompensar a los que les basta el hombre y su pobre y terrible amor.
Esta crónica toca a su fin. Es ya tiempo de que el doctor Bernard Rieux confiese que es su autor. Pero antes de señalar los últimos acontecimientos querría justificar su intervención y hacer comprender por qué ha tenido empeño en adoptar el tono de un testigo objetivo. Durante todo el tiempo de la peste, su profesión le ha puesto en el trance de frecuentar a la mayor parte de sus conciudadanos y de recoger las manifestaciones de sus sentimientos. Estaba, pues, bien situado para relatar lo que había visto u oído, pero ha querido hacerlo con la discreción necesaria. En general, se ha esforzado en no relatar más que lo que ha visto, en no dar a sus compañeros de peste pensamientos que no estaban obligados a formular, y en utilizar únicamente los textos que el azar o la desgracia pusieron en sus manos.
Habiendo sido una vez llevado a declarar en un crimen, guardó una cierta reserva, como conviene a un testigo de buena voluntad. Pero al mismo tiempo, según la ley de un corazón honrado, tomó deliberadamente el partido de la víctima y procuró reunir a los hombres, sus conciudadanos, en torno a las únicas certidumbres que pueden tener en común y que son el amor, el sufrimiento y el exilio. Así, no ha habido una sola entre las mil angustias de sus conciudadanos que no haya compartido, no ha habido una situación que no haya sido la suya.
Para ser un testigo fiel tenía que relatar los hechos, los documentos y los humores. Pero lo que él, personalmente, tenía que decir, su espera y todas sus pruebas, eso tenía que callarlo. Si se sirvió de ella fue solamente por comprender o hacer comprender a sus conciudadanos, y por dar una forma lo más precisa a lo que sentía confusamente. A decir verdad, este esfuerzo de la razón no le costó nada. Cuando se sentía tentado de mezclar directamente sus confidencias a las mil voces de los apestados, se detenía ante la idea de que no había uno solo de sus sufrimientos que no fuera al mismo tiempo el de los otros, y que en un mundo en que el dolor es tan frecuentemente solitario esto es una ventaja. Decididamente tenía que hablar por todos.
Pero hay uno entre todos, por el cual el doctor Rieux no podía hablar y del cual Tarrou había dicho un día: "Su único crimen verdadero es haber aprobado en su corazón lo que hace morir a los niños y a los hombres. En lo demás lo comprendo, pero en eso tengo que perdonarlo." Es justo que esta crónica se termine con él, que tenía un corazón ignorante, es decir, solitario.
Cuando salió de las grandes calles ruidosas, al doblar por la de Grand y Cottard, el doctor Rieux fue detenido por un grupo de agentes, que no se esperaba. El rumor lejano de la fiesta hacía que el barrio pareciese silencioso y él lo había imaginado tan desierto como mudo. Sacó su carnet.
—Imposible, doctor —dijo el policía—. Hay un loco que está tirando sobre la gente. Pero quédese ahí que puede usted ser útil.
En ese momento Rieux vio venir a Grand, que tampoco sabía lo que ocurría. Le habían impedido pasar diciéndole que los tiros salían de su casa. Se veía desde lejos la fachada, dorada por la luz última de un sol frío. Alrededor de ella se recortaba un gran espacio vacío que llegaba hasta la acera de enfrente. En medio de la calzada se podía distinguir un sombrero y un trapo sucio. Rieux y Grand vieron muy lejos, al otro lado de la calle, un cordón de guardias paralelo al que les impedía avanzar y detrás de él pasaban y repasaban los vecinos del barrio rápidamente. Después de mirar bien, descubrieron también que, parapetados en los huecos de las casas de enfrente, había agentes revólver en mano. Todas las persianas de la casa de Grand estaban cerradas: sólo en el segundo, una de ellas parecía medio desprendida. El silencio era completo; en la calle se oían solamente jirones de música que llegaban del centro de la ciudad.
De pronto, de uno de los inmuebles de enfrente de la casa, partieron dos tiros de revólver que hicieron saltar astillas de la persiana desencuadernada. Después se volvió a hacer el silencio. Desde lejos y después del tumulto de aquel día, a Rieux le pareció todo aquello un poco irreal.
—Es la ventana de Cottard —dijo de pronto Grand, todo agitado—. Pero Cottard hace ya días que ha desaparecido.
—¿Por qué tiran? —preguntó Rieux al agente.
—Están entreteniéndole. Van a traer un camión con el material necesario, porque él tira a todos los que intentan entrar por la puerta de la casa. Hay ya un agente herido.
—Pero él, ¿por qué tira?
—No se sabe. Los agentes estaban en la calle divirtiéndose. Al primer tiro no comprendieron. Al segundo, hubo gritos, un herido, y la huida de todo el mundo. ¡Un loco!
En el silencio que había vuelto a hacerse los minutos se arrastraban lentamente. Por el otro lado de la calle apareció de pronto un perro, el primero que Rieux veía desde hacía mucho tiempo, un podenco muy sucio que sus dueños debían haber tenido escondido hasta entonces y que venía trotando junto a la pared. Cuando llegó a la puerta titubeó un poco, se sentó sobre sus patas traseras y se volvió a morderse las pulgas. Los agentes empezaron a silbarle, el perro levantó la cabeza y se decidió a cruzar la calle para ir a oler el sombrero. En el mismo momento un tiro partió del piso segundo y el perro se dio vuelta como un panqueque, agitando violentamente las patas, hasta dejarse caer al fin, de lado, sacudido por largos estremecimientos. En respuesta, cinco o seis detonaciones partidas de los huecos de enfrente astillaron nuevamente la persiana. Volvió a hacerse el silencio. El sol había dado un poco de vuelta y la sombra iba aproximándose a la ventana de Cottard. En la calle, detrás del doctor, se oyó frenar un coche.