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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (36 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Su voz trémula y su sincera seriedad frenaron a la pequeña Dorrit.

—¡Oh, no sé qué hacer! —gimió—. ¡No sé qué hacer!

Para el joven John, que nunca la había visto perder su callado dominio de sí misma, que desde la infancia la había visto obrar con mesura y discreción, esa angustia lo dejó estupefacto; y, como tuvo que considerar la causa, la estupefacción fue tal que se le cayó el sombrero. Sintió la necesidad de explicarse. Tal vez se tratara de un malentendido: quizá había dicho algo o hecho algo sin darse cuenta. Le suplicó que le permitiera explicarse, asegurándole que era el mayor favor que podía hacerle.

—Señorita Amy, sé perfectamente que su familia ocupa una posición muy superior a la mía. Sería inútil negarlo. Que yo sepa, entre los Chivery nunca ha habido un caballero, y no voy a cometer la tropelía de faltar la verdad en una cuestión tan trascendental. Señorita Amy, sé perfectamente que su noble hermano y su enérgica hermana me miran por encima del hombro. Lo que debo hacer es respetarlos, esperar que acepten mi amistad y admirar su rango eminente desde mi lugar inferior (ya que, tanto si mi sitio se halla en el estanco o en las puertas de la cárcel, sé que ocupo una posición humilde), y desearles bienestar y felicidad.

Lo cierto es que había en el pobre muchacho una autenticidad y un contraste entre la rigidez de su sombrero y la delicadeza de su corazón (y quizá también de sus pensamientos) que resultaba conmovedor. La pequeña Dorrit le pidió que no se despreciara a sí mismo ni menospreciara su posición y que, sobre todo, se quitara de la cabeza la idea de que ella era superior a él. Eso procuró cierto consuelo al joven.

—Señorita Amy —añadió entonces entre titubeos—, llevo muchísimo tiempo… tengo la impresión de que toda una eternidad… deseando decirle una cosa. ¿Puedo decírsela?

Ella se apartó otra vez, sin querer, con una sombra levísima del semblante anterior; consiguió controlar el gesto y cruzó la segunda mitad del puente a gran velocidad, sin responder.

—Señorita Amy, se lo pido con toda humildad… ¿puedo decírselo? Ya he tenido la mala suerte de apenarla sin pretenderlo, ¡lo juro! Así que no tema, no hablaré a menos que me dé permiso. Puedo estar triste solo, puedo sufrir solo; ¿por qué iba a llevar más tristeza y sufrimiento a la persona por la que me tiraría por ese pretil, si eso le procurara un instante de felicidad? Tampoco es que esa acción valga mucho: lo haría por dos peniques.

Su ánimo abatido y su apariencia vistosa podrían haberle dado un aspecto ridículo, pero su delicadeza le confería dignidad. Esa dignidad inspiró a la pequeña Dorrit lo que debía responder.

—John Chivery, se lo ruego —dijo temblando, pero con calma—, dado que tiene usted la consideración de preguntarme si debe seguir hablando… le ruego que no lo haga.

—¿Nunca, señorita Amy?

—Nunca, se lo ruego.

—¡Dios mío! —exclamó el joven John.

—Pero permítame decirle algo. Quiero decírselo con toda seriedad, con la mayor sencillez y claridad posibles. Cuando piense en nosotros, es decir, en mis hermanos y en mí, no nos considere distintos a los demás; fuéramos lo que fuéramos en el pasado (cosa que yo desconozco), dejamos de serlo hace mucho tiempo, y jamás lo volveremos a ser. Les convendrá mucho más, a usted y a otros, obrar como le indico, y no como actúan ahora.

El joven replicó compungido que intentaría recordarlo y que le alegraría mucho hacer cualquier cosa que ella le pidiera.

—Por mi parte —continuó la pequeña Dorrit—, piense en mí lo menos posible; cuanto menos, mejor. Cuando se acuerde de mí, John, véame simplemente como aquella niña a la que vio crecer en la cárcel, siempre ocupada con sus obligaciones; véame como una muchacha débil, tímida, desprotegida y que se conforma con lo que tiene. Quiero que recuerde especialmente que, cuando salgo por esa la puerta para ir al exterior, estoy desprotegida y sola.

Él intentaría todo lo que ella quisiera. Pero ¿por qué ponía tanto empeño en que recordara eso?

—Porque sé que usted no olvidará este día —respondió la muchacha—, y que no volverá a hablarme de él. Es tan generoso que sé que puedo confiar en usted; confío, y siempre será así. Le voy a demostrar ahora mismo hasta dónde alcanza mi confianza en usted. Este lugar en el que estamos es el que más me gusta en el mundo —prosiguió; su leve rubor se había desvanecido, pero al pretendiente le pareció que reaparecía en ese momento—, y es probable que venga aquí muchas veces. Sé que me basta con pedírselo para estar segura de que no volverá a buscarme aquí. ¡Y estoy muy segura!

El joven le confirmó que podía darlo por hecho. Se sentía profundamente desgraciado, pero las palabras de ella eran más que órdenes para él.

—Adiós, John —dijo la pequeña Dorrit—. Espero que algún día encuentre una buena mujer y que sea feliz. Estoy convencida de que merece serlo y de que lo será.

Acto seguido le tendió la mano, y el corazón que se cubría con el chaleco decorado con espigas (de muy pobre manufactura, todo sea dicho) se hinchó hasta adquirir el tamaño del de un caballero; como el pobre hombre común que lo albergaba no disponía de espacio suficiente para él, se echó a llorar.

—Oh, no llore —dijo la pequeña Dorrit con compasión—. ¡No llore! Adiós, John. ¡Que Dios lo bendiga!

—¡Adiós, señorita Amy!

Y se alejó de ella, pero no sin fijarse en que se sentaba en la esquina de un banco y no sólo apoyaba la manita en el tosco muro, sino también la cara, como si le pesara la cabeza y la embargaran pensamientos tristes.

Era un ejemplo conmovedor del fracaso de los proyectos humanos ver al pretendiente, con el sombrero enorme calado hasta los ojos, el cuello de terciopelo subido como si lloviera, la chaqueta de color ciruela abotonada para tapar el chaleco de seda adornado con espigas doradas, y el pequeño poste que señalaba inexorablemente el camino al hogar, avanzando sigilosamente por los peores callejones y redactando mientras caminaba una nueva inscripción para una lápida del cementerio de Saint George. Esta inscripción decía lo siguiente: «Aquí reposan los restos mortales de JOHN CHIVERY, que nunca hizo nada digno de mención y que murió a finales del año 1826 porque le rompieron el corazón; antes de exhalar el último suspiro pidió que grabaran la palabra AMY encima de sus cenizas, deseo que cumplieron fielmente sus afligidos padres».

Capítulo XIX

Las relaciones sociales del Padre de Marshalsea

Los hermanos William y Frederick Dorrit, cuando paseaban arriba y abajo por el patio del Internado —por supuesto, por el aristocrático lado de la bomba de agua, pues el Padre ponía mucho empeño en no mezclarse con sus hijos en la zona pobre, excepto los domingos por la mañana, en Navidades y en otras fechas señaladas, principio que respetaba puntualmente; en esas ocasiones, ponía la mano en la cabeza de sus ahijados y bendecía a esos jóvenes insolventes con una benignidad muy edificante—, constituían una estampa memorable. Frederick, el hermano libre, estaba tan humillado, abatido, agotado y deslucido, y William, el preso, era tan distinguido, condescendiente y benévolamente consciente de su posición que, sólo por eso, si no por más motivos, los hermanos eran un espectáculo digno de verse.

Paseaban por el patio la misma tarde en que la pequeña Dorrit se había encontrado con su enamorado en el Puente de Hierro. Las tareas oficiales habían terminado ya aquel día, el Salón había estado muy concurrido, habían tenido lugar varias presentaciones nuevas, los tres chelines y seis peniques depositados en la mesa, como por casualidad, habían llegado a convertirse, también como por casualidad, en doce chelines, y el Padre de Marshalsea descansaba ahora dando unas caladas a un cigarro. Mientras paseaba arriba y abajo, ajustando el ritmo afectuosamente al paso renqueante de su hermano, más considerado con esa pobre criatura que orgulloso de su superioridad, compartiendo la carga de sus males y exhalando tolerancia con cada bocanada que, tras salir de sus labios, intentaba pasar por encima de la tapia coronada con pinchos afilados, componía una estampa digna de verse.

Su hermano Frederick, el de los ojos turbios, manos torpes, silueta encorvada y cabeza obtusa, arrastraba los pies, sumiso, a su lado, aceptando su autoridad como aceptaba cualquier otro incidente del mundo laberíntico en que se había perdido. Llevaba en la mano el habitual papelito marrón retorcido del que, una y otra vez, sacaba un pellizquito de rapé. Tras aspirarlo tembloroso, contemplaba a su hermano no sin admiración, unía las manos a la espalda y seguía caminando, arrastrando los pies, a su lado, hasta que volvía a tomar otro pellizco de rapé o se detenía para mirar a su alrededor… tal vez echando de menos, de repente, el clarinete. Los visitantes del Internado iban desapareciendo a medida que las sombras de la noche avanzaban, pero el patio seguía bastante lleno, ya que los internos habían salido de sus habitaciones para acompañar a sus amigos hasta la portería. Mientras los dos hermanos recorrían el patio, William, el preso, miraba a un lado y a otro, dispuesto a recibir y devolver los saludos alzando elegantemente el sombrero y, con aire amabilísimo, a impedir que Frederick, el libre, tropezara con la gente o lo empujaran contra la tapia. Como institución, los internos no eran fácilmente impresionables, pero incluso ellos, en diversos grados, parecían considerar que los dos hermanos ofrecían una imagen digna de verse.

—Te veo un poco alicaído esta tarde, Frederick —dijo el Padre de Marshalsea—. ¿Pasa algo?

—¿Si pasa algo? —abrió un instante los ojos y luego agachó de nuevo la cabeza—. No, William, no. No pasa nada.

—Si pudiera convencerte de que te arreglaras un poco, Frederick…

—¡Sí, sí! —se apresuró a contestar el anciano—. Pero no me convencerás, no me convencerás. No me hables así. Todo ha terminado.

El Padre de Marshalsea miró de soslayo a un miembro del Internado que pasaba a su lado, una de sus amistades, como si dijera: «Es un anciano debilitado; pero es mi hermano, caballero, mi hermano ¡y la voz de la sangre es poderosa!», mientras lo apartaba de la palanca de la bomba de agua tirándole de la manga raída. Habría estado perfecto en el papel de guía fraternal, filósofo y amigo, si, en realidad, hubiera apartado a su hermano de la ruina en lugar de haberlo arrastrado a ella.

—William —dijo el objeto de sus afectuosos desvelos—, me parece que estoy cansado y quiero irme a casa a la cama.

—Querido Frederick —contestó el otro—, no te retengo, no sacrifiques tus deseos por mí.

—Imagino que la edad, estas horas avanzadas y las atmósferas cargadas acaban con mis fuerzas.

—Querido Frederick —contestó el Padre de Marshalsea—, ¿crees que te cuidas lo suficiente? ¿Te parece que tus costumbres son tan precisas y metódicas como… las mías, por ejemplo? Por no volver a la pequeña excentricidad de la que te he hablado hace un momento. Me gustaría saber si respiras aire puro y haces suficiente ejercicio, Frederick. Aquí tienes este paseo, siempre a tu disposición, ¿por qué no vienes más regularmente?

—Ah —dijo el hermano con un suspiro—: sí, sí, sí, sí.

—De nada sirve que digas que sí, sí, querido Frederick, a menos que actúes en consecuencia —insistió el Padre de Marshalsea con afable sabiduría—: mírame a mí, Frederick. En cierto modo, soy un ejemplo. La necesidad y los años me han enseñado lo que tengo que hacer. A determinadas horas del día, me encontrarás en el paseo, en mi habitación o en la portería, leyendo el periódico, recibiendo visitas, comiendo y bebiendo. Por ejemplo, durante estos años, he inculcado a Amy que debo comer puntualmente. Amy ha crecido conociendo la importancia de estas medidas y ya sabes lo buena chica que es.

El hermano se limitó a suspirar de nuevo mientras avanzaba trabajosamente, perdido en sus ensoñaciones.

—Ah, sí, sí, sí.

—Querido hermano —dijo el Padre de Marshalsea, poniéndole la mano en el hombro y azuzándolo con tibieza; con tibieza, precisamente, debido a su debilidad, pobrecillo—: eso ya lo has dicho antes y no expresa gran cosa, aunque signifique mucho. Me gustaría animarte, mi querido Frederick; necesitas un poco de ánimo.

—Sí, William, sí. Sin duda —contestó Frederick, alzando sus ojos débiles—. Pero es que yo no soy como tú.

Encogiéndose de hombros con un gesto de modestia, el Padre de Marshalsea contestó:

—Oh, querido Frederick, podrías ser como yo. ¡Si quisieras, podrías! —Y, con la magnanimidad propia de su fortaleza, no presionó más al hermano caído.

Como era frecuente los domingos al atardecer, los rincones se llenaban de despedidas; y aquí y allá, en la oscuridad, alguna pobre mujer, esposa o madre, lloraba con algún nuevo miembro del Internado. Había pasado ya el tiempo en que también el Padre lloraba en las sombras de aquel patio, igual que había llorado su pobre esposa. Pero eso había sido muchos años antes y ahora era como el pasajero embarcado en un largo viaje que, tras recuperarse del mareo, se impacienta con la debilidad de los que han subido a bordo en el último puerto. Se sentía inclinado a reprobar esa actitud y a expresar su opinión de que las personas incapaces de contener las lágrimas poco tenían que hacer allí. Con gestos, si no con palabras, siempre daba muestras de oposición a semejantes interrupciones de la armonía general; y la oposición se entendía tan bien que quienes infringían la norma acostumbraban a retirarse si advertían su presencia.

Aquel domingo por la tarde acompañó a su hermano a la puerta con actitud de resistencia y compasión, pues se sentía generoso y bien dispuesto a tolerar las lágrimas. Varios internos se reconfortaban junto a la brillante luz de gas de la portería; algunos se despedían de los visitantes y otros, que no habían recibido visita, contemplaban el giro frecuente de la llave y conversaban entre sí o con el señor Chivery. Como es natural, la entrada del Padre no pasó inadvertida; y el señor Chivery, llevándose la llave al sombrero (aunque con un gesto muy parco), le preguntó si se encontraba razonablemente bien.

—Gracias, Chivery, bastante bien, ¿y usted?

El señor Chivery contestó con un leve gruñido que no estaba mal, tal como acostumbraba a responder cuando le preguntaban por su salud y estaba de un ánimo un poco sombrío.

—Chivery, hoy he recibido visita de John hijo. Y le aseguro que iba muy elegante.

Eso había oído decir el señor Chivery, aunque debía confesar que preferiría que su hijo no gastara tanto dinero en arreglarse. ¿De qué servía? A cambio sólo obtenía disgustos, y los disgustos bien podía encontrarlos en cualquier sitio y, además, gratis.

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