—Estás loco —le dijo, haciendo ademán de entrar en el patio.
Él la detuvo sujetándola del brazo y la encaró.
—Vamos a ganar, Emilia —argumentó convencido—. Las urnas cambiarán este país, ya lo verás. Y yo quiero estar con los ganadores.
—¿Qué harán esos ganadores sino seguir estrujando al pueblo del que viven, aunque enarbolando otra bandera y acaso otros principios? ¿Van a regalarme el pan? ¿Van a conseguir que mi madre no se deje los ojos y la vida cosiendo? ¿Que no me los deje yo? ¿O que me desaparezcan los sabañones en los dedos de tanto lavar con agua fría la ropa de los señoritos? ¿Van a hacer posible algo de eso? —Se calentaba por momentos y era peligrosa cuando se encendía—. ¡No seas necio!
—La República hará iguales a todos los españoles, los curas no seguirán metiendo las narices en la política, habrá una única Cámara que representará al pueblo…
—… habrá expropiaciones, reparto de riqueza, libertad y hasta el divorcio —le cortó ella para apropiarse de la perorata de unos principios democráticos que ya se sabía de memoria, porque los republicanos se habían ocupado de que llegaran a todo el mundo repartiendo panfletos.
—¡Y el voto para la mujer! —apostilló él, con énfasis, pero sin levantar la voz porque los del tricornio miraban hacia ellos—. Emilia, esto no es para discutirlo aquí.
—Ni aquí, ni en ninguna parte. No me vas a hacer comulgar con ruedas de molino, porque yo, por no comulgar, ni me trago la hostia, fíjate lo que te digo.
Alejandro no encontraba el modo de convencerla.
No es que Emilia no deseara un cambio, no. Lo deseaba como tantos otros, pero le daba terror lo que pudiera suceder después de las represalias de los monárquicos, del poder establecido o de los caciques que ya instigaban a sus trabajadores, sobre todo en provincias. Su madre y ella se las arreglaban mal que bien cosiendo y lavando para gente pudiente, así que si se modificaba el orden social, ¿de qué iban a comer?
Él entendía sus reservas, pero aceptaba que había un precio que pagar porque estaba convencido de que sin lucha no hay libertad.
Suspiró, cansado del trabajo y de bregar con aquella mujer a la que amaba, pero que era terca como una mula. De haber querido ella, habría dado alas a un estupendo cabecilla con madera de líder para encarar los cambios que se avecinaban.
—Vendré mañana, ya es tarde y tu madre te estará esperando.
—Puedes ahorrarte el viaje.
—Vendré mañana —mantuvo él. De reojo, observó a la Benemérita alejándose calle abajo, engullidos por la oscuridad que acentuaba el vacío de luz de sendas farolas apagadas a base de pedradas. Se inclinó y la besó. Emilia no respondió a la caricia, como otras veces y él acabó marchándose cabizbajo y decepcionado.
Alejandro había alquilado una habitación en la calle del Pez, antigua Fuente del Cura, muy cerca de la Corredera Baja y del palacio de los Bauer, un rancio caserón del siglo XVII.
Aquella tarde pidió permiso al patrón para ausentarse de la obra en la que se dejaba la espalda y el alma a diario desde hacía meses, argumentando una visita al médico. Por descontado, se le restaría de su paga semanal las horas perdidas, pero a él le importaba mucho más poner las cosas en claro con Emilia que los míseros céntimos. Sabía que se jugaba su futuro a todo o nada, pero ya había tomado una decisión.
Para ella se trataba de una cita más, como otras anteriores, deambulando alrededor de vetustos edificios revestidos de pasado, de los que el vulgo fabulaba sobre fiestas y boato con el esplendor de otros tiempos que ya no volverían. O para tomar un chocolate con bollos y pasear por San Bernardo. A veces, para leer algún poema de Rafael Alberti al que Alejandro admiraba por haber tomado parte en revueltas estudiantiles y apoyar la República. Sus pocos estudios limitaban la comprensión de su obra, pero para él era casi una obligación seguirla.
Pero esa tarde no hubo libros, era otra la intención de Alejandro.
Cuando Emilia se encontró frente a un portal oscuro y sucio, al fondo del cual se abría una escalera desvencijada, se volvió hacia él. Sabía, porque era coja pero no tonta, que en aquellos portales con olor a rancio y a veces a orines, se alquilaban habitaciones a parejas. Sin papeles. La policía lo sabía también, pero hacían la vista gorda porque se llevaban, bajo cuerda, un porcentaje de casas y pensiones. Al fin y al cabo, en alguna parte tenían que liberar sus instintos los solteros y hacer su trabajo las putas, porque la autoridad no iba a acabar con la vieja máxima que decía que la jodienda no tiene enmienda.
No preguntó nada, sólo miró a la cara del hombre al que amaba. Tampoco hizo falta que él dijera palabra. Ella adivinó simplemente que había llegado el momento. Lo había deseado y lo temía a la vez.
Apoyó todo el peso de su cuerpo en la muleta, se echó el mantón por la cabeza y dijo:
—¡Qué demonios! Alguna vez tengo que quitar las telarañas de ahí abajo, digo yo, y dar una alegría al cuerpo. ¿En qué piso?
—En el primero —indicó él, con una determinación que remitía en proporción inversa a la decisión de ella.
Emilia no esperó a que él cediera el paso, lo apartó con el codo y se encaminó escaleras arriba. Los que la conocían y afirmaban que tenía más arranque que los batallones de la guerra de Cuba, estaban en lo cierto.
El ruido acompasado del palo que la ayudaba a mantenerse en equilibrio acompañó la silenciosa subida de la pareja hasta el piso. Él se paró en la última puerta de un rellano en sombras por el que habían desfilado miles de prostitutas e individuos desesperados por olvidar sus penurias durante un rato entre muslos ajados y labios pintados de carmín barato. Un rellano de paredes desconchadas donde el olor a pobreza se mezclaba con el del sexo barato, sueños rotos, cebolla cocida y col medio podrida, pero que aún servía para llenar la boca de muchos desgraciados.
En la puerta, un rectángulo de cartón sujeto a la madera carcomida por clavos roñosos rezaba: PENSIÓN. Así, sin nombre.
Aplicó Emilia sus nudillos sobre la puerta con Alejandro a su espalda estrujándose las manos como un adolescente acobardado, cediendo una iniciativa de la que debía ser abanderado.
Les abrió una mujer rolliza, de baja estatura, con ojeras que hacían aún más pronunciadas la escasa luz amarillenta que proyectaba una bombilla colgando de un cable pelado. Echó un vistazo a la coja plantada en el vano de la puerta y estiró su cuello hasta ver al mozo que la acompañaba, al que reconoció como el que había alquilado una habitación aquella misma tarde. Se hizo a un lado y los dejó pasar.
—La segunda puerta —dijo a modo de saludo—. Hay sábanas limpias y una toalla. Si quieren algo de beber, no va en el precio.
—No es necesario, gracias —repuso Emilia dirigiéndose resuelta hacia la habitación, azorada hasta el rojo carmesí, ahora sí, por aceptar ante extraños el lance sexual al que acudía.
Era un cuartucho sórdido. Una cama cubierta por una colcha de color indefinido, una mesilla con cenicero, un aguamanil desconchado que en otros tiempos debió de ser azul, al lado del cual colgaba la toalla, y un armario grande y oscuro.
A Emilia se le cayó el alma a los pies, pero no lo demostró. Desde luego nunca imaginó entregarse por primera vez a un hombre en un lugar tan triste y miserable, sin ápice de calidez. Pero era todo a lo que podía aspirar, a los pobres no les quedaban opciones.
—Al menos tiene una ventana —comentó, acercándose a los visillos de encaje desgastado por tantas lavadas, que desprendían olor a sosa. Los descorrió y echó un vistazo al exterior.
Abajo, barquilleros, meloneros, vendedores de miel y busconas, se disputaban espacio y parroquianos. Hasta ellos llegó el tañido lejano de alguna campana de iglesia, amortiguado por la bulla que subía de la cantina de enfrente y la voz monocorde de la castañera de la esquina.
—¡Calentitas! ¡Las tengo calentitas! —pregonaba, dando vueltas a los frutos sobre una chapa agujereada dispuesta sobre un brasero.
Se envaró al contacto de las manos de Alejandro en su cintura y su boca, caliente y húmeda, besándola en el cuello. Cerró los visillos y se volvió. Lo que vio en sus ojos claros fue un mar de sentimientos encontrados: temor, quizás aflicción y, sobre todo, apetito. Y una chispa de amor. Fue ese destello de cariño lo que la hizo soltar la muleta y echarse en sus brazos. Posiblemente se estaba confundiendo, acaso él se marcharía después y no volvería a verlo una vez seducida, tal vez su mundo estaba a punto de derrumbarse. Pero necesitaba esas migajas de proximidad más que el aire, aún sin viciar, de un Madrid tan lejano ya. Estaba en la mitad de su vida y, por primera vez, iba a yacer con un hombre porque también ella tenía derecho a ser feliz por unas horas, a volar lo más alto posible de la penuria, la estrechez y el derrumbe de una madre acabada física y mentalmente.
Alejandro la fue desnudando lentamente, como si ambos tuvieran todo el tiempo del mundo, como si abajo no trajinaran pelandruscas que no mucho después ocuparían la misma habitación, cuerpos apremiados por la miseria y la necesidad.
Él fue apilando a los pies de la cama su mantón, la blusa blanca a rayas que lucía aquella tarde, regalo de una señorita a la que lavaba la ropa —porque estaba pasada de moda—, y su falda de percal marrón. Ella sólo pareció un tanto incómoda cuando mostró ante él su raída ropa interior y el muñón que siempre llevaba cubierto por un trozo de media que anudaba con cintas para cubrir las cicatrices.
—Limpia como los chorros del oro, como ves —le porfió para darse valor—, pero remendada.
En ese entonces era impensable pasar cuando uno quisiera por la tienda y encargar calzones, camisetas nuevas o lencería. Eran otros tiempos. No había un jodido real para esas bobadas, ambos lo sabían. Lo poco que había era para subsistir llevándose algo a la boca.
—Estás preciosa aun con remiendos —musitó Alejandro al tiempo que se desnudaba.
—Seguro que sí. También tú estás guapísimo con los tuyos.
Era un comentario mordaz que ponía de manifiesto su falta de medios, pero que ambos se tomaron a broma. Por descontado que a Alejandro no le importó su miserable ropa. Cómo iba a importarle tan nimio detalle cuando él llevaba unos calzoncillos también recosidos.
Durante un momento largo, tenso, en el que sólo escucharon el retumbar de sus propios corazones, en el que sólo sintieron la apremiante necesidad por el otro, en el que sólo les importó demostrar lo mucho que se necesitaban, no pudieron más que mirarse en silencio. Luego, los ojos de Alejandro se pasearon por el cabello de Emilia, la forma perfecta de sus hombros, sus pechos desnudos, ya no los de una mujer joven pero aún apetecibles y orgullosos, como toda ella. En su estrecha cintura, sus anchas caderas y su única pero bien formada pierna.
Ella, con un brillo de anticipación en los suyos, escondiendo la vergüenza, apreció el cuerpo masculino de prietas carnes que se le mostraba sin pudor, demostrando cuánto la deseaba.
Alejandro se acercó casi con miedo. Ansiaba tenerla desnuda entre sus brazos, pero estaba azorado como un principiante, temía no dar la talla ante una mujer que se le presentaba con osadía, que se le estaba comiendo con los ojos. A un par de pasos, se frenó.
Fue Emilia la que acortó distancias, la que le envolvió en un abrazo cálido que hablaba de amor y entrega, de pasión contenida durante mucho tiempo, de un deseo tan fuerte como el suyo propio.
Teniendo de fondo el rugido de un motor y el soniquete de campanas lejanas, se besaron. Fue un beso distinto a los que se habían dado hasta entonces, caricias escondidas en callejones o cines de barrio, rápidas muestras de su amor cuando se despedían por las noches. Fue un beso diferente, sí, porque implicaba una entrega total.
Un frenesí desbordado les envolvió. Sus manos buscaron la carne del otro, se acariciaron, estudiaron sus cuerpos sin dejar que sus labios se separasen, se adoraron sin palabras, respiraron sus mutuos alientos. Querían dar y recibir, esclavizarse en un amor tan fiero que les hacía daño, salir vencedores y vencidos a la vez, ser dueño y esclavo del otro.
Alejandro la tomó en brazos para llevarla a la cama. Una vez allí, sobre la colcha, sin molestarse siquiera en abrir el embozo, comenzó a besarla por todo el cuerpo, le invadía un afán casi violento por sentirla. La necesitaba como nunca había necesitado a una mujer.
Y Emilia le acompañó en esa sublime locura que les arropaba besándole a su vez, maravillándose con el tacto de sus músculos y el poder que emanaban sus caricias. Él parecía no poder demorar más el momento de tomarla, y ella no quería que lo aplazara. Sentía su sangre bullir, ensordeciéndole su bombeo en las sienes, lo quería dentro de ella. Si aquello era un sueño, no quería despertar.
Cayó la noche sobre la ciudad.
Fuera, ya no se escuchaba una voz, el bullicio de la tarde dio paso a la calma de almas recogidas en sus hogares y al monótono sonido del chuzo del sereno golpeando en la calle mientras hacía su ronda.
Pero ellos, ajenos a todo, seguían allí, abrigados ahora bajo las mantas, abrazados, sin hablar, sin pensar, sólo sintiéndose.
Esos encuentros se repitieron más veces, siempre en la misma pensión, siempre en el mismo cuarto, siempre con las voces de fondo de la castañera, arropados ya por la República. Y Emilia, ilusionada como una jovencita, empezó a hacerse el ajuar con el que toda mujer soñaba, arañando céntimos, quitándoselos incluso de la comida.
España había cambiado de la noche a la mañana. Las elecciones municipales del 12 de abril supusieron un descalabro para la Corona. En las capitales de provincia los republicanos consiguieron la mayoría de los concejales; en Madrid triplicaron a los monárquicos, porque allí había muchos exaltados, y en Barcelona el número fue aún mayor, según informaron los periódicos. Alfonso XIII estaba desacreditado, el pueblo quería el cambio, se precipitaban las dimisiones políticas y aumentaba la preocupación por la seguridad del monarca, que partió al exilio casi de inmediato.
Mientras la nación se debatía entre el futuro que representaba la República para unos y la incertidumbre para otros, Emilia consumía sus jornadas apegada a sus costuras, en el cuidado de su madre que se iba convirtiendo en un fantasma, idas y venidas al lavadero y los brazos de Alejandro.
Curiosa y arriesgada, acompañaba a su hombre a la Gran Vía, donde las gentes se manifestaban al grito de «Viva la República», lanzaban los hombres sus gorras al aire y las mujeres enarbolaban sus mantones.