Nadie podía imaginar que aquellos pasos estaban torciendo las líneas de su destino.
Una de las muchachas del bullicioso grupo que montaba en ese momento, se puso de pie sobre el caballo. Le falló el equilibrio y se precipitó hacia la plataforma. Gritos de pánico se elevaron entre el público cercano que, instintivamente retrocedió empujando a los que estaban detrás. Como consecuencia, los del final, que no sabían qué sucedía, empujaron a su vez hacia delante. La ola de agitación lanzó a Emilia hacia la atracción, peligrosamente cerca de la plataforma que giraba sin detenerse.
La dificultad para moverse con desenvoltura sin más fijación que una pierna y una muleta que se tambaleaba por la presión de la gente, la abocaron a escasos centímetros del peligro. Se escuchaban chillidos que se mezclaban con los alaridos de pavor de la chica que, con medio cuerpo fuera del carrusel, rebotaba chocando con los cuerpos de la muchedumbre que se apiñaba alrededor, imposibilitados de apartarse.
Estirando los brazos, intentó asirse a lo primero que encontrara, que resultó ser la falda de Emilia.
Rafael, a su espalda, luchó por sujetarla. No fue posible. La velocidad del tiovivo y la desesperación de la muchacha hicieron que los tres quedaran atrapados en un torbellino imparable. El cuerpo de Emilia fue arrastrado varios metros mientras, en torno a ella, el hormiguero humano incrementaba los gritos y se levantaban voces airadas pidiendo que se detuviera el carrusel.
Durante unos segundos inacabables, Rafael vio cómo su mujer era arrollada y su cabeza rebotaba contra el suelo para desaparecer engullida por la plataforma.
El desconcierto fue total. Se fueron espaciando los giros del tiovivo hasta parar y Rafael, a la vez que otros hombres, entre ellos el dueño de la atracción, acudieron en tropel en socorro de la accidentada. Una percepción del drama se extendió por el lugar reduciendo el caos a murmullos.
Sin demora fue sacado el cuerpo inerte de Emilia de debajo del tablado giratorio. Con las faldas levantadas hasta la cintura, una herida de considerable proporción en su única pierna manaba sangre que alimentaba la incisión de un tornillo alojado en la carne. A Rafael, con el corazón paralizado, el mundo se le detuvo sin más. No escuchaba ni las exclamaciones del gentío, ni las plegarias del dueño del carrusel, ni los pitos de los guardias que acudían al lugar de los hechos. Arrodillado junto a Emilia, llamándola por su nombre, rompió a llorar como un chiquillo.
—Está muerta —decía entre sollozos—. ¡Está muerta!
María del Mar, braceando contra el núcleo que se amontonaba alrededor, con el terror reflejado en sus ojos y un nudo en la garganta, pudo abrirse paso para llegar hasta su madre. Allí tendida, en medio del grupo de curiosos que se afanaban por ver lo que había sucedido, no pudo reaccionar.
—Sigue viva —aseveró uno de los hombres que se habían afanado en sacarla de debajo del carrusel.
Emilia no recuperó la conciencia hasta dos horas después, en la Casa de Socorro. Cuando volvió a abrir los ojos, el médico había extraído ya el tornillo y cosido la herida de la pierna, que ahora lucía vendada desde la ingle hasta la rodilla.
—Vaya, hombre —fue todo cuanto dijo al despertar viéndose tumbada en la camilla y puesta al corriente de lo ocurrido—, sólo faltaba que se me jodiera la otra pata.
El equipo que la atendió alabó su entereza ante su reacción a un accidente que podía haberle costado la vida. Le recomendaron descanso y revisiones periódicas para prevenir el riesgo de cualquier infección.
No la hubo, afortunadamente, pero se vio obligada a estar inmovilizada todo un mes, hasta que el desgarro fue cicatrizando. Aparentemente, el daño no sería más que un mal recuerdo que le duraría toda la vida en forma de cicatriz en el muslo.
Sin embargo, lo malo de verdad, estaba por venir. Las secuelas del accidente se fueron manifestando poco a poco. Emilia empezó a tener frecuentes dolores de cabeza a los que se fue uniendo un ruido intermitente en los oídos que iba en aumento: le diagnosticaron desprendimiento de los tímpanos, contra lo que nada se podía hacer. Había perdido el oído.
—¡Me cago en la madre que parió al tiovivo! —concluyó.
Cruel hasta el ensañamiento, el azar la persiguió con encono atizándola sin contemplaciones.
Coja de niña, sorda de mujer, la fatalidad se cebó en mi abuela. No era de extrañar que contemplara la vida sin más futuro que el presente, sin otras miras que las suyas propias.
Con esta perspectiva, puedo entender las raciones de egoísmo que nos regalaba en casa, aderezadas por la mordacidad de sus comentarios tantas veces insensibles.
—Tus padres se conocieron al comenzar la década de los cincuenta, Nuria.
Otra tarde de invierno al amor del calor del brasero, mientras que yo anotaba en mi libreta con mi particular taquigrafía.
—Lo sé.
—Aún existía la cartilla de racionamiento, ya te he contado algo de eso.
Habían desaparecido nombres importantes de las letras, se difuminaba el fantasma de la Guerra Civil, los milicianos, los vehículos blindados de la Federación Anarquista y sus carteles propagandísticos, la delación entre vecinos, la traición entre familias, la muerte, en fin.
España entraba en un período de reconstrucción nacional si bien políticamente aislada de Europa Occidental, Estados Unidos y la ONU, o cualquier organismo internacional.
Se había votado en referéndum aceptando la restauración de la monarquía y promulgado la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado en el año 1947. Pero sí, aún existían, cuando se casaron, cartillas de racionamiento.
—Teníamos una censura que ríete tú de la de ahora —me decía manejando las agujas de hacer punto con maestría, confeccionándose una toquilla horrible, de color tripa de pez muerto—. Menos que ahora, pero existía. Se está abriendo mucho la mano y no sé yo dónde nos va a llevar tanto libertinaje.
—Sí, y la obligatoriedad de doblar toda película extranjera —intervenía mi madre que esa tarde no cosía aquejada de dolor de espalda.
—Las que venían de Rusia —apuntaba Emilia, llena de razón—, dime de qué otro modo íbamos a entenderlas. Entonces sobresalía Berlanga, ese fulano del cine que según dicen sirvió en la División Azul y todo. Menudas películas las suyas.
—Cínicas y mordaces —asentía mi madre—. Él siempre se apañaba para burlar a los censores que decapitaban las cintas.
—¿Cómo que decapitaban?
—No era otra cosa lo que hacían los de la censura, mamá.
—Ah, sí, valientes títeres estaban hechos, hacían lo que les mandaban y a poner el cazo. Los curas, los primeros. Ellos se las veían enteritas y al público nos daban gato por liebre, pero es que hay que reconocer que algunas de esas que llegaban de fuera eran un poco guarras, no como las españolas. Las nuestras eran más sensibleras. Aún me parece estar viendo las escenas entre Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintillá en
Esa pareja feliz.
—¿Era todo cine patriótico entonces?
—No. También cine norteamericano, sobre todo —decía mi madre—. Pero todo lo que se veía tenía que atenerse a la moral tradicional, apta para todo católico de bien, incluido el jefe del Estado español, el Caudillo. No digamos si no era del agrado de la curia.
—Otras venían de Rusia.
—Dale que te pego con los rusos… Aviada estás, abuela. Pero ¿cómo iban a comprarse películas a Rusia en esos tiempos?
—Pues a ver si no de dónde iban a venir —se enfadaba—, de más allá de España, ¿o qué te crees?
—Eran americanas, abuela.
—¿Americanas? ¡Qué sabrás tú, deslenguada! Españolas y rusas, lo que yo te asegure. Pero eran mucho mejor las nuestras, dónde va a parar. Lo que me hizo a mí llorar
Raza
el año que la repusieron, con ese imponente Alfredo Mayo que estaba para darle un buen meneo.
—¡Mamá, por favor!
—Los espectadores acababan llorando a moco tendido —seguía ella haciendo caso omiso a la protesta—. No sé por qué le cambiaron el título por el de
Espíritu de una raza,
si era bonito el primero.
—Porque le limpiaron la cara.
—¿A Mayo? —Abría los ojos como platos, olvidándose de las agujas.
—No, a Mayo no, a la peli.
»Nuria, si es inútil, hija —suspiraba mi madre.
—Bueno, pues por mí como si le lavaron el culo. Me gustaba más el primer título. Ahora sólo se hace basura como lo que sale por la tele.
—Pues a mí esas películas antiguas no me van.
—¡Qué sabrá la Virgen de hacer adobes! Si la ponen otra vez, voy a verla, como me fui en una ocasión con tu padre.
No me he equivocado, no. Es que antes de que mi abuela la tomara con mi padre, fueron juntos al cine algunas tardes, aprovechando que mi madre se retrasaba en el taller de costura para finalizar encargos de última hora.
—
Locura de Amor
,
La Lola se va a los puertos
,
Alba de América
,
La hermana San Sulpicio
,
Don Quintín el Amargao
,
La hija de Juan Simón
con Antonio Molina,
Agustina de Aragón
… —me enumeraba títulos con la soltura con que yo recitaba la lista de los reyes godos.
—Cine folclórico y propagandístico —la picaba.
—Sí, pero que hacía las delicias de un público que olvidaba ante la pantalla sus problemas diarios para abrazar los de sus protagonistas.
—Amenizadas por el puñetero No-Do, con el que seguimos. ¡Menudo tostón!
Cuando mi hermana, Almudena, y yo íbamos al cine con mis padres, siempre llegábamos tarde para perdernos la propaganda oficial en la que, inevitablemente, el Caudillo inauguraba el consabido pantano, las fuerzas armadas desfilaban exhibiendo patriotismo, salían los chavales elegidos para la
Operación Plus Ultra
, un antiguo programa de la cadena SER, o se hacían los honores a cualquier personalidad extranjera de visita en el país. Nosotros entrábamos en la sala justo cuando los carteles de crédito daban paso a, por ejemplo, Cary Grant.
Por el contrario, a la abuela le gustaba tanto el noticiario del Régimen como la propia película —mejor si era programa doble— y si ésta era en blanco y negro a veces mezclaba las imágenes.
El cine era el gran desconocido para ella, escape visual que la encantaba y de cuya visión se formaba su propia película porque, como era natural, no se enteraba ni del No-Do, debido a su sordera.
—¿Sabías que entonces había en España casi cuatro mil salas de cine y varias productoras?
—Sí, abuela, sí. Cifesa. Ya me has hablado de eso.
—Princesa no, se llamaba Cifesa.
—Pues eso he dicho.
—Eran cines grandes. Podían entrar trescientas o cuatrocientas personas y la chiquillería ocupaba el gallinero con sus chocolatines, sus pipas o sus patatas fritas.
Claro, pensaba yo. Más o menos como ahora pero sin palomitas de plástico, eso vino después, junto a los perritos calientes y las hamburguesas de contenido indescifrable, costumbres importadas de la cultura americana, porque si venía de allí tenía que ser bueno.
Mi abuela no perdía detalle de lo que se proyectaba en aquellas pantallas grandes que a veces cubrían enormes cortinas de color rubí. Atendía al obligado noticiero nacional en el que el Caudillo siempre estaba inaugurando algún pantano o se hacía propaganda del glorioso ejército español, y luego se deleitaban con la película de última hora donde, casi siempre, los amores y desamores les transportaban a una vida diametralmente opuesta a la suya, olvidándose y huyendo, por un par de horas, de la escasez y la falta de libertad.
—Imperio Argentina —confirmaba con la mirada encendida—. Ésa sí que era una señora. ¿Tú has visto
Nobleza baturra
, Nuria? ¿Has visto
Morena Clara
? —Negaba yo con la cabeza—. Entonces no tienes ni puta idea de lo que es cine de verdad.
Incluso denostando los filmes extranjeros que fueron llenando poco a poco las pantallas —eso sí, con la inevitable censura, sobre todo del clero, para salvar a la España católica, apostólica y romana de influencias maléficas—, la abuela seguía yendo a esas salas abarrotadas los fines de semana, de butacas desgastadas impregnadas de olor a humanidad y golosina; a veces, de otros aromas más sutiles e íntimos, en especial en las últimas filas, copadas exclusivamente por parejas ocupadas en mutua adoración entre contorsiones de manos y ropas, en espacios corporales vedados, a la estela de la linterna del acomodador, al tanto de mantener el orden y las buenas formas, que en muchos casos hacía la vista gorda porque también había sido joven.
Ver películas era para ella su escape a la rutina, de la que se evadía siempre que podía. Lo malo era que luego volvía a casa y me las contaba. A mí solamente, no al resto de la familia, posiblemente porque conmigo había establecido un vínculo, criándome cuando era un bebé, que nunca tuvo con los demás.
Recuerdo que el día que proyectaron
El bueno, el feo y el malo
, regresó con ánimos renovados y le faltó tiempo para hacerme sentar junto a ella y narrarme las peripecias de ese filme del Oeste en el que Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach rivalizaban en tretas. Al conjuro de su narración, mi hermana, que no confraternizó nunca con ella manteniendo una relación tensa y amarga para los que soportábamos sus constantes enfrentamientos, vino a unirse a nosotras.
—Hay tres pistoleros —nos contó, pero sin mirarla a ella—. Uno alto, vestido de oscuro, con cara de bicho; otro rubio y guaperas y uno más que sale siempre desaliñado.
—Pues empieza bien —soltó mi hermana.
—El caso es que andan a tiros sin parar —continuó la abuela sin hacer caso a su puya—. Se pasan la película unos contra otros y al final se desafían en un cementerio.
—Buen argumento —volvió a murmurar mi hermana, inflando los mofletes para contener la risa.
—Cállate, Almudena —pedí yo.
—Si es que va a ser un folletín.
—Vete a hacer los deberes, anda.
—No me da la gana.
—Cuelgan a uno, al asqueroso —continuó la abuela—. También podía haberse aseado un poco, vamos, que daba asco. Y el rubio le dispara.
—¿Lo mata?
—No, no, se escapa montado a caballo con la cuerda al cuello. Eso pasa varias veces. Bueno, pues al final, le cuelgan en un cementerio otra vez y cae a una fosa. Allí encuentran monedas de oro, en una tumba.