Read La pequeña Dorrit Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (37 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—¿De qué disgustos me habla, Chivery? —preguntó el bondadoso Padre.

—Da lo mismo —contestó el señor Chivery—, no se preocupe. ¿Va a salir el señor Dorrit?

—Sí, Chivery, mi hermano se va a casa a acostarse. Está cansado y no se encuentra muy bien. Cuídate, Frederick, cuídate. Buenas noches, querido Frederick.

Tras estrechar la mano a su hermano y después de alzar levemente el sombrero grasiento para saludar a la concurrencia de la portería, Frederick salió lentamente, arrastrando los pies, por la puerta que el señor Chivery le había abierto. El Padre de Marshalsea, con la amable solicitud de un ser superior, veló para que no sufriera ningún daño.

—Chivery, tenga la amabilidad de mantener la puerta abierta un momento para que lo vea recorrer el pasillo y bajar las escaleras. ¡Cuidado, Frederick! (Está muy delicado). ¡Atención a los escalones! (Es tan despistado). Cuidado al cruzar (No me gusta nada que se vaya solo, es muy fácil que lo tiren al suelo).

Con estas palabras y con una expresión en el rostro que revelaba muchas dudas y una vigilancia inquieta, dirigió su atención al grupo reunido en la portería; era tan manifiesta la idea de que su hermano era digno de conmiseración por no encontrarse bajo llave que todos los internos ahí presentes manifestaron el mismo parecer.

Sin embargo, él recibió los comentarios con reservas; al contrario, dijo, no, caballeros: no debían malinterpretar la situación. Su hermano Frederick estaba destrozado, sin duda, y tal vez habría sido más cómodo para él (el Padre de Marshalsea) saber que se encontraba a salvo entre aquellos muros. Sin embargo, debía recordarles que para sobrevivir allí muchos años era necesaria cierta combinación de cualidades morales —no decía él que fueran grandes cualidades, pero cualidades al fin—. ¿Poseía su hermano Frederick esa peculiar combinación de cualidades? Caballeros: su hermano era un hombre excelente, un hombre tierno, amable y digno de estima, sencillo como un niño; pero, siendo tan poco apto para tantos lugares, ¿lo sería para aquél? No, claro que no. Y añadió:

—Dios no quiera que Frederick tenga que encontrarse aquí de otro modo que como está ahora, voluntariamente. Caballeros, quien venga a este Internado para mucho tiempo deberá poseer suficiente fortaleza de carácter para superar muchas cosas y sobreponerse a muchas otras.

¿Su querido hermano Frederick era un hombre así? No. Ya veían cómo estaba, aplastado. La desgracia lo había aplastado. No era capaz de recuperarse, no tenía la elasticidad necesaria para permanecer mucho tiempo en aquel lugar y conservar el respeto por sí mismo y la conciencia de ser un caballero. Frederick no poseía (si podía decirlo de ese modo) la fortaleza para ver en cada delicada atención y testimonio que él recibía en esas circunstancias la bondad de la naturaleza humana, el bello espíritu que animaba a los internos como comunidad y, al mismo tiempo, no sentirse degradado ni disminuido en su condición de caballero. Y el Padre de Marshalsea se despidió de aquellos caballeros deseando que Dios los bendijera.

Con este edificante sermón obsequió a los presentes en la portería antes de regresar a las sombras cetrinas del patio y de pasar, digno y astroso, por delante del interno vestido con batín porque no tenía abrigo, del interno con chanclas que no tenía zapatos y del recio interno comerciante de ultramarinos con pantalones cortos de pana que no tenía preocupaciones, así como del flaco escribiente, vestido de negro y sin botones, que no tenía esperanzas. Luego subió la desastrada escalera y llegó a su desastrada habitación.

Allí encontró la mesa puesta para la cena y el viejo batín gris preparado en el respaldo de la silla, junto al fuego. Su hija se guardó en el bolsillo el librito de oraciones —¡había estado rezando para que Dios se apiadara de todos los presos y cautivos!— y se puso de pie para darle la bienvenida.

Mientras cogía el abrigo de su padre y le daba el gorro de terciopelo negro, le preguntó si el tío se había marchado ya. Sí, el tío se había ido a casa. Luego quiso saber si su padre había disfrutado del paseo. Vaya, pues no mucho, Amy, no mucho. ¿No se encontraba bien?

Mientras ella, a su lado, se inclinaba sobre la silla con gesto amoroso, el padre miraba el fuego, abatido. Se apoderó de él una sensación de incomodidad cercana al pudor y empezó a hablar de un modo algo inconexo y avergonzado.

—Algo raro, ejem, le pasa a Chivery. Esta noche, ejem, no estaba tan atento y respetuoso como otras veces. Es algo poco importante, ejem, pero me inquieta, cariño. Es imposible olvidar —dijo sin dejar de frotarse las manos y mirarlas atentamente— que en la vida que llevo, ejem, por desgracia dependo de hombres como él para todo, día y noche.

La pequeña Dorrit le había pasado un brazo por encima del hombro, pero no le miraba la cara mientras hablaba. Con la cabeza ladeada, miraba hacia otro sitio.

—Ejem, no se me ocurre, Amy, qué es lo que puede haber ofendido a Chivery, ejem. Por lo general es tan atento y respetuoso. Y hoy ha estado bastante seco conmigo. ¡Y delante de otras personas! No sé por qué será. Si perdiera el apoyo y el reconocimiento de Chivery y de los demás funcionarios me moriría de hambre.

Mientras hablaba, abría y cerraba las manos como si fueran válvulas; tan consciente de su vergüenza que se encogía ante lo que ésta significaba.

—No puedo imaginarme, ejem, a qué se debe. De veras no puedo imaginármelo. Hubo aquí un tal Jackson, un portero llamado Jackson (no creo que lo recuerdes, querida, eras muy pequeña), y, ejem, tenía un… hermano y este… hermano menor cortejaba… bueno, quizá no llegaba a cortejar, pero mostraba su admiración… con mucho respeto… en este caso no era la hija sino la hermana… de uno de nosotros; un interno muy distinguido, podría decir que muy distinguido. Era el capitán Martin: y en una ocasión me consultó sobre si era necesario que su hija… su hermana… corriera el riesgo de ofender al hermano del portero siendo demasiado… ejem… demasiado franca con él. El capitán Martin era un caballero y un hombre de honor y quise conocer su opinión antes de darle la mía. El capitán Martin (un hombre muy respetado en el ejército) me dijo algo dubitativo que le parecía que su… ejem… su hermana no tenía ninguna necesidad de darse por enterada de las intenciones del joven y que bien podría darle esperanzas (ahora no sé si la expresión exacta del capitán Martin fue «darle esperanzas»: creo que dijo «tolerarlo») por el bien de su padre… quiero decir, de su hermano. No sé por qué me he acordado de esta historia, supongo que porque no se me ocurre qué le podría pasar a Chivery, pero no veo qué relación puede haber entre los dos casos.

Su voz se fue apagando, como si su hija, incapaz de soportar el dolor que le causaba oírlo, le hubiera acercado la mano lentamente a los labios. Durante unos instantes guardaron silencio, sin moverse; el anciano seguía encogido en la silla y su hija abrazándolo y recostando la cabeza sobre su hombro.

La cena del anciano se calentaba en una sartén en el fuego y, cuando la hija se movió, sólo fue para colocarla en la mesa. El padre se sentó en su sitio de costumbre, la hija en el suyo, y él empezó a cenar. No se miraban el uno al otro. El anciano empezó poco a poco: primero dejó el cuchillo y el tenedor haciendo ruido, luego cogió los diversos objetos de la mesa con un gesto brusco, mordió el pan como si éste lo hubiera ofendido y con gestos similares fue demostrando su irritación. Por último, apartó el plato y con la más extraña falta de lógica, dijo:

—¿Y qué más da si como o me muero de hambre? ¿Qué más da si una vida arruinada como la mía se termina ahora, la semana que viene o el año que viene? ¿De qué le sirvo a nadie? Un pobre preso, alimentado con limosnas y restos; un desecho miserable y sin honra.

—¡Padre, padre!

Mientras su padre se incorporaba, Amy se arrodilló ante él y le tendió las manos.

—Amy —prosiguió con voz ahogada, temblando violentamente y mirándola con una expresión tan desquiciada como si se hubiera vuelto loco—. Te aseguro que, si pudieras verme como me veía tu madre, no creerías que soy la misma persona que has conocido sólo a través de los barrotes de esta jaula. Era joven, educado, guapo, económicamente independiente ¡claro que lo era, hija mía! Y la gente buscaba mi compañía y me envidiaba. ¡Me envidiaba!

—¡Querido padre! —la hija intentó bajar la mano temblorosa que gesticulaba en el aire, pero él se resistió y la apartó.

—Si tuviera un solo retrato de esa época, por malo que fuera, estarías orgullosa, estarías orgullosa. Pero no tengo ninguno. ¡Que sirva yo de ejemplo! —exclamó, mirando a su alrededor—. Que ningún hombre deje de conservar esa pequeña muestra de los tiempos en que era próspero y respetado. Que sus hijos tengan un indicio de lo que fue. A menos que mi rostro, cuando muera, recupere la expresión que antes tenía (dicen que esas cosas suceden, pero no lo sé), mis hijos nunca me habrán visto como fui.

—¡Padre, padre!

—¡Despreciadme, despreciadme! No me miréis, no me escuchéis, detenedme, avergonzaos de mí, llorad por mí… ¡incluso tú, Amy! ¡Tú también! Avergonzaos. Me he endurecido, he caído tan bajo que ni siquiera lo sufriré mucho tiempo.

—¡Padre, querido padre!

Amy se había abrazado a él y consiguió que se sentara de nuevo, le cogió el brazo alzado e intentó que le rodeara el cuello con él.

—Deje el brazo aquí, padre. Míreme, padre; deme un beso, padre. Piense en mí por un momentito.

Sin embargo, él siguió en el mismo tono enloquecido hasta que sus palabras fueron convirtiéndose en un penoso gemido.

—Y, sin embargo, aquí me respetan un poco. He conseguido resistirme, no me pisotean. Sal y pregunta quién es la persona más importante y te contestarán que tu padre. Ve y pregunta de quién no se burlan jamás y a quién tratan siempre con delicadeza. Te dirán que a tu padre. Ve y pregunta qué funeral será el más comentado (porque se celebrará aquí, no podría ser en otro sitio), tal vez incluso el que inspire más tristeza, de todos los celebrados en este lugar. Te dirán que el de tu padre. Así pues, ¡Amy, Amy! ¿Tan universalmente despreciado es tu padre? ¿Nada va a redimirlo? ¿No recordarás nada más de él que su ruina y decadencia? ¿No sentirás afecto por él cuando esa pobre piltrafa humana se haya ido?

Rompió a llorar, lleno de conmiseración por sí mismo, y finalmente aceptó que Amy lo abrazara, se ocupara de él, atrajera la cabeza gris hacia su pecho y aliviara su desdicha. Después cambió el objeto de sus lamentaciones y, sujetándola con las manos, exclamó: Oh, Amy, su pobre niña, huérfana de madre y desamparada, ¡cuántos días la había visto cuidarlo con atención y esmero! Después volvió a hablar de sí mismo y, con voz débil, le dijo cuánto más lo habría ella querido si lo hubiera conocido como era antes, cómo la habría casado con un caballero que habría estado orgulloso de ella, en su condición de hija de su padre, y cómo (el anciano volvió a echarse a llorar con estas palabras) habría cabalgado junto a él en su propio caballo y cómo la plebe (término con el cual se refería a quienes le habían dado los doce chelines que tenía en aquel momento en el bolsillo) le habría mostrado respeto en las carreteras polvorientas.

De este modo, ahora presumiendo, ahora desesperando y siempre cautivo de la miseria de la cárcel, impregnado hasta lo más hondo de la mancha de su confinamiento, exhibió su decadencia ante su afectuosa hija. Nadie lo había visto nunca tan humillado. Los demás internos, que en aquel momento se reían en sus habitaciones de las palabras que les había dirigido en la portería, poco imaginaban la triste imagen que componía en la galería de Marshalsea aquel domingo por la noche.

Tal vez en la Antigüedad clásica hubo alguna hija que cuidara de su padre preso igual que su madre la había cuidado a ella. La pequeña de los Dorrit, aunque no pertenecía al género de los héroes clásicos, ya que era una inglesa contemporánea, se esforzó en consolar el destrozado corazón del suyo atrayéndolo hacia su pecho, fuente de amor y fidelidad que nunca se agotó ni dejó de manar en aquellos años de hambre.

Lo consoló, le suplicó que la perdonara si había faltado o le había parecido que faltaba a sus obligaciones; le aseguró que, como bien sabía Dios, no podría honrar más a su padre si fuera el favorito de la Fortuna y el mundo entero lo tratara con respeto. Cuando se secaron las lágrimas del anciano y éste, débil y agotado, dejó de sollozar y de sentirse avergonzado por tal motivo, y volvió a su ser, ella le calentó de nuevo los restos de la cena y, sentada a su lado, gozó viéndolo comer y beber. Tocado con el gorro negro de terciopelo y un viejo batín gris, volvía a tener un aspecto magnánimo y se habría comportado con cualquier interno que hubiera entrado en aquel momento a pedirle consejo como un gran lord Chesterfield
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moral o un maestro de las ceremonias éticas de Marshalsea.

Para distraerlo un poco con otra cosa, Amy se puso a hablar de su guardarropa; respecto al cual el anciano dijo que sí, que aquellas camisas que le proponía serían muy aceptables porque las que tenía estaban muy gastadas y, como eran de confección, nunca le habían sentado bien. Con deseos de conversar y en un estado de ánimo razonable, llamó la atención de su hija sobre el abrigo que colgaba detrás de la puerta, indicando que el Padre de Marshalsea daría un mal ejemplo a sus hijos, que mostraban ya cierta tendencia al descuido, si anduviera por ahí con los codos agujereados. Hizo también una broma a propósito del remiendo en los tacones que necesitaban sus zapatos; pero se puso más serio a la hora de hablar de la corbata y le dio autorización para que, cuando pudiera, le comprara una nueva.

Mientras fumaba su cigarro apaciblemente, Amy le hizo la cama y arregló la pequeña habitación para que descansara. Fatigado por lo avanzado de la hora y por las emociones, se levantó para bendecirla y desearle buenas noches. Llegados a este punto, ni le había pasado por la cabeza que ella necesitara vestido, zapatos o cualquier otra cosa. Nadie en el mundo, con excepción de la misma Amy, podría haber sido tan indiferente a sus necesidades.

La besó varias veces diciéndole:

—Dios te bendiga, querida mía. Buenas noches, niña querida.

Pero el tierno corazón de Amy se había sentido tan profundamente conmovido por lo que había visto que no deseaba dejarlo solo, temiendo que volviera a lamentarse y a desesperarse.

—Querido padre, no estoy cansada; permítame que vuelva dentro de un rato, cuando esté usted en la cama, y me siente a su lado.

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