Authors: Morton Rhue
Todos los chicos estaban en pie y atentos a lo que decía. Laurie Saunders también estaba de pie como los demás, pero ya no tenía la sensación de energía y unidad de los otros días. En realidad, había algo en la clase, algo en aquella entrega y obediencia absoluta al señor Ross que le parecía casi terrorífico.
—Sentaos —ordenó el señor Ross, mientras los chicos obedecían en el acto para que el profesor continuara con la lección—. Hace unos días, cuando empezamos La Ola, me pareció que algunos os esforzabais por responder correctamente y ser mejores miembros que los demás. De ahora en adelante, quiero que esto termine. No estáis compitiendo; estáis trabajando juntos por una causa común. Tenéis que pensar en vosotros mismos como en un equipo, un equipo al que pertenecéis todos. Recordad, en La Ola todos sois iguales. Nadie es más importante o más popular que los demás y nadie debe ser excluido del grupo. Comunidad significa igualdad dentro del grupo. Vuestra primera acción como equipo será reclutar nuevos miembros. Para llegar a ser miembro de La Ola, cada nuevo alumno tiene que demostrar que conoce nuestras reglas y prometer obedecerlas de manera estricta.
David sonrió al ver que Eric le miraba y le guiñaba el ojo. Esto era lo que necesitaba oír. Había hecho bien en meter a los otros chicos en La Ola. Era por el bien de todo el mundo. Sobre todo para el equipo de fútbol americano.
El señor Ross había terminado su charla sobre La Ola. Pensaba dedicar el resto de la clase a repasar el trabajo que les había mandado hacer el día anterior. Pero de repente un alumno llamado George Snyder levantó la mano.
—Dime, George.
George se levantó de un salto y se colocó al lado de su pupitre al oír su nombre.
—Señor Ross, por primera vez siento que formo parte de algo. Algo importante.
Los demás alumnos le miraron sorprendidos. Al sentir cómo se le clavaban los ojos de todos, George, algo azorado, empezó a sentarse. Pero Robert se levantó entonces con la misma rapidez.
—Señor Ross —dijo con orgullo—. Entiendo lo que siente George. Es como volver a nacer.
Nada más sentarse Robert, fue Amy la que se levantó.
—George tiene razón, señor Ross. A mí me pasa lo mismo.
David se alegró. Comprendía que lo que había hecho George era sensiblero, pero Amy y Robert habían hecho lo mismo para que no se sintiera estúpido y solo. Esto era lo mejor de La Ola. Que se apoyaban unos a otros. Ahora se levantó él.
—Señor Ross, me siento orgulloso de La Ola.
Esa explosión de inesperadas declaraciones sorprendió a Ben. Quería continuar con la lección de historia que tocaba, pero de repente entendió que debía seguir la corriente un poco más. De una forma casi inconsciente, sentía hasta qué punto querían ser guiados los chicos y pensó que no podía negarse.
—¡Nuestro saludo! —ordenó.
La clase entera se puso en pie al lado de los pupitres e hizo el saludo de La Ola. Luego vinieron las consignas: «¡Fuerza mediante disciplina! ¡Fuerza mediante comunidad! ¡Fuerza mediante acción!».
El señor Ross empezó a recoger los apuntes, cuando vio que los alumnos volvían a hacer el saludo y a repetir las consignas a coro, esta vez sin que él lo hubiera pedido. Luego se hizo un silencio. El señor Ross miró asombrado a sus alumnos. La Ola ya no era sólo una idea o un juego. Era un movimiento que estaba vivo en los chicos. Ahora ellos
eran
La Ola y Ben comprendió que si querían, podían actuar por su cuenta, sin él. Esta idea podía haber sido aterradora, pero Ben tenía la seguridad de que como líder podía controlarles. Sin duda, el experimento resultaba cada vez más interesante.
Ese día, a la hora de comer, todos los miembros de La Ola que estaban en el comedor se sentaron en la misma mesa. Brian, Brad, Amy, Laurie y David estaban entre ellos. Al principio, Robert Billings dudó si unirse o no a ellos, pero David, nada más verle, insistió en que se sentara en su mesa, porque ahora todos formaban parte de La Ola.
Muchos de los chicos se mostraban entusiasmados con lo que estaba pasando en la clase del señor Ross. Laurie no veía ningún motivo para hablar mal de La Ola, pero no acababa de sentirse a gusto con todos aquellos saludos y consignas.
—¿No hay nadie que note algo extraño en todo esto? —preguntó por fin, aprovechando una pausa de la conversación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David, mirándola.
—No sé —contestó Laurie—. Pero, ¿no os resulta un poco raro?
—Es que es muy distinto de todo lo demás —aclaró Amy—. Por eso resulta raro.
—Es verdad —intervino Brad—. Es como si ya no hubiera grupitos. Ostras, a mí, lo que más me revienta a veces del
insti
es esto. Estoy harto de tener la impresión de que todos los días son un concurso de popularidad. La Ola es genial por este motivo. Ya no tienes que preocuparte de si eres popular o no. Todos somos iguales. Todos formamos parte de la misma comunidad.
—¿Y crees que a todo el mundo le gusta esto? —preguntó Laurie.
—¿A quién no? —replicó David.
Laurie notó que se ruborizaba.
—Yo no estoy muy segura de que me guste.
Brian, de repente, sacó una cosa del bolsillo y se la enseñó a Laurie.
—Oye, no te olvides de esto.
Lo que tenía en la mano era la tarjeta de socio de La Ola, con la X roja en el reverso.
—¿Que no me olvide de qué?
—Ya lo sabes —dijo Brian—. De lo que nos dijo el señor Ross sobre informar de la gente que quebrantaba las reglas.
Laurie se quedó helada. No podía estar hablando en serio. Luego Brian empezó a reírse y ella se relajó.
—Además, Laurie no está quebrantando ninguna regla —aclaró David.
—Si de verdad estuviera en contra de La Ola, sí —precisó Robert.
Todos enmudecieron, sorprendidos de que Robert hubiera dicho algo. Como normalmente no decía nunca nada, algunos ni siquiera estaban acostumbrados a oír su voz.
—Lo que quiero decir es que la idea de La Ola es precisamente que los que están en ella la apoyan —explicó Robert muy nervioso—. Si somos una verdadera comunidad, todos tenemos que estar de acuerdo.
Laurie iba a decir algo, pero se contuvo. Era La Ola la que le había dado valor a Robert para sentarse en la mesa con ellos y participar en la conversación. Si ahora se ponía a hablar en contra de La Ola, era como dar a entender que Robert tenía que volver a sentarse solo y no formar parte de su «comunidad».
Brad le dio una palmada a Robert en la espalda.
—Me alegro de que te hayas venido con nosotros.
Robert se puso colorado.
—¿Me ha pegado algo en la espalda? —le preguntó a David.
Todos los que estaban en la mesa se echaron a reír.
Ben Ross no sabía muy bien qué hacer con La Ola. Lo que había empezado como un simple experimento de historia se había convertido en una moda que estaba extendiéndose fuera de la clase. El resultado era que empezaban a ocurrir cosas inesperadas. Por ejemplo, su clase de historia estaba aumentando, porque los que no tenían clase, o tenían previsto estudiar o ir a comer a esa hora, acudían allí para formar parte de La Ola. El reclutamiento de nuevos alumnos parecía estar teniendo mucho más éxito de lo que nunca hubiera podido imaginarse. Tanto que Ben empezaba a sospechar que algunos chicos se saltaban otras clases para ir a la suya.
También le sorprendía que, a pesar de ser más, y del empeño de los chicos por practicar el saludo y repetir las consignas, la clase no iba atrasada con la materia. En realidad, estaban dando las lecciones más deprisa de lo normal. Gracias al método de preguntas y respuestas rápidas inspirado en La Ola, pronto acabaron la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Ben se percató de que iban más preparados y había más participación en clase, pero también se percató de que detrás de esa preparación había menos reflexión. Los alumnos soltaban las respuestas como si las supieran de memoria, pero no habían analizado la materia, no habían cuestionado nada. En parte, no podía echarles la culpa, porque había sido él quien les había enseñado el sistema de La Ola. Era otro giro inesperado del experimento.
Ben lo achacaba a que los alumnos se habían dado cuenta de que descuidar los estudios iría en detrimento de La Ola. La única forma de tener tiempo para La Ola era ir tan bien preparados a clase que no necesitaran más que la mitad de la clase para dar la lección que tocaba. Pero no estaba muy seguro de si debía alegrarse. Los deberes habían mejorado, pero en lugar de respuestas largas y bien meditadas, los chicos respondían con brevedad. Ben sabía que en un examen tipo test podían salir airosos, pero tenía sus dudas sobre lo que pasaría en un examen que exigiera una reflexión extensa.
Otra novedad que contribuía a hacer aún más interesante el experimento era la noticia de que David Collins y sus amigos, Eric y Brian, habían conseguido infundir el espíritu de La Ola en el equipo de fútbol americano del instituto. Hacía varios años que Norm Schiller, el profesor de biología que era también entrenador del equipo de fútbol americano del instituto, estaba tan harto de oír bromas sobre los continuos fracasos del equipo que, mientras duraba la temporada de fútbol americano, se pasaba meses enteros sin hablar apenas con ningún otro profesor. Pero aquella mañana, en la sala de profesores, le había dado las gracias por haber enseñado La Ola a sus alumnos. ¿No iban a terminar nunca las sorpresas?
Ben, por su parte, había tratado de descubrir qué era lo que atraía a los alumnos de La Ola. Algunos de los chicos le contestaron que no era más que un movimiento nuevo y distinto, como cualquier otra moda. Otros dijeron que lo que les gustaba era lo democrática que era: ahora ya todos eran iguales. Ben se alegró de oír esa respuesta. Le gustaba pensar que había contribuido a acabar con todas aquellas camarillas y triviales concursos de popularidad en los que, en su opinión, sus alumnos invertían demasiado tiempo y energía. Algunos llegaron a decir que creían que ser más disciplinados era bueno para ellos. Esto le sorprendió. Con los años, la disciplina se había convertido en una cuestión de responsabilidad personal. Si los chicos no se la imponían ellos mismos, los profesores se sentían cada vez menos inclinados a hacerlo. Tal vez fuera un error, pensaba Ben. Quizá uno de los resultados de su experimento fuera un renacimiento general de la disciplina escolar. Soñaba ya con un artículo sobre educación en la revista
Time
: «La disciplina vuelve a las aulas: el inesperado descubrimiento de un profesor».
Laurie Saunders estaba sentada en una mesa de la sala de publicaciones del instituto, mordiendo la punta de un bolígrafo. Otros chicos de la plantilla de
El cotilleo de Gordon
estaban en las mesas de su alrededor, mordiéndose las uñas o masticando chicle. Alex Cooper movía el esqueleto al ritmo de la música de sus auriculares. Otra reportera llevaba patines. Aquello era la reunión semanal de la redacción de
El cotilleo.
—Bueno —dijo Laurie—. Ya estamos en lo de siempre. El periódico tiene que salir la próxima semana y no tenemos suficientes artículos.
Laurie miró a la chica que llevaba los patines.
—Jeanie, habíamos quedado en que escribirías un artículo sobre las últimas tendencias. ¿Dónde está?
—Bueno, es que este año nadie lleva nada interesante —contestó Jeanie—. Siempre es lo mismo: vaqueros, bambas y camisetas.
—Pues entonces escribe algo para decir que este año no hay ninguna nueva tendencia —precisó Laurie, que a continuación se dirigió al reportero que escuchaba la radio—. ¿Y tú, Alex?
Alex no dejó de mover el esqueleto. No podía oírle.
—¡Alex! —gritó Laurie.
Finalmente, alguien que estaba cerca le dio un codazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Alex, sorprendido y levantando la cabeza.
—Alex, se supone que estamos en una reunión —señaló Laurie, poniendo los ojos en blanco.
—¿De veras?
—¿Dónde está la crítica musical que tenías que hacer para este número?
—¡Ah, sí, la crítica! —exclamó Alex—. ¡Huy, esto es una historia muy larga! Iba a hacerla, pero... ¿Te acuerdas de aquello que te dije de que tenía que ir a Argentina?
Laurie volvió a poner los ojos en blanco.
—Bueno, pues todo se fue al garete, pero en cambio he tenido que ir a Hong Kong.
Laurie se dirigió a Carl, el secuaz de Alex, con sarcasmo.
—Supongo que tú también habrás tenido que ir con él a Hong Kong.