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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (33 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Mientras estaba entregado a ellas anunció que no iba a seguir jugando.

—Pero ¿en qué está usted pensando? —preguntó un asombrado señor Meagles, que era su compañero.

—Perdón, en nada —contestó Clennam.

—Pues la próxima vez hágame el favor de pensar en algo —le pidió su anfitrión.

Tesoro afirmó entre risas que el señor Clennam estaba pensando en la señorita Wade.

—¿Y por qué en ella, Tesoro? —quiso saber el padre.

—Eso, ¿por qué en ella? —repitió Arthur.

Tesoro se sonrojó un poco y regresó al piano.

Al despedirse para irse a la cama, a Arthur le pareció oír que Doyce le pedía al anfitrión media hora para hablar de una cuestión por la mañana, antes del desayuno. Éste accedió y Arthur se demoró, pues quería pedirle algo parecido.

—Señor Meagles —le preguntó—, ¿se acuerda de que me aconsejó usted que volviera inmediatamente a Londres?

—Perfectamente.

—¿Y de que me dio otro buen consejo que en ese momento yo necesitaba?

—No creo que fuera muy valioso —respondió el señor Meagles—, pero claro que recuerdo que tuvimos una conversación muy agradable e íntima.

—He seguido ese consejo y, después de haberme desligado de la profesión que me resultaba dolorosa por muchos motivos, quiero dedicarme a otra cosa con todos los medios de los que dispongo.

—¡Espléndido! Cuanto antes, mejor —lo animó el señor Meagles.

—Hoy, mientras venía, me he enterado de que su amigo el señor Doyce busca un socio: no un socio que conozca la mecánica de su oficio, sino la forma y los métodos de sacar el máximo provecho al negocio derivado de ese oficio.

—Eso es —le confirmó el señor Meagles con las manos en los bolsillos y con ese viejo gesto comercial que remitía a la balanza y la palita.

—El señor Doyce me ha comentado de pasada, en el curso de nuestra conversación, que iba a pedirle su valioso consejo para encontrar a ese socio. Si considera posible que nuestras ideas y nuestras oportunidades coincidan, le rogaría que le hiciera saber mi disponibilidad. Hablo, evidentemente, sin conocer los detalles, y cabe la posibilidad de que éstos no convengan a ninguna de las dos partes.

—Sin duda, sin duda —observó el señor Meagles con la cautela que podía asociarse a la balanza y la palita.

—Pero habrá que mirar los números y las cuentas…

—Eso es, eso es —repitió el señor Meagles con la solidez aritmética propia de la balanza y la palita.

—Y estaré más que dispuesto a participar si el señor Doyce da su consentimiento y a usted le parece bien. Por eso, si fuera usted tan amable de encargarse de la cuestión, le estaría enormemente agradecido.

—Clennam, acepto el encargo de mil amores —respondió el señor Meagles—. Y, sin adelantarme a ninguna de las evidentes objeciones que usted, como hombre de negocios, ya ha señalado, me permito afirmar que seguramente la empresa llegará a buen puerto. De una cosa puede estar completamente seguro: Daniel es un hombre sincero.

—Estaba tan convencido de ello que quería hablar con usted sin más dilación.

—Pero debe usted guiarlo, orientarlo, dirigirlo; tiene un carácter algo caprichoso —le previno, aunque era evidente que sólo quería indicarle que Daniel Doyce hacía cosas nuevas, que recorría caminos nuevos—, pero es de lo más honrado. ¡Buenas noches!

Clennam volvió a su habitación, se sentó delante del fuego y resolvió que se alegraba de haber decidido no enamorarse de Tesoro. Era tan guapa, tan afectuosa, estaba tan dispuesta a recibir cualquier impresión sincera que se ofreciera a su dulce carácter y a su inocente corazón, y a convertir al hombre que tuviera la suerte de transmitírsela en el más afortunado y envidiado del mundo, que se alegraba mucho de haber tomado esa decisión.

Sin embargo, como todo eso podía constituir un motivo para tomar la decisión contraria, volvió a considerarlo brevemente. Para justificarse, quizá.

«Imaginemos a un hombre —pensó— que ha alcanzado la mayoría de edad hace veinte años; que carece de confianza en sí mismo por las circunstancias vividas en su juventud; que es bastante serio por la forma en que se ha desarrollado su vida; que sabe que le faltan un sinfín de atractivas cualidades que admira en otros, por haber pasado demasiado tiempo en países lejanos; no tiene nada que mitigue la dureza de su entorno; ni hermanas cariñosas que presentarle; ni un hogar ameno en el que ella pueda darse a conocer; que es un forastero; que no dispone de una fortuna que compense en cierto modo esos defectos; que sólo cuenta con un amor sincero y una disposición general a obrar con rectitud… Imaginemos que ese hombre viniera a esta casa, quedara fascinado por esta muchacha encantadora y concluyera que podía aspirar a conquistarla… ¡Eso sería una gran debilidad!»

Abrió la ventana sin hacer ruido y contempló el río sereno. Año tras año, siempre se veía el curso errante del transbordador, esa velocidad en el fluir de la corriente, aquí los juncos, allá las azucenas, sin incertidumbre, sin desasosiego.

¿Por qué iba él a enfadarse, o su corazón a amargarse? Él no tenía esa debilidad que había imaginado. Nadie la tenía, nadie que él conociera, ¿por qué iba a perturbarlo? No obstante, lo perturbaba. Y pensó (quién no ha pensado alguna vez por un instante) que quizá sería mejor fluir monótonamente como el río y compensar la insensibilidad a la felicidad con la insensibilidad al dolor.

Capítulo XVII

Rival de nadie

Por la mañana, antes del desayuno, Arthur salió a dar una vuelta por los alrededores. Como hacía buen tiempo y disponía de una hora, cruzó el río en el transbordador y paseó por un sendero que atravesaba unos prados. Al regresar al camino de sirga vio que el transbordador estaba en la otra orilla, y que un caballero que esperaba para cruzar hacía una seña a la embarcación para que parara.

Parecía que el caballero apenas había cumplido los treinta. Iba bien vestido; tenía un aire alegre y vivaracho, el cuerpo fornido y la tez intensamente oscura. Mientras Arthur se aproximaba a la escalerilla, al pie de la ribera, el hombre que esperaba lo observó un instante y en seguida reanudó, perezosamente, la actividad de dar patadas a unas piedras y lanzarlas al agua. Había algo en su forma de moverlas con el talón y de colocarlas para tal efecto que a Clennam le transmitió un sentimiento de crueldad. Casi todos hemos tenido una impresión similar, con mayor o menor frecuencia, al ver a una persona entregada a alguna acción minúscula: arrancar una flor, apartar un obstáculo o incluso destruir un objeto inanimado.

El rostro del caballero denotaba su ensimismamiento: no prestaba atención a un magnífico terranova que lo miraba atentamente, que también contemplaba todas las piedras y que esperaba impaciente la orden de su amo para lanzarse al agua. Pero llegó el transbordador sin que recibiera orden alguna y, cuando la embarcación amarró, el amo lo cogió por la correa y le hizo subir.

—Esta mañana, no —le dijo al animal—. Si estás empapado no serás buena compañía para las damas. Túmbate.

Clennam siguió al hombre y al perro, subió a la embarcación y se sentó. El perro hizo lo que le habían mandado. El hombre se quedó de pie con las manos en los bolsillos, tapándole a Clennam el panorama con su gran altura. Hombre y perro bajaron de un brinco nada más llegar al otro lado y desaparecieron. Él se alegró de perderlos de vista.

Mientras subía por el caminito que conducía a la verja del jardín, en el reloj de la iglesia sonó la hora del desayuno. En cuanto tocó la campanilla unos profundos ladridos lo asediaron desde detrás del muro.

«Anoche no oí ningún perro», pensó. Una de las criadas rubicundas le abrió: en el jardín estaban el terranova y el hombre.

—La señorita Minnie aún no ha bajado, caballeros —anunció la sonrojada portera mientras cruzaban juntos el jardín. Luego le dijo al dueño del perro—: Éste es el señor Clennam.

Y se marchó a paso ligero.

—Qué curioso, señor Clennam, que nos acabemos de ver —comentó el hombre. En ese momento el perro enmudeció—. Permítame que me presente: soy Henry Gowan. ¡Qué lugar tan fabuloso, y qué bonito está hoy!

La actitud era cordial y la voz agradable, pero Clennam siguió pensando que, si no hubiera tomado la firme decisión de no enamorarse de Tesoro, el tal Henry Gowan le habría caído antipático.

—Es la primera vez que viene, por lo que veo —dijo Gowan después de que Arthur elogiara la casa.

—Sí, la primera. Llegué ayer por la tarde.

—¡Ah! Pero ahora no está en su mejor momento. Estaba preciosa en primavera, antes de que se marcharan la última vez. Lamento que no la viera entonces.

Si no hubiera sido por esa decisión de la que se acordaba con tanta frecuencia, Clennam habría lamentado, en respuesta a esa frase amable, que el nuevo visitante no se hallara en el cráter del Etna.

—He tenido el placer de verla en muy diversas circunstancias a lo largo de los últimos tres años, y es… un paraíso.

Estas palabras expresaban un descaro muy hábil, con esa referencia al paraíso (o podrían haberlo expresado si Clennam no hubiera tomado esa sabia decisión). Y la única razón era que el caballero había sido el primero en ver que ella se acercaba y quería que lo oyera llamarla ángel, ¡el muy granuja!

¡Oh, qué radiante estaba, y qué contenta! ¡Cómo acarició al perro, y qué bien la conocía éste! ¡Qué expresivos el rubor de su piel, los gestos nerviosos, la mirada baja, su felicidad titubeante! ¿Cuándo la había visto Arthur así? Claro que no tenía ningún motivo para poder, querer, desear o deber haberla visto así, ni tampoco había esperado verla así cuando lo recibía, pero… ¡nunca se había comportado así delante de él!

Guardó cierta distancia. El tal Gowan, al mencionar el paraíso, se había acercado a ella y le había cogido la mano. El perro le había puesto sus grandes patas en el brazo y había apoyado la cabeza en su amado seno. Ella había reído y les había dado la bienvenida y le había hecho demasiado caso a aquel animal, más que demasiado; esto es, suponiendo que hubiera habido una tercera persona, observando la escena, que la amara.

La muchacha dejó a sus nuevos visitantes, se aproximó a Clennam, le dio la mano y los buenos días e hizo un gesto elegante para que la tomara del brazo y la acompañara a la casa. Gowan no puso ningún reparo. No: sabía demasiado bien que no corría ningún peligro.

Una nube pasajera cruzó el rostro jovial del señor Meagles cuando los tres (o los cuatro contando al perro, que era el miembro más reprobable del grupo si olvidamos a otro) entraron a desayunar. A Clennam no se le escaparon ni ese gesto ni el leve malestar con el que la señora Meagles se fijó en el animal.

—Bueno, Gowan —dijo el señor Meagles mientras reprimía un suspiro—, ¿cómo se encuentra usted esta mañana?

—Como siempre, señor. León y yo estamos dispuestos a aprovechar al máximo nuestra visita semanal; nos hemos levantado temprano y hemos venido desde Kingston, donde resido ahora y donde estoy haciendo algunos bocetos.

A continuación contó que se había encontrado con el señor Clennam en el transbordador, y que habían llegado juntos.

—Henry, ¿la señora Gowan se encuentra bien? —inquirió la señora Meagles. (Clennam aguzó el oído).

—Mi madre está muy bien, gracias. —Clennam dejó de aguzar el oído—. Me he tomado la libertad de incluir un invitado más a la comida familiar de hoy; espero que no les moleste ni a usted ni al señor Meagles. Me ha sido imposible decir que no —explicó, mirando a este último—. El joven me escribió para pedírmelo; como está bien relacionado, he pensado que no les importaría que lo citara aquí.

—Pero ¿quién es ese joven? —preguntó el señor Meagles con un alborozo peculiar.

—Un miembro de la familia Barnacle. Se trata de Clarence, el hijo de Tite Barnacle, que trabaja en el departamento de su padre. Al menos puedo garantizar que el río no sufrirá daños por su visita. No le prenderá fuego.

—¡Ah, no me diga! —exclamó el señor Meagles—. ¿Así que es un Barnacle? Nosotros sabemos un par de cosillas sobre esa familia, ¿verdad, Dan? ¡Están en lo más alto! Veamos. ¿Cuál es el parentesco entre este joven y lord Decimus? Su señoría se casó, en 1797, con lady Jemima Bilberry, que era la segunda hija del tercer matrimonio… ¡No! ¡Me equivoco! Ésa era lady Seraphina; lady Jemima era la primera hija del segundo matrimonio del decimoquinto conde de Stiltstalking, con la honorable Clementina Toozellem. Muy bien. Entonces, el padre de este joven se casó con una Stiltstalking y el padre de este padre se casó con la prima, que era una Stiltstalking. El padre de este padre que se había casado con una Barnacle se casó con una Joddleby. Estoy retrocediendo demasiado, Gowan; quiero dilucidar cuál es el parentesco entre el joven y lord Decimus.

—Es muy sencillo. Su padre es el sobrino de lord Decimus.

—Sobrino… de… lord Decimus —repitió voluptuosamente el señor Meagles con los ojos cerrados, para que nada le impidiera saborear en su plenitud el árbol genealógico—. Caramba, tiene usted razón, Gowan. Eso es.

—Por tanto, lord Decimus es su tío abuelo.

—¡Un momento! —exclamó el señor Meagles abriendo los ojos, porque acababa de descubrir algo—. En ese caso, por parte de madre, lady Stiltstalking es su tía abuela.

—Efectivamente.

—¡Vaya, vaya, vaya! —comentó el anfitrión con gran interés—. ¿Conque ésas tenemos? Estaremos muy contentos de verlo. Lo recibiremos lo mejor que podamos dentro de nuestra humildad; en cualquier caso, aquí no se morirá de hambre, o eso espero.

Al inicio de ese diálogo, Clennam había esperado un gran pero inofensivo estallido por parte del señor Meagles, como el del día en que, en el Negociado de Circunloquios, había agarrado a Doyce por el cuello de la camisa. Pero su buen amigo tenía una debilidad tan evidente que no es difícil de imaginar, que las experiencias vividas en Circunloquios, por abundantes que fuesen, no podían mitigar por mucho tiempo. Clennam miró a Doyce, pero éste ya estaba al corriente de todo; miró el plato, no hizo ningún gesto y no dijo nada.

—Le estoy muy agradecido —declaró Gowan para zanjar el asunto—. ¡Clarence es un gran necio, pero uno de los tipos más simpáticos y mejores que existen!

Antes de que acabara el desayuno, se vio que todos los conocidos del tal Gowan eran más o menos necios, o más o menos unos granujas, pero, a pesar de ello, los tipos más simpáticos, más encantadores, más sinceros, más amables, más cariñosos y mejores que existían. El proceso mediante el cual se lograba ese resultado invariable, fueran cuales fueran las premisas, podría haber sido expresado por Henry Gowan del siguiente modo: «Llevo un registro constante, y muy minucioso, de la vida de cada hombre, y anoto todas sus acciones buenas y todas las malas. Lo llevo a cabo concienzudamente, y me complace comunicarles que considero hasta al más inútil de los hombres una persona simpatiquísima, y me hallo en condiciones de presentar un grato informe que demuestra que hay una diferencia mucho menor de lo que tienden ustedes a suponer entre una persona honrada y un golfo». El efecto de este alentador hallazgo era que, al descubrir escrupulosamente el bien en la mayoría de los hombres, en realidad lo rebajaba allá donde existía, y lo exaltaba allá donde no lo había, pero éste era su único rasgo desagradable o peligroso.

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