La noche de los tiempos (9 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Era un pasajero como cualquier otro de segunda clase, todavía relativamente bien vestido, aunque el traer una sola maleta y no muy grande lo volvía algo irregular. ¿Era del todo respetable quien viajaba tan lejos con un equipaje tan ligero?
Puede usted encontrarse con problemas en la frontera, por muchos documentos que enseñe
, le había advertido Negrín la víspera de la partida, con su cara de sarcasmo triste, abotargada de agotamiento y de falta de sueño,
así que será mejor que lleve poco equipaje, no vaya a ser que tenga que cruzar a Francia por el monte. Bien sabe usted que en nuestro país ya no hay nada seguro.
Según el buque se apartaba del muelle los estigmas de la guerra se iban quedando atrás, la pestilencia de Europa, al menos provisionalmente, desdibujada en la memoria por el alivio de la partida, como una escritura que disuelve el agua, dejando sólo vagas manchas en el papel en blanco. La guerra había estado aún muy cerca en la frontera de Francia, en los cafés y los hoteles baratos de París en los que se reunían los españoles, como enfermos congregados por la vergüenza de una infección infame, que al ser compartida entre ellos les parecía tal vez menos monstruosa. Españoles huidos de un lado o del otro, en tránsito no se sabía hacia dónde, o destinados más o menos oficialmente en París con misiones dudosas, que en algunos casos les permitían manejar cantidades inusitadas de dinero —para comprar armas, para lograr que en los periódicos se publicaran informaciones favorables a la causa de la República—, agrupados en torno a un aparato de radio queriendo descifrar un boletín de noticias en el que se distinguían nombres de personajes públicos o de lugares españoles, aguardando la salida de los periódicos de la tarde, en los que aparecía la palabra Madrid en un titular casi nunca de primera página. Discutían tormentosamente con puñetazos rotundos sobre las mesas de mármol y manoteos que estremecían las nubes de humo de los cigarrillos, refractarios a la ciudad en la que se encontraban, como si estuvieran en un café de la calle de Alcalá o de la Puerta del Sol, como si no les llamara la atención lo que tenían delante de los ojos, la ciudad próspera, luminosa y sin miedo en la que su guerra obsesiva no existía, en la que ellos mismos no eran nada, extranjeros muy parecidos a los otros, hablando más alto, con el pelo más negro, las caras más oscuras, las voces más roncas, con asperezas guturales como de algún dialecto balcánico. En las dos noches que tuvo que pasar en un hotel de París esperando a tener confirmado su visado de tránsito y su billete hacia América Ignacio Abel hizo lo posible por no encontrarse a ningún conocido. Bergamín estaba en París, le habían dicho, en una confusa misión cultural que tal vez encubría un proyecto de compra de armas o de reclutamiento de voluntarios extranjeros. Bergamín siempre tenía que estar en el secreto de algo. Pero probablemente su hotel era de más categoría. En el que se alojó Ignacio Abel con una tenaz sensación de desagrado íntimo había sobre todo prostitutas y extranjeros, desechos diversos de Europa, entre los cuales los españoles preservaban su ruidosa particularidad nacional, intensamente singulares y a la vez, sin que ellos lo advirtieran, ya parecidos a los otros, los que salieron de sus países hacía más tiempo y los que no tenían ningún país al que volver, apátridas con pasaportes Nansen de la Sociedad de Naciones a los que no les estaba permitido quedarse en Francia pero a los que tampoco admitían en ningún otro país: los judíos alemanes, los rumanos o húngaros, los italianos antifascistas, los rusos lánguidamente resignados al destierro o discutiendo furiosamente entre sí acerca de su patria cada vez más fantasmagórica, cada uno con su lengua y con su manera particular de hablar mal francés, todos unidos por el aire idéntico que les daba su extranjería, por la incertidumbre de los documentos y la espera de los trámites que siempre eran postergados, por la hostilidad grosera de los empleados de los hoteles y los registros violentos de la policía. Con su pasaporte en regla y su visado americano, con su pasaje para el
S.S. Manhattan
, Ignacio Abel había eludido la sombra incómoda de cualquier parentesco con aquellas almas errantes, con las que se cruzaba en el pasillo estrecho hacia el lavabo o a las que escuchaba gemir o murmurar en sus idiomas igualmente extraños al otro lado de la pared inconsistente de su habitación. El profesor Rossman podía haber sido uno de ellos, si al volver de Moscú en la primavera de 1935 se hubiera quedado con su hija en París en vez de probar suerte en la embajada de España, donde los oficinistas a cargo de los permisos de residencia le habían parecido más benévolos o más descuidados o venales que los franceses. Alguna vez, en esos días de París, Ignacio Abel creyó verlo de lejos, abrazado a su gran cartera negra, o llevando del brazo a su hija, que era más alta que él, como si hubiera continuado teniendo una existencia paralela, no anulada por la otra, la que lo llevó a Madrid y a la penuria errante y la pérdida gradual de la dignidad y luego al depósito de cadáveres. Si se hubiera quedado en París el profesor Rossman viviría ahora en uno de estos hoteles, visitando embajadas y oficinas consulares con obstinación y mansedumbre, sonriendo siempre y quitándose el sombrero al acercarse a una ventanilla, esperando un visado para los Estados Unidos o para Cuba o cualquier país de América del Sur, haciendo como que no comprendía cuando un funcionario o un tendero le llamaba a sus espaldas
sale boche, sale métèque.

Ahora el profesor Rossman ya no esperaba nada, sepultado junto a varias docenas de cadáveres cubiertos a toda prisa con cal en una fosa común de Madrid, contagiado sin motivo ni culpa por la gran plaga medieval de la muerte española, difundida a mansalva con los medios más modernos y los más primitivos, con fúsiles máuser, pistolas ametralladoras y bombas incendiarias, y también con las rudas armas ancestrales, navajas, arcabuces, escopetas de caza, garrochas de ganaderos, guijarros, quijadas de animales si fuera preciso, con retumbar de motores de aeroplanos y relinchos de mulos, con escapularios y cruces y con banderas rojas, con rezos de rosarios y clamor de himnos en los altavoces de los aparatos de radio. En cafés apartados y en hoteles sórdidos de París emisarios españoles de los dos bandos cerraban tratos de compras de armas para acabar más rápido y con mayor eficacia con sus semejantes. En medio del carnaval de la muerte española la cara pálida del profesor Rossman se aparecía a Ignacio Abel lo mismo en los sueños que a la luz del día, trayéndole un escalofrío de vergüenza, una pulsión de náusea, como la. que había sentido al ver por primera vez un muerto en mitad de la calle, bajo el sol sin misericordia de una mañana de verano. Si en el restaurante barato donde iba a comer en París escuchaba cerca una conversación española mantenía una expresión neutra y procuraba no mirar, como si eso lo salvara del contagio. En los periódicos españoles la guerra había sido un escándalo diario de tipografías, titulares enormes y triunfales y colosalmente embusteros, impresos de cualquier manera en papel malo, sobre hojas escasas, difundiendo noticias falsas sobre batallas victoriosas mientras el enemigo seguía acercándose a Madrid. En los periódicos de París, solemnes y monótonos como edificios burgueses, sujetos por sus bastidores de madera bruñida en la penumbra confortable de los cafés, la guerra de España era un asunto exótico y con frecuencia menor, noticias de barbarie en una región lejana y primitiva del mundo. Recordaba la melancolía de sus primeros viajes fuera del país: la sensación de salto en el tiempo nada más cruzar la frontera; revivía la vergüenza que había sentido de joven al ver en un periódico francés o alemán ilustraciones de corridas de toros: caballos miserables con los vientres abiertos por una cornada pataleando en la agonía sobre un lodazal de vísceras, de arena y de sangre; toros con la lengua fuera vomitando sangre, con un estoque atravesando el testuz convertido en una pulpa roja por las tentativas fracasadas de descabello. Ahora no eran toros o caballos muertos los que veía en las fotos de los periódicos de París o en los noticiarios de un cine en el que añoró sin consuelo la cercanía de Judith Biely, sus manos en la penumbra, su aliento en el oído, la saliva de sus besos con un sabor de carmín y un aroma tenue de tabaco: eran hombres esta vez, hombres matándose los unos a los otros, cadáveres tirados como guiñapos en las cunetas, jornaleros de boina y camisa blanca y manos levantadas conducidos como reses por militares a caballo, soldados renegridos, con uniformes grotescos, en actitudes de crueldad o jactancia o entusiasmo insensato, de un exotismo tan siniestro como el de los bandoleros de los daguerrotipos y las litografías de un siglo atrás, tan ajenos al digno público europeo que asistía desde lejos a la masacre como esos abisinios con escudos y lanzas a los que habían ametrallado y bombardeado desde el aire durante meses y con perfecta impunidad los expedicionarios italianos de Mussolini. Los abisinios habían aparecido durante algún tiempo en los periódicos, en las revistas gráficas, en los noticiarios de los cines: ahora ya se habían vuelto invisibles, una vez cumplido su papel transitorio de carne de cañón, de figurantes en la gran mascarada del escándalo internacional. Ahora nos toca a nosotros, pensaba hojeando el periódico en el restaurante, hundiendo la cabeza entre sus grandes hojas por miedo a que alguno de los españoles de las mesas cercanas lo reconociera, ESPAGNE ENSANGLANTÉE — ON FUSILLE ICI COM ME ON DÉBOISE. Entre las palabras francesas, en la tipografía tupida del periódico, resaltaban como guijarros los nombres de lugares españoles, la geografía del avance inexorable del enemigo hacia Madrid, donde las músicas aflamencadas de la radio que difundían los altavoces en los cafés se interrumpían de vez en cuando con un toque de cornetín y una voz vibrante que anunciaba nuevas victorias cada vez más gloriosas y más inverosímiles, acogidas por el público con aplausos y olés taurinos, DES FEMMES, DES ENFANTS, FUIENT SOUS LE FEU DES INSURGÉS. En una foto confusa y muy oscurecida se reconocía una carretera recta y blanca, bultos avanzando, animales cargados, una mujer campesina abrazando a un niño de pecho al que intentaba proteger de algo que venía del cielo. Calculaba distancias hacia Madrid, probablemente ya reducidas por el avance enemigo en los últimos días, hora tras hora. Imaginaba la repetición de lo que había visto con sus ojos: los carros, los animales, los coches volcados en las cunetas, los milicianos tirando los fusiles y las cartucheras para huir más rápido campo a través, los oficiales roncos de gritar órdenes que nadie entendía ni obedecía. La carretera era un río desbordado de seres humanos, animales y máquinas empujados por el trastorno sísmico de un enemigo muy cercano pero todavía invisible. A su lado, en el asiento trasero del automóvil oficial, atrapado en un atasco de camionetas y carros campesinos, entre los cuales se dispersaba absurdamente un rebaño de cabras, Negrín contemplaba el desastre con una expresión de abatido fatalismo, su perfil tosco contra la ventanilla, el mentón hincado en el puño, mientras el conductor de uniforme hacía sonar inútilmente la bocina, queriendo abrirse paso. Un poco más allá de la carretera había una casa blanca con un emparrado, una ladera suave de tierra oscura recién labrada para la siembra de otoño. Al fondo, contra el cielo limpio de la tarde, se levantaba una gran columna de humo negro y espeso de la que venía un olor a gasolina y a neumáticos quemados. «Están mucho más cerca de lo que creíamos», dijo Negrín, sin volverse hacia él. Caras hostiles o despavoridas se inclinaban sobre las ventanillas para mirar hacia el interior del automóvil. Puños furiosos y culatas de fusiles golpeaban el techo y la carrocería. «No creo que nos dejen pasar de aquí, don Juan», dijo el miliciano que iba de escolta junto al conductor.

Quizás si el profesor Rossman decidió probar suerte en España fue porque confiaba en encontrar la ayuda de su antiguo discípulo, que no hizo nada o casi nada por él, que podía haberle salvado la vida. O advertirle al menos, aconsejarle que no hablara tan alto, que no se hiciera tan visible, que no contara a cualquiera lo que había sucedido en Alemania, lo que había visto con sus propios ojos en Moscú. Podía haberle respaldado con algo más de convicción: no sólo buscándole entrevistas de trabajo que no dieron fruto o contratando a su hija para que les diera clases de alemán a Lita y a Miguel. Pero los favores que menos se hacen son los que no costarían casi nada: la necesidad demasiado visible provoca rechazo; la vehemencia de una solicitud es la garantía de que no obtendrá respuesta. Los ojos del profesor Rossman eran más incoloros de lo que él recordaba, y su piel más blanca, como reblandecida, un poco viscosa, la piel de alguien que se ha acostumbrado a vivir en una sombra húmeda, sin el lustre casi militar que había tenido alguna vez su cráneo pelado, brillante bajo la luz eléctrica de un aula en las noches prematuras de invierno. Ignacio Abel levantó los ojos fatigados de su mesa de trabajo, llena de planos y papeles, en la oficina de la Ciudad Universitaria, y el hombre pálido y vestido con una severidad funeraria que lo llamaba por su nombre y le tendía la mano tenía la sonrisa incierta de quien esperaba ser reconocido. Pero el doctor Rossman no era la versión envejecida del hombre a quien Ignacio Abel conoció en Weimar en 1923 o del que se había despedido un día de septiembre de 1929 en Barcelona, en la estación de Francia, después de recorrer juntos el pabellón de Alemania en la Exposición Universal y de pasar horas de fervorosa conversación en un café: era otro, menos de seis años después, en abril o mayo del 35, no cambiado ni envejecido sino transfigurado, su piel tan incolora como si le hubieran aguado o extraído la sangre, sus ojos un agua ligeramente turbia, sus gestos tan frágiles y su voz tan tenue como los de un convaleciente, su traje tan usado como si no hubiera dejado de llevarlo y hasta de dormir con él desde que se marchó de Barcelona en 1929. Uno deja de tener cuarto de baño, cama limpia, agua corriente, y qué pronto se degrada. Muy pronto y a la vez muy poco a poco. El cerco se hace más oscuro en el cuello de la camisa, aunque uno lo frote en algún lavabo; los zapatos se hinchan, cruzados por grietas tan visibles como las líneas de una cara; el cuello de la corbata se tuerce y parece que ha sido estrujado; los codos de la americana, las rodilleras de los pantalones, cobran un brillo de sotana vieja o de ala de mosca. Desde que era niño Ignacio Abel tuvo instinto para advertir la variedad de infortunio que aquejaba a las personas empobrecidas y decentes, los inquilinos dignos que se retrasaban en pagar el alquiler en la casa donde su madre trabajaba de portera: caballeros con el pelo aplastado y las botas torcidas que se inclinaban rápidamente para recoger del suelo una colilla, o miraban con disimulo el interior de un cubo de basura; señoras viudas que salían a misa dejando en la escalera un rastro de hedor insondable, con moños grasientos atravesados de peinetas bajo los velos zurcidos; oficinistas con corbata y cuello de celuloide y uñas sucias, con un aliento a café con leche agrio y a úlcera. Viendo al profesor Rossman, aparecido de pronto en su oficina de la Ciudad Universitaria, como regresado del reino de los muertos, Ignacio Abel sintió la misma mezcla de lástima y rechazo que aquella gente le despertaba de niño. La sonrisa era tan rara porque ahora le faltaban casi todos los dientes. Lo único que quedaba de su antigua presencia, aparte de la rigidez ceremoniosa —el corbatín, el cuello duro, los botines, ahora deformados, el traje de una hechura anterior a 1914—, era la gran cartera que sujetaba con las dos manos contra el pecho, la misma que soltaba encima de su mesa de profesor en un aula de la Bauhaus provocando un ruido metálico de objetos y cacharros descabalados: más desgastada ahora, con una consistencia de pergamino cuarteado, con una blandura como la de su boca sin dientes, pero conservando todavía toda su severidad germánica de cartera de profesor, con sus hebillas y broches de metal, con sus refuerzos en los ángulos, la cartera de la que salían durante sus clases los objetos más inesperados, casi como surgían las figuras dibujadas con tiza sobre la pizarra en las clases de Paul Klee, como palomas o conejos o pañuelos salidos de la chistera de un ilusionista.

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