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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (15 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Con esta conversación llegaron a la taberna situada en el extremo de la cárcel, que los internos acababan de dejar vacante después de la reunión vespertina de su club social. El piso de la planta baja donde se congregaban era el Salón; la tribuna del presidente, las jarras de peltre, los vasos, pipas, cenizas de tabaco y olor de la concurrencia estaban tal como aquella institución de camaradas los había dejado al marcharse. El Salón tenía dos de las cualidades que normalmente se consideran esenciales en un buen
grog
para damas: fuerte y caliente. Pero, en el tercer punto de la analogía —el que requiere que, además, sea generoso—, resultaba insuficiente, ya que era un corral.

El visitante neófito daba por hecho que todos los presentes eran presos: el encargado, el camarero, la camarera, el mozo y los demás. Lo fueran o no lo fueran, todos tenían un aspecto demacrado. El tendero que tenía su comercio en una sala cercana y que alojaba a caballeros echó una mano para hacer la cama. Había sido sastre en sus tiempos e incluso había tenido un faetón, decía. Presumía de haber iniciado un litigio en beneficio de los internos, y tenía ideas poco definidas e indefinibles sobre uno de los funcionarios del juzgado que, según él, había interceptado un «fondo» que correspondía a los internos. Le gustaba creer eso y siempre impresionaba a los recién llegados y a los desconocidos con esa confusa reclamación; pero habría sido incapaz, aunque le hubiera ido la vida en ello, de explicar a qué tipo de fondo se refería ni por qué esa idea había arraigado en su pensamiento. Sin embargo, había llegado a la conclusión de que la parte del fondo que le correspondía era una renta de tres chelines y nueve peniques por semana; y que esa cantidad se la robaba todos los lunes, a él personalmente, el funcionario del juzgado. Daba la impresión de que ayudaba a hacer la cama para no perder la oportunidad de explicar su caso; tras exponer sus quejas y anunciar (como, al parecer, hacía siempre, sin la menor consecuencia) que iba a escribir una carta a los periódicos y poner en evidencia al funcionario del juzgado, empezó a hablar un poco de todo con los demás. Era evidente, por el tono general del grupo, que habían llegado a considerar que la insolvencia era el estado normal de la humanidad, y el pago de deudas, una enfermedad que se declaraba de vez en cuando.

En este extraño escenario y con esos extraños espectros revoloteando a su alrededor, Arthur Clennam contemplaba los preparativos como si formaran parte de un sueño. Mientras tanto, Tip, que conocía a fondo los recursos del Salón y los disfrutaba plenamente, le señaló el fuego de la cocina común, mantenido por suscripción de los internos, lo mismo que el hervidor para el agua caliente y otros bienes que permitían deducir que si uno quería ser rico, sano y listo, debía pasar por Marshalsea.

Las dos mesas unidas en un rincón formaban, a lo largo, una buena cama; y al forastero lo dejaron entre las sillas windsor, la tribuna presidencial, la atmósfera impregnada de cerveza, el serrín, las velas, las escupideras y el reposo. Esto último, sin embargo, tardó mucho en imponerse. La novedad del lugar, haber aparecido en él sin haberlo previsto, la sensación de estar encerrado, el recuerdo de la habitación del piso superior, de los dos hermanos y, sobre todo, de la silueta infantil y del rostro en el que ahora veía años de alimentación insuficiente, si no de verdadera hambre, lo tuvieron despierto y triste.

Además, en su desvelo, cruzaron por su cabeza, como pesadillas, especulaciones que guardaban la más extraña relación con la cárcel, y que siempre tenían que ver con ella. Si tenían ataúdes preparados para la gente que moría ahí dentro, dónde los guardaban, cómo, dónde enterraban a los presos, cómo los sacaban y si un acreedor implacable podía detener a los muertos. Y, si pensaba en la posibilidad de fuga, si un preso podría escalar los muros con una cuerda y un gancho, cómo bajaría por el otro lado. Si se podría saltar al tejado de otra casa y bajar a hurtadillas por la escalera, salir por la puerta y perderse en la multitud. ¿Y si se declaraba un incendio? ¿Qué pasaría si estallaba un incendio mientras él estaba dentro?

Todos estos arrebatos de su imaginación no eran más, al fin y al cabo, que el marco de un cuadro en el que aparecían tres personas. Su padre, aún mirándolo desde el lecho de muerte, proféticamente ensombrecida en su retrato; su madre, con el brazo en alto, refutando toda sospecha; la pequeña Dorrit, con la mano en el brazo agotado de su padre, la cabeza gacha, vuelta hacia otro lado.

¿Y si su madre tuviera algún viejo motivo para ayudar a la pobre muchacha? ¿Y si el preso que ahora dormía apaciblemente —¡ojalá el cielo se lo permitiera!— pudiera, el día del juicio final, vincular su caída a la señora Clennam? ¿Y si ésta y su padre hubieran hecho algo que hubiera precipitado que las cabezas canosas de aquellos dos hermanos cayeran tan bajo?

Le pasó por la cabeza una idea a toda velocidad. Aquella larga condena y el largo confinamiento de su madre en su habitación, ¿no eran para ella una forma de hacer balance con sus culpas? «Admito que algo tuve que ver con el encierro de este hombre. Él se ha consumido en su cárcel, yo en la mía. He pagado mi falta».

Cuando todos los pensamientos se hubieron desvanecido, este último se apoderó de él. Y, al quedarse dormido, su madre se le apareció en su silla de ruedas y puso fin a sus dudas con esta justificación. Arthur se despertó de un brinco, asustado sin motivo, y las palabras resonaban en sus oídos, como si la voz de su madre las hubiera murmurado para despertarlo: «Él se marchita en su cárcel, yo en la mía. Se ha hecho justicia de modo inexorable. ¿No está saldada ya mi deuda?».

Capítulo IX

Madrecita

La luz de la mañana no se dio prisa en trepar por el muro de la cárcel y asomarse a las ventanas del Salón; y, cuando por fin apareció, habría sido mejor recibida si hubiera llegado sola en lugar de traer consigo una lluvia torrencial. Pero los vientos del equinoccio soplaban en el mar y el imparcial viento del sudeste, en su trayectoria, no pasaba por alto siquiera la angosta cárcel de Marshalsea. Mientras rugía por el campanario de la iglesia de Saint George y hacía girar las caperuzas de las chimeneas del vecindario, bajaba en picado para meter en la cárcel el humo de Southwark; y, zambulléndose por las chimeneas de los pocos internos que habían madrugado y estaban ya encendiendo el fuego, poco faltó para que los asfixiara.

Arthur Clennam habría estado poco predispuesto a remolonear en la cama aunque ésta se encontrara en un entorno más privado y menos expuesto a la limpieza de los restos del fuego de la víspera, al encendido del fuego del día bajo el hervidor de los internos, al llenado de tan espartano recipiente en la bomba, al barrido y vertido de serrín en la sala común y otros preparativos semejantes. Francamente contento de ver la mañana, a pesar de haber descansado poco aquella noche, se puso en pie apenas pudo distinguir los objetos que lo rodeaban y recorrió a grandes zancadas el patio durante dos largas horas antes de que se abriera la puerta principal.

Las paredes estaban tan próximas y las nubes enloquecidas pasaban tan deprisa que, cuando miraba el cielo ventoso, tenía la sensación de que iba a marearse. La lluvia, arrastrada oblicuamente por las ráfagas de viento, ennegrecía el costado del edificio central que había visitado la noche anterior, pero no había mojado un estrecho pasillo a sotavento del muro; por él se paseó Arthur Clennam entre residuos de paja, polvo y papel, los charcos de la bomba y los restos de las verduras del día anterior. Era el más desolador de los panoramas que podía contemplarse en esta vida.

No tuvo tampoco el consuelo de ver por un momento a la joven que lo había llevado hasta allí. Quizá había salido en silencio para ir a ver a su padre mientras él miraba hacia otro lado; el caso es que no la había visto. Era demasiado pronto para su hermano; le había bastado con verlo un instante para comprender que era de los que remoloneaban antes de dejar la cama que ocupaba por las noches, por desastrada que ésta fuera. Así pues, mientras Arthur Clennam paseaba arriba y abajo, esperando que abrieran la verja, más que en el presente, pensaba en cómo seguir con sus averiguaciones en el futuro.

Finalmente, se abrió la entrada de la portería y el portero, peinándose en el umbral, estuvo listo para dejarlo salir. Con una alegre sensación de alivio, Clennam cruzó la portería y se encontró de nuevo en la pequeña explanada de la calle, allí donde había hablado con el hermano la noche anterior.

Se había formado ya en la entrada una cola desordenada de gente, entre la que no le costó identificar a los mensajeros, recaderos e intermediarios. Algunos habían estado esperando bajo la lluvia a que se abriera la puerta; otros, que habían calculado la hora con exactitud, aparecían en aquel momento con bolsas mojadas de papel de color marrón claro, procedentes de las tiendas de comestibles, y con barras de pan, trozos de mantequilla, huevos, leche y otros productos similares. La miseria de estos servidores de la miseria y la pobreza de estos insolventes asistentes de la insolvencia eran dignas de verse. En ningún mercadillo de ropa usada se veían abrigos y pantalones más gastados, vestidos y chales más mohosos, sombreros y capotas más deformes, botas y zapatos, paraguas y bastones como aquéllos. Todos llevaban ropas desechadas por otros hombres y mujeres; su aspecto se componía de retales y fragmentos de otros individuos y carecían de existencia sartorial propia. Sus pasos eran los pasos de otra raza. Se escabullían de un modo peculiar por las esquinas, como si estuvieran siempre de camino a la casa de empeños. Tosían como personas acostumbradas a que las olvidaran en umbrales y callejones barridos por el viento, esperando respuesta a cartas escritas con tinta desvaída que procuraban a sus destinatarios grandes inquietudes y escasas satisfacciones. Cuando miraban a algún desconocido al pasar, era con ojos pedigüeños: hambrientos, ansiosos, especulando sobre su amabilidad —si de algún modo podían aspirar a ella— y sobre la probabilidad de que se mostrara generoso. La mendicidad a comisión se encorvaba con sus hombros encogidos, tropezaba con sus piernas inestables, abrochaba, sujetaba con alfileres, zurcía y arrastraba su ropa, deshilachaba sus ojales, se desprendía de sus siluetas con trocitos de cinta sucia y salía de sus bocas en alientos alcohólicos.

Mientras toda esa gente pasaba por su lado, Arthur Clennam se detuvo en la explanada, y, cuando un hombre se volvió para preguntarle si podía ofrecerle sus servicios, se le ocurrió que podría hablar de nuevo con la pequeña Dorrit antes de marcharse. La joven se habría recuperado ya de la sorpresa y tal vez se sintiera más cómoda con él. Preguntó a aquel miembro de la fraternidad (que tenía dos arenques ahumados en la mano y una barra de pan y un cepillo para los zapatos bajo el brazo) cuál era el lugar más cercano para tomar un café. El individuo, bastante anodino, le contestó muy amablemente y lo llevó consigo a un café en una calle a un tiro de piedra de la cárcel.

—¿Conoce usted a la señorita Dorrit? —preguntó el nuevo cliente.

El individuo anodino conocía a dos señoritas Dorrit: una que había nacido en la cárcel… ¡Era ésa! ¿Era ésa? El individuo anodino la conocía desde hacía años. En cuanto a la otra señorita Dorrit, el individuo anodino vivía en la misma casa que ella y su tío.

Eso hizo que el nuevo cliente abandonara la idea inicial de aguardar en el café a que el individuo anodino le diera noticia de que la pequeña Dorrit había salido a la calle. Confió al individuo anodino un mensaje confidencial dirigido a la joven: el visitante de la noche anterior le rogaba que le concediera el favor de intercambiar unas palabras con ella en casa de su tío; obtuvo de la misma fuente la dirección completa de la casa de éste, que estaba muy próxima; despidió al individuo anodino y lo recompensó con media corona y, tras recomponerse rápidamente en el café, se dirigió a toda velocidad a la morada del clarinetista.

El edificio tenía tantos inquilinos que la jamba de la puerta parecía tan llena de tiradores de campanas como registros tiene el órgano de una catedral. Mientras dudaba cuál podría ser la del clarinetista, de la ventana de un salón salió un volantín que fue a aterrizar en su sombrero. Observó entonces que en esa ventana, inscrito en una persiana, un letrero rezaba: «Academia del señor Cripples»; y, en otra línea: «Clases nocturnas». Detrás de la persiana había un chico pálido con una rebanada de pan con mantequilla y una raqueta. Como la ventana estaba a la altura de la entrada, Clennam se asomó por encima de la persiana, devolvió el volantín y preguntó por el señor Dorrit:

—¿Dorrit? —contestó el muchacho que, de hecho, era el hijo de Cripples—. ¿El señor Dorrit? Tercera campana y un golpe.

Se diría que los alumnos del señor Cripples habían hecho del portal un cuaderno de caligrafía, ya que estaba lleno de inscripciones en lápiz. La frecuencia con que aparecía escrito «Dorrit viejo» y «Tipo Guarro» sugería una personalidad incipiente por parte de dichos alumnos. Clennam tuvo mucho tiempo para hacer estas observaciones antes de que el pobre anciano en persona abriera el portal.

—Ah —dijo despacito, recordando quién era su visitante—, ¿al final se quedó usted encerrado anoche?

—Sí, señor Dorrit. Espero poder hablar aquí con su sobrina.

—Oh —dijo el anciano, pensativo—. ¿Sin que esté presente mi hermano? Bueno, ¿quiere subir y esperarla?

—Gracias.

Dándose la vuelta tan despacio como daba vueltas en su cabeza a todo lo que oía o decía, el señor Dorrit empezó a subir las estrechas escaleras. En la casa todo estaba cerrado y desprendía un olor insalubre. Los ventanucos de la escalera daban sobre las ventanas traseras de otras casas, igual de insalubres, y de ellas sobresalían palos y cuerdas con deslucidas prendas de ropa colgadas; como si los habitantes estuvieran pescando y sus capturas fueran tan miserables que no mereciera la pena recogerlas. En la buhardilla que daba a la parte posterior —una habitación horrible con un catre plegable recogido con tanta prisa y hacía tan poco tiempo que daba la impresión de que las mantas hervían y, por así decir, levantaban la tapa de la olla—, un desayuno de café y tostadas para dos personas, a medio terminar, estaba puesto de cualquier manera en una mesa desvencijada.

No había nadie. El viejo murmuró para sí, tras meditar un poco, que Fanny había huido y se dirigió a la habitación contigua dispuesto a hacerla volver. El visitante, observando que la puerta estaba cerrada por dentro y que, cuando el tío intentó abrirla, se oyó un grito que decía: «¡No abra, imbécil!», y se vislumbraron unas medias y una prenda de franela, llegó a la conclusión de que la joven estaba en ropa interior. El tío, sin que pareciera llegar a ninguna conclusión, regresó arrastrando los pies, se sentó en la silla y empezó a calentarse las manos en el fuego; no porque hiciese frío sino porque no tenía una idea clara de si lo hacía o no.

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