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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (39 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Ya voy, ya voy —y subió por algún camino subterráneo que olía a sótano.

—Así pues, Amy —dijo Fanny cuando salieron los tres por aquella puerta que se avergonzaba de ser distinta a las otras puertas; el tío, instintivamente, se cogió del brazo de Amy como si éste le ofreciera mayor confianza—. Así pues, Amy, ¿sientes curiosidad por mis cosas?

Fanny era bonita, lo sabía y alardeaba de serlo; y el aire paternalista con que dejó a un lado la superioridad que le otorgaban sus encantos y su experiencia mundana para dirigirse a su hermana casi en pie de igualdad era muy propio de la familia.

—Fanny, a mí me interesa y me preocupa cualquier cosa que te preocupe a ti.

—Claro, claro, y eres la mejor de las hermanas. Si alguna vez te parezco un poco irritante, seguro que tendrás en cuenta lo que significa ocupar mi posición siendo consciente de que estoy muy por encima de ella. No me importaría si los demás no fueran tan vulgares —dijo la hija del Padre de Marshalsea—. Ninguno de ellos ha venido al mundo en una familia como la nuestra, pertenecen a otro nivel: son vulgares.

La pequeña Dorrit miraba a su interlocutora de reojo, pero no la interrumpió. Fanny sacó el pañuelo y se secó los ojos con gesto de enfado.

—Yo no nací en el mismo sitio que tú, ya lo sabes, Amy, y quizá eso me haga algo distinta. Querida Amy, cuando nos libremos de tío Frederick te contaré más cosas. Lo dejaremos en el sitio donde va a comer.

Anduvieron con él hasta que llegaron a un escaparate sucio en una calle sucia, casi opaco del vapor de la comida caliente, las verduras y los púdines. Pero se vislumbraba una pierna de cerdo que lloraba lágrimas de salvia y de cebolla en una fuente metálica llena de salsa, una brillante pieza de rosbif y un hinchado pudin de yorkshire que burbujeaba, caliente, en un receptáculo similar, un solomillo de ternera de corte rápido, un jamón que sudaba por el ritmo al que iba, un tanque de patatas asadas, apelotonadas por su propia esencia y un par de pilas de verduras hervidas y otras delicias sustanciosas. En el interior del establecimiento, detrás de dos compartimentos de madera, los clientes que consideraban más pertinente llevarse la comida en el estómago que en la mano se cebaban con sus compras en soledad. Fanny abrió el monedero mientras lo examinaban todo, sacó un chelín y se lo tendió a su tío. Por unos instantes, el tío no prestó atención a lo que le daba; después adivinó para lo que era y murmuró:

—¿La comida? Ah, sí, sí, sí —y desapareció en la nube de vapor.

—Amy —dijo su hermana—, ven conmigo si no estás demasiado cansada para andar hasta Harley Street, en Cavendish Square.

El tono con que pronunció la elegante dirección y la inclinación que dio a su nueva capota (más vaporosa que útil) causaron la admiración de su hermana; no obstante, ésta se mostró dispuesta a ir a Harley Street y hacia allí dirigieron sus pasos. Al llegar a su magnífico destino, Fanny señaló la más bella de las casas y, tras llamar a la puerta, preguntó por la señora Merdle. El lacayo que abrió la puerta, aunque llevaba la cabeza empolvada y tenía detrás otros dos lacayos igualmente empolvados, no sólo admitió que la señora estaba en casa sino que permitió que Fanny entrara. Fanny entró, pues, con su hermana; y subieron las escaleras con un empolvado delante mientras los otros dos se quedaban detrás. Así fueron conducidas a una espaciosa sala semicircular, una entre tantas, donde, en el exterior de una jaula dorada, un loro se sostenía por el pico, cabeza abajo, con las escamosas patas en el aire y en las más extrañas posturas. Esa misma peculiaridad se puede observar en aves de muy otro plumaje que trepan por alambres de oro.

La habitación era mucho más espléndida de lo que la pequeña de los Dorrit habría imaginado jamás y habría sido espléndida y lujosa para cualquier observador. Miró desconcertada a su hermana y habría deseado preguntarle algo, pero Fanny frunció el ceño a modo de advertencia y señaló una puerta, cubierta con una cortina, que daba a otra estancia. En ese momento, la cortina se agitó y apareció una dama que, tras alzarla con una mano llena de anillos, la dejó caer a su espalda.

La dama no era joven y lozana gracias a la mano de la naturaleza: debía su juventud y lozanía a las manos de su doncella. Tenía unos ojos grandes, hermosos y fríos, el cabello oscuro, hermoso y frío, el busto amplio, hermoso y frío, y del menor detalle sacaba el máximo partido. Ya fuera porque estaba acatarrada o porque le sentaba bien, llevaba una elegante banda blanca en la cabeza, anudada bajo la barbilla. Y si ha existido alguna vez una barbilla hermosa y fría con aspecto de no haber recibido nunca, para decirlo en términos familiares, carantoñas de la mano de un hombre, era la barbilla de aquella mujer, ceñida y ajustada por la brida de encaje.

—Señora Merdle —dijo Fanny—, le presento a mi hermana.

—Me alegro de conocer a su hermana, señorita Dorrit. No recordaba que tuviera una hermana.

—No se lo había dicho —dijo Fanny.

—¡Ah! —la señora Merdle curvó el meñique de la mano izquierda como si dijera: «Te pillé, ¡sabía que no me lo habías dicho!». Acostumbraba a gesticular con la mano izquierda porque no tenía las dos manos iguales, y la izquierda era mucho más blanca y bien formada que la otra. Y añadió—: Siéntense —mientras ella hacía lo propio, voluptuosamente, sobre una otomana, en un nido de cojines dorados y carmesíes, cerca del loro—. ¿Usted también es artista profesional? —preguntó, mirando a la pequeña de los Dorrit a través de un monóculo.

Fanny contestó que no.

—No —dijo la señora Merdle, dejando caer el monóculo—. No tiene aire de bailarina profesional. Muy agradable, pero no es profesional.

—Mi hermana, señora —dijo Fanny con una mezcla singular de deferencia y audacia—, me ha pedido que le cuente, en su condición de hermana, cómo fue que tuve el honor de conocerla. Y, como me había comprometido a volver a verla, quizá usted quiera explicárselo. Me gustaría que lo supiera y tal vez desee usted contárselo.

—¿Usted cree, a su edad? —insinuó la señora Merdle.

—Es mucho mayor de lo que parece —dijo Fanny—, tiene casi mi edad.

—Es tan difícil explicar —dijo la señora Merdle, curvando de nuevo el meñique— lo que es la Sociedad a los jóvenes (en realidad, es difícil explicárselo la mayoría de las personas), que me alegra oír esta petición. Me gustaría que la Sociedad no fuera tan arbitraria, que no fuera tan exigente… ¡Bicho, cállate!

El loro había dado un grito penetrante, como si se llamara Sociedad y estuviera afirmando su derecho a exigir algo.

—Pero debemos aceptar las cosas como son —prosiguió la señora Merdle—. Sabemos que es algo hueco, convencional, mundano e incluso escandaloso, pero, si no queremos ser como los salvajes de los mares tropicales (me habría encantado serlo, una vida deliciosa y un clima perfecto, según dicen), debemos seguir sus dictados, no tenemos más remedio. El señor Merdle es un importantísimo hombre de negocios, comercia a gran escala, su riqueza e influencia son muy grandes, pero incluso él… ¡Pájaro, estate quieto!

El loro había lanzado otro grito que completaba la frase de un modo tan expresivo que la señora Merdle no tuvo necesidad de hacerlo.

—Puesto que su hermana me ruega que ponga fin a nuestra relación personal relatándole a usted unas circunstancias que dicen mucho en su favor —empezó de nuevo la señora Merdle dirigiéndose a la pequeña de los Dorrit—, no puedo por menos de satisfacer su petición. Tengo un hijo de veintidós o veintitrés años (me casé por primera vez cuando era muy joven).

Fanny apretó los labios y miró con cierta expresión de triunfo a su hermana.

—Un hijo de veintidós o veintitrés años. Es un poco alegre, cosa que la Sociedad está acostumbrada a aceptar en los jóvenes varones, y es muy impresionable. Quizá lo haya heredado de mí, ya que yo también soy muy impresionable por naturaleza. Soy la más débil de las criaturas, me conmuevo con mucha facilidad.

Decía esto, como todo lo demás, con la frialdad de una mujer de nieve; olvidando la presencia de las hermanas casi por completo y dirigiéndose, aparentemente, a una encarnación abstracta de la Sociedad; en honor de la cual, además, se arreglaba ocasionalmente el vestido o componía la imagen que ofrecía su figura sobre la otomana.

—Así que es muy impresionable. Cosa que, en nuestro estado natural no sería una desgracia, pero no vivimos en un estado natural. Lo que es muy lamentable, sin duda, especialmente en mi caso, que soy hija de la naturaleza y así lo demostraría si pudiera; pero así son las cosas. La Sociedad nos oprime y nos domina. ¡Bicho, estate quieto!

El loro se había echado a reír a carcajadas después de retorcer varios barrotes de la jaula con el pico curvo y de lamerlos con la lengua negra.

—Es completamente innecesario que le recuerde a una persona con su buen sentido, amplia experiencia y sentimientos cultivados —dijo la señora Merdle desde su nido de oro y carmesí, mientras se ponía el monóculo, como si quisiera recordar exactamente con quién estaba hablando— que los escenarios algunas veces ejercen una gran fascinación en los jóvenes con este tipo de carácter. Cuando dijo los escenarios me refiero a las personas de género femenino que se suben a ellos. Sin embargo, cuando oí que mi hijo estaba fascinado por una bailarina, entendí lo que normalmente quiere decir eso en nuestra Sociedad y confié en que fuera una bailarina de la ópera, que es donde acostumbran a quedar fascinados los jóvenes de la buena sociedad.

Deslizó una blanca mano sobre otra y se detuvo a observar a las hermanas; los anillos que llevaban en los dedos chirriaron con un sonido desagradable.

—Como le dirá su hermana, cuando averigüé de qué teatro se trataba, me quedé sorprendida y consternada. Pero, cuando me enteré de que su hermana, al rechazar los galanteos de mi hijo (debo añadir que de modo totalmente inesperado), lo había llevado al punto de proponerle matrimonio, mis sentimientos fueron de la mayor angustia, una angustia terrible.

La señora Merdle se pasó un dedo por la ceja izquierda para arreglársela.

—Completamente destrozada, como sólo una madre, una madre que se desenvuelve en Sociedad, puede estarlo, decidí ir por mí misma al teatro y exponer mi estado de ánimo a la bailarina. Me presenté ante su hermana y, para mi sorpresa, en muchos aspectos resultó distinta a lo que esperaba; y lo que más me sorprendió fue que me encontré, cómo lo diría… con cierto orgullo de su origen por su parte —dijo la señora Merdle con una sonrisa.

—Ya le dije, señora —dijo Fanny, sonrojándose un poco—, que, aunque usted me hubiera encontrado en esa situación, yo estaba muy por encima de los demás; que consideraba que mi familia era tan buena como la de su hijo y que tenía un hermano que, de conocer las circunstancias, sería de la misma opinión y no consideraría ese vínculo un honor en absoluto.

—Señorita Dorrit —dijo la señora Merdle después de mirarla gélidamente por el monóculo—, precisamente estaba a punto de decirle eso a su hermana, ya que así me lo ha pedido usted. Le agradezco que me lo haya recordado con tanta precisión y se me haya anticipado. Inmediatamente —prosiguió, dirigiéndose a la pequeña de los Dorrit—, porque soy una persona impulsiva, cogí una de las pulseras que llevaba puestas y rogué a su hermana que me permitiera ponérsela en el brazo como muestra de la alegría que me daba poder tratar el asunto de tú a tú —cosa que era perfectamente cierta, ya que, cuando iba de camino a verla, la dama había comprado un brazalete barato y ostentoso pensando en una forma difusa de soborno.

—Ya le dije, señora Merdle —insistió Fanny— que mi familia puede ser desventurada, pero no es vulgar.

—Creo que eso es exactamente lo que me dijo, señorita Dorrit —asintió la señora Merdle.

—Y le dije, señora Merdle —prosiguió Fanny—, que, si me hablaba del papel superior de su hijo en la Sociedad, era muy probable que se equivocara usted al imaginar mi origen; y que la clase social de mi padre, incluso en la Sociedad en la que ahora se movía (información que reservo para mí), era de gran preeminencia y ampliamente reconocida.

—Exactamente —replicó la señora Merdle—. Una memoria admirable.

—Gracias, señora. Quizá tenga usted la amabilidad de contarle lo demás a mi hermana.

—Queda muy poco que contar —dijo la señora Merdle, examinando con la vista su generoso busto, cuya amplitud parecía necesaria para albergar una falta total de sentimientos— y lo que queda honra a su hermana. Le expuse a su hermana el caso con toda claridad: la imposibilidad de que la Sociedad en la que nos movemos reconociera a la Sociedad en la que ella se movía, por encantadora que fuera ésta, de lo que no me cabe duda; la situación de tremenda inferioridad en la que, como consecuencia, colocaría a una familia de la que ella tenía tan alta opinión y a la que nosotros nos veríamos obligados a mirar con desdén y de la que no tendríamos otro remedio que apartarnos horrorizados (desde el punto de vista social, claro). En definitiva, apelé a ese orgullo tan laudable de su hermana.

—Si tiene la amabilidad, dígale a mi hermana, señora Merdle —dijo Fanny con un mohín y dando un golpecito a la capota de gasa que llevaba—, que yo había tenido ya el honor de decirle a su hijo que no quería volver a hablar con él.

—Bien, señorita Dorrit —asintió la señora Merdle—; quizá tenía que haberlo dicho antes. Si no lo he recordado tal vez ha sido porque he vuelto a temer que el chico insistiera y usted tuviera algo que decirle. También le señalé a su hermana —se dirigió de nuevo a la señorita Dorrit que no era artista profesional— que mi hijo, en caso de celebrarse semejante casamiento, no tendría nada y sería un completo mendigo (lo aclaro porque forma parte de la historia, no porque suponga que ese hecho haya influido en su hermana más allá del modo legítimo y prudente en que, en este mundo artificial en el que vivimos, debemos dejarnos influir por consideraciones de semejante índole). Finalmente, tras unas cuantas palabras arrogantes y vehementes por parte de su hermana, coincidimos ambas por completo en que no había peligro; y su hermana tuvo la amabilidad de aceptar una o dos muestras de mi aprecio a través de mi modista.

La pequeña de los Dorrit, apenada, miró a su hermana con rostro inquieto.

—Además —dijo la señora Merdle—, me prometió que tendría la amabilidad de venir a verme por última vez para que nos despidiéramos con la mayor cordialidad. Ocasión que la señorita Dorrit permitirá que aproveche para decirle adiós con mis mejores deseos, a mi modo poco expresivo —añadió, abandonando el nido y depositando algo en la mano de Fanny.

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