Rafael recuperó su trabajo en la Compañía Telefónica como conserje, su anciana madre duró poco tiempo más y él, libre ya de sus monsergas recriminándole por haberse unido a una coja con una niña pequeña, que a saber de quién era, porque todas las mujeres eran unas indecentes que fornicaban con el primero que se las ponía delante, se empecinó en darle su apellido a mi madre, a la que quiso apenas verla como si fuera hija propia.
Fue entonces cuando la criatura comenzó a ver un poco de claridad en su futuro, un afecto cuando menos, que la había estado vedado hasta entonces.
Rafael se sentía dichoso. Tenía la compañía de la mujer a la que quería, una hija a la que aceptó como suya, una casa, pequeña y un poco oscura, sí, pero con un patio vecinal donde las bromas y las broncas se sucedían alternativamente al ritmo de los días. Los impulsos para emprender una nueva existencia exenta de comodidades, aun sin tener acceso a la Lista de Señores Abonados que facilitaba la Compañía de Teléfonos de Madrid, pero todo llegaría porque su sueldo era bueno y las propinas ayudaban. El abuelo se las ganaba con su buen hacer, su amabilidad, su respeto.
Era época de tertulias de intelectuales donde se intercambiaban opiniones sobre los cambios que se necesitaban para renovar una España herida de muerte. Días en los que crecía un Madrid dividido durante la guerra, que trataba de cubrir de arena los caídos, fueran del bando que fuesen.
La vida continuaba.
Las viejas castañeras ataviadas de negro, tapadas hasta los ojos con sus deshilachadas bufandas, volvían a vender en invierno los frutos calientes por las esquinas, aplicando fuelle al tradicional hornillo sobre el que se tostaban las castañas a las que daban vueltas y más vueltas con su desconchada espumadera media roñosa.
¿Quién no echó de menos alguna vez un aroma de fondo tostado, calentito, que invitaba a la compra de un cucurucho con media docena, tal vez una si andabas bien de dinero, degustándolas de paseo por el Retiro o la calle de Alcalá?
Ahora, las castañas se asan con bombonas, que no es lo mismo, ¡qué narices!
Cuando me vuelven a la memoria esas mujeres no puedo evitar que me invada la melancolía. Es entonces cuando caigo en la cuenta de todo lo que hemos perdido, de la ausencia de sabores tradicionales devorados por el progreso, porque ahora te tomas una hamburguesa en McDonald, un sándwich en Rodilla o un bocadillo de bacon en Pans & Company y echas a andar con prisas, que algo hay que comer pero sin tiempo para saborearlo.
Es posible que me amarre a mi vena romántica, como lo hacía mi abuela, pero no cambiaré el sabor de aquellas castañas calientes por la miga prefabricada de un bocadillo que sabe a plástico, y me aferraré al crujir de los churros de verbena, de las porras insertadas en junco —que digo yo si habrán desaparecido como flora extinguida porque ahora te las ponen en una bolsa de plástico o de papel—, al dulzor del paloduz con el que se llegaban a endulzar cafés o achicorias, al de las bolitas de anís o las pastillas de «leche de burra» que íbamos a comprar cuando teníamos unos céntimos al desconchado y destartalado quiosco, en la esquina de Cartagena con Clara del Rey. Aún me relamo al evocar el sabor de los chicles de «Gallina Blanca» o de los caramelos Sacis.
La calle de Arango, de desaparecido nombre, se encontraba a unos metros de la plaza de Iglesias. En aquella casa de patio central, con la miseria adherida a las paredes, vivieron mis abuelos con mi madre y murió la madre de Rafael. Allí vendría yo al mundo y en la parroquia próxima me bautizarían.
Mi madre creció arropada por el cariño del abuelo, que la mimaba, abiertamente opuesto al poco afecto que la dispensaba su propia madre, mi abuela que, al amparo de su pierna perdida, la ponía a fregar los suelos de rodillas. A eso puso fin el bueno de Rafael, con cuyo apoyo las cosas comenzaron a mejorar.
Mi madre iba haciéndose mocita mientras se promulgaba la ley que reprimía la masonería, el nacimiento de la revista
Semana
, el nombramiento de Miguel Primo de Rivera como jefe de Falange de Madrid, el regreso de los partidos de fútbol truncados durante la guerra, los juicios a presos políticos y películas que glosaban el valor militar, del estilo
Sin novedad en el Alcázar
. Pero también creció entre el olor a castañas asadas, a la vainilla de los barquillos, la masa crujiente de los churros y, sobre todo, aferrada a su ilusión del año tras año, encargando a los Reyes Magos la muñeca más bonita de todas, Mariquita Pérez, que aquéllos siempre olvidaban porque no estaba al alcance del jornal de mi abuelo.
España emprendía un nuevo amanecer, como decían los entusiastas de Franco, pero llegaba vestido de sospecha que apuntaba a quienes habían engrosado un bando u otro, para su beneficio o descrédito. Por tanto, no iba a mejor para todos. Los más señalados escaparon del país convirtiéndose en exiliados. Se controlaban las publicaciones, los directores de los periódicos debían dar cuentas al Ministerio del Interior, la censura monopolizaba el control de las noticias.
—Si a alguno se le ocurría deslizar una duda razonable sobre el proceder del Régimen, iba de culo. A más de uno le quitaron de en medio por insinuar lo que no debía. En la posguerra todo hijo de vecino tenía que jurar servir a Una, Grande y Libre como era España. En letras grandes lo ponían, Nuria, en letras grandes. Una sí que era, grande no tengo ni idea porque pocas veces he ido más allá de una docena de calles, pero libre… ¡Coño, libre! Si en cuanto te movías te echaban encima a la Guardia Civil o, con suerte, lo mejor que te pasaba era que te empapelaban. O ibas con el brazo en alto o te lo cortaban de cuajo. Libre, decían. ¡Unos cojones! Eso sí, había corridas de toros y fútbol, para entretener a los paisanos.
—Pues así seguimos ahora, abuela.
—¡Calla, rebelde! —me regañaba—. Ahora se pueden ver películas que antes ni asomaban a los cines. Se pueden conseguir libros que antes estaba prohibido hasta nombrarlos, aunque sea bajo cuerda, como los que tiene tu padre en ese puto baúl de su cuarto. ¿No dices que las monjas te enseñan Historia?
—Sí.
—Pues no te quejes. Antes todas las chicas tenían que aprender Educación del Espíritu Nacional.
—La cosa sigue por ahí, abuela, que ahora seguimos con el Servicio Social. Encarnita, la del segundo, acaba de terminarlo y dice que es un pestiño.
—¿Un pestiño?
—Que es un… co-ña-zo —silabeaba pero sin voz para que no me escucharan.
—Tendrás que ir cuando te toque, no te queda otra. Es la mili de las mujeres. El caso es que los hombres están guapos de uniforme, ¿no te parece? Aún recuerdo el desfile de la Victoria, en mayo del 39. Más de cien mil soldados bajo el mando del Generalísimo. Fue todo un acontecimiento, tu abuelo me llevó a verlo. Había también soldados alemanes e italianos. Los primeros daban un poco de miedo, pero los segundos eran morenos y guapos. ¿Te he hablado alguna vez de la Guardia Mora? Era la escolta del Caudillo. Muchos no estaban de acuerdo con el nuevo régimen, pero para el pueblo llano, al menos había acabado la guerra.
Hasta ahí llegaba su recorrido y ahí acababa. Contarle que casi de inmediato muchos países europeos se habían amarrado a otra guerra, era perder el tiempo. Ni sabía ni quería saber dónde ocurría eso o por qué, su mundo se circunscribía a Madrid, a su entorno conocido, sin más. Lo habían pasado tan mal que sólo pensaban en superarlo.
El sueldo del abuelo era suficiente para vivir y mi abuela se encargó de darle buen uso aunque las privaciones por las que había pasado hicieron que se volcase en mejores artículos. Chuletas de cordero alguna vez, buen aceite, mejores legumbres. Se fue acostumbrando a un dispendio que le condujo a pedir fiado en las tiendas del barrio antes de acabar el mes, lo que obligaba al abuelo a hacer esfuerzos titánicos para sacar un extra en propinas o pequeños arreglos. Pero nadie la recriminó nunca nada porque si había una clienta buena pagadora, era ella. Apenas cobraba, saldaba todas y cada una de las cuentas pendientes. Que hacia el día quince o veinte volviesen a tener que anotar lo que se llevaba, no parecía importar a los tenderos, acostumbrados a fiar a la mayoría de los parroquianos. El que más y el que menos tenía cuenta abierta en la tienda de ultramarinos, en la frutería, en la lechería o incluso en la carbonería. ¡Parecido a los tiempos actuales, donde o vas con la tarjeta de crédito por delante o no compras!
A mí, cuando apenas levantaba un palmo del suelo, no me gustaba bajar con los encargos de la abuela y pedir que lo apuntaran. Me daba vergüenza a pesar de saber que era lo habitual. Tampoco le gustaba hacerlo al abuelo Rafael, pero no nos quedaba más remedio cuando ella nos mandaba a la calle a por cualquier artículo. Antes de entrar en la tienda él, en particular, se pasaba la mano por la cara, como para quitarse el bochorno, forzando su mejor sonrisa.
Ciertamente, me desagradaba pedir fiado, pero hacía el recado con gusto cuando se trataba de ir a la tienda de Silve, de ultramarinos, en la esquina de Cartagena. Una tienda de las que ya no quedan, con olor a rancio y humedad. De ésas de mostrador de madera gastada y oscura, repleto de frascos de confites ante las que los críos se extasiaban, latas abiertas de arenques en conserva, sacos de legumbres en el suelo y embutidos en varas colgando del techo. Yo me quedaba prendada en el otro mostrador, más pequeño, al fondo de la tienda. En él se alzaban, dorados y brillantes, dos dispensadores de aceite, de manivela. Entregaba la botella de vidrio vacía y aguardaba, como el que aguarda un milagro, a que el dueño de la tienda o su hijo, ataviados ambos con mandiles azulones, activasen esa manivela. El aceite se dispensaba por litros, medios, incluso por cuartos, todo dependía de la ocasión o de las perras que hubiese en casa.
Me encantaba que se demoraran en ponerme el aceite y me recreaba en su caída lenta, espesa, mágica. El émbolo de la máquina se iba llenando poco a poco de aceite verdoso, compacto, parecía que la densidad no le dejase subir. Luego, cuando se abría la espita, caía en una cascada lánguida cuello abajo de mi botella, como a cámara lenta. Me deleito aún con una visión que casi me permite saborearlo.
La mayoría de las veces era yo quien hacía los recados a la tienda de ultramarinos, salvo cuando había que comprar melón. Entonces, era el abuelo el que se apuntaba a bajar los cinco pisos, aunque luego hubiera de subirlos cargado. Afirmaba que había que saber palparlos, palmearlos, sopesarlos con ambas manos y presionar para notar si estaban maduros, sosos o pepinos. A él le encantaban. Pero los de verdad, los genuinos, como decía. El melón de Villaconejos. Ya no hay melones así, alargados, de un verde oscuro y lustroso, con estrías. Se vendían a cala y cata y eran dulces como ninguno, inundándote la boca de almíbar cuando los probabas. Esa fruta era la debilidad de mi abuelo, junto con los chupitos de vino tinto.
Aunque era muy pequeña cuando murió, recuerdo que solía decir que la calle Virgen del Puerto tenía el sobrenombre de la Melonera porque antaño se celebraba una romería en los alrededores, en el mes de septiembre, donde acudían los vendedores de fruta que bajaban desde las Vistillas para ofrecer sus productos.
A propósito del tema mi padre se sinceraba con él contándole las pifias que gastaban a un amigo suyo, siendo chicos, apodado el Gordo, cuyo padre tenía un puesto de melones. Mientras uno le distraía, un par de compinches cargaban con una o dos piezas huyendo a toda prisa. Tanta que, algunas veces, tiraban de las de abajo y toda la pirámide de melones se venía al suelo. El padre del amigo juraba el arameo, se acordaba de todos los santos, de sus respectivas familias, con especial virulencia en la virtud de sus madres, pero el daño ya estaba hecho, perdiéndose los granujas en el tumulto de las modistillas que acudían en buen número para pedir a la Virgen el novio que san Antonio les había negado en junio. El Gordo se lo recriminaba luego, pero unos culpaban a otros y al final todo quedaba en pandilla y él era el primero en rajar una de las piezas para meterle mano.
Aun a pesar de su limitación física, o por eso, precisamente, Emilia Larrieta no perdía oportunidad de asistir a cuantas verbenas tenía ocasión. Así ocurrió allá por el año 47, en Chamberí, de infortunadas consecuencias para ella.
Ajena a los guiños del destino, favorables a veces, esquivos muchas, caprichosos siempre, aireó el mantón de Manila que guardaba en el viejo baúl, pidió prestado otro a una vecina, y entre ella y su hija sacaron costuras a un antiguo pero aún en buen estado vestido de chulapona con lunares, de talle estrecho y amplia falda, del que nunca quiso desprenderse. María del Mar se apañó con otra falda larga y una blusa de generosas hombreras, que también tuvieron que arreglar.
Rafael las veía trabajar codo a codo, ilusionadas en un proyecto común, sorteando con enorme voluntad el sofocante calor de aquel mes veraniego que derretía hasta los tejados de los edificios, cosiendo juntas en una causa que estrechaba su unión de madre e hija, un cuadro familiar que pocas veces se daba.
A Emilia parecían evaporársele las penas preparándose para los días de verbena, sus ojos cobraban un brillo inusitado, se mostraba más cercana, siempre presta a colaborar con el resto del vecindario en engalanar el patio con cadenetas de papel, farolillos de colores, preparar barreños de limonada o enseñar a las más jóvenes los pasos del chotis.
Para ella, como para los demás, esos acontecimientos constituían una vía de escape que arrinconaba las aflicciones y las necesidades. Durante todo el año ahorraba céntimo a céntimo, quitándoselos de donde fuera menester, arañando aquí y allá, con tal de crear un pequeño fondo que poder gastar luego en ristras de churros olorosos recién hechos, un asiento para escuchar una zarzuela o simplemente disfrutar de atracciones y rifas.
Vestida para la ocasión, con el mantón de vivos colores sobre los hombros, atacado de brillantina su lustroso cabello, se aplicaba un poquito de colonia —de la mejor que podía permitir el salario de Rafael— tras las orejas o entre los pechos. Se anudó bajo la barbilla el pañuelo de chulapona. Cien veces se remiró en el espejo antes de salir de casa, recolocándose el escote o revisando la faltriquera donde llevaba los ahorros que se había propuesto gastar. Después, cargando el peso de su cuerpo sobre la muleta, se sujetó del brazo de su marido. Atravesó el patio airosa, ilusionada como una jovencita, luciendo el ramito de verbena prendido en el pecho, idéntico al que adornaba el de su hija y el que le había colocado a Rafael en la solapa.