El chuzo: ¡cuánto eco retumbando en las aceras, rasgando la noche oscura y el silencio, sonido guía de unas palmadas que necesitaban de su presencia!
—¡Vooooy!
Los serenos nacieron en el reinado de Carlos III y se esfumaron en la década de los setenta. Doscientos años de nocturnidad resguardada, de poner coto a las broncas, de guiar al vecino que zigzagueaba con unos carajillos de más, incapaz de alcanzar su portal, quizá porque bebía para olvidar que regresaba a un piso pequeño, sin más ventanas que las de su patio interior sin airear, con un mañana sin futuro, tan difuso como su cerebro embotado.
Ciertamente, su marcha nos privó de un halo protector, aquel que conjuraba los silencios negros de la noche al abrigo del resonar de un garrote y una voz que los espantaba.
—¡Allá vaaaaa!
En las tardes de invierno, cuando se encendía la estufa de butano, mi abuela solía contarme también historias de jarana y música.
—Se engalanaban los balcones con mantones de Manila cuando llegaban las fiestas de San Isidro. Los patios de las casas eran como cuadros de luces, Nuria, en los que se exhibían mantones y serpentinas de papel de colores. ¡Menudas juergas se montaban, con baile y bebida! No como ahora, que no sabéis más que ir a esos sitios de perdición donde bullen chicos con pantalones anchos y niñas con faldas demasiado cortas, que es que vais enseñando las bragas, no sé yo de dónde ha salido esa moda —retomaba la crítica.
—Abuela, estamos en otros tiempos y en éste, la mini-falda se impone.
—¡Qué me vas a contar! Ya sé que se lleva, ya, si no hay más que salir a la calle, todas con el trasero al aire, sin esconder las vergüenzas, que así nos va. ¡Cuándo se ha visto que las mujeres dejen de ser decentes!
—Y ahora lo somos —protestaba yo, encantada de lucir unas minis de campeonato, que hacían que mis padres dudaran de si me había puesto un cinturón o una prenda de vestir.
—¿Cómo se va a ser decente enseñando hasta el…?
Le tapaba la boca para que no se explayara en su vocabulario sin concesiones.
—Deja de meterte con la ropa y dime qué pasaba en esas fiestas, abuela.
—Y esos pelos que llevan los muchachos, largos como si fueran tías. ¿Qué me dices de los cascabeles en los bajos de los pantalones? ¿Dónde se ha visto que la juventud vaya por la calle como si fueran gatos en celo? Entre eso y las faldas…
—Abuela, déjalo ya, ¿vale?
—Bueno, pero si luego te meten mano, no te extrañes, que parece que vais pidiendo guerra y al hombre que es hombre se le van los ojos con tanta carne. Ya en mis tiempos se les salían de las órbitas si nos veían un tobillo.
—Pues anda que tiene mucho de erótico un tobillo.
—Bastante más que un culo, criatura, bastante más. Vamos a ver, ¿qué dejáis ahora a la imaginación? Al macho le ha gustado siempre imaginar más que ver, te lo digo yo que entiendo de hombres porque he conocido a unos cuantos y me he casado tres veces.
—Han sido dos, pero vale, abuela —cedía yo, harta de monserga.
—¡Pues eso! ¡Vale! —zanjaba, suponiendo que había quedado encima.
—Venga, cuéntame de las fiestas.
—Dale más potencia a la estufa, que me estoy enfriando.
Hacía lo que pedía para acomodarme luego y seguir escuchando.
—Se preparaban barreños de limonada, cuando había dinero, con algo fuerte, algún orujo o anisado, para alegrarnos la pajarita. Durante esos días olvidábamos las penurias, la falta de medios, y juntábamos unas mondas para celebrar el patrón de Madrid. Hasta se ponían bombillas rojas, amarillas y verdes. Los vecinos pasaban de un patio a otro, intercambiábamos chismes, bailábamos… No había para más, aunque a mí, lo que me gustaba de verdad, era poder escaparme alguna vez y ver a las artistas.
Eso era otro cantar. Me nombraba a La Fornarina, Pilar Montarde, Amparo Taberner… A muchas de ellas ni siquiera llegó a verlas actuar, pero hablaba de ellas como de algo suyo, que llevaba en el atillo de una juventud devorada por los años.
—María Guerrero —susurraba con añoranza.
María Ana de Jesús Guerrero Torija, una de las mejores actrices dramáticas españolas de todos los tiempos, que triunfó tanto en nuestro país como en Latinoamérica, interpretando multitud de obras —desde
El sí de las niñas
, de Leandro Fernández de Moratín, hasta
El abanico de lady Windermere,
de Oscar Wilde—, era a quien se recurría en casa, comparando a la abuela con ella cuando se entregaba al juego de sus lamentos. Era imposible no hacerlo viéndola montar uno de sus «espectáculos» diciendo que se moría o cosa similar.
—María Guerrero, al lado de tu abuela, era una principiante —solía comentar mi padre.
Y era cierto. La abuela tenía un don especial para el melodrama. Sobre todo cuando le interesaba aparentar enfermedad para conseguir sus fines. ¡Cómo lograba que estuviéramos pendientes de ella!
Una tarde, mi madre y yo la acompañamos al dentista. Le molestaba una muela picada, o un diente, no estoy muy segura. La consulta estaba llena a rebosar. Mientras pasaba el paciente de turno matábamos el tiempo con alguna de las manoseadas revistas desperdigadas sobre la mesita de la sala de espera, poniéndonos al día acerca de casorios o nacimientos, de la última película estrenada o del extraordinario champú X para el cabello.
Emilia permaneció tranquila y hasta se puso a charlar con una señora de sus enfermedades comunes, aunque la falta de oído de la abuela, y el de la otra, que tampoco andaba muy bien de él, entorpecían la conversación. Siempre me ha asombrado esa reciprocidad que surge así, de repente, en las consultas de los médicos, que bien podría definirse como una rivalidad de achaques, en la que los interlocutores enfatizan sus males frente al vecino.
—Yo tuve paperas de pequeña.
—Yo varicela, y casi me lleva al huerto, oiga.
—A mí me operaron de apendicitis.
—¡No quiero contarle yo lo de mi hernia!
—Hace un año me tuvieron que quitar dos muelas a la vez.
—A mí, tres dientes.
—Y tengo la espalda…
—¿Qué me va a contar? Ni puedo moverme casi.
Al tocarnos el turno la abuela, que había acumulado más dolencias que la otra señora, porque no se podía luchar contra su cojera y la falta del oído, aceptó la palmadita en la mano de la mujer, que le daba ánimos, y entramos a la consulta del odontólogo. Tuvimos que ir con ella porque, en su sordera, alguien debía pasarle las instrucciones del especialista; un tipo rechoncho, bajito, medio calvo, con unas manos prodigiosas, al que conocíamos de toda la vida, acostumbrados a que tratara a toda la familia.
Era una estancia pequeña, toda blanca, donde instrumentos aterradores imprimían su presencia y que a mí por ese entonces, debo reconocerlo, me daba pánico tanto punzón que asociaba a la tortura.
La abuela se acomodó en esa especie de diván que sube y baja a instancias del pedal del dentista para situarte en posición, es decir, más a su merced. Más acojonado, decía ella.
Nada más moverse el sillón, comenzó a dar alaridos haciéndonos respingar a los cuatro —había también una enfermera—. Ni siquiera había llegado el pobre doctor a echar mano del clásico espejito, ni una pinza, nada. Tan sólo se paralizó, más blanco que la bata que llevaba puesta. Eran unos gritos desaforados, propios de alguien al que están despellejando vivo. Él nos miraba. Y nosotras le mirábamos a él y a la enfermera, pero ninguno dijo ni media palabra. ¿Qué se podía hacer ante una persona mayor tan fuera de sí?
La abuela armó tal escándalo que el dentista cesó en su intento de mirarle la boca, la hizo levantar y nos acompañó hasta la puerta. Al otro lado, para nuestro asombro y vergüenza, la sala de espera se había quedado vacía. Vamos, que los que aguardaban habían puesto pies en polvorosa. Nunca he pasado un bochorno mayor. ¡De que buena gana la hubiera sacudido! Y ahí la tenías a ella, despotricando del buen hombre, que ni siquiera la había tocado.
El odontólogo, muy digno, nos rogó que no volviéramos a la consulta con semejante burra parda. Bueno, no lo dijo así, era educado y supo contenerse, creo que muy a su pesar.
Aunque para representación, lo que se dice representación, el susto que me dio una noche y que aún, cuando me acuerdo, me pone los pelos de punta, si bien es cierto que aquí no hizo teatro, simplemente sucedió.
En casa, desde siempre, especialmente a mi padre, a Almudena y a mí, nos encantaban las viejas películas de terror. En más de una ocasión nos fuimos los tres al cine a disfrutar con los colmillos de Christopher Lee interpretando a
Drácula
, dedicándose a morder a todo lo que se meneaba, o con Paul Naschy, que nos hacía encogernos de miedo con su
Noche de Walpurgis
. Pero esto era una excepción. Nos conformábamos con Chicho Ibáñez, grande entre los grandes, que tenía al país colgado del televisor con sus
Historias para no dormir
, una bendición para los amantes del género. Podíamos pasar miedo sin gastarnos una peseta y compartirlo en casa todos juntos, aunque a mi madre esa serie no le hacía demasiada gracia porque le impedía dormir bien.
La abuela, por supuesto, también se apuntaba, pero como no se enteraba, veía gritar a los protagonistas y eso le hacía gracia.
Una de esas noches en particular, el capítulo fue especialmente espeluznante. Se titulaba «El pacto», la historia de un médico al que interpretaba el actor Manuel Galiana, capaz de mantener vivo a un hombre después de morir. Al final, cuando decidía despertarlo para que descansara definitivamente, el cadáver soltaba un alarido que te traspasaba de puro miedo.
Mi abuela se quedó como si tal cosa; mi hermana y yo pegamos un salto en el sofá, mi madre se abrazó a mi padre que presionaba la espalda contra el asiento como si quisiera poner distancia con la televisión…
Pasó el agobio del momento y entre risitas un tanto nerviosas nos acostamos.
Un par de horas después, acaso afectada por las fantasías vividas, yo no podía pegar ojo. Creí escuchar ruidos en el comedor. Nunca he sido miedosa, pero las escenas del capítulo volvían a mí en tropel. Como era y soy partidaria de mirar las cosas de frente en vez de cubrirme la cabeza con las mantas, ni corta ni perezosa me levanté a ver qué era lo que pasaba. Otra en mi lugar, tal vez habría dado media vuelta en la cama, pero a mí me vencía la sed de aventuras. Algo me decía que esos ruidos iban en serio, porque seguían. Recordé al muerto-viviente, los efectos utilizados por Chicho en la descomposición del cadáver, y no pude evitar que se me pusiera un nudo en las tripas, pero me hice la valiente y salté de la cama.
—¡Muertos a mí! —me dije en un alarde de bravura.
Salí de mi cuarto al pasillo a oscuras, despacio, casi sin respirar para evitar despertar a mis padres, los latidos del corazón retumbándome en la cabeza, tras la estela de los ruidos. Atravesé el comedor sin ver nada y llegué a la puerta de la vivienda, supongo que a comprobar si estaba echado el cerrojo «Fac» que aún sigue protegiendo la intimidad de la casa, porque mira que salían buenos aquellos cerrojos, no los de ahora que se abren con el canto de una tarjeta de crédito.
Nada por aquí.
Me encaminé a la cocina y allí descubrí el origen: la ventana estaba entreabierta y golpeaba la pared, mecida por el aire. Respirando más tranquila cerré, para regresar a la cama.
Al volverme, ¡allí estaba ella! Con un camisón blanco hasta los pies, el cabello suelto de horquillas, con el aspecto siniestro que yo imaginaba debían de tener las locas, sujetando una palmatoria en la mano derecha con una vela a medio consumir que iluminaba un rostro arrugado y sonriente, más escalofriante, dadas las circunstancias, que cualquier otro que yo hubiera visto en el cine de terror. El salto que pegué llevaba aparejado un grito de Guía Guinnes. Lo que pude soltar por mi boca aquella noche, traspasando tabiques vecinales dormidos, mejor no repetirlo.
En el mar de la nostalgia de la abuela también había hueco para viejos maestros de las corridas de toros.
—Emilio Torres,
el Bombita
—me decía—. ¡Qué macho era! Pero macho, macho. Sin mariconadas. Y no te digo nada de Félix Velasco o Vicente Pastor, a éste se le conocía como el Chico de la blusa, nunca supe por qué.
Para mí, defensora de los animales, que solamente asistí una vez a Las Ventas, a una corrida de payasos, la mención a esos héroes en los que mi abuela convertía a los diestros del capote, me dejaban fría. Ella me miraba y sonreía, sabiendo como sabía que el tema no era santo de mi devoción. Entonces cambiaba el tercio para evitar que yo me pusiera a estudiar en lugar de seguirle la corriente.
—Los carteles en sí eran verdaderas obras de arte, Nuria, no como los de ahora, en los que sale una botella y ahí se acabó todo. Recuerdo los que anunciaban a Nerón.
—¿Qué Nerón? ¿El emperador romano?
—¡Qué empapelador ni qué leches!
—He dicho emperador.
—¿Y qué es eso?
—Como un rey.
—¡Ah! —Se quedaba pensando unos segundos, luego se encogía de hombros y barajaba las cartas si nos entreteníamos con el juego.
La abuela no ganaba una mano, era un desastre en ese terreno y yo no tenía reparos en hacerle trampas porque a ella la divertía que lo hiciera y a mí me proporcionaba unas perras. Mis padres me lo recriminaban cuando se enteraban, pero ¿a quién hacía daño? Era una especie de acuerdo tácito: ella se lo pasaba bien, estaba acompañada, y yo no tenía que aflojar tanto el bolsillo para acercarme al puesto de golosinas, conocido en el barrio como «el puesto del Tío Caca» y comprar algún que otro pitillo suelto que escondía a buen recaudo después. Además, era la única de la familia con la que la abuela estaba dispuesta a soltar un poco la mano.
—Nerón era un elefante —decía mirándome por encima de la montura de las gafas, los cristales repletos de huellas como siempre, intuyendo que mis cartas eran mejores que las suyas por mi gesto irónico—. Ya has pillado, ¿eh?
—No llevo ni para pipas, abuela —intentaba engañarla, algo que no lograba.
—A otro perro con ese hueso, niña, que yo soy ya muy vieja para que me vaciles.
Echaba un cinco de copas y yo soltaba muy ufana el copón anunciando:
—¡Las cuarenta!
—Si ya lo sabía yo, se nota que has cazado lo mismo que si te hubieran metido una zanahoria por el culo. Mira que eres tramposa.