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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (25 page)

BOOK: La página rasgada
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—¡Nuria!

—Era demasiada felicidad —protesté, mordaz. Cuando me enfurruñaba podía serlo tanto como la abuela—. ¿Cuánto tiempo vamos a estar? Si es una visita rápida yo ni me bajo del coche, no soporto a esos niños.

Mi padre aminoró la marcha frenando en el arcén. Se volvió clavando en mí sus ojos oscuros y me dijo de ese modo que sabes que te la has ganado:

—Tú —me habló muy despacio y bajito, lo que significaba que estaba a punto del cabreo—, bajarás del coche, entrarás en su casa y te comportarás con educación.

—¡Ni lo sueñes!

—Yo tampoco quiero bajar —intervino mi hermana, a mi estela como siempre.

—Ni a tu madre ni a mí nos vais a dejar en ridículo. Es un compromiso y son nuestros amigos. Soy capaz de poneros el culo tan rojo como la capa de Satanás, así que vosotras veréis lo que hacéis.

Me desinfló. Más de una vez me había ganado una reprimenda, casi siempre por culpa de mi hermana que era quien tiraba la piedra y escondía la mano. Ella cometía las fechorías, pero las pagaba yo porque, según mi padre, yo era la mayor y tenía que procurar que Almudena no hiciera tal o cual cosa. Pero esas amonestaciones se habían ido aparcando con el tiempo así que, ahora, cuando me consideraba casi una mujer, el posible correctivo lo veía como un ultraje.

Yo adoraba a mi padre, A pesar de algún lejano coscorrón que más que doler escocía mi orgullo, de las discusiones que manteníamos constantemente y en las que mi madre actuaba como árbitro templando gaitas. Yo era terca como una acémila, me creía la dueña del mundo, con la euforia propia de la adolescencia. Vamos, que pensaba que «yo lo valía», como en el anuncio. Nunca he agachado la cabeza asintiendo si no estaba de acuerdo en algo, si pensaba que mi padre se equivocaba —fuera el tema que fuese— le llevaba la contraria y defendía mis argumentos a toda vela. Y mi hermana, aunque más niña, no se quedaba atrás.

—Nuria, Almudena, no discutáis con vuestro padre —nos avisaba mi madre.

—Deja a las chicas, mujer —dijo él entonces—. Yo no quiero borregos en casa, tienen que aprender a pensar con libertad. Si no están de acuerdo, que lo digan, el intercambio de pareceres es otra manera de aprender.

—Pero Fernando…

—Que expongan lo que piensan. Demasiado hemos tenido que callar nosotros para educar ahora a las chicas como si fueran tontas. Suficiente es que tengan que callar en el colegio de las monjas, con nosotros que hablen claro, ya estamos tú y yo para indicarles la línea que no deben pasar.

—Sor Adela nos deja decir lo que pensamos.

—Y sor Bene también —me apoyaba Almudena.

—Seguro que sí.

El clero no era santo de devoción de mi padre, por más que Almudena y yo mostráramos nuestro apoyo a las monjas que nos daban clases. Él sabía que lo hacían como nadie, pero no le gustaba el matiz religioso de la enseñanza.

Una de cal y otra de arena, mi padre ganaba. No éramos quién para dejarles en evidencia delante de los conocidos, así que a callar tocaban. Total era cuestión de aguantar a los dos cafres no demasiado.

Al llegar, atravesamos una zona en la que sólo había campos labrados. Al parecer, Pepe, el yerno de Amalia, había aceptado un trabajo en el campo porque las cosas se les torcieron en Madrid y aquí les daban sueldo y casa; no lo pensaron demasiado para mudarse al pueblo valenciano.

No se veía un alma cuando entramos en Bellreguard. La mayoría eran casas bajas, de una sola planta, alineadas a lo largo de una calle que moría cerca de la playa. Las paredes de un blanco sucio estaban desconchadas, como las ventanas y puertas cerradas a cal y canto. No me gustó el lugar, lo encontré decrépito, radiografiaba una España que se arrastraba recobrándose de antiguas heridas. Imaginé que entrábamos en un pueblo fantasma del lejano Oeste, como el de las películas que Almudena y yo saboreábamos con el mismo deleite que la onza de chocolate y el suizo que nos compraba mi abuela, cuando nos llevaba al cine de López de Hoyos. Si teníamos que pasar el día allí, al menos le echaría imaginación.

La casa de Amalia —mi padre llevaba un plano que nos habían enviado por carta— era la cuarta más cercana a la playa. Destartalada su fachada como el resto, la cerraba una puerta grande de madera cuarteada por el sol y el agua. No hizo falta que nadie nos dijera que aquel sitio había sido, no mucho atrás, un establo o un cobertizo.

No sería cierto no reconocer que tanto Amalia como su hija nos recibieron con alegría, que se fue acrecentando a la vista del abultado paquete que les enviaba mi abuela. Pero a mí la casa me dejó bloqueada en la entrada, no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Se trataba de una estancia grande, cuadrada, al fondo de la cual ardía una lumbre. En medio de la pieza, una mesa oscura, enorme y cuadrada. Muy humilde todo. Pero no fue eso lo que me impactó, sino que sobre la mesa se diseminaban trozos de sandía y cáscaras, rivalizando con las que alfombraban el suelo. Nunca había visto nada igual.

María pareció reparar en mi asombro y musitó:

—Lo limpio todo en un segundo —se puso a la tarea.

Era la primera vez que no se me ocurría qué decir a pesar de que a mí las respuestas me solían salir sin pensarlas, mi madre decía que tenía un resorte para contestar a la gente. Afortunadamente no estaban los chicos de modo que, cuando estuvo todo más o menos presentable, nos sentamos a la mesa, se abrió el paquete, sacaron una jarra de vino y nos invitaron a comer. Fue una suerte que mi abuela aportara su provisión de viandas porque, en caso contrario, tendríamos que habernos conformado con lo que se estaba guisando en la lumbre, que olía a rayos. Era evidente que, como adelantara mi madre, no lo estaban pasando bien. Para colmo de males llegó el marido de María con la nueva de que el patrón huertano no les había pagado esa semana porque no había aparecido por los campos.

Como mi padre no digería bien las injusticias ¿qué hizo?, pues tirar de cartera antes de despedirnos y dejar un par de billetes sobre la mesa.

—No, Fernando —Amalia empujó el dinero hacia él—, vosotros tampoco sois millonarios, ya nos apañaremos.

—Digamos que es un préstamo a largo plazo, mujer. Para eso están los amigos, para los momentos malos.

—Eres un bendito —le agradeció abochornada, pero la necesidad obliga, cogió el dinero y lo guardó en el bolsillo del delantal—. Dios te premiará con el Cielo.

Él no dijo nada pero por su gesto presentí que se estaba preguntando el motivo por el que todo el mundo quisiera enviarlo con san Pedro.

Al arrancar el coche, entre gestos de despedida de unos y otros, respiré hondo sin poder remediarlo, recibiendo una mirada recriminatoria de mi madre, a la que no le gustaban ciertos gestos.

—Olía a cerdo —se aventuró a decir mi hermana.

—No, Almudena —repuse yo—, olía a pobreza, que es peor. Ojalá puedan regresar pronto a Madrid, aunque sigan viniendo a casa los domingos.

Por el espejo retrovisor aún tuve tiempo de captar una película acuosa en los ojos de mi padre. Nunca supe si por la miseria en la que vivían ellos o por mi respuesta.

Los días que pasamos en Gandía nos revivieron de penas propias y ajenas. Poca ropa, sol, sin horarios fijos, mar, refrescos, paellas, caminatas por el paseo marítimo… Lo que fue más importante, hicieron que mis padres se olvidaran de mi abuela, víctima como eran de la dictadura de su limitación física y su mal talante, un eczema que padecían desde que se casaron. Deberían haberse independizado tras la boda, o tras la muerte del abuelo, pero mi madre se doblegó al chantaje moral de mi abuela a causa de sus impedimentos. Nunca supo rebelarse a su carácter agresivo. Y mi padre no se opuso, porque habría ido a un infierno en el que no creía, por ella.

Regresamos a Madrid. Mi madre roja como un tomate, picada por el sol; mi padre, mi hermana y yo, negros como chorizos a la brasa. No mucho después también lo hicieron Amalia y los suyos escapando de una tierra que les había prometido el maná y sólo les procuró indigencia, para alegría de la abuela que volvía a tener auditorio a su medida. Por medio del pariente del conocido de un primo que era amigo de un funcionario del Ministerio de la Vivienda —o algo similar—, es decir por el enchufismo imperante, les concedieron un pisito en Parla. Eso estaba entonces en el quinto pino, pero no por ello renunciaron a sus visitas dominicales que mi madre solventaba echando más garbanzos a la olla.

A su vez, nos invitaron ellos a conocer su piso, no bien tuvieron la oportunidad de hacerse con cuatro muebles. Llegado el momento emprendimos la excursión, porque excursión era entonces.

Ciertamente, la familia de Amalia era peculiar, pero nunca imaginamos hasta qué punto.

El edificio olía a nuevo, a sueños recién estrenados en un marco de yeso blanco y ladrillo visto. Nos encontramos en un piso como los chorros del oro, de tres habitaciones, apenas amuebladas con cama y mesilla, sin armario; el cuarto de baño, diminuto pero coqueto, y una cocina pequeña pero suficiente, nada que ver con la vivienda de Bellreguard, sin olores de abandono y suciedad.

Mi abuela, que nos había vuelto locos durante el trayecto hasta allí indicándole a mi padre cómo debía llevar el coche, se paseaba acompañada del chirrido de su muleta, asintiendo y sonriente.

Sin embargo, cuando nos mostraron la pieza principal de la casa, el salón, se nos nubló el horizonte. ¡No era posible! Pepe, que no sé yo si es que era tonto de capirote, había levantado una pequeña empalizada, rellenando medio salón de tierra sembrada de tomateras. Para completar el cuadro, dos patos y tres gallinas correteaban sobre un suelo de baldosas a sus anchas. Mi hermana y yo rompimos a reír.

—¡Es que sois la monda! —exclamó mi abuela entonces haciéndonos coro.

Un coscorrón de mi madre con el nudillo en plena coronilla me cortó a mí de raíz las ganas de reír.

—Ya sabéis como son los chicos… —acertó a disculparse.

Mi padre, con la cabeza gacha, asentía esforzándose en mantenerse serio sin perder la compostura. No así mi abuela, que se lo estaba pasando en grande y hasta tuvo la osadía de pedirle tomates a Pepe antes de regresar a casa.

29

—¿Qué? ¿Cómo vas de amoríos, Nuria?

Según me iba haciendo mayor, contaba menos cosas en casa, lo reconozco. Mi abuela, a la que no se le escapaba una y quería estar al tanto de todo, se daba cuenta de que acababa de despertar al mundo de los adultos. Supongo que también los demás. Pero a mí me daba cierto reparo hablar de algunas cosas a mi madre. Por eso la pregunta llegó que ni pintada. ¿Quién mejor que ella para sacarme de dudas, con su experiencia de un par de maridos y algunos novietes?

—Hay un chico que me gusta —le dije, dejando a un lado los libros.

En realidad, el chico me gustaba a mí y a las otras doce compañeras de estudios. Desde la ventana de la clase de matemáticas en la que nos instruía sor Adela, había una vista inmejorable al taller que estaba al otro lado de la calle y al muchacho que trabajaba en él como aprendiz. Calculo que tendría unos dieciocho años. Espigado y rubio como el oro, de cabello permanentemente en desorden, ataviado con un mono azul oscurecido de grasa, era para nosotras un Adonis. Nunca nos hizo el menor caso, para él debíamos ser unas niñatas que se aprovechaban de actuar en grupo para mostrar su desinhibición desde la ventana mirándole con caras embobadas. Como el resto de mis compañeras de estudios deseaba que, en algún momento, alzase sus ojos claros y me sonriera. La que lo conseguía se dejaba caer hacia atrás entre las risas y exclamaciones del resto y ese día era la reina de la clase. Tonterías de crías, sí, pero un acicate para hallar una manera de saber cómo podía una llamar la atención de un chico.

—¿Quién es el mozo? ¿Le conozco?

—No, abuela. Trabaja en un taller de mecánica, frente al colegio.

—¡Válgame el cielo! Así que el mastuerzo es de esos que van todo el día con lamparones de grasa.

—Pues no le quedan mal —sonreí yo.

—Ya imagino. A vuestra edad, cualquier ceporro medianamente guapo os enamora. ¿Te ha dicho algún requiebro?

—Ni siquiera nos habla. Todo lo más, nos mira y se ríe, debe pensar que somos tontas. Si al menos fuésemos sin uniforme… Toda la clase está coladita por él y hasta hacemos apuestas para ver quién se lo liga.

—Apuestas, ¿eh? ¿Qué habéis apostado?

—Cincuenta alfileres de los gordos —se le escapó la risa—. Abuela, ¿cómo hacías tú para conseguir novio?

—¡Ay, niña! Si ya ni me acuerdo de eso. Han pasado muchos años.

—Pero enamoraste a Alejandro, ¿no?

Igual que si le hubiera nombrado al demonio, mi abuela perdió el buen humor. Desvió la mirada y volvió a retomar la costura. Llegaba hasta nosotras el delicioso aroma de una tortilla que preparaba mi madre para la cena, el repiqueteo de la paleta laminando las patatas, entremezclado con el sonido de herramientas con que mi padre se aplicaba en una reparación casera y la voz armoniosa de mi hermana canturreando la canción del verano de ese año.

Una tormenta estival que acababa de estallar golpeaba los cristales de la ventana.

A mí me parecía que el momento era inmejorable para confidencias que sólo nos atañían a las dos. Pero la abuela parecía haberse retraído, como si el nombre de Alejandro la hubiera trasladado en el tiempo. Ya no estaba allí, conmigo, sino ausente.

Miró de reojo la fotografía de su último marido, Rafael, pareció dudar y luego, ante mi asombro, la puso boca abajo.

—El amor es ciego, Nuria —susurró tan bajo que apenas la oí.

No dije nada. Sabía que esa frase podía traer otras muchas que yo aguardaba expectante, esperanzada en que ella me abriera los ojos, en que me orientara en el modo de ganar aquellos cincuenta alfileres con los que engrosar mi buena colección de bonis de colores —era de las mejores de la clase, casi siempre salía airosa en ese juego—. Si de paso maquinaba sobre la manera de conseguir que el rubito me pidiera ir a dar un paseo a solas, hasta podía convertirme en la capitana del curso.

—El amor es ciego, pequeña —repitió, dejando definitivamente la costura para retreparse en el sillón—. Es hermoso, pero a veces hace mucho daño.

—¿Alejandro te lo hizo?

Suspiró, cerró los ojos y se friccionó las sienes. Intuía yo que batallaba entre soltar la lengua o guardar silencio, como siempre hizo a propósito de ese hombre, del que ella decía hasta la saciedad que fue su primer marido aunque todos sabíamos que no era cierto. Para una persona como la abuela, cínica hasta la exasperación, deslenguada cuando no impúdica, debía de ser difícil abrir su corazón a una pardilla como yo.

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