Authors: Irving Wallace
—No olvidaré su nombre, señor Randall.
—Una cosa más, Julio. Nuestro amigo Lebrun… ¿Cómo llega a Doney todos los días?; quiero decir, ¿en taxi o caminando?
—Siempre llega a pie.
—Entonces debe vivir por aquí cerca, en los alrededores. No caminaría una gran distancia con una pierna artificial, ¿verdad?
—Es poco probable que lo hiciera.
—Muy bien —dijo Randall, incorporándose—. Gracias por todo, Julio. Nos veremos a las cuatro cuarenta y cinco.
—Pero, señor, su granizado de limón…
—Es todo suyo, con mis cumplidos. Ya tuve mi postre de hoy.
Había pasado cinco horas de inquietud en su cuarto doble del quinto piso del «Hotel Excelsior».
Había tratado de no pensar en lo que le esperaba por delante. Había tirado su portafolio sobre la cama, lo había abierto y había sacado sus carpetas de correspondencia. En la mesa con cubierta de cristal que estaba a un lado de la única ventana del cuarto, había intentado ponerse al corriente con sus cartas.
Había escrito una rutinaria carta de hijo atento a su madre y a su padre en Oak City, incluyendo a su hermana Clare y al tío Herman. Había escrito una breve nota, más turística que paternal, a su hija Judy en San Francisco. Había iniciado una carta para que fuera remitida a Jim McLoughlin del Instituto Raker, explicándole que Randall y Asociados había estado tratando de localizarlo durante varias semanas para hacerle saber que, debido a circunstancias fuera de su control (sin mencionar a Towery ni lo de la adquisición por parte de Cosmos), la firma no podría hacerse cargo de la cuenta del Raker. Pero no había podido terminar la misiva y acabó por romper y tirar lo que había escrito.
Puesto que había omitido responder a las cartas de su abogado, consideró la idea de telefonear a Thad Crawford a Nueva York, pero finalmente comprendió que le faltaba paciencia para hacerlo. Aunque no tenía hambre, había pedido el servicio en su cuarto, ordenando lo que él pensó que sería un almuerzo ligero, pero que resultó ser canelones con champiñones y pollo estofado con salsa de tomate y pimientos, y que devoró compulsivamente por su creciente ansiedad.
Había pensado en informarle a Ángela que aún estaba en Roma, pero se decidió en contra de la llamada porque ello lo forzaría a urdir otra mentira o la llenaría a ella de aprensión. Había considerado llamar a George L. Wheeler a Amsterdam para explicarle su ausencia ya que faltaban sólo seis días para el anuncio del Nuevo Testamento Internacional, pero resolvió posponer esa llamada (y la inevitable ira de Wheeler) hasta que hubiera encontrado a Robert Lebrun.
Por más que había tratado de mantener a Lebrun fuera de sus pensamientos, le había resultado imposible. Había dado vueltas y más vueltas por su habitación, hasta conocer cada centímetro del dibujo de la alfombra oriental, cada muesca del buró con cubierta de mármol, sobre la cual estaba un florero, y cada línea que se marcaba en su rostro al reflejarse una y otra vez en el espejo ovalado que había sobre el tocador.
Había llegado a Resurrección Dos, a Amsterdam, hacía poco más de dos semanas para hacer un trabajo vital y descubrir por sí mismo el significado de la fe. Sin embargo, había empleado la mitad de su tiempo y se las había arreglado para viajar a Roma en un momento de clímax haciendo un esfuerzo por aniquilar la única cosa en la que podría creer.
Había comenzado con el defecto descubierto por Bogardus. Tal vez esta pesquisa exterminadora había sobrevivido a causa del defecto de Randall. Su defecto, como Ángela lo había señalado, y como se lo habían dicho todos aquellos que habían estado cerca de él, en un momento o en otro, era el de un infatigable escepticismo. Así que esta cacería era una locura, a menos que su razonamiento fuera honesto. Y su razonamiento era que para tener fe, uno no debe basarse en una creencia mística incuestionable. Hay que conocer la realidad tangible.
Y así, finalmente, todo recayó sobre la persona de Robert Lebrun. De una forma o de otra, en Lebrun estaba la última respuesta.
Esos habían sido sus pensamientos mientras estuvo en su habitación. Y esos eran todavía sus pensamientos ahora, al sentarse una vez más a una mesa en el café Doney, displicente e incómodo. Ya no sabía si deseaba que Lebrun apareciera o no. De lo único que estaba seguro era que deseaba que este encuentro crucial ya hubiera concluido.
Era cuando menos la décima vez, durante el pasado cuarto de hora, que veía en su reloj de pulsera las lentas manecillas sobre la carátula. Eran las cinco y seis minutos. Tomó otro sorbo de su Dubonnet y, al hacerlo, por el rabillo del ojo vio a Julio, el encargado, deslizándose hacia él.
Julio le habló en voz baja.
—Señor Randall, aquí está.
—¿Dónde?
—Detrás de mí, en esta fila, en la tercera mesa a mis espaldas. Usted lo reconocerá.
Julio se hizo a un lado, y Randall giró la cabeza.
Allí estaba, tal como De Vroome lo había descrito, pero aún más marcados todos los rasgos. Parecía más pequeño, más jorobado de lo que Randall esperaba. Aseado cabello castaño, seguramente teñido. Sus rasgos esqueléticos, corroídos por la edad, eran puras arrugas y oquedades. Sus anteojos de redondos arillos de acero tenían cristales oscuros. Una raída chaqueta de gabardina echada sobre los hombros, con las mangas colgando vacías, al estilo de los italianos que andaban a la moda y los jóvenes aspirantes a actores. Se veía venerable y anticuado, pero no achacoso. Una solitaria bebida se hallaba frente a él. Estaba absorto en un periódico.
Rápidamente, Randall se levantó de su mesa.
Al llegar a su destino, tomó la silla libre que estaba frente al ocupante de la mesa y deliberadamente se sentó en ella.
—Monsieur Robert Lebrun —dijo—, espero que me permitirá el placer de presentarme y ofrecerle un trago.
La arrugada cara de Lebrun asomó por encima del periódico, y sus hundidos ojos grises lo miraron con cautela. Sus labios húmedos y babosos se abrieron para mostrar una dentadura postiza mal ajustada.
—¿Quién es usted? —gruñó.
—Mi nombre es Steven Randall. Soy un publirrelacionista de Nueva York. He estado esperando aquí para verlo.
—¿Qué quiere usted? —dijo Lebrun—. ¿Dónde oyó ese nombre?
Los modales del francés eran todo menos cordiales, así que Randall comprendió que debía trabajar deprisa.
—Entiendo que usted fue una vez amigo del profesor Monti, que estaban asociados en una empresa arqueológica.
—¿Monti? ¿Qué sabe usted de Monti?
—Soy amigo íntimo de una de sus hijas. De hecho, ayer vi a Monti.
Lebrun se interesó al instante, pero se mantuvo en guardia.
—¿Que vio a Monti, dice usted? Entonces dígame dónde lo vio.
«De acuerdo —pensó Randall—, la primera prueba.»
—Está en la Villa Bellavista. Lo visité, hablé con él y con su médico, el doctor Venturi —Randall titubeó y luego se lanzó a la segunda prueba—. Sé algo acerca de la colaboración de usted con el profesor Monti, del descubrimiento de Ostia Antica.
Los hundidos ojos se clavaron en Randall. La boca fofa se movía húmedamente.
—¿Le habló a usted de mí?
—No precisamente. No de una manera directa. En realidad, su memoria está deteriorada.
—Prosiga.
—Pero me dieron acceso confidencial a sus papeles privados, todos los documentos que tenía en su posesión cuando se entrevistó con usted aquí en el Doney hace más de un año.
—Así que usted sabe acerca de eso.
—Lo sé, Monsieur Lebrun. Eso y más. Mi curiosidad como publicista fue comprensiblemente estimulada, así que me esforcé por localizarlo a usted. Quería hablarle amistosamente, con la esperanza de que lo que yo tenga que decir resulte beneficioso para ambos.
Lebrun se subió los anteojos sobre el puente nasal y se restregó la barba erizada que le crecía sobre el largo mentón, mientras trataba de llegar a alguna decisión con respecto a este extraño. Parecía impresionado, pero cauteloso.
—¿Cómo puedo estar seguro de que no me está mintiendo?
—¿Acerca de qué?
—De que vio a Monti. Hay tantos charlatanes en todas partes. ¿Cómo puedo estar seguro?
Ése era un obstáculo.
—No sé qué prueba puedo ofrecerle a usted —dijo Randall—. Vi a Monti, hablamos largamente… de cosas insensatas la mayor parte del tiempo… y… bueno, ¿qué puedo repetirle?
—Debo estar seguro de que usted lo vio —insistió el viejo tenazmente.
—Pero
sí
lo vi. Incluso me dio…
Recordando de pronto lo que había metido en el bolsillo de su chaqueta al salir de su habitación, Randall extrajo la hoja de papel y la desdobló sobre la mesa. No tenía idea de lo que esto significaría para Lebrun, pero era todo lo que tenía de Monti. Puso el papel frente a Lebrun.
—Monti hizo este dibujo, un pez arponeado, y me lo dio como un regalo de despedida. Yo no sé si significa algo para usted, pero me lo dibujó y me lo dio. Ésta es la única cosa que puedo mostrarle, Monsieur Lebrun.
El dibujo pareció tener un efecto saludable en Lebrun. Sosteniéndolo a corta distancia de sus ojos (de un ojo, en realidad, porque ahora Randall se daba cuenta de que el otro ojo del viejo estaba velado por una catarata), Lebrun lo examinó y se lo devolvió.
—Sí, me es familiar.
—¿Está usted satisfecho entonces?
—Estoy satisfecho en cuanto a que éste es un dibujo que yo solía hacer a menudo.
—¿Usted? —dijo Randall, tomado por sorpresa.
—El pez. La cristiandad. El arpón. La muerte de la cristiandad. Mi deseo —reflexionó brevemente—. No me sorprende que Monti lo haya tomado. Su último recuerdo. Yo traicioné a la cristiandad y a Monti. Mi muerte es su deseo. Esto es,
si
es que él lo dibujó.
—¿Cómo podría alguien más saber acerca de esto? —inquirió Randall.
—Tal vez su hija.
—Ella no lo ha visto en su sano juicio desde la última entrevista que él sostuvo con usted.
El francés frunció el ceño.
—Quizá. Si usted vio a Monti, ¿hizo él alguna alusión a mí… o a mi trabajo?
Randall se sentía desvalido.
—No, no habló de usted. En cuanto a su trabajo… ¿se refiere usted al Evangelio según Santiago y al Pergamino de Petronio?
Lebrun no respondió.
Randall dijo apresuradamente:
—Él se creyó Santiago, el hermano de Jesús. Comenzó a recitar, en inglés, palabra por palabra, lo que estaba escrito en arameo en el Papiro número 3, la primera de las páginas que tienen escritura —Randall se detuvo, tratando de recordar el contenido de la cinta que había grabado en la Villa Bellavista y que había escuchado varias veces esta misma tarde—. Incluso complementó un fragmento faltante del tercer papiro.
Lebrun dio muestras de acrecentado interés.
—¿Qué fue?
—Cuando Monti descubrió el Evangelio según Santiago, había algunos agujeros en los papiros. En el tercer fragmento hay una frase incompleta que dice: «Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios, son…», y luego falta lo que sigue, pero el texto se reanuda con… «yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo». Bueno, Monti recitó eso, pero además complementó la parte faltante.
Lebrun se inclinó hacia delante.
—¿Y qué fue lo que complementó?
—Déjeme ver si puedo recordarlo —trató de reescuchar en su mente la cinta grabada—. Monti me dijo: «Los otros hijos de José, hermanos sobrevivientes del Señor y míos propios, son José, Simón…»
—«…y Judas. Todos están allende los linderos de Judea e Idumea, y yo quedo para hablar del primogénito y más amado Hijo» —concluyó Lebrun por Randall, y se recostó en su silla.
Randall miró al viejo con asombro.
—Usted… usted lo sabe.
—Debería saberlo —dijo Lebrun. Sus labios se fruncieron hacia arriba, de modo que su boca se volvió una arruga más en su rostro—. Yo lo escribí. Monti no es Santiago. Yo soy Santiago.
Para Randall fue un momento terrible, un momento que él había buscado y que no había querido encontrar.
—Entonces todo es una mentira… Santiago, Petronio, el descubrimiento completo.
—Una brillante mentira —corrigió Lebrun. Echó un vistazo a su izquierda, luego a su derecha, y añadió para abundar—: Una falsificación, la más formidable de la Historia. Ahora lo sabe usted —estudió a Randall—. Estoy satisfecho en cuanto a que haya visto al profesor Monti, aunque no lo estoy en cuanto a lo que usted quiere de Robert Lebrun. ¿Qué quiere de mí?
—Los hechos —dijo Randall—. Y la prueba de su falsificación.
—¿Qué haría usted con esa prueba?
—Publicarla. Desenmascarar a aquellos que predicarían una falsa esperanza ante un público crédulo.
Hubo un largo silencio, mientras Robert Lebrun reflexionaba. Finalmente habló:
—Ha habido otros —dijo en voz baja, casi para sí mismo—, otros que han querido la evidencia del fraude y que prometieron solemnemente exponer la putrefacción interna de la Iglesia y el lado sórdido de la religión. Pero resultaron ser agentes del propio clero que querían echarle mano a la verdad y sepultarla para poder preservar sus mitos para siempre. No bastaba su dinero si no podía yo confiar en ellos para exponer la Palabra. ¿Cómo puedo confiar en usted?
—Porque yo fui contratado para hacer la publicidad de Resurrección Dos y promover la nueva Biblia, y casi me embarcan, hasta que comencé a tener dudas —dijo Randall con franqueza—. Porque mis dudas me hicieron buscar la verdad… y tal vez la he encontrado en usted.
—Usted la ha encontrado en mí —dijo Lebrun—. Pero yo no estoy tan seguro de haberla encontrado en usted. No puedo entregar la verdad del trabajo de toda una vida, a menos que esté seguro.., positivamente cierto… de que verá la luz.
Por primera vez Randall se había topado con alguien más, aparte de De Vroome, cuyo escepticismo rivalizaba con el suyo propio, si no es que lo sobrepasaba.
El hombre estaba resultando exasperante y frustráneo, más allá de lo soportable. Desde el fiasco de lo de Plummer, Lebrun probablemente era incapaz de confiar en ningún otro ser humano. ¿Quién en el mundo tendría el suficiente carácter y los impecables antecedentes requeridos para convencer a este anciano de que su inversión de tantos años le sería recompensada, de que la tal prueba sería dada a conocer a la gente de todas partes? Entonces Randall pensó en alguien. Si el joven Jim McLoughlin estuviera en este momento en los zapatos del propio Randall (McLoughlin, con su feroz integridad, su admirable expediente de investigaciones de la hipocresía y la trapacería, su Instituto Raker, dedicado a la búsqueda de la verdad y al diablo con las consecuencias), él sólo podría ganarse la confianza de Robert Lebrun.