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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (22 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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—¿Qué ha ocurrido?

—Zorzal —me confirmó ella, luchando por contener los sollozos. Cuervo la abrazó con fuerza, murmurando palabras de consuelo—. Me negué... no tenía derecho.

Esta vez, Cuervo no podía negar que se había cometido un acto de maldad. La prueba estaba entre sus brazos. El conflicto era visible en su rostro repentinamente pálido; quería desesperadamente herir a otro ser humano pero apenas sí podía obligarse a pensar en esos términos. Hacer algo al respecto estaba más allá de sus posibilidades. Su gran fuerza le era de ayuda y sospeché que Zorzal lo sabía.

Por un momento pareció como si Cuervo fuera a vomitar.

—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Cuervo.

Me miraba fijamente cuando lo decía, pero no
me
veía en asboluto. Ni tampoco hablaba conmigo en realidad. Hablaba con otro, con alguien que había conocido antes. Me sentí impotente. No podía proporcionarle respuestas.

—Llévala a la enfermería —dije—. Dale a Abel algo que hacer, para variar.

—Zorzal —susurró él.

—Informaré al Capitán —dije. Pero primero tenía que ajustar cuentas con Zorzal.

Cuervo asintió y ayudó a Bisbita a pasar por las hileras de tuberías de nutrientes hacia la escotilla, aferrándola contra su pecho con el brazo libre y usando el otro para impulsarse mediante las anillas del mamparo.

Miré cómo se iban. Una vez que se fueron, me apresuré por los pasillos hacia Exploración, mirando por la escotilla el tiempo suficiente para determinar que Zorzal no se encontraba allí. La siguiente parada fue el gimnasio. Zorzal no se contaba entre los tripulantes sudorosos allí presentes. Salí disparado por la escotilla hacia el otro lado.

Una vez fuera del gimnasio, reduje la velocidad. Zorzal no podía ser tan frío; incluso dudé que la violación hubiera sido premeditada. Probablemente se había tropezado con Bisbita en Hidropónica y no fue capaz de resistirse a tomar lo que quería cuando lo quería. Como había descubierto por mí mismo, el deseo es el enemigo del pensamiento lógico. Después de aquello, habría ido a algún lugar de la nave donde pudiera planear qué hacer a continuación, qué historia inventarse como excusa, a quién acudir en busca de protección.

Podía acudir al Capitán, pensé. Pero no creía que ni siquiera el Capitán pudiera ayudarlo y sospeché que Zorzal también lo sabía.

Finalmente lo encontré en la cubierta hangar tenuemente iluminada. Garza estaba con él, hablando rápidamente y en voz baja mientras Zorzal escuchaba con obvio desprecio. Supuse que Garza le estaba urgiendo a ir inmediatamente en presencia del Capitán con su propia explicación de lo que había ocurrido. Para crédito de Zorzal, por su expresión sabía que no había explicación posible.

Al principio no se percataron de que yo estaba ahí. Entonces Zorzal se dio cuenta de mi presencia en el interior de la escotilla y dijo:

—Creí que sería Cuervo.

—Está llevando a Bisbita a la enfermería —dije.

—No está herida. No le ha ocurrido nada que no le haya pasado antes.

Me observaba, evaluando mis reacciones. Yo era diferente del resto de la tripulación, y también él. Nadie más esperaría violencia, pero sabía que Zorzal estaba preparado para ello.

—Le dejaste marcas —dije.

Sonrió.

—No fue tan fácil de persuadir como lo fuiste tú.

Casi perdí el poco contro que tenía.

—¿Por qué Bisbita? —pregunté. Me era difícil mantener la voz sin que me temblara.

Por primera vez desde que lo conocía, su fachada se resquebrajó.

—La amo —dijo con fiereza—. Todo el mundo lo sabe. —Su cara había cobrado un tono rosado por la ira, y la ira lo afeaba. Afirmaba su derecho sobre su propiedad, y no entendía cómo podía alguien disputárselo.

—No debiste tocarla —dije en un tono helado. Me acurruqué contra un mamparo, doblé las piernas, y salté hacia él. Me esquivó con facilidad, refugiándose en el rincón donde estaban almacenados los cables.

—¿Qué crees que haces, Gorrión? —No había alarma en su voz, sabía lo que pretendía.

—Darte una paliza —gruñí.

No podía admitir, ni siquiera a mí mismo, que tenía en mente algo más que una paliza.

Fui a por Zorzal de nuevo y él se escabulló aún más en el interior de la maraña de cables y conducciones de soporte vital. No mostraba miedo alguno, aunque tenía todos los motivos para temerme.

—Tendrás que venir a por mí, Gorrión —dijo con tono de desprecio.

Me enterré en la telaraña de cables, y él siguió retrocediendo, con la esperanza de que me quedara enmarañado entre los cables. Conseguí aferrarle del tobillo, pero se soltó con una sacudida y quedó libre, flotando en medio del hangar, esperándome mientras yo salía de la maraña. Garza daba vueltas a su alrededor, gritando maldiciones mientras yo conseguía desembarazarme finalmente de los últimos cables.

Un solitario tubo luminiscente iluminaba el centro de la planicie metálica, dejando en sombras los rincones y los lados donde el techo curvo se unía a la cubierta. Sentí vagos movimientos en las esquinas oscuras, prueba de que habíamos atraído audiencia. Cuervo probablemente había dejado a Bisbita en manos de Abel y nos había buscado, recogiendo a Gavia y los demás por el camino.

Me solté con un empujón de una de las anillas de la cubierta, pero Zorzal se me había anticipado, lanzándose hacia delante para arremeter contra mi estómago de un cabezazo. Lo agarré y lo hice girar, haciendo presa con un brazo alrededor de su cuello.

—Intentaste matarme —dije en voz baja, agarrándome la muñeca con la otra mano de forma que no pudiera soltarse—. Usaste una abrazadera defectuosa a propósito.

—No seas idiota —jadeó—. Sería el primer sospechoso.

Su lógica me distrajo y no me lo esperaba cuando me dio un codazo en las costillas, dejándome sin respiración. Aflojé mi presa y nos separamos dando vueltas, luego nos aferramos a las anillas de la cubierta y volvimos a encararnos.

—¡Zorzal, cógelo!

La voz aguda pertenecía a Garza. Algo destelló en la tenue luz y Zorzal lo cogió. Sentí un momento de pánico en ese entonces, preguntándome qué sería lo que le había tirado Garza. Zorzal desapareció en las sombras y empecé a girarme lentamente, sin saber de qué dirección vendría a por mí. Pero no abandonaría el hangar, no podía permitirse el huir de un desafío, no de mí...

Salió repentinamente de la oscuridad, veloz, sin darme por lo que parecieron apenas centímetros.

Al cabo de un momento me di cuenta de que sí que me había dado, que me había rajado desde el brazo al pecho con algo afilado y que la sangre me manaba de la cuchillada. Me sacudí y una rociada de gotitas rojas salió volando por el espacio. Se oyó un jadeo colectivo procedente de nuestra asustada audiencia en las sombras.

Me retorcí lentamente en el aire, demasiado tarde para detener a Zorzal. No se trataba de un cuchillo, pensé, o ya estaría muerto. Probablemente se trataba de un pedazo de metal o de plástico, procedente de uno de los rovers usados para piezas de repuesto.

Zorzal había saboreado la victoria y a la siguiente ocasión en que salió de la oscuridad, con los ojos centelleando, fue descuidado. Lo agarré por la muñeca y se la retorcí con fuerza, cogiendo en el aire un trozo de metal afilado cuando lo soltó de su mano.

—Mi turno —murmuré. Le rasgué la mejilla y el antebrazo con el metal, luego pasé las piernas alrededor de su cintura, resbaladiza por el sudor, y le puse el trozo de metal en la garganta. Sentí cómo relajaba los músculos: sabía que si hacía algún movimiento le rebanaría la garganta.

—Dime por qué —dije susurrando.

—Ya te lo he dicho.

—Bisbita no —dije—. Yo. Ha sido contra mí todo el tiempo, ¿por qué yo?

—Ya sabes por qué —susurró—. Soy el mejor hombre de los dos.

No tuve tiempo de preguntarme qué quería decir con eso. Hubo movimientos apresurados en las sombras, carreras, y luego el resto de los tubos luminiscentes empezaron a parpadear al encenderse.

—Vamor, hazlo —murmuró Zorzal—. Es la última oportunidad que tendrás jamás.

Quería que gimoteara, que tuviera miedo, que rogara. Pero no iba a hacer nada de eso, y al no hacerlo, volvería a ganar una vez más. Luché conmigo mismo, y de repente llegué a una conclusión. No podía permitirme volver a perder. Tensé mi brazo para empujar el metal hasta su tráquea y sólo entonces percibí el temblor del miedo en él.

Por su bien y el mío, ya era suficiente.

Lo retuve un momento más, luego maldije y lo solté, lanzando lejos la tira de metal ensangrentado. Repentinamente Tibaldo me agarró del brazo y tiró de mí con fuerza mientras que Banquo hacía lo mismo con Zorzal. Todos los tubos del techo estaban encendidos y me quedé mirando a los espectadores, sorprendido. Parecía como si la mitad de la tripulación se hubiera reunido para ver la pelea.

—Eres un idiota —me gruñó Tibaldo mientras me llevaba a la fuerza hacia la escotilla—. Antes no lo eras, pero por alguna razón que no logro entender, ahora sí.

A
bel nos atendió a ambos en la enfermería, Banquo y el pequeño Cartabón hacían de guardias. Cartabón era tímido, y no nos miraba a la cara ni a mí ni a Zorzal. Tanto él como Banquo portaban varas cortas de metal denso que supuse que serían porras. Me pregunté si de verdad las usarían y supuse que Cartabón no, pero Banquo sí. Zorzal y yo nos intercambiamos miradas hostiles pero ambos sabíamos que sería mejor no reanudar la pelea.

Abel trabajaba con rapidez, apretando los bordes del corte en mi muslo y rociándolos con adhesivo antiséptico. Dolía, y me encogí, sin temor a mostrarlo en público. Zorzal había hecho una mueca cuando Abel le cerró la herida del brazo, y eso me daba permiso para hacer lo mismo, o al menos así lo sentía.

—Deberíais haber pensado en que os dolería antes de actuar como idiotas —dijo Abel—. Pero ninguno de los dos pensaba, ¿verdad?

—Mi brazo —dije—. ¿Me quedará cicatriz?

Se encogió de hombros.

—Probablemente os queden cicatrices a los dos. Pero nadie a bordo se compadecerá de vosotros si ocurre así.

Miré a Zorzal sólo una vez para verificar lo que me contaba mi nariz. En algún momento de la lucha, se había meado en el faldellín. Obtuve una sombría satisfacción de ese hecho, y entonces recordé que me había desafiado a que le cortara la garganta incluso cuando se moría de miedo. Un hombre valiente... y también peligroso: le había humillado y jamás lo olvidaría.

Pero el odio cegador que sentía por él se había extinguido por exceso de fuego. Así como cualquier atracción.

Abel había terminado de remendar a Zorzal cuando oímos un pequeño tumulto procedente del pasillo y el Capitán entró atravesando la pantalla de intimidad. Le hizo un gesto con la cabeza a Abel.

—Ya terminará luego.

Después de que el gordo médico se hubiera marchado, el Capitán se sentó encima del mostrador magnético, agarrándose a los bordes para no salir flotando.

—Supongo que ninguno de los dos tendrá una explicación —dijo sin alzar la voz.

Zorzal apartó la mirada y no dijo nada. Finalmente, dije:

—¿Ha hablado con Bisbita? —Me sorprendió la hostilidad de mi voz.

—La he visto y he hablado con ella —asintió el Capitán—. Pero ahora mismo estoy más interesado en el motivo por el que intentasteis mataros el uno al otro.

Le dirigí una mirada a Zorzal.

—Zorzal me hubiera matado —dije.

El Capitán pareció irritado.

—Y por lo que parece, tú lo habrías matado a él si no te hubieran detenido.

—Me detuve yo mismo —dije hoscamente.

Sus ojos relucían y parecían muy pensativos.

—Responde a mi pregunta, Gorrión. ¿Por qué?

—Soy amigo de Bisbita —dije.

—Y también lo era Zorzal... hace tiempo. —Me quedé boquiabierto. Le dedicó una mirada llena de desprecio a Zorzal y dijo—: No era un amigo muy sabio, ni uno muy compasivo. Estabas enamorado de ella, ¿no es así, Zorzal? Y cuando no te correspondió, empezaste a odirarla.

Zorzal apartó la cara, sombrío, y no respondió. El Capitán se deslizó del mostrador y flotó en silencio durante un momento mientras decidía un castigo.

—Ambos estáis en aislamiento hasta que lleguemos a Aquinas II. Cuando no estéis en vuestros puestos, estaréis confinados en vuestros alojamientos excepto bajo permiso especial. No hablaréis entre vosotros ni con nadie más excepto cuando estéis cumpliendo vuestras tareas. El resto de la tripulación tendrá igualmente prohibido hablar o relacionarse con vosotros, bajo pena de sufrir el mismo castigo.

Se volvió a Zorzal.

—Puedes retirarte. Gorrión, quiero verte en mi alojamiento... inmediatamente.

Floté tras él, seguido por Banquo y un nervioso Cartabón. Una vez en los aposentos del Capitán, se les dio permiso para retirarse y nos quedamos sólo el Capitán y yo, él reclinado en su silla suspendida y yo flotando infelizmente frente a él, con la vista de las portillas a mi izquierda y las pantallas de vigilancia y su cháchara a mi derecha.

—Te batiste por el honor de Bisbita —se burló—. Qué noble por tu parte.

—Cuervo no podía —dije con voz frágil.

—Tienes razón, no podía. Me imagino que atravesó todo un pequeño infierno personal cuando vosotros dos descubristeis a Bisbita. Pero eso no significa que nadie más hubiera luchado por ella... o que la tripulación no hubiera pensado en algún castigo adecuado para Zorzal. Te sobrepasaste un pelín, Gorrión. ¿Por qué?

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