Authors: Irving Wallace
El nuevo billete color de rosa estaba ya en su bolsillo, y la fecha perforada en los números que rodeaban el billete era el 2. Y ahí estaba él, en la avanzada mañana de un martes que era el 2 de julio, a bordo del destartalado tren que poco a poco se acercaba estruendosamente al antiguo puerto medio sepultado donde, bajo la pala del profesor Monti, se había iniciado Resurrección Dos y donde, a través del testimonio secreto de Robert Lebrun, Resurrección Dos podría finalizar.
La anterior había sido una noche muy ocupada para Steven Randall. Se había asegurado, a través del conserje del «Hotel Excelsior», de las horas de salida de los trenes matutinos que iban de Roma a Ostia Antica. Era un viaje de solamente veinticinco minutos, se le había informado. Después de eso, siguiendo pistas, había bajado al distrito de la Via Veneto en busca de algunas librerías italianas que tuvieran libros en inglés y que estuvieran abiertas hasta las ocho o más tarde. Había encontrado dos, y en ellas había localizado lo que quería: ejemplares usados de las obras acerca de Ostia escritas por Guido Calza, quien había dirigido algunas de las primeras exploraciones de las ruinas en el siglo xx, y por Russell Meiggs, quien había asentado el registro histórico más completo acerca del florecimiento y la decadencia de la antigua ciudad.
Para completar los libros, Randall había adquirido un mapa turístico que mostraba el plano de la ciudad en la antigua época romana y en los tiempos modernos, así como una guía que describía las ruinas descubiertas en el siglo pasado. No había referencia alguna acerca del profesor Augusto Monti… lo cual era comprensible, ya que el mapa y los libros eran de fechas anteriores al descubrimiento que había hecho Monti hacía seis años. Después, Randall recordó que el hallazgo de Monti se había mantenido en perfecto secreto y no se haría del conocimiento público sino hasta fines de esa semana.
Hasta dos horas después de la medianoche, Randall había examinado escrupulosamente los libros y el mapa, con sus planos antiguos y modernos, estudiándolos con mayor atención de la que jamás había otorgado a ningún libro de texto en la secundaria o en la universidad, hacía ya muchos años. Casi había memorizado todas las vistas y la leyenda de Ostia Antica y sus alrededores. Se había penetrado de los planos de la típica villa patricia romana del siglo primero, como aquélla que Monti había desenterrado. La típica villa tenía un vestíbulo, un atrio o patio abierto, un
tablinum
, o biblioteca, un
triclinium
o comedor, recámaras, un
oecus
o salón principal, una cocina, habitaciones para los sirvientes, algunas letrinas… y sí, por Dios, algunas veces hasta una
catacomba
.
En el pedazo de papel que llevaba Randall en su cartera, Robert Lebrun había garabateado (después de
Porta Marina
, después de
600 mtrs
.) la palabra
catacomba
, y anoche en su lectura, se había ocupado en buscarla. Se había enterado de que numerosas excavaciones realizadas en Italia habían revelado que algunas villas, propiedades de los cristianos conversos secretamente, tenían su propia
catacomba
, una cámara subterránea para enterrar privadamente a la familia.
Habiendo terminado con los libros, Randall había sacado de su maleta el expediente con las notas de investigación que tanto él como Ángela habían hecho acerca de las excavaciones del profesor Monti en la zona del puerto hacía seis años. Reuniendo cada una de las últimas palabras de la confesión que Lebrun le hiciera durante su única entrevista, las añadió a las breves anotaciones que ya había hecho. Finalmente, con los ojos irritados y el cerebro fatigado, se fue a dormir.
Esta mañana, armado únicamente con el mapa y la hoja de papel que tenía el dibujo del pez arponeado y las misteriosas notas en la esquina inferior derecha, había tomado un taxi hacia Porta San Paolo.
Había resultado ser una estación ordinaria, con algunas columnas de piedra en el exterior y piso de mármol en el interior; pasando la cafetería y el kiosco de periódicos, había una hilera de taquillas. Llevando su perforado billete color de rosa en la mano, Randall se había dirigido a la plataforma de la estación y a su tren. Había abordado un vagón pintado de azul y blanco y, unos momentos después, él y los otros pasajeros habían iniciado su viaje.
Ahora, al ver su reloj, se dio cuenta de que habían transcurrido diecisiete minutos desde la partida. Estaba a sólo ocho minutos de su destino.
Normalmente, el viaje le habría parecido insoportable. Los asientos de los pasajeros eran duros bancos de madera, ni sucios ni limpios, sino simplemente viejos. El vagón estaba repleto y la atmósfera era sofocante; estaba abarrotado de sencillos italianos, pobremente vestidos, que regresaban a sus pueblos y villas desde la gran ciudad. Se oían muchos parloteos, lloriqueos y quejidos (o a eso sonaban), y la mayoría de quienes se encontraban alrededor de él estaban empapados en sudor, mientras el despiadado sol penetraba a través de las sucias ventanas. Desde el principio, las luces eléctricas del techo habían estado encendidas, lo cual había parecido incomprensible hasta que atravesaron el primer túnel de una montaña, y luego otro y otro.
Contemplando el panorama a través de la ventana, Randall no encontró nada de interés. Había muchos edificios de apartamentos arruinados, alguna ropa recién lavada colgando de los pequeños balcones y, aquí y allá, oscuras casas de campo pertenecientes a conjuntos residenciales. El tren se había detenido a sacudidas ante las descuidadas estaciones de pequeños pueblos… en Magliana, en Tor di Valle, después en Vitina.
Ahora estaban saliendo de Acilia. El panorama estaba mejorando. Sobre el horizonte se veía una arboleda de olivos, algunas granjas, prados, arroyos que desembocaban en el Tíber y una moderna autopista, la Via Ostiensis, supuso Randall, visible en una línea paralela.
Todo esto había sido una vez el majestuoso camino de Roma al puerto desarrollado por Julio César y Augusto César. Mejorado por los Césares posteriores, Claudio y Nerón, el puerto había sido una fortaleza contra los invasores y eventualmente había llenado los graneros en Ostia, el centro de abastos de la capital.
No obstante, a Randall en realidad no le interesaba lo que había fuera de la ventana, o el calor y las condiciones sofocantes que prevalecían dentro del vagón. Su verdadera atención estaba en lo que le esperaba más adelante, en la posibilidad de que la mano muerta de Robert Lebrun lo condujera hacia la evidencia de la falsificación, la cual obviamente había escondido en alguna parte del antiguo puerto, fuera de las excavaciones controladas por el Gobierno… probablemente en las proximidades del punto donde Lebrun dijo haber ocultado su fraude para que Monti lo descubriera.
Randall sabía que tenía escasísimas probabilidades en su favor. Eran las mismas probabilidades de encontrar una aguja en un pajar. No obstante, tenía una pista, y con un poco de confianza se sintió impulsado a representar ese acto final. De alguna manera, nada parecía más importante que saber si el mensaje del Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio, que se ofrecerían al mundo a través de Resurrección Dos dentro de unos pocos días, era la Palabra… o la Mentira.
El tren chirriaba más lentamente; de hecho, estaba deteniéndose. Randall miró su reloj. Veintiséis minutos desde que había salido de Roma. Se asomó hacia fuera a tiempo para ver un negro letrero que ostentaba unas palabras en blanco. Decía: OSTIA ANTICA.
Se levantó de un salto, apretujado entre la docena de sudorosos pasajeros que llenaban el pasillo, y arrastrando los pies alcanzó la puerta del vagón.
Después de atravesar la plataforma, los pasajeros se precipitaron hacia un paso a desnivel. Randall los siguió. Bajó la escalera, caminó por un túnel de hormigón reconfortantemente fresco que cruzaba por debajo de las vías del ferrocarril, y luego subió los escalones que conducían a la pequeña y acalorada estación. Pasó con prisas cerca de una estatua sin cabeza que estaba frente a la ventanilla de los billetes y se dirigió al exterior.
Tratando de ignorar el abrasante calor y de orientarse, se sintió agradablemente sorprendido. Era como si lo hubieran arrojado a un paraíso rural. Frente a él había palmeras e higueras, y más allá alcanzó a ver la escalera de un puente. Los otros pasajeros se habían evaporado. Él se hallaba solo en ese tranquilo y pacífico lugar… pero no completamente solo.
Un chófer de taxi, un nativo de cómica apariencia, sonriente y raquítico, que llevaba un ancho sombrero de gondolero, una harapienta camisa, una banda color escarlata a la cintura y pantalones anchos, se le había interpuesto con rapidez.
El chófer, bronceado por el sol, se tocó respetuosamente el ala del sombrero.
—Buon giorno, signore
. Yo soy Lupo Farinnaci. Todos en Ostia me conocen. Yo tengo un taxi. «Fiat». ¿Quiere un taxi?
—Creo que no —dijo Randall—. Solamente voy a las excavaciones…
—Ah,
scavi, scavi
, excavaciones, sí. Usted camina. Es una caminata corta. Más allá del puente, más allá de la autostrada, hacia la puerta de hierro.
—Gracias.
—No se quede mucho. Demasiado caliente. Si usted quiere un paseo fresco, tal vez después a Lido di Ostia, la playa de Roma, Lupo lo lleva en taxi.
—No creo que tenga tiempo.
—Tal vez. Usted vea. Si necesita un taxi, Lupo aquí… en el restaurante «Al Desembarcadero de Eneas»… A veces en el puesto de frutas más allá. Usted vea. Tal vez.
—Gracias, Lupo. Si lo necesito, lo buscaré.
Asándose, Randall se dirigió hacia el puente y lo cruzó, y cuando hubo descendido cerca de un campo abierto en el que había un grupo de pinos, su camisa estaba empapada y la llevaba pegada a la piel. Con el mapa en la mano, identificó un castillo del siglo XV, el de Giuliano della Rovere, quien se había convertido en el Papa Julio II, y luego encontró un restaurante campestre con el extraño nombre de Allo Sbarco di Enea (Al Desembarcadero de Eneas, según le había dicho Lupo) donde, bajo un techo compuesto de enredaderas, había gente comiendo. La entrada principal a las ruinas (marcado en el mapa como Cancello A, Porta Romana) debía estar cerca.
Caminó un poco más y vislumbró una puerta de hierro que tenía al frente un letrero amarillo que anunciaba, en letras negras: SCAVI DI OSTIA ANTICA.
Una vez que hubo cruzado la entrada, todo se volvió a transformar, como por acto de magia, en el país de las maravillas. Ante él se extendía un parque, o lo que parecía ser un parque, con verdes pinos que despedían un aroma fresco y estimulante, y desde el mar, que estaba a unos cuantos kilómetros de distancia, una ligera brisa lo envolvía e incrementaba sus esperanzas.
A su izquierda, Randall vio un pabellón minúsculo, dentro del cual estaba una anciana obesa observándolo. La vieja tenía en las manos un rollo de boletos y le estaba gritando:
—Bisogno comprare un biglietto per entrare, signore
! ¡Necesita comprar un boleto para entrar, Mr.!
Respondiendo a la llamada, Randall se acercó a la anciana y compró un boleto para ver las ruinas.
Con el cartoncillo en la mano y guardándose el cambio, vio otra señal amarilla con una inscripción en italiano. Inquisitivamente miró a la vendedora de boletos.
—Que el superintendente dice que no se acerque a la excavación; no está permitido —explicó ella—. Vea las ruinas; la excavación no. Dice que cuidado con el desnivel del terreno cuando camine, para protegerse las piernas.
—Tendré cuidado —prometió él.
Siguiendo nuevamente su mapa, Randall buscó el Decumanus Maximus, la antigua calle principal que atravesaba todo lo que había sido descubierto de Ostia Antica. No tuvo problema para encontrar el camino, pero desde que dio los primeros pasos supo que tendría dificultad para recorrerlo.
La calle principal, hoy día igual que en su apogeo durante el siglo II, estaba cubierta con resbaladizas y separadas piedras redondas, de modo que al caminar sobre ellas uno resbalaba, tropezaba y se torcía los tobillos. Al fin, en vista de que la superficie irregular y resbaladiza le estaba impidiendo avanzar, Randall se pasó a un lado del camino, donde había hierba, y reanudó la marcha entre el pasto, los parches de tierra y los antiguos despojos sobre el cadáver de esa ciudad romana.
Aquí, según le indicaba su mapa, estaban los muros destruidos de un granero del siglo II, y allá, las columnas de un teatro que había funcionado en el año 30 A. D. Aquí, los restos del Teatro de la Comunidad, y allá, el Balneario del Foro.
Pero, impacientándose con el mapa, prefirió recrear la vista con el panorama total, contemplando los estratos descubiertos que revelaban las volcadas urnas de mármol con sus refinados tallados, la sección de un apartamento con sus paredes interiores pintadas, los tazones secos de varias fuentes, los restos de imponentes arcos y un pedrejón con la inscripción
Decumanus Maximus
.
Había reconocido dos terceras partes de las ruinas de Ostia Antica, y la región estaba completamente desolada; no había otra alma a la vista y comenzó a sentirse perdido.
Se detuvo bajo la sombra de un pino, sentándose en la orilla de un muro de piedra destrozado, y desdobló la hoja de papel que había tomado de la cartera de Lebrun.
Releyó la misteriosa anotación que había en la esquina inferior derecha:
Cancello C, Decumanus Maximus, Porta Marina. 600 mtrs. Catacomba
.
Examinándolo por centésima vez, Randall se sintió menos seguro de que representaba lo que ayer había pensado que significaba. El había creído que éste era el destino al que Lebrun quería llegar el domingo; un registro escrito de la zona donde había escondido la evidencia de su falsificación. Ahora, Randall experimentaba sus primeras dudas.
Sin embargo, no había alternativa; tenía que seguir adelante. Según su mapa, Cancello C (que de acuerdo con su diccionario significa Puerta C) o la Porta Marina estaban a la vuelta de la curva del camino, al mero final del Decumanus Maximus y en el límite exterior de las ruinas de Ostia Antica.
Se embolsó tanto el papel doblado como el mapa, se levantó del muro de piedra y se dirigió hacia la curva del camino principal.
En cinco minutos llegó al final del camino empedrado con guijarros y lleno de baches, deteniéndose frente a las desplomadas piedras del Balneario de la Porta Marina. A su derecha, más allá de los excavados huertos de las casas de los tiempos de Adrián, había una extensión de terreno accidentado, cuyo segado pasto estaba amarilleado y marchitándose bajo el ardiente sol.