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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (30 page)

BOOK: La página rasgada
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Ahora sí, España resurgía de sus cenizas.

36

El sol calentaba la casa como un horno y el ventilador apenas daba para remover el aire pesado y pegajoso, hiriendo mis oídos el ruido zumbón que se mezclaba, impertinente, con el siseo del abanico que mi abuela manejaba al ritmo del vaivén de su muñeca.

Intentaba leer, pero un entorno sofocante me lo hacía difícil, no conseguía centrarme. En la tele pasaban una película a la que no prestaba más atención que alguna rápida ojeada cuando un grito me interrumpía o una musiquilla estridente me alertaba del peligro. Además, ya la había visto. Pero la abuela debía seguir con atención el argumento, seguramente porque ya se estaba montando en su cabeza el propio, casando al asesino con la chica o adjudicando al policía, un rubio con bigotito, el papel de desalmado.

Alguna de las escenas debió de llamarle la atención porque de pronto se volvió hacia mí diciendo:

—¿Te he contado alguna vez lo de la Trini?

—¿Qué Trini? —pregunté sin levantar los ojos del libro.

—Mi vecina, la chica a la que casi matan de una paliza. La que era cigarrera. La puta.

Expresiva en su lenguaje como siempre, despertó mi curiosidad.

—Creo que no.

—Una pena de muchacha, una pena —se abanicaba cada vez con más ímpetu, abriendo y cerrando el abanico a cada poco, provocando que su tirante y repeinado cabello se le fuera escapando de las horquillas que lo sujetaban—. Niña, ¿no se puede poner esa mierda de aparato más fuerte?

—El ventilador está al máximo, abuela.

—Pues no sé para qué coño lo ha comprando tu padre, si no sirve para nada. Ni en las calderas del infierno puede hacer tanto calor.

—Estamos en agosto.

—Ya sé que estamos en agosto, ya, que no estoy senil aún, todavía sé en qué día vivo.

—¿Quieres un poco de limonada?

—Mejor una nube del Mono. Anda, que mientras te cuento lo de la Trini.

Coloqué el trozo de hoja de periódico que me servía de marca páginas —detesto doblar las hojas— y cerré el libro. Tenía por delante otra sesión de los recuerdos nostálgicos de mi abuela; cuando eso sucedía, nada la apartaba de dar rienda suelta a la lengua relatándome el suceso, quisiera o no, así que me levanté, abrí el frigorífico —gracias a Dios habíamos prescindido tiempo atrás de la antigua nevera, una de aquellas que enfriaban gracias a una barra de hielo que se depositaba dentro, y que ahora nos servía para guardar los libros a mi hermana y a mí—, casi llené un vaso de agua fría al que añadí un chorreón de la botella de anís del que solía beber mi abuela y sus amigas cuando venían a visitarla. Una vez consumida, mi hermana la usaba para rascarla con un cucharón acompañándose del ruido en su cántico de villancicos de Navidad. Me preparé otro mejunje para mí por ver si me refrescaba más que el agua sola.

—Desde muy jovencita —se arrancó después de beberse la mitad de su vaso de un trago—, dio que hablar. En realidad se llamaba Tomasa Benedicta, que no sé yo por qué le pusieron dos nombres, como a la gente de tronío cuando a los pobres nos sobra con uno. A los doce años tenía ya cuerpo de mujer. ¡Y qué mujer! Un pelo lustroso, negro, grandes ojos de color azul, buenas tetas, cintura estrecha, caderas generosas. Toda la vecindad intuía que con su físico, a poco que se desviara, iba a tener problemas, vaya si lo sabíamos. Algunos decían que se parecía a una artista de cine, a esa que salía en aquella película de la selva con el orejotas que tanto me gusta, el que se parece a tu padre.

—¿A la protagonista de
Mogambo
?

—Sí, a ésa —respondió. Se terminó la «pajarita» y volvió a emprenderla con el abanico a toda marcha—. ¿Cómo se llamaba la artista?

—Ava Gardner.

—¡Paca Garner, eso! Pues a ella se parecía, oye, con un porte que cualquiera diría que era una señorita de altos vuelos en vez de la hija de un limpiabotas.

—Vale, la chica era muy atractiva, ¿y qué?

—Creció y se casó al cumplir los diecisiete años. Nadie pensaba que ese matrimonio podía durar, porque él no valía una puñeta. Era maestro de escuela, daba clases particulares a los niños bien y ella ayudaba trabajando como modista. Ganaban sus buenos duros, por eso se trasladaron a vivir a una casita cercana, algo más grande que la que tenía alquilada su madre, la Petronila, aunque no lo suficiente como para llevarse con ellos a la vieja. Sin embargo, Tomasa, o sea la Trini, se pasaba todas las noches, cuando regresaba del trabajo, para atender a su madre, limpiar la casa y prepararle cena y comida para el día siguiente, algo que la honraba.

—Si se llamaba Tomasa, ¿por qué lo de Trini? ¿Era un apodo?

—No, hija, no. Era su nombre de guerra, el que empezó a usar cuando perdió la honra.

—¿Por qué se echó a la calle? ¿No dices que ganaban lo suficiente entre los dos?

—La culpa fue de un cabrón. Un médico que se encandiló de ella en la cárcel de mujeres de Las Ventas. —Movía la cabeza pesarosa—. Las ideas revolucionarias del marido, Evaristo se llamaba, contagiaron a Trini. Cuando quiso darse cuenta, estaba tan involucrada que ya no había vuelta atrás. Ya sabes lo que pasó cuando Franco ganó la guerra: las ilusiones de los que pocos meses antes enarbolaban la bandera de la libertad se vieron truncadas y acabaron engrosando por millares la larga lista de prisioneros del Régimen.

—¿Los encarcelaron?

—Evaristo se movió cuanto pudo para conseguir documentos con los que salir de España, siempre era mejor exiliarse que caer en manos de unos vencedores dispuestos a cortar de raíz todo germen que no oliera a sus razones patriotas. Pero no lo logró y sí, acabaron ambos en la cárcel. Por aquel entonces los centros penitenciarios se esparcían como hongos, en Madrid había más de quince. Todos a rebosar. Pero a él le destinaron a la Prisión Central de Burgos y a ella la recluyeron en la de Las Ventas. Dos veces pude ir a verla acompañando a su pobre madre, que tuvo acceso a un pase gracias a Benito, el que te conté que salvó la vida de Cosme, el republicano, enviándolo a un pueblo, ¿te acuerdas?

—Sí, me acuerdo.

—Nos dejaron llevarle algo de comida, una pastilla de jabón y cigarrillos, la condenada fumaba como una chimenea, igual que tú. Dentro de la prisión no había de nada, te lo puedes figurar, por no haber no había ni comida. No era de extrañar, claro, con tanta penuria fuera. Construida para unas quinientas reclusas, se decía que hacinaron allí a más de cinco mil, así que ya imaginarás cómo estaban. Aquello era una verdadera mierda.

—Ya me lo imagino.

—¡Qué vas a imaginar! Nadie que no lo haya visto puede hacerse una idea, Nuria. Famélicas, llenas de piojos, sucias, una ruina… A la postre, a quienes les raparon el pelo como represalia fueron las más afortunadas, al menos se libraron de sufrir los parásitos, aunque las chinches hacían de las suyas en unos cuerpos tan hambrientos y decrépitos. A la Petronila, su madre, me la tuve que traer medio a rastras por miedo a que la enchironaran allí mismo con su hija, tales fueron las barbaridades que soltó contra los celadores, el Régimen, el Gobierno y todo quisque. Menos mal que al Caudillo ni lo nombró, de otro modo no quiero ni pensar dónde habríamos ido a parar las dos, yo sin comerlo ni beberlo. ¡Mira que me hizo pasar mal rato, la jodía!

A esas alturas del relato, a mí se me había olvidado ya el libro y el televisor —al que había eliminado la voz—, que permanecía encendido por pura inercia.

—¿A ella no le raparon el pelo?

—No lo permitió el médico. El muy cabrón que la echó a la mala vida. Tenía un pelo precioso, ya te digo, aunque cuando la visitamos por primera vez, después de tres meses de cárcel, había perdido lustre, lo llevaba sucio, enredado, pegado a la cara. Estaba delgada como un hueso, pero seguía siendo guapa, con unos ojazos que quitaban el aliento; por eso aquel malnacido la enfiló. Vete a saber qué coño hacía el muy cerdo en la cárcel, pero el caso fue que desde que la vio ya no hubo más presa para él. No me extraña que al final lograra salir la buena de la Trini de presidio y regresar a casa.

—Si el tal médico logró sacarla de un lugar tan repugnante, ¿por qué lo llamas cerdo?

—Porque lo era. Tenías que haberlo visto, tan fino, tan bien vestido, tan por encima del bien y del mal como creían estar la mayoría de los que apoyaron a Franco. Tenía las manos blancas, de dedos largos y uñas bien cuidadas. Parece que lo estoy viendo, con su pelo ondulado impregnado de gomina, oliendo a colonia de la cara, de la que traían del extranjero, con una sonrisa tan falsa como el bellaco que se escondía tras su ridículo bigotito.

—Como para enamorar a cualquiera, ¿no?

—Lo que enamoraba era su cartera y sus influencias, Nuria, lo único que valía en ese tiempo, porque España se moría de hambre y muchas mujeres no tuvieron más opción que hacer la calle.

—¿A Trini le gustaba ese tipo?

—Ni una pizca así. Trini estaba colada hasta las trancas por su marido, por Evaristo, que penaba lejos, en Burgos, en condiciones tan negras como ella misma, o peores. Por lo que pudimos saber por Benito, Dios le tenga en su Gloria —se santiguó, cosa rarísima en ella—, su expediente figuraba entre los que sufrieron un Consejo de Guerra sumarísimo. A ella le carcomía no saber la suerte que correría su esposo, lo mismo podía permanecer recluido por años que acabar en el paredón, frente a un pelotón de fusilamiento. ¡Si los patios de las cárceles y las tapias de los cementerios hablasen, hija…! ¿Sabías que casi hubo cincuenta mil muertes en el 39? Las hubo, más que en toda la puta guerra, ahí es nada.

—¿Qué fue del médico, abuela?

—¿Queda más agua fría?

—Claro.

—Ponme otra «pajarita», anda, que voy a terminar siendo un charquito en medio del suelo. Ni ventilador, ni abanico, ni leches en vinagre, en esta casa no sirve nada. ¡Joder con agosto!

Mientras se lo preparaba eché un vistazo al reloj recordando, y renegando por ello, que tenía que bajar —lo que era peor, subir cinco pisos— a comprar aceite.

—Supe del nombre de ese miserable porque la propia Trini me lo confesó la noche en que casi la mató de una paliza. Salvador se llamaba, el hijoputa, nunca me enteré de su apellido.

—¿Qué pasó?

—¡Qué iba a pasar! Lo que estaba escrito desde que ese mal bicho le echó el ojo encima, que acabó calentándole la cama, para más desgracia su propia cama, en la que se había acostado con el pobre Evaristo. La sacó de prisión, le compró un par de vestidos caros (que sólo podía usar cuando salía con él), zapatos, ropa interior —negra y con puntillas, de zorra—, colonias, cosméticos…

—Y Trini cayó —concluí.

—Ni ante el abrigo de piel que le puso delante, ¡qué va! Lo que la hizo agachar la cabeza y la dignidad fue la promesa de que liberaría a Evaristo de la cárcel de Burgos. La muy tonta le creyó, pero que otra cosa podía hacer.

—¿No lo sacó del penal?

—¿Por qué iba a molestarse? Evaristo era un enemigo del Régimen, no tenía intenciones de mancharse las manos moviendo influencias por él. Podía haberlo hecho, porque buenas agarraderas en las altas esferas sí que tenía el desgraciado. ¿Qué le hubiera costado interceder por un hombre que enfermó gravemente en la prisión, que no duraría mucho porque la tuberculosis se lo comía vivo? A fin de cuentas se lo debía, se estuvo tirando a su mujer un año largo. Bueno, él y su hermano, un abogado que tramitaba muchos de esos expedientes que acababan archivándose después de decretar para el prisionero cárcel o fusilamiento.

—¿Cómo que los dos? —me asombré—. ¿Quieres decir que…?

—Quiero decir lo que he dicho, ya no eres una niña, aunque a veces pareces una colegiala con esas faldas tan cortas. No creo que vayas a escandalizarte ya, teniendo novio como tienes.

—Yo no me escandalizo por casi nada, en eso me parezco a ti, pero se me revuelve el estómago con lo que cuentas, no puedo remediarlo. A ver si te piensas que estoy en la inopia, abuela, pero una cosa es hacerlo con quien quieres o quienes quieres, y otra obligada. Por lo que me dices, esa mujer aguantó lo suyo.

—¡Acabáramos! ¡Ésta sí que es buena! Así que para ti que una mujer se lo monte con los que quiera, está bien. —Me miraba alarmada, como si acabara de decirle que Jesucristo había resucitado de nuevo—. Toda la juventud está podrida, Señor. Podrida.

—Que no es eso, abuela. Lo que digo es que cada uno tiene sus gustos en eso del sexo, ni tú ni yo somos nadie para criticarlos.

—Pero ¡¿en qué país vivimos?! —Accionó el abanico con tantas ínfulas que acabó por despeinarse del todo.

El cabello encrespado, los ojos saltones, un rictus de asco en los labios, expresaban a las claras que la abuela por ahí no pasaba. No era de extrañar, criada como había sido en una época en la que la inhibición del sexo en una mujer equivalía a un estandarte de decencia, frecuentemente pura fachada. Pero mandaban los cánones puritanos que imponía la Iglesia, una Iglesia que miraba para otro lado cuando se trataba de asuntos de faldas en el entorno del poder. Claro que infinitamente peor lo tenían los homosexuales, mariconas degeneradas que había que eliminar; se les denigraba, se les apaleaba, se les encarcelaba o directamente los mataban. Ésa era la España real en sus tiempos.

Yo no tenía interés alguno en inmiscuirme en las apetencias sexuales de la gente, simplemente vivía en el mundo actual, el sexo forma parte de la vida y, además, vende. En las tertulias, quien más, quien menos, se hacía eco del escándalo que provocó el estreno de la película de Bernardo Bertolucci,
El último tango en París,
protagonizada por Marlon Brando y María Schneider. Hubo desbandada de españoles que cruzaban la frontera en procesiones de fin de semana al sur de Francia, Biarritz o San Juan de Luz, con el único objetivo de visionarla. Se filtraron imágenes borrosas y de pésima calidad que se proyectaban en reuniones privadas a las que se asistía con una enorme carga morbosa porque aquello representaba una ruptura absoluta contra la moral vigente, y una burla a la censura que se había ensañado del pensamiento y las costumbres de una España falsa.

Era evidente que las relaciones sexuales no se podían circunscribir a hacer el amor a oscuras y en silencio.

—Abuela, que estamos en el siglo XX, por favor.

—¡Qué siglo XX ni qué hostias! ¿Ahora me vas a decir que porque van pasando los años hay que tragar con la inmoralidad? ¿Es ésa la nueva moda, como la de los pelos largos en los chicos o las faldas, que enseñan más que lo que tapan?

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