La página rasgada (23 page)

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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La página rasgada
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No todo era malo. Junto a tales ungüentos y purgas acompañaba también, de vez en cuando, un dedo de Quina Santa Catalina, un reconstituyente muy común que no faltaba en ninguna casa y que estaba de chuparse los dedos.

El único que se atrevía a decir a mi abuela que el linimento Sloan olía a centellas era su amigo Miguel, un tipo notable. Yo le conocí pegado ya a una silla de ruedas que dominaba con soltura y con la que trajinaba por las calles para ganarse unas pesetas: vendía cerillas y cigarrillos por unidades, que transportaba en un cajón de madera acoplado sobre las rodillas. Residía en un asilo, cerca de la antigua plaza de toros de Vista Alegre.

—Fue destruida en la Guerra Civil —decía él con la vista clavada en sus muros—, no quedaron ni los rabos de los toros. ¿Te acuerdas, Emilia?

—¡Por descontado que me acuerdo! —Asentía la abuela liándole con bastante estilo cigarrillos de tabaco picado que iba dejando en un montoncito—. ¿Cómo no hacerlo? Tenía yo dieciséis años cuando se celebró la corrida a beneficio de la Prensa de Madrid. Me colé con Amalia para ver en paseíllo a Bombita, Machaquito y Gaona, toreros con un par de bemoles. La han reconstruido, sí, pero la plaza no es la misma, ha perdido la gracia sin torres ni grada cubierta.

—Entonces estábamos todos un poco jodidos, sin un puñetero duro.

—¿Entonces? Pues igual que estamos ahora, Miguel. ¿De dónde te crees que venimos la chica y yo? Pues de empeñar las cuatro sábanas que me quedaban nuevas y la medalla de la Virgen del Carmen.

—¿La que te regaló Rafael?

—La misma.

—Es una lástima.

—De lástima nada, que ésa la recupero yo en cuanto cobre la paga, ahí se la voy a dejar a esos pájaros. La medalla y los pendientes —se tocaba las orejas— se vienen conmigo a la tumba, ¡por ésta! —Cruzaba los dedos índice y pulgar y se los besaba en señal de juramento que habría de cumplir.

Nunca acabé de saber cómo se conocieron ambos ni el motivo de tan larga amistad. Miguel no se adaptaba al tipo de hombre que le gustaba a mi abuela: era pequeño, de rostro curtido y renegrido, ojos diminutos aunque sagaces, manos apergaminadas y sonrisa torcida. Pero era un señor divertido, dicharachero, que siempre me hacía reír con sus historias.

—Gracias por los piñones, muñeca.

Siempre me decía lo mismo cuando le entregaba el cucurucho que la abuela había adquirido para él previamente. Era un obsequio obligado y nunca, en todas las visitas que yo recuerdo, dejó de comprárselos, como si así renovara el nexo que les unió en otros tiempos más felices, cuando ambos eran jóvenes, llenos de vida, rebosantes de ilusiones que el paso de los años había ido consumiendo.

Lo mejor de esas tardes llegaba al rememorar zarzuelas a las que asistieron. Para asombro y regocijo de los viandantes que paseaban por el parque, se arrancaban a dúo emulando a Julián y Susana, protagonistas de la
Verbena de la Paloma
:

—¿Y si a mí no me diera la gana

de que fueras del brazo con él?

—Pues me iría con él de verbena,

y a los toros de Carabanchel.

Intercambiaban una mirada de complicidad y se echaban a reír. Emilia le palmeaba la rodilla con cariño y movía la cabeza de un lado a otro, con los ojos al frente, enredados, supongo, en la maraña de un pasado que veía ahí pero que quedaba muy lejos.

A mí me abochornaba que la gente se parara unos segundos pendiente de ellos, pero también me encantaba la entonación de sus voces cascadas, porfiando en la imitación chulesca con que se cantaba en la zarzuela en particular.

A veces se ponían a hablar aplicando términos absolutamente desconocidos para mí, obligándome a prestar la máxima atención por ver si conseguía traducir alguna de las palabras.

—Tienes la
babosa
hecha un asco, Miguel —comentaba ella, recolocándole el cuello de la camisa—. ¿Es que no te lavan la ropa en el asilo?

—Calla, mujer, calla. La hermana Teresa es una bendita, nos atiende a todos lo mejor que puede.

—Pues los
calcos
están sucios. Anda, trae que les doy un repaso antes de que te vuelvas.

Le quitaba un zapato, sacaba un pañuelo de su bolso, escupía un par de veces y se ponía a frotarlo con esmero, dejándolo reluciente, para luego repetir la operación con el otro.

—La semana pasada me quemó los
alares
al plancharlos. No veas el disgusto que se llevó, la pobre mujer.

—En cuanto cobre te compro unos nuevos, que tú eres un empresario, no puedes ir por ahí hecho un desastre.

La risa atacaba a Miguel, ya que toda su empresa se basaba en una caja de madera donde ofertaba sus exiguos productos de tabacalera. Me llamaban la atención, sobre todo, esas manos marchitas salpicadas de mil manchas que exhibía mientras hablaba, jugando con la caja que contenía las piedras de mechero que hacía sonar. Al despedirnos de él, siempre me obsequiaba con unas cuantas para mi padre.

Una tarde me atreví a preguntar a Miguel el motivo por el que se encontraba en una silla de ruedas. De haber sido otro, tal vez, me hubiera ganado un cachete, pero ese hombre me tenía cariño, decía que mis visitas con la abuela eran como un rayo de sol para él. Tomó mis manos entre las suyas, manos ásperas y rugosas, arrugó la nariz con gesto pícaro y me contestó:

—Fue un toro, hija, un toro.

—Fue tu mala cabeza —rezongó mi abuela.

—La juventud hace locuras, Nuria —prosiguió él—. Barbaridades que no sabes medir, pero que luego traen consecuencias.

—¿Te corneó?

—Sí. Yo no había cumplido los veinte años, tenía toda la vida por delante y me iba bien trabajando con mi padre en una tienda de zapatos. Pero tenía una ilusión: los toros.

—Y fuiste a una plaza.

—Me hubiera gustado, claro que sí. —Reía él, quizá para espantar que su temeridad con los astados le había costado la movilidad de las piernas—. Saltar a una plaza hubiera sido la culminación de mi sueño, hubiera dado cualquier cosa por pisar la arena. Pero no fue así. Con unos cuantos amigos burlé la valla de una finca, en la provincia de Toledo.

—¡Menuda gilipollez! —apuntilló Emilia.

—Yo manejaba el capote con mucho garbo, no creas. Bordaba las verónicas. Los amigos me animaban y yo me creía el «rey del Mambo». Me arrimé demasiado, el animal se me arrancó de pronto y yo me encontré rodando por el suelo a su merced, con una cornada en la que se me iba la vida. Aún no me explico cómo consiguieron sacarme de allí, ni cómo me llevaron al hospital.

—Seguramente porque te protegía la Virgen de los idiotas —no se cortaba la abuela—. ¡Hay que jorobarse, con lo buen mozo que eras!

—Lo sigo siendo, ¿no? —bromeaba él.

—Ahora eres un viejo chocho, como yo, que ya estamos para pocas nueces, Miguel, hablemos claro. Pero hubo un tiempo en el que podía haberme enamorado de ti.

—Siempre has estado un poco enamorada de mí, bruja, dime si no por qué sigues viniendo a verme —se jactaba.

—¡Anda y que te den, calzonazos! —Reía ella—. Hubiéramos hecho una pareja que ni pintada, yo coja de una pierna y tú de las dos.

Dejamos de ir a verlo tras la carta que mi abuela recibió de sor Teresa, la monja de la que Miguel hablaba siempre maravillas. La vi dudar antes de rasgar el sobre y sacar una cuartilla pequeña, como si una sombra negra sobrevolara el papel. Le temblaron los dedos leyendo y sus ojos se cubrieron de lágrimas contenidas que no dejó escapar. Luego la rompió en mil pedazos.

—No iremos más a ver a Miguel, Nuria —dijo simplemente.

Intuí que había muerto. Ella no me lo dijo, pero lo supe. Le recordé esa noche y muchas otras, a solas, en mi cuarto, porque significó la pérdida del afecto de un hombre de risa fresca y chascarrillo fácil.

Nunca volvimos a sentarnos con él a las puertas de la plaza de toros. Ni a comprarle piñones.

27

En la España de 1964 no se hablaba de otra cosa que no fuera el bronco partido jugado por nuestra gloriosa Selección de Fútbol comandada por un Luis Suárez impresionante que, a fe de los entendidos, era de los mejores de la época, y la de la Unión Soviética, y que acabó con la victoria de los nuestros por dos goles a uno, para anotarse la primera Copa de Europa de Naciones. No había tertulia de bar o reunión familiar donde no saliera a relucir el nombre de Suárez junto a otros como Pereda, Marcelino, Amancio o Rivilla.

Cosa grande esa del fútbol, que dejaba de lado realidades de enorme peso y trascendencia: que miles de españoles seguían abandonando la tierra patria para buscar trabajo fuera de nuestras fronteras, que la diplomacia de Moscú no dejaba de enviar señales a Pekín para que quitara los ojos de Siberia o que la carrera de armamento afectaba ya prácticamente a los cinco continentes. Para el ciudadano normal poco importaban ese tipo de noticias porque, ¡joder!, habíamos ganado la Copa de Europa en un Bernabéu abarrotado donde cuatro años atrás se habían negado a jugar ambas selecciones por sus diferencias políticas.

El azul franquista casaba fatal con el rojo bolchevique.

El estadio, hasta la bandera, presidiendo en el palco de honor un Generalísimo con semblante serio que sólo dulcificó al amparo de un resultado favorable. La propaganda del Régimen no economizó medios para dar bombo y platillo al acontecimiento, porque además de ganar en lo deportivo se había derrotado a la perfidia comunista, con lo que se seguía alimentando el espíritu ideológico de los vencedores de nuestra Guerra Civil, desviando la atención de los problemas en los que el país estaba sumido.

En las esferas del poder se sabía lo mucho que había que tapar: la impunidad jurídica de la oligarquía dominante, el control ejecutivo de los tecnócratas del Opus Dei que gobernaban con la aquiescencia del clero, la red de tráfico de recién nacidos amparada, cuando no inducida, por las propias clínicas de maternidad que comunicaban a los padres la muerte de su bebé… Por eso, al pueblo, pan, toros y fútbol, y alguna otra noticia que nos ponía en el mundo. ¿Que se ha encontrado petróleo en España, en la comarca de La Lora? ¡Pues mira qué bien, a ver si nos llega algo!

Hasta en casa, donde mi padre pasaba del fútbol olímpicamente, se habló de la tan cacareada Eurocopa. ¡Como para no hacerlo en cuanto la abuela se enteró de que los que jugaban en nuestra contra eran ni más ni menos que hijos de la Madre Rusia!

Allá donde ibas, el mismo tema de conversación, el remate de Marcelino, un gol como no se había visto otro. El amor patrio nos salía hasta por las orejas y no era para menos.

En casa de Cayetana no se hablaba del deporte del balompié, gracias a Dios.

Cayetana era otro de esos personajes un tanto estrafalarios con los que mi abuela tenía cierta amistad y con los que yo, por ende, tuve contacto. Portera de una finca de la calle Cardenal Cisneros, se trataba de una mujer alta y delgada como un junco, cabello canoso recogido siempre en un moño, mirada huidiza y labios que parecían un tajo en su rostro enjuto y pálido. Nunca la vi vestida de otro color que no fuera el negro total porque era viuda, y las viudas en esos días tenían que ir del negro más absoluto sí o sí, salvo que se arriesgaran a que sus convecinos las mirasen con mala cara, o no las mirasen. En este caso, en su trabajo de portería, le daba más aire de respetabilidad.

Yo dudaba de si a la abuela la acogía con agrado por su antigua amistad o por la bandeja de dulces con la que siempre hacíamos acto de presencia porque, indefectiblemente, dejaba escapar un suspiro de alivio cuando nos despedíamos.

—Emilia, qué sorpresa, no te esperaba hoy.

Daba la impresión de ser una coletilla de recurso, ya que siempre decía la misma frase al vernos aparecer. Se arrimaba a un lado, no sin antes hacerse cargo de la bandeja de pasteles, y nos dejaba paso a un cuchitril que no tendría más de nueve metros cuadrados, amueblado tan sólo por una mesa camilla, un armario que debía de ser de la época de Carlos V —no por su valor, sino por lo deteriorado que estaba y la mugre que lo cubría—, y un brasero que no se encendía por más que estuvieran cayendo chuzos de punta en la calle.

A la portería solía acudir un vecino al que llamaban Chato; mi abuela decía que había sido minero en Asturias, pero que por razones de salud se había afincado en Madrid donde su mujer y él encontraron trabajo en los Almacenes Arias, en la céntrica calle de la Montera.

—Desde que enviudó no sale de aquí el pobre hombre —me explicó una vez, esperando el taxi de costumbre para volver a casa—. Felisa, su mujer, tuvo un infarto sobrevenido a consecuencia del incendio de los almacenes, donde trabajaba aquel día. Se quedó como un pajarito en el portal y costó sudor y lágrimas subirla al piso, porque la condenada pesaba lo suyo. Cayetana es incapaz de despacharlo, aunque no habla más que para despotricar del Caudillo. Cualquier día tendrán un disgusto, y de los gordos.

En ese cuartucho deslucido, poco aireado, con olor a humedad, pasé, sin embargo, buenos ratos. Me hacía gracia observar a la hija de Cayetana y a su marido; si la portera era un personaje casi esperpéntico, ellos dos no lo eran menos. A Adela, así se llamaba la hija, sólo se la podía conceptuar como anodina, tan delgada como su madre pero más baja, de cara más rellena y cabello cobrizo, algo rizado, e igualmente vestida de luto hasta las bragas.

A mí ya me ha parecido siempre una memez tener que ir como una cucaracha por haber perdido a un pariente. El dolor se lleva por dentro, en el alma, sin necesidad de exteriorizarse, como yo lo llevaba por mi abuelo Rafael, pero el maldito «qué dirán» pesaba socialmente como una losa, ciñendo el ansia de libertad de las huérfanas, ahogando el lícito impulso de volver a vivir de las viudas. Hasta mi abuela, nada más enviudar, se enfundó en ropajes negros. Ella, que se saltaba las normas a cada paso y se ponía el mundo por montera. Aún me parece estar viéndola, junto a mi madre, tiñendo algunas prendas en un balde grande. De todos modos, la abuela no guardó luto demasiado tiempo, convenciendo a mi madre para que hiciera otro tanto.

Agustín, el marido de Adela, era tan insignificante como su esposa. Bajito, delgado, con una buena mata de pelo negro y más feo que Picio. Buena gente, pero tan falto de luces que a veces me encrespaba los nervios.

—¿Con quién iba a casarse el pobre desgraciado? —rezongaba mi abuela ante mi comentario—. Anda que menudo elemento ha ido a encontrar Adela; claro que tampoco ella es una mocetona como para conquistar a un buen bigardo, que parece que la hicieron llorando.

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