La ola (6 page)

Read La ola Online

Authors: Morton Rhue

BOOK: La ola
10.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se acercó a la pizarra y, a las palabras del día anterior, «
FUERZA MEDIANTE DISCIPLINA
», añadió: «
COMUNIDAD
».

Se volvió hacia los alumnos.

—Comunidad es el lazo que existe entre las personas que trabajan y luchan por una causa común. Es como construir un granero con los vecinos.

Se oyeron algunas risitas. Pero David sabía que el señor Ross tenía razón. Era lo que había pensado el día anterior después de salir de clase. El espíritu de grupo que necesitaba el equipo de fútbol americano.

—Es el sentimiento de formar parte de algo que es más importante que uno mismo —explicó el señor Ross—.
Eres un movimiento, un equipo, una causa. Te comprometes a algo...

—Sí, sí, comprometidos... —refunfuñó uno, pero los que estaban a su lado le hicieron callar.

—Como con la disciplina, para entender plenamente lo que es la comunidad hay que vivirla y participar en ella. De ahora en adelante, nuestras dos consignas serán: «
Fuerza mediante disciplina
» y «
Fuerza mediante comunidad
». ¡Repetid todos nuestras consignas!

Los alumnos se levantaron y recitaron las consignas: «Fuerza mediante disciplina. Fuerza mediante comunidad».

Hubo algunos que no se unieron a los demás, entre ellos Laurie y Brad, pues no se sentían a gusto mientras el señor Ross hacía repetir las consignas al resto de la clase. Finalmente, Laurie se levantó y luego lo hizo Brad. La clase entera estaba ya en pie, cada uno al lado de su pupitre.

—Lo que necesitamos ahora es un símbolo para nuestra comunidad —continuó el señor Ross, dirigiéndose a la pizarra y, después de pensar un momento, dibujó un círculo y una ola en su interior—. Éste será nuestro símbolo. La ola representa un cambio. Tiene movimiento, dirección e impacto. De ahora en adelante, nuestro movimiento, nuestra comunidad serán conocidos como La Ola.

Hizo una pausa, miró a la clase, en pie y atenta, dispuesta a aceptar todo lo que dijera.

—Y éste será nuestro saludo —explicó, doblando la mano derecha hacia arriba, en forma de ola, y dándose un golpe en el hombro izquierdo—. ¡Saludad!

La clase hizo el saludo. Algunos dieron el golpe en el hombro derecho en lugar del izquierdo y otros se olvidaron del golpecito por completo.

—Otra vez —ordenó Ross, que hizo el saludo y continuó repitiéndolo hasta que todos lo hicieron bien.

El profesor, satisfecho, dio su aprobación cuando vio que todos lo habían hecho bien. Los chicos sintieron renacer esa sensación de fuerza y unidad que se había apoderado de ellos el día anterior.

—Éste es nuestro saludo, y sólo el nuestro —dijo Ross—. Siempre que os encontréis con otro miembro de La Ola, haréis el saludo. Robert, saluda y di nuestras consignas.

Erguido junto a su pupitre, Robert hizo el saludo y contestó.

—Señor Ross, fuerza mediante disciplina, fuerza mediante comunidad.

—Muy bien. Peter, Amy y Eric, saludad y decid las consignas con Robert.

Los cuatro alumnos obedecieron, saludaron y repitieron:

—Fuerza mediante disciplina, fuerza mediante comunidad.

—Brian, Andrea y Laurie, uniros a ellos y repetid.

Ya eran siete los alumnos que coreaban las consignas, luego catorce, después veinte, hasta que fue toda la clase la que saludaba y gritaba a coro: «¡Fuerza mediante disciplina, fuerza mediante comunidad!». Como un regimiento, pensó Ben, exactamente igual que un regimiento.

Después de terminar las clases, David y Eric estaban sentados en el suelo del gimnasio, con las camisetas de entrenamiento puestas. Habían llegado un poco pronto y mantenían una acalorada discusión.

—A mí me parece una tontería —comentó Eric mientras se ataba los cordones—. No es más que un juego en la clase de historia; eso es todo.

—Pero no significa que no pueda funcionar —insistió David—. Entonces, ¿para qué crees que lo hemos aprendido? ¿Para mantenerlo en secreto? Te aseguro, Eric, que esto es justo lo que necesita el equipo.

—Bueno, pues primero tendrás que convencer al entrenador. Y no voy a ser yo quien se lo diga.

—¿Pero de qué tienes miedo? ¿Crees que el señor Ross va a castigarme por hablarles a unas cuantas personas de La Ola?

—No es eso, hombre. Lo que creo es que se van a echar a reír —señaló Eric, encogiéndose de hombros.

En ese momento, Brian salió del vestuario y se sentó con ellos.

—Oye, ¿qué te parece si tratamos de meter en La Ola al resto del equipo? —propuso David.

Brian se arregló las hombreras y lo pensó un poco.

—¿Tú crees que La Ola va a poder parar a ese linebacker del Clarkstown que pesa cien kilos? Te juro que no pienso en otra cosa. Me imagino que empieza la jugada y aparece esa cosa delante de mí, ese monstruo con uniforme del Clarkstown. Se planta en el centro y aplasta a mis guardias. Es tan enorme que no puedo ir ni a la derecha ni a la izquierda, ni puedo tirar por encima de él... —explicaba Brian, rodando por el suelo, de espaldas al suelo, como si alguien cargara contra él—. Y se me echa encima, se me echa encima. ¡Ahhh!

Eric y David se rieron, y Brian se sentó.

—Haré lo que sea. Me comeré los cereales, entraré en La Ola, haré los deberes. Lo que sea, con tal de parar a ese tío.

Habían llegado otros chicos, entre ellos uno más joven, que se llamaba Deutsch y era el segundo quarterback, detrás de Brian. Todos sabían que lo que más deseaba Deutsch era poder quitarle el puesto a Brian. El resultado era que no podían ni verse.

—¿Acaso estás diciendo que le tienes miedo al equipo del Clarkstown? —le preguntó Deutsch a Brian—. Pues ya te sustituiré yo, hombre; sólo tienes que pedírmelo.

—Como te pongan a jugar a ti, entonces sí que no daremos ni una —contestó Brian.

—Sólo eres el primer quarterback porque eres mayor que yo —dijo Deutsch con cara de desprecio.

Brian le miró fijamente, sin levantarse del suelo.

—Ostras, eres el tío más chulo y con menos talento que he visto en mi vida.

—¡Mira quién habla! —contestó Deutsch, en tono de burla.

Acto seguido, David vio que Brian se había levantado de un salto y estaba preparado para pelearse. Se puso entre los dos quarterbacks inmediatamente.

—¡Esto es exactamente a lo que me refería! —gritó mientras los separaba a empujones—. Se supone que somos un equipo y que tenemos que ayudamos. Si nos va tan mal, es porque lo único que hacemos es pelearnos.

Habían llegado más jugadores al gimnasio.

—¿De qué habla? —preguntó uno de ellos.

David se volvió hacia ellos.

—Estoy hablando de unidad. Estoy hablando de disciplina. Tenemos que empezar a actuar como un equipo. Como si tuviéramos una meta común. Vuestra labor en el equipo no es robarle el puesto al compañero. Vuestro deber es ayudar al equipo a ganar.

—Yo podría conseguir que el equipo ganara —interrumpió Deutsch—. Lo único que tiene que hacer el entrenador es ponerme a mí de quarterback.

—¡Que no, hombre! —gritó David—. Un puñado de individuos que sólo piensan en sí mismos no pueden formar un equipo. ¿Sabes por qué no hemos ganado casi nada este año? Porque somos veinticinco equipos de un solo hombre, aunque todos llevemos la misma camiseta del Instituto Gordon. ¿Quieres ser el primer quarterback de un equipo que no gana? ¿O prefieres ser el segundo de un equipo que gana?

Deutsch se encogió de hombros.

—Yo estoy harto de perder —dijo otro jugador.

—Sí. Es un palo. Ya no nos tiene respeto ni nuestro propio
insti.

—Yo cedería mi puesto y haría de repartidor de bebidas con tal de ganar un partido —intervino otro chico.

—Pues podríamos ganar —intervino David—. No digo que vayamos a salir y a cargarnos a los del Clarkstown el sábado, pero si intentamos convertirnos en un equipo, apuesto a que todavía podríamos ganar algunos partidos este año.

Ya habían llegado todos los miembros del equipo y David, al ver sus caras, supo que estaban interesados en lo que decía.

—Muy bien —dijo uno de ellos—. ¿Qué hacemos?

David vaciló un momento. Lo que podían hacer era La Ola. Pero, ¿quién era él para explicarla? Acababa de aprenderla el día anterior. De repente, notó que alguien le daba un codazo.

—Cuéntalo —susurró Eric—. Háblales de La Ola.

Al diablo, pensó David.

—Bueno, lo único que sé es que tenéis que empezar por aprender las consignas. Y éste es el saludo...

7

Aquella noche, Laurie Saunders contó a sus padres lo que habían hecho los dos últimos días en la clase de historia. La familia Saunders estaba en el comedor, terminando de cenar. Durante gran parte de la cena, el padre de Laurie había estado describiendo, uno por uno, los setenta y ocho golpes que había dado aquella tarde en su partido de golf. El señor Saunders dirigía una sección de una importante compañía de semiconductores. La madre de Laurie decía que no le importaba que tuviera esa pasión por el golf, porque le servía para quitarse de encima todas las presiones y disgustos que tenía en su trabajo. Decía que no podía explicarse cómo lo hacía pero que, mientras volviera a casa de buen humor, no pensaba llevarle la contraria.

Laurie tampoco pensaba hacerlo, aunque a veces se aburría como una ostra oyendo a su padre hablar de golf. Aunque le gustaba que fuera tranquilo y no un saco de nervios como su madre, que probablemente era la mujer más inteligente y perspicaz que conocía Laurie. Dirigía, casi sin ayuda de nadie, la Liga de Mujeres Votantes de la zona y tenía tanta astucia política que todos los aspirantes a ocupar algún cargo político local acudían a ella para pedirle consejo.

Era una mujer divertidísima cuando las cosas iban bien. Tenía muchísimas ideas y se podía hablar con ella durante horas y horas. Pero otras veces, cuando Laurie estaba preocupada por alguna cosa o tenía algún problema, su madre era inaguantable: no había manera de ocultarle nada. Y en cuanto Laurie le contaba lo que le pasaba, ya no volvía a dejarla en paz.

Cuando empezó a contarles a sus padres lo de La Ola, lo hizo más que nada porque ya no podía soportar que su padre siguiera hablando de golf ni un minuto más. Y sabía que su madre también estaba harta de oírle. La señora Saunders se había pasado el último cuarto de hora rascando con la uña una mancha de cera que había en el mantel.

—Fue increíble —dijo Laurie al hablar de la clase de historia—. Todo el mundo hacía el saludo y repetía las consignas. Era imposible no dejarse arrastrar. Era como si realmente quisiéramos que aquello funcionara. Sentías toda esa energía a tu alrededor...

La señora Saunders dejó de rascar el mantel y miró a su hija.

—No sé, Laurie; me parece que no me gusta. Parece demasiado militarista.

—Vamos, mamá; siempre te lo tomas todo al revés. No tiene nada de militar. Además, para comprenderlo realmente, tienes que estar allí y sentir la energía positiva que se respira en la clase.

El señor Saunders se mostró más propicio.

—Si he de decir la verdad, yo estoy a favor de todo lo que haga que los chicos presten atención hoy en día.

—Pues esto es lo que está pasando, mamá —explicó Laurie—. Hasta los peores alumnos están interesados. ¿Sabes Robert Billings, el raro de la clase? Pues también forma parte del grupo. Y nadie se ha metido con él en los dos últimos días. No me digas que eso no es bueno.

—Pero se supone que vais allí a aprender historia —arguyó la señora Saunders—. No a aprender a formar parte de un grupo.

—Bueno, ya sabes que los que levantaron este país formaban parte de un grupo, los colonos puritanos, los primeros colonos de Nueva Inglaterra —intervino su marido—. Yo no veo nada malo en que Laurie aprenda a cooperar. Si yo tuviera más cooperación en la fábrica, en lugar de esas constantes rencillas y críticas, y de que cada uno velara por sus propios intereses, no iríamos atrasados en la producción este año.

—Yo no he dicho que cooperar esté mal —contestó la señora Saunders—. Pero lo que sí digo es que la gente tiene que hacer las cosas a su manera. Cuando se habla de la grandeza de este país, se habla de unas personas que no tenían miedo de actuar como individuos.

—Mamá, creo que no lo has entendido. Lo que ha hecho el señor Ross ha sido encontrar la manera de que todo el mundo participe. Y seguimos teniendo que hacer los deberes. No es que nos hayamos olvidado de la historia.

Pero su madre no estaba dispuesta a dejarse convencer.

Other books

Love For Hire by Anna Marie May
Scones, Skulls & Scams by Leighann Dobbs
Bring Forth Your Dead by Gregson, J. M.
El día de las hormigas by Bernard Werber
The Playboy Prince by Nora Roberts
Hunt Through the Cradle of Fear by Gabriel Hunt, Charles Ardai