Authors: Irving Wallace
Impresionado, Randall quería saber más.
—Monsieur Lebrun, la autenticidad del papiro es lo que más me intriga. ¿Cómo pudo usted manufacturar papiro que pudiera pasar nuestras complicadas pruebas científicas?
—No intentando manufacturarlo —dijo Lebrun simplemente—. Tratar de reproducir papel antiguo habría sido temerario. En realidad, el papiro y también el pergamino fueron los elementos menos dificultosos de la falsificación. Quizá los más peligrosos, pero los más sencillos. Como usted sabe, señor Randall, yo había sido no sólo falsificador sino también ladrón. Mis amigos del bajo mundo eran criminales y ladrones. Juntos, durante un lapso de dos años, adquirimos los antiguos materiales para escritura. A través de mis estudios, yo conocía la ubicación de todos los rollos y los códices catalogados del siglo I, al igual que la de los descubrimientos que todavía estaban fuera de catálogo. Conocía los museos privados y públicos donde se guardaban o exhibían, y conocía también a los millonarios coleccionistas privados. Muchos rollos están en blanco al principio o al final, así como muchos códices tienen hojas sin usar, y eso fue lo que yo robé.
La audacia del hombre asombraba a Randall.
—¿Puede usted ser más específico? Quiero decir, ¿cuáles colecciones… dónde?
Lebrun sacudió la cabeza.
—Prefiero no decirle a usted los sitios exactos de los cuales sustraje el papiro y la vitela, pero no tengo inconveniente en hablarle de las colecciones que nosotros… examinamos, algunas de las cuales eventualmente visitamos de nuevo con intenciones más serias. Fuimos a la Biblioteca del Vaticano y al Museo de Turín, en Italia; a la Bibliothèque Nationale, en Francia; a la Oesterreichische Nationalbibliothek, en Austria; a la Biblioteca Bodmer, cerca de Ginebra, en Suiza; y a numerosos repositorios en la Gran Bretaña. Entre estos últimos estaban la Colección Beatty, en Dublín; la Biblioteca Rylands, en Manchester; y el Museo Británico, en Londres.
—¿En realidad cometió usted robos en esos lugares?
Lebrun se compuso la ropa.
—Sí, lo hicimos; en algunos, no en todos… porque no todos… porque no todos poseían papiros y pergaminos que dataran precisamente del siglo I. El Museo Británico fue particularmente fructífero. Una de las fuentes más tentadoras, ya que ofrecía un rollo de papiros del siglo I con superficies blancas; un papiro de Samaria con una porción de regular tamaño en blanco. Y lo mejor de todo fue que una gran cantidad de los papiros del Museo Británico, también con muchas zonas en blanco, estaba desorganizada y sin catalogar, debido a la falta de personal y de fondos de mantenimiento, y por lo tanto estaba relativamente mal protegida. Luego, naturalmente, había verdaderos tesoros en mi París natal, en la Bibliothèque Nationale. La biblioteca ha acumulado miles de esos manuscritos en sus bodegas, sin traducir, sin publicar, sin catalogar. Qué lástima, semejante desperdicio. Así que me hice de unas cuantas hojas en blanco de pergamino del siglo I, y les di un buen uso. ¿Me comprende usted, Monsieur?
—Ciertamente —dijo Randall—. Pero, por Dios, ¿cómo se las arregló usted para sacarlas?
—Simplemente haciéndolo —dijo Lebrun ingenuamente—. Procediendo audazmente pero con cautela. A algunos museos entraba yo mucho antes del amanecer, y en otros me ocultaba adentro hasta después de la hora de cerrar. En todos los casos, una vez que había inutilizado los sistemas de alarma, llevaba a cabo mis robos. En los museos más ampliamente protegidos, recurría yo a colegas que tenían más práctica y a quienes les pagaba bien. En dos casos logré negociar. Esos pobres guardianes de los museos y las bibliotecas están miserablemente pagados, usted lo sabe. Algunos tienen familias; muchas bocas que alimentar. Los sobornos modestos abren muchas puertas. No, señor Randall, no me fue difícil allegarme la pequeña cantidad de papiro y pergamino que yo necesitaba. Y tenga usted en cuenta que todas las piezas eran auténticas; los pergaminos no eran anteriores al año 5 a. de J., y los papiros no eran posteriores al año 90 A. D. Para la tinta empleé una fórmula usada entre los años 30 y 62 A. D., que reproduje con un ingrediente envejecedor especial añadido a negro de humo y resina vegetal, la misma usada por los escribanos del siglo I.
—Pero el contenido de su informe de Petronio y su evangelio de Santiago —dijo Randall—, ¿cómo es que pudo imaginar que semejantes documentos serían aceptables para los teólogos y los estudiosos más doctos del mundo?
La boca de Lebrun dibujó una gran sonrisa.
—Primero, porque había una desesperada necesidad de ambos documentos. Había, dentro de la religión, hombres ambiciosos de dinero o de poder que deseaban que se realizara tal hallazgo. Los dirigentes religiosos estaban preparados para aceptarlo. Lo deseaban. El clima y los tiempos estaban maduros para un Jesús resucitado. Además, porque ni una sola idea o acción de las que asenté en nombre de Petronio y de Santiago fue completamente inventada por mí. Casi todo lo que utilicé había sido sugerido ya, cuando menos una vez, por los padres de la Iglesia o por los historiadores o por otros antiguos evangelistas en los años posteriores al siglo I. Todo estaba allí, convirtiéndose en polvo, abandonado y completamente ignorado, excepto por los teóricos contemporáneos.
—¿Qué es lo que estaba allí? —inquirió Randall—. ¿Puede usted darme algunos ejemplos? Tomemos el Pergamino de Petronio. ¿Existió realmente una persona llamada Petronio?
—El Evangelio Perdido de San Pedro dice que existió. —¿El Evangelio Perdido de San Pedro? Nunca había oído hablar de eso.
—Pues existe —dijo Lebrun—. Fue encontrado en una sepultura antigua cerca del pueblo de Akhmim, la antigua Panópolis, en el Alto Nilo, en Egipto, durante 1886, por unos arqueólogos franceses. El evangelio de Pedro es un códice en pergamino que fue escrito hacia el año 130 A. D. Difiere de los evangelios canónicos en veintinueve aspectos. Dice que Herodes (no los judíos ni Pilatos, sino Herodes) fue el responsable de la ejecución de Jesús. Dice además que el capitán que encabezaba a los cien soldados que estuvieron a cargo de Jesús se llamaba Petronio.
—¡Maldita sea! —dijo Randall—. ¿Quiere usted decir que el evangelio de Pedro es verdadero?
—No solamente es verdadero, sino que Justino Mártir (quien se convirtió al cristianismo en el año 130 A. D.) nos dice que en su tiempo, cuando era leído, el evangelio de Pedro era más respetado que los cuatro evangelios actuales. Sin embargo, cuando el Nuevo Testamento fue integrado en el siglo IV, ese evangelio de Pedro no fue incluido, sino que lo desecharon, lo relegaron a los Apócrifos… es decir, a los escritos de autoridad dudosa o que están fuera del canon católico.
—De acuerdo —dijo Randall—. En su Pergamino de Petronio, usted presenta a Jesús como un ser subversivo y rebelde que se considera a Sí mismo por encima del César. ¿Qué le hizo a usted pensar que uno se tragaría eso?
—Porque muchos de los estudiosos bíblicos que hay en el mundo creen que así fue —replicó Lebrun—. Basta con hacer una cita de una obra desafiante aunque iconoclasta,
El Evangelio Nazareno Restaurado
, de Graves y Podro: «No hay duda de que Jesús fue ungido y coronado Rey de Israel; pero los editores del Evangelio hicieron todo lo posible por ocultar esto debido a motivos políticos.»
—¿Y su falsificación del Evangelio según Santiago? —inquirió Randall—. Las palabras que usted atribuye a Jesús, ¿son hechos o ficción?
Los ojos de Lebrun brillaron tras sus anteojos con arillos de acero.
—Pongámoslo de esta manera, Monsieur: los hechos sirvieron de base para mi ficción. Los Logia o Dichos del Señor presentaron muy pocos problemas. Una vez más consulté los Apócrifos, los antiguos documentos de cuestionable exactitud. Tomemos por ejemplo, un antiguo documento que se halló enterrado (la
Epistula Jacobi Apocrypha
), la Epístola Apócrifa de Santiago o Apocrifón de Santiago, una compilación de advertencias atribuidas a Jesús. Yo me apropié de algunas de ellas, meramente revisándolas o mejorándolas. En el Apocrifón, cuando Jesús se despide de Santiago dice: «Luego de que Él hubo dicho esto se fue. Pero nosotros nos arrodillamos, y Pedro y yo dimos gracias y elevamos nuestros corazones hacia los cielos.» En la Versión Revisada según Lebrun, yo puse: «Y allí nos dijo que nos quedáramos, y nos, bendijo, y con su bastón en la mano desapareció en la niebla y en la oscuridad. Entonces nos arrodillamos y dimos gracias, y elevamos nuestros corazones a los cielos.»
Satisfecho consigo mismo, Lebrun miró de soslayo a Randall, aguardando su reacción.
Una vez más, Randall sacudió la cabeza ante la osadía de todo aquello y, refunfuñando, concedió su aprobación.
—Ya comprendo —comentó Randall—. Los hechos al servicio de la fricción. Quisiera saber más. ¿Qué hay de la descripción de Jesús que hace Santiago? ¿No esperaba usted que ese Jesús, de ojos estrechos, nariz muy larga, rostro desfigurado por cicatrices y llagas…? ¿No esperaba usted que se resistirían a aceptarlo?
—No. En cuanto a esto también había antiguos indicios de que Él tenía una apariencia poco atractiva. Clemente de Alejandría, cuando reprendía a los seguidores a quienes preocupaban las buenas apariencias, les recordaba que Jesús era «feo de aspecto». Andrés de Creta escribió que Jesús tenía «cejas que se juntaban». Cirilo de Alejandría asentó que Cristo poseía «un aspecto muy feo», pero agregaba que «comparado con la gloria de la divinidad, la carne no tiene valor». Eso me bastó.
—Pero, ¿qué orientación tuvo usted para justificar el haber escrito que Jesús sobrevivió a la Cruz?
—Hay una vieja tradición que dice que Jesús no murió al ser crucificado. Ignacio, quien fuera obispo de Antioquía, en Siria, en el año 69 A. D., aseveró que Jesús estaba «en la carne» después de Su Resurrección. Según Ireneo, el respetado Papías (obispo de Hierápolis) conoció personalmente al discípulo Juan, y este Papías afirmó que Jesús no murió sino hasta la edad de cincuenta años. Los rosacruces han sostenido siempre que poseen documentos antiguos que prueban que Jesús se salvó de la muerte en la Cruz en Jerusalén. Un historiador rosacruz escribió: «Cuando entraron al sepulcro encontraron a Jesús reposando tranquilamente y recuperando la fuerza y la vitalidad con gran rapidez.» Estas fuentes aseveran, además, que la secta de los esenios ocultó a Jesús. Incidentalmente, «esenio» no sólo quiere decir «santo», sino también «el que cura». Bien puede ser que un esenio hubiera curado a Jesús. Ése era el argumento de Karl F. Bahrdt y Karl H. Venturini, quienes escribieron una biografía de Jesús a finales del siglo XVIII. Ellos sostenían la teoría de que los esenios habían representado teatralmente los milagros de Cristo y la Resurrección, y que el Señor fue bajado de la Cruz inconsciente, mas no muerto, y que luego fue revivido por un curandero o médico esenio.
—¿Y eso de traer a Jesús a Roma? —preguntó Randall.
—Roma —repitió Lebrun, acariciando la palabra amorosamente. Mi mayor riesgo, pero, ¿por qué no? Los fariseos judíos del siglo II creían firmemente que el Mesías aparecería en Roma. Pedro vio a Jesús en carne y hueso camino a Roma. Suetonio, el historiador romano, acusó a Cristo de provocar desórdenes en Roma. De hecho, existe una tradición que describe a Santiago diciendo a sus seguidores que si alguno de ellos se preguntara dónde está su Dios, él podía asegurarles: «Vuestro Dios está en la gran ciudad de Roma» —Lebrun hizo una pausa, considerando lo que acababa de decir. Pareció satisfecho—. Creo que lo de Roma era bastante lógico.
—Aparentemente lo era.
—Vea usted, Monsieur Randall, que casi todos los conceptos que hay en mi falsificación estuvieron basados en algún indicio antiguo. Ésas son las mismas pistas que han tentado a los teólogos modernos y a los estudiosos del Nuevo Testamento a tratar de reconstruir la vida de Cristo, a rellenar los claros que existen, mediante la deducción y la lógica, mediante la interpretación de los antecedentes de la época y la teorización. Los expertos bíblicos contemporáneos saben que los cuatro evangelios actuales no representan una historia de los hechos. Los cuatro evangelios son primordialmente una serie de mitos reunidos, aunque esos mitos pueden haberse fundamentado en sucesos reales. Esto ha motivado a muchos expertos modernos a especular acerca de lo que realmente pudo haber sucedido a principios del siglo primero. Nada les gustaría más que el hecho de que se comprobara que están en lo cierto, merced al descubrimiento de un evangelio perdido… en cuya existencia siempre han creído como la fuente primaria de los cuatro evangelios canónicos. Así pues, yo sabía que cualquiera que fuera la oposición que las historias de Santiago y Petronio pudieran encontrar, aún habría cientos de teólogos y estudiosos contemporáneos que dirían: «Por fin, he aquí la evidencia real de lo que durante tanto tiempo hemos sostenido que debió haber ocurrido.»
—Lo que usted supuso resultó cierto, Monsieur Lebrun. Los más respetados expertos internacionales han examinado su evangelio de Santiago y su informe del juicio por Petronio, y los han aprobado.
—Jamás dudé del resultado —dijo Lebrun complacido—. Luego de que hube enterrado sin contratiempos mi falsificación… y ese penúltimo paso, en cierto sentido, fue el más difícil…
—¿Cómo el más difícil? —interrumpió Randall.
—Porque una vez que me vi forzado a utilizar la zona de Ostia Antica como el sitio para el descubrimiento, a efecto de apoyar las ideas del profesor Monti e implicarlo a él después, tuve que encarar problemas difíciles.
—¿En qué sentido?
—Enterrar mi obra en alguna cueva en Israel o en Jordania, o en alguna bodega en un monasterio en Egipto, habría sido más fácil, más lógico. La mayoría de los hallazgos importantes se han realizado en esas regiones áridas. Pero en Ostia Antica… fue terrible. No podría imaginarse un sitio menos idóneo para que un papiro subsistiera de diecinueve a veinte siglos. Había el problema del agua. La altitud de Ostia era tan insignificante en tiempos antiguos que periódicamente la invadían las aguas del Tíber. De ningún papiro o pergamino podría esperarse que hubiera resistido esas repetidas inmersiones. Luego, tuve que vérmelas con otro hecho histórico. En el siglo II, César Adriano demolió Ostia y la reconstruyó con un metro más de elevación para neutralizar las inundaciones. Yo superé el problema resolviéndome a introducir los manuscritos en un bloque de piedra.
—¿No sería eso inmediatamente sospechoso?
—No, en lo más mínimo —contestó Lebrun—. Yo sabía que muchos mercaderes ricos habían vivido en villas sobre la costa cercana a Ostia Antica… y si algunos de esos comerciantes, algún judío secretamente convertido al cristianismo, hubiera querido preservar manuscritos valiosos traídos de la colonia de Palestina, lo habría hecho justamente de esa manera.