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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (33 page)

BOOK: La página rasgada
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El caso fue que, de repente, el Werner volvió a funcionar. Lo había conseguido como por arte de magia con la única ayuda de una aguja de hacer punto y su pericia.

Ahora bien… la escena de la doma del caballo ya era historia, quedaría para otra ocasión. Y como el que no se consuela es porque no quiere, nos conformamos con saber que ya teníamos tele otra vez, no nos quedaba otro remedio.

—Al menos podemos ver el resto de la peli —dijo, colocando de nuevo el aparato en su hueco, con mucho mimo; aún tenía clavada la aguja, a modo de estoque.

Bueno, pues no.

No pudimos ver lo que quedaba de filme porque entonces, en ese preciso instante, se produjo el apagón general. Ahí ya no hubo nada que hacer salvo las oportunas quejas y maldiciones cuyo testamentario era la compañía de suministro eléctrico.

En otras ocasiones los cortes de luz habían durado unos minutos pero esa noche todos los elementos estaban en nuestra contra, y las expectativas que nos habíamos creado de ver
Duelo al sol
. El corte de luz se prolongaba. En vista de la tardanza, fue cuando los vecinos comenzaron a salir a los descansillos con velas y palmatorias para enterarse de si alguien sabía algo. Media hora después, la escalera parecía el metro, todos charlaban, elucubraban o renegaban de los operarios encargados de restablecer la energía, que no acababa de volver.

Almudena decidió que se iba a la cama, al día siguiente se examinaba; otro tanto hicieron mis padres.

Yo no tenía ganas de dormir pero salió al paso mi abuela que, medio en penumbras, me dijo una de sus frases definitivas.

—Esto no es nada. Para cortes, los que llevaban a cabo los maquis.

El nombre por el que se conocía a los republicanos que integraron la guerra de guerrillas contra las fuerzas franquistas, me dijo que estaba ante una nueva historieta made in Emilia Larrieta
.
Preparé una «pajarita» para ella, me serví un poco de Cola-Cao para mí y con un par de velas encima de la mesa, a solas ya ella y yo, me dispuse a escucharla.

—¿Tú sabes quiénes eran los maquis, Nuria?

—Claro.

—Seguro que no lo sabes por tus estudios, esas cosas no se enseñan en los colegios, se creen que con llenaros la cabeza de números, dibujos, costura y otras tonterías, se arregla todo, cuando lo que realmente interesa es la historia de lo que pasó aquí durante la guerra, porque si se aprende, se evita que vuelva a pasar.

—No dirás lo de la costura por mí.

—Ya, ya, tú no eres de las de aguja y dedal, sí que lo sé.

—Es que no me gusta, abuela. Además, se me da fatal.

—Que se lo digan a tu madre, que tuvo que tirar ese almohadón a festón que habías empezado a hacer. ¿Cuántas veces te deshizo la monja aquel trabajo?

—Ocho o nueve.

—¡Qué barbaridad, hija! Una mujer tiene que saber coser. Tu bisabuela se ganó la vida con el hilo, a mí me enseñó ella y yo enseñé a tu madre, ahí la tienes, que hacía cosas primorosas con la aguja.

—Dejándose los ojos y además la espalda, ya lo sé. Menos mal que ahora sólo cose por entretenerse.

—Pues gracias a eso pudo aportar un dinero para sacaros adelante, que no es que tu padre ganase el oro y el moro, criatura. No sé qué le ves de malo a coser.

—No tiene nada de malo, abuela, si a mí me dan envidia las manos que tiene, y Almudena va por el mismo camino.

—Mira, en eso sí que te doy la razón, en que tu hermana es una artista con los trabajos manuales, pero una artista de verdad, no como tú, que no se te puede sacar de otra cosa que no sea leer, escribir o tomar notas. Total, para lo que te sirve. Yo me he casado tres veces y sólo aprendí lo que me enseñaron en casa, las cuatro reglas.

—Dos, abuela.

—¿Dos qué?

—Que te casaste dos veces, no volvamos a las andadas y pretendas endilgarme la batallita, que estás hablando conmigo.

—Bueno, dos o tres, qué importa. Lo que quiero decirte es que no hace falta ser una lumbrera estando todo el día dale que te pego a los libros. ¿Te crees tú que no sé que por las noches lees debajo de las mantas con una linterna? Te vas a quedar cegata.

—No digas bobadas.

—No son bobadas, Nuria. Te quejas de que tu madre se gastaba la vista cosiendo, y vas tú y la gastas leyendo. Si fuera otra labor, pero eso no da un duro.

—Convendrás conmigo en que es muy esclavo eso de la costura.

—Igual de esclavo que trabajar en una fábrica ajustando tornillos, o jugarte la vida con el estraperlo, que yo conozco a muchos que se la jugaron en tiempos de la posguerra. A ver si te piensas que todas las mujeres pueden trabajar en una oficina, como tú.

Me había terminado el Cola-Cao y se había ido por derroteros que no me interesaban, así que la azucé:

—¿Me cuentas lo de los maquis o me voy a la cama? Mañana madrugo.

Ella se quedó un momento callada, seguramente retomando sus recuerdos.

—Lo que son las cosas. Yo hice un encargo para ellos.

—¡¿Para los republicanos?!

—¿Qué te extraña tanto? Para los republicanos, sí, aunque indirectamente.

—Pero vamos a ver, abuela, ¿qué me estás contando? Tú, que has sido una incondicional de la Chata, la infanta María Isabel, hermana de don Alfonso XII. Y más tarde de Azaña, porque para eso has sido de ideas variopintas. Tú, para la que las teclas que orquestaban tu música han sido siempre
El Amor Brujo
y el
Sombrero de Tres Picos
y no existía otro sabio más sabio que don Ramón y Cajal, al que otorgaron el Nobel de Medicina, que por algo sería, como siempre comentas… —me burlé.

—¿Que he sido yo incondicional de la Chata?

—Vamos, que te caía bien la Corona.

—¿Cuándo he dicho yo que me caía bien la Corona?

—Pero si bebías los vientos por la hermana del rey, que tú me lo has dicho muchas veces.

—Yo no he bebido los vientos por nadie, que quede claro. Pero sí, me gustaba Isabel de Borbón. Lo cortés no quita lo valiente.

—Que te compre quien te entienda, entonces. Te gustaba una Borbón, colaboraste con los republicanos, te has tragado por la tele las comparecencias de Franco, sus desfiles y ahora piensas ir a votar por la UCD de Suárez. ¡Menudo cacao, abuela! Explícamelo, porque eso es jugar a todos los bandos.

Le dio un traguito a su bebida, se retrepó en el sillón y me miró como si yo no me enterara de nada.

—Pero qué cortitos sois los jóvenes de ahora, hija, qué cortitos. ¿Qué hay que explicar? La Chata era una mujer cercana al pueblo, como lo fue Alfonso XII, por eso me gustaba a mí y caía bien a todo el mundo. Franco, no, por supuesto que no, pero tienes que reconocer conmigo que se supo montar unos saraos a su medida con los que entretenía a la gente, bien aclamado por los suyos para que se viera que España estaba con él. Además, inauguró un montón de pantanos.

—Eso sí, un huevo de pantanos.

—Y Suárez es un hombre de buena planta, guaperas. Me da a mí que va a hacer bien eso de llevar a España por una nueva senda, como dice el yerno de Cayetana, que mira tú por dónde el chico parece lerdo pero se ha apuntado a la política. ¡Vivir para ver! A sus años…

—Pues a ése como no le pongan de conserje… Pero, entonces, ¿tú qué piensas de los políticos, abuela?

—Que son los mismos perros, con distinto collar.

—¡Toma ya!

—Nuria, tú eres joven, no has conocido más que una etapa de Franco y ahora esto con lo que todo el mundo está tan entusiasmado, la democracia. Pero yo soy vieja, hija, estos ojos han visto demasiado para creer ahora que un pimpollo recién llegado como quien dice, nos va a sacar a todos de la miseria. Los perros y la longaniza…

—Si piensas eso, no sé por qué quieres ir a votar.

—Porque sí, porque me hace ilusión eso de meter un papel en la urna.

—¡Buen motivo…!

—El mío, y se acabó. Más de uno irá sin saber a ciencia cierta qué es lo que pone en la papeleta. Además, ¿qué más da el que salga elegido? Ya te digo que todos son iguales.

—No estoy de acuerdo, ¡qué cosas dices!

—Como no lo estás en casi nada, si es que eres una inconformista, lo tuyo es llevar la contraria, Nuria.

—Tengo a quién parecerme.

—A mí, ya lo sé —se echaba a reír—. Mira, niña, cuando en España estaba la monarquía, vivían bien cuatro gatos, los de arriba, los poderosos o los que tenían amistades con quien manejaba el cotarro. El resto se moría de hambre. Llegaron los republicanos ilusionando con sus panfletos de libertad, de derechos, de divorcio. «La tierra es para el que la trabaja», decían. Pues yo no he conocido a ningún labrador al que le hayan dado ni siquiera un trocito de las muchas hectáreas que trabajaba para el amo, así que ya me dirás en qué se quedó tanta promesa. Con la República vivieron bien otros cuatro pelagatos, los que estaban en el partido, pocos más, y no tuvieron tiempo de disfrutarlo.

—Ya, pero…

—Luego vino Franco, que entró a saco con su Guardia Mora de las narices, que mira que jodieron los del turbante —me interrumpió, lanzada ya en su diatriba política—. ¿Qué hizo? Pues lo mismo que los demás, prometer, comernos la cabeza con eso de que España era Una, Grande, Libre, con que debíamos caminar abrazados al Régimen y a él, de lo contrario volverían los enemigos de siempre, rojos y masones, que Rusia nos amenazaba, fíjate qué barbaridades —ahí le tocaba el punto flaco a la abuela, tan reaccionaria como fiel a sus principios—. Prometió casas, trabajo y paz. Igual que Alfonso XIII cuando tomó el trono, igual que los republicanos cuando le obligaron a marcharse a Francia. Fue más de lo mismo, criatura.

—Trabajo sí que dio Franco. Algunos dicen que hay que agradecerle que no entráramos en la guerra europea.

—¡Pues bueno estaba el país para entrar en ninguna parte! Hubiera sido el acabose. En cuanto al trabajo, tampoco es mucho el mérito, España era poco menos que una escombrera cuando acabó la guerra, con edificios en ruinas, fábricas destruidas, sin servicios básicos, sin carreteras ni suministros. No quedaba otra solución más que levantarlo todo de nuevo. Tutelados, bien sujetos, porque de libertad, poca; de derechos, los mínimos; de comida, la cartilla de racionamiento. Por si no fuera bastante, había más ministros, delegados y chupatintas que piojos en costura.

—Cada vez me asombra más que estés decidida a votar, abuela, con el concepto que tienes de la política.

Se acabó el agua con anís y miró su reloj de pulsera. Por empatía, hice otro tanto. La una de la madrugada. Los murmullos que provenían de la escalera, donde empezaba a escucharse algún que otro exabrupto por la tardanza en el retorno de la luz, seguían llegándonos amortiguados.

—¿Tú has oído eso de que el único gilipollas que tropieza dos veces en la misma piedra es el ser humano? —Me eché a reír por el apaño de la frase, muy a su manera—. No te rías, no, que es cierto. Nos darán de hostias una y otra vez pero volveremos por otra, Nuria. Debe ser porque la esperanza es lo último que se pierde, siempre nos quedará el anhelo de que el que venga lo hará mejor que el que se va. Anda, vamos a la cama, o veremos la salida del sol si seguimos aquí largando, y me parece que no hay más velas que éstas.

—¡Pero si aún no me has contado lo de los dichosos maquis!

—Mañana.

—Joder, abuela…

—Mañana, Nuria, hoy estoy cansada.

39

Así lo hizo al declinar la tarde del día siguiente, de vuelta a la normalidad, restablecida ya la corriente.

Una vez más, frente a frente, ella contaba y yo, absorta, escuchaba ese desgranar de la memoria, de antaño, que me trasladaba a los años de una España de escasez, cuyas secuelas nunca olvidarían los que la padecieron.

—Jorge se integró en el Ejército Popular Republicano —empezó diciendo.

—¿Quién era Jorge?

—Un vecino que fue churrero. Un iluso que lo dejó todo para luchar por lo que creía que era justo. Ganándose la vida a los hervores de la olla de aceite, vendiendo los churros y las porras en las verbenas y al vecindario, no vivía mal, iban tirando, como todos. Claro que no daba para filetes, pero en su casa nunca faltó un plato de patatas para su mujer y sus nueve hijos.

—No me entra en la cabeza que la gente tuviera tanta descendencia estando las cosas tan mal.

—Juana, su mujer, era de las que pensaban que debían tenerse tantos hijos como Dios mandara. A falta de otros entretenimientos, prontito a la cama a ver si entramos en calor, lo que venía a significar follar; luego pasaba lo que pasaba, una caterva de mocosos a los que casi no se podía alimentar, mucho menos darles estudios, que la ciudad no era como los pueblos, donde siempre se podía sembrar unos garbanzos o unas judías. En la capital había que trajinar para sacar dos reales y él dejó el negocio a pesar de todo.

—¿Ese vecino dejó la churrería?

—Si así podía llamarse al cuchitril que tenía en la parte trasera de la vivienda —se encogió de hombros—. Un cuartucho sin ventilación ni higiene donde convivían los utensilios y ellos, reñidos con un agua que había que acarrear. La Juana ya tenía suficiente con bregar con los chiquillos, unos demonios, y preparar un plato de gachas para darles de comer. Eso sí, Jorge elaboraba unos churros deliciosos, se disfrutaban de lo lindo si no te ponías a pensar de dónde procedían. En ocasiones hacía de más y se los llevaba a los chicos, que eran el abecedario.

—¿Qué es eso de que eran el abecedario?

—Les pusieron los nombres siguiendo las letras: Andrés, Bernardo, Casimiro, Dorotea, Enrique…, así sucesivamente, hasta el último que se llamaba Isidoro. Apenas se llevaban un año de diferencia entre uno y otro. Cuando les sacaba al patio para lavarlos, parecía una tropa. Yo, en vez de elegir nombres, les hubiera numerado, que resultaba más fácil.

—Ni que hubieran querido hacer un equipo de fútbol mixto.

—Por ahí iban, por ahí. Lo malo es que Jorge se metió en camisas de once varas, empezó a buscarse problemas con los republicanos y acabó en el Campo de Rivesaltes.

—¿Qué era eso?

—¿Ves cómo no te han enseñado nada las monjas?

—Vaaaale.

—Cuando cayó el frente de Cataluña, al que el idealista de Jorge se había unido, muchos tuvieron que cruzar la frontera francesa escapando de las fuerzas franquistas. Miles de refugiados acabaron en ese campo. Al estallar la Segunda Guerra Mundial aquello se convirtió casi en un campo de concentración, con más gente de la que podían albergar. Más tarde fue un centro para prisioneros de guerra y después, creo, un penal.

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