Authors: Irving Wallace
—Fue entonces cuando decidí hacer un esfuerzo por descubrir si realmente existía un falsificador —continuó Randall— y, si lo había, tratar de localizarlo para escuchar de sus propios labios lo que tuviera que decir.
Randall narró cómo se le había ocurrido la idea de examinar los papeles de Monti, y cómo había dado con la fecha y el lugar de la cita con el falsificador hacía un año y dos meses. Le contó cómo había ido al Café Doney y cómo se había enfrentado cara a cara con el falsificador.
—George, el falsificador acaba de salir de mi habitación del hotel hace apenas media hora —dijo Randall—. Es un expatriado francés que en París se llamaba Robert Lebrun, pero que aquí en Roma tomó un nombre italiano, el de Enrico Toti. Es un anciano, de más de ochenta años de edad, que dedicó la mayor parte de su vida a crear los papiros de Santiago y el documento de Petronio. ¿Quiere escuchar cómo lo hizo?
Randall no dio tiempo a que el editor replicara. Se zambulló en el relato de la historia de Robert Lebrun. Pero no se la narró toda; no por el momento. Instintivamente, Randall había decidido retener la información acerca del origen de Lebrun, de su juventud, de su actividad criminal en París, de sus arrestos, de su deportación a la colonia penal de la Guayana Francesa, de su desilusión de la Iglesia, y aun de su obsesión por vengarse de la comunidad religiosa del mundo. Esos rasgos de la personalidad negativa de Lebrun, discernió Randall, meramente contribuirían a que Wheeler se rehusara a aceptar los hechos esenciales.
Randall continuó con los hechos esenciales.
Revelándole cómo Lebrun, motivado por alguna inexplicable amargura hacia la Iglesia, se había convertido en un experto en el conocimiento del Nuevo Testamento, Randall habló de las décadas que Lebrun había pasado preparando su infalible falsificación. Luego, Randall habló de la manera en que Lebrun se las había arreglado para que el profesor Monti hiciera su descubrimiento.
—Lamento tener que informarle de esto, George —concluyó Randall compasivamente, comprendiendo que el editor debía estar atravesando por un estado próximo al suicidio—. Pero yo sabía que usted y el doctor Deichhardt y los demás querrían conocer la verdad.
Esperó la respuesta de Wheeler. No la hubo. La línea de Amsterdam a Roma estaba muda.
—George —dijo Randall—, ¿qué va usted a hacer?
La voz de Wheeler, quebrada por la ira, cruzó la línea. En su intensidad era salvaje.
—Sé qué es lo que debería hacer. Debería despedirlo a usted, así como debí haberlo hecho antes —hizo una pausa—. Debería destituirlo en este preciso instante por ser el maldito idiota que es usted. Pero no lo haré. El tiempo nos apremia. Lo necesitamos. En cuanto al resto de ese disparate, usted recuperará el buen sentido pronto, una vez que se dé cuenta de cómo De Vroome le ha tomado el pelo.
El capitán hundiéndose con su barco, pensó Randall. Era lo último que hubiera esperado.
—George, ¿no me escuchó? A pesar de todo lo que usted tiene en juego, ¿no le resulta claro que todo el asunto es un fraude… un engaño perpetrado por un genio pervertido? Sé cuán grande es la pérdida que representa para usted echar por la borda todo el proyecto. Pero piense en la pérdida del buen crédito (y de dinero) si usted publica la Biblia y la desenmascaran después de haberla lanzado.
—¡No hay nada que desenmascarar, grandísimo idiota! De Vroome hizo una dramatización de todo el asunto para ganárselo a usted, para utilizarlo con el propósito de que sembrara el pánico y provocara la disensión entre nosotros.
—Vaya con De Vroome. Él se lo confirmará.
—Yo no dignificaría la dualidad de ese hijo de puta. A usted lo han embaucado con un truco… con una vil mentira. Sea lo bastante hombre para admitirlo. Entre en razón y vuelva a su trabajo, mientras estamos con ánimos.
Randall trató de contenerse.
—¿De veras no lo cree usted?
—No creo una jota. Algún psicópata mentiroso a quien De Vroome le paga un sueldo… ¿espera usted que yo crea en él?
—Está bien, no tiene usted que creer —dijo Randall, luchando por sostener un tono razonable—; no tiene que creer, hasta tanto yo tenga la prueba para mostrársela.
—¿Cuál prueba?
—Lebrun me va a entregar la prueba de su falsificación pasado mañana (el lunes por la tarde), aquí abajo, en el Café Doney.
Fue como si Wheeler no lo hubiera escuchado. De pronto, estaba hablando otra vez, su ira reprimida, su táctica modificada. Se estaba dirigiendo a Randall en un tono que era casi conciliatorio, tal como lo haría un padre que estuviera reprendiendo a un hijo que estuviera equivocado.
—Déjeme decirle algo, Steven. Yo soy un hombre temeroso de Dios, usted lo sabe. He aceptado a Jesús como mi Salvador personal. Pienso mucho en Nuestro Señor y en lo que Él puede hacer por nosotros. No obstante, siempre he sentido, dentro de mi corazón, que si Jesucristo retornara a la Tierra, tal como lo ha hecho ahora por la gracia y el milagro del evangelio de Su hermano, siempre habría alguien urdiendo el modo de traicionar a Nuestro Señor una segunda vez por otras treinta monedas de plata. Ese Robert Lebrun está enfermo y es un enemigo de Cristo; eso es lo que es. Si Cristo se sentara con nosotros, se sentiría inspirado para decir una vez más: «Uno de vosotros habrá de traicionarme», y cuando se le preguntara quién podría ser ése, Nuestro Señor diría de nuevo: «Es aquel a quien le daré el pan una vez que lo haya remojado.» Y Cristo remojaría el pan y se lo daría a Robert Lebrun… y quizás a De Vroome y también a usted.
Era extraño, pensó Randall, escuchar la representación de Cristo y Sus palabras de la Última Cena en boca de la persona de un comerciante y editor norteamericano de Biblias a través de una llamada de larga distancia desde Amsterdam.
—Steven, siga mi consejo —estaba prosiguiendo Wheeler—, no se haga partícipe de esa traición vulgar. El verdadero Cristo está entre nosotros. Déjelo vivir. No permita que Lebrun sea Su Judas del siglo xx. Y usted, Steven, no sea Su Pilatos. No vuelva a preguntar cuál es la verdad… cuando nosotros la tenemos.
—Pero, ¿y si Lebrun tiene la verdad?
¿Y
si se presenta conmigo el lunes…?
—Él no irá a usted, Steven —dijo llanamente el editor—, ni el lunes ni nunca. Tenemos de nuestra parte la autoridad de los más respetados estudiosos bíblicos del mundo. ¿Y usted… qué tiene usted? La patraña de un ex convicto demente que salió a asesinar a Dios y a su Hijo. Piense acerca de eso, Steven.
Wheeler colgó estrepitosamente el teléfono, y entonces Randall hizo lo que su patrón le había ordenado que hiciera. Pensó acerca de ello.
Y en lo que pensó fue en casi la última cosa que Wheeler había dicho:
¿Y usted… qué tiene usted? La patraña de un ex convicto demente…
Ex convicto.
¿Cómo sabía Wheeler que Robert Lebrun había sido un convicto? Randall había tenido cuidado, mucho cuidado, de no mencionarlo, de no hablar una sola palabra acerca del pasado de Lebrun.
Sin embargo, Wheeler sabía que Robert Lebrun era un ex convicto.
Era extrañamente ominoso y Randall se estremeció, y por un momento, ese momento, tuvo el presentimiento de algo que no le era conocido y que, por lo tanto, podría ser malo.
E
staba ya avanzada la tarde de ese lunes, por fin. Era un día cálido, mas no ardiente, y el sol ya estaba bajo. Steven Randall se encontraba sentado en el Café Doney, en la Via Veneto, esperando a Robert Lebrun.
Distraídamente, Randall jugueteaba con la copa de Campari que aún no había probado y que se encontraba en la mesa frente a él. Su cabeza volteaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como si estuviera contemplando un partido de tenis, mientras inspeccionaba la incesante corriente de peatones que iban y venían por la acera, entre las hileras de mesas.
Estar tan intensamente a la expectativa resultaba agotador, y Randall se dijo a sí mismo que Lebrun llegaría a la hora que había prometido llegar, y trató de relajarse. Se masajeó la nuca, estando sus músculos tensos como cables, y se permitió el pequeño lujo de dejar que su mente divagara.
La marcha del tiempo, desde la partida de Lebrun el sábado por la noche hasta esta hora de su reunión, ya bien entrada la tarde del lunes, pudo haber sido intolerable, de no ser porque Randall se había propuesto ocupar casi todo su tiempo con trabajo; aunque era verdad que no había trabajado el sábado por la roche. Después de despedir a Lebrun, pero especialmente después del conflicto que tuvo con George L. Wheeler por teléfono, había estado demasiado agitado para hacer algo de significación. En cambio, había comido un bocadillo en su habitación, meditando acerca del futuro inmediato. ¿Qué sucedería si (a pesar de la burla de Wheeler en cuanto a la posibilidad de una falsificación) Lebrun entregaba la prueba contundente del fraude? ¿Cuál sería el siguiente paso de Randall? ¿Se presentaría ante Wheeler y Deichhardt y los otros editores y les mostraría la evidencia, obligándolos a aceptar lo que ya no podrían negar? Por otra parte, ¿qué pasaría si ellos rechazaran arbitrariamente la verdad? ¿Qué sucedería entonces? Era poco probable que ignoraran una prueba genuina de la falsificación; pero, ¿y si lo hicieran?
Había otras alternativas que Randall ya había estudiado cuidadosamente, contemplándolas como posibilidades. Lo único que no había podido prever era lo que habría en todo esto para él, excepción hecha de la satisfacción de haber descubierto la verdad. Una satisfacción sombría, esa perspectiva de una verdad acompañada por la destrucción de su renovada fe; pero sombría o no, de alguna manera le daría a su propio yo una nueva dimensión.
Ayer, durante todo el día y parte de la noche, realmente se había entregado a su trabajo. Todavía estaba en la nómina de Resurrección Dos, y consideró que su deber era aportar lo que se esperaba de él. Pero había sido un trabajo lento, forzado, el cotejar investigaciones y escribir gacetillas de Prensa que ensalzaban el milagro del Nuevo Testamento Internacional. Fue terrible, porque se trataba de los preparativos para la glorificación de lo que él ahora consideraba una causa perdida, una farsa que jamás vería la luz del día.
Además, durante el día de ayer, había hablado constantemente por teléfono a Amsterdam (por lo menos seis veces) para colaborar con su personal de relaciones públicas. Todo su equipo estaba allá el domingo, trabajando afanosamente… O'Neal, Alexander, Taylor y De Boer. Por teléfono le habían leído sus gacetillas, y él les había hecho sugerencias y correcciones, y les había dado instrucciones de último minuto. Él, por su parte, les había dictado sus propias gacetillas para que se les hiciera una revisión final y pasaran al mimeógrafo.
Jessica Taylor le había dicho, entre otras cosas, y casi como un aparte muy casual, que Ángela Monti había regresado de Roma y se había presentado en las oficinas, asombrándose de no encontrarlo allí y preguntando por él. Al oír esto, Randall le había pedido a Jessica que notificara a Ángela que él todavía se hallaba en Roma atendiendo algunas citas y entrevistas, pero que estaría de vuelta el martes. ¿Había algo más que decirle a Ángela? No, nada más; sólo que continuara a cargo de su oficina y atendiera el teléfono.
Contrariamente a Wheeler, ni uno solo de los miembros de su equipo le había preguntado qué diablos estaba haciendo en Roma en un momento tan atareado como ése.
Dos cosas más habían ocurrido el día de ayer. La primera, vital; la segunda, en cierto modo, crucial.
El asunto vital fue que había telefoneado a su abogado, Thad Crawford, despertándolo en su apartamento en Nueva York, y le había ordenado que fuera al Banco temprano por la mañana del lunes y utilizara su carta poder para que le transfirieran a Randall 20 mil dólares a Roma, y que se hiciera cargo de que el dinero estuviera disponible en efectivo y en dólares norteamericanos.
El asunto crucial (crucial únicamente porque Wheeler lo había desconcertado respecto de la veracidad de Lebrun, o la falta de ella) era el de asegurarse acerca del ex convicto con quien en breve estaría negociando. Un antiguo amigo de Randall (se habían iniciado juntos en el campo publicitario) hacía mucho que había abandonado las relaciones públicas para retornar a su primer amor, el periodismo, y había estado de plantilla en la oficina parisiense de la Prensa Asociada, en la Rue de Berri, durante muchos años. Su nombre era Sam Halsey, un individuo agudo a quien no había desanimado la rutina y cuya amistad Randall apreciaba y disfrutaba cada vez que la renovaban en prolongadas sesiones de bebida cuando Sam iba a Nueva York a pasar sus vacaciones.
Así que lo segundo había sido localizar a Sam Halsey en París el día de ayer, y afortunadamente, Randall lo había encontrado de inmediato, tan alegre y profano como siempre, pegado al solitario escritorio del despacho nocturno de la Prensa Asociada.
Randall le había especificado que quería pedirle un favor: que se llevara a cabo cierta investigación, pero indicándole que requería las respuestas antes del siguiente atardecer. ¿Contaba Sam con alguien que pudiera hacerlo? Sam le había preguntado qué era lo que quería. Randall quería saber si el Ejército francés había formado un regimiento llamado la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo en el año de 1915. Además, Randall quería saber si había algún registro en los expedientes del Ministerio de Justicia acerca de un joven francés llamado Robert Lebrun, quien había sido arrestado y enjuiciado por falsificación en 1912 y sentenciado a la Isla del Diablo. Intrigado, Sam Halsey se había ofrecido como voluntario para hacer él mismo la investigación a la mañana siguiente y luego llamarle.
El día de hoy, durante la mañana y la tarde de este lunes, Randall no había trabajado para Resurrección Dos. Todo lo contrario (como Wheeler habría señalado, de haberlo sabido), Randall se había entregado a actividades opuestas a los intereses de sus engañados patrones.
Thad Crawford había resuelto lo que Wheeler (otra vez Wheeler, ¡maldito!) habría calificado como las treinta monedas de plata. Randall había recogido ya los veinte mil dólares en las oficinas de American Express, cerca de la Piazza di Spagna. El efectivo, en billetes de alta denominación, se encontraba en una caja de seguridad en el «Hotel Excelsior», listo para ser entregado a Lebrun a cambio de la prueba de su falsificación.
Antes de eso, habían llegado dos llamadas telefónicas de Sam Halsey desde París. La primera había sido para informar que después de mucho presionar al departamento de Prensa del Ministerio de la Defensa Nacional, su portavoz, renuentemente, había permitido a Sam examinar los documentos clasificados en el Service Historique de l'Armée en Vincennes. Allí, el guardián sí había cooperado. Revisó junto con Sam los antiguos archivos y le confirmó que, en efecto, había existido un regimiento formado por convictos voluntarios de la Guayana Francesa en el año de 1915 y que habían combatido en la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, bajo el mando del general Pétain. Sin embargo, hubo una desilusión. En el registro de enlistados no existía «Lebrun, Robert». Lo más parecido a ese nombre, bajo la L, había sido un «Laforgue, Robert». Pero Sam aún no terminaba. Se iba a dirigir al Ministerio de Justicia para seguir hurgando, y ofreció a Randall que volvería a llamarle dentro de unas cuantas horas.