Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Ahora la carretera cobraba una dirección más definida, subrayada por las hileras de cables de electricidad y de teléfonos. En las afueras planas y despobladas de Madrid las avenidas de su expansión futura se prolongaban con el mismo rigor abstracto que si estuvieran dibujadas en un plano. Colonias de hotelitos surgían como islas entre solares desérticos y campos cultivados, a lo largo de las líneas sinuosas de cables de los tranvías, frágiles avanzadillas urbanas en mitad de la nada. Podía imaginar barriadas de bloques blancos de apartamentos para obreros entre zonas boscosas y parques deportivos, como había visto en Berlín diez años atrás, en un clima menos áspero y con cielos grises y más bajos; torres altas entre campos de césped, como en las ciudades fantásticas de Le Corbusier. La arquitectura era un esfuerzo de la imaginación, ver lo que aún no existe con mayor claridad que lo que se tiene delante de los ojos, lo caduco, lo que ha perdurado sin más motivo que la obstinación mineral de las cosas, como perdura la religión o la malaria, o la soberbia de los fuertes, o la miseria de los despojados de todo.
Arriba ¡os pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan.
Veía conduciendo, igual que los altos espejismos de las nubes sobre las cumbres de la Sierra, los bloques de viviendas sociales que ya existían en sus cuadernos de bocetos, ventanas amplias, terrazas, campos de deportes y parques infantiles, plazas con centros de asamblea y bibliotecas públicas. Veía manchas luminosas de verdor —una huerta, una línea de álamos a lo largo de un arroyo— en medio de desmontes pelados y laderas hendidas por la erosión, con cicatrices de torrentes secos. Más regadío y menos palabras, más árboles con raíces que sujeten la tierra fértil, más conducciones de agua limpia y fresca, más líneas de raíles relucientes al sol sobre las cuales se deslizaran livianos tranvías pintados de colores claros. Veía chabolas, vertederos de basura en los que hormigueaban indigentes, casas de labor con trágicas techumbres derrumbadas, corralones comidos por la maleza seca, un perro atado a un árbol con una cuerda demasiado corta que le llagaría el cuello, un pastor vestido de harapos o pieles bárbaras que vigilaba un rebaño de cabras como si estuviera en un desierto bíblico y no a menos de dos kilómetros del centro de Madrid. Al pasar a su lado el pastor se quedó mirando el automóvil como si nunca hubiera visto uno y lo saludó agitando el cayado y mostrando una sonrisa desdentada en la cara barbuda y cobriza.
Veía el porvenir en sus signos aislados: en la energía de lo que está edificándose, sólidamente afirmado en la tierra, en la llanura aún baldía pero ya roturada por ángulos rectos de avenidas futuras, por esbozos de aceras, por líneas de farolas y cables de tranvías, horadada por túneles y conducciones subterráneas. En la horizontalidad desnuda resaltaba más nítidamente la vertical de un muro que empezaba a levantarse, el perfil ingente y cubierto de andamios de los que serían en no mucho tiempo lo que la gente nombraba como si ya existiera, los Nuevos Ministerios. Otra ciudad más diáfana que no se parecería a Madrid aunque siguiera llevando su nombre se extendería muy pronto por esos descampados del norte. Islas de porvenir: a su izquierda, al otro lado de la ancha extensión desierta, sobre la fila de árboles muy jóvenes que delineaban como trazos gruesos de tinta la prolongación hacia el norte del paseo de la Castellana, la Residencia de Estudiantes coronaba una colina agreste sombreada de chopos, al pie de la cual estaba la Escuela de Ingenieros y la cúpula exagerada del Museo de Ciencias Naturales. Diminutas figuras blancas resaltaban sobre la parda anchura de los campos de deportes. El sol tardío de septiembre ardía con fulgores dorados en las ventanas de poniente. Recordó de golpe algo que había olvidado por completo: que tenía que hablar en la Residencia con José Moreno Villa, quien le había pedido semanas atrás que diera una charla sobre arquitectura española. Podía llamarlo por teléfono cuando llegara a casa: le pareció más considerado hacerle una visita. Moreno Villa era un hombre afectuoso y solitario, muy formal en su manera de vestir y en sus modales, menos joven que la mayor parte de sus conocidos. Probablemente agradecería una carta o una visita personal mucho más que una llamada. Vivía en su cuarto de la Residencia como en una celda de un monasterio confortable y laico, rodeado de pinturas y libros, disfrutando con melancolía de solterón de la proximidad de las universitarias extranjeras que inundaban los pasillos de taconeos gimnásticos, carcajadas sonoras y conversaciones en inglés.
Sin pensarlo mucho Ignacio Abel giró a la izquierda y subió la cuesta hacia la Residencia, dejando a un lado el edificio del Museo de Ciencias Naturales y los campos de deportes, de donde le llegaban aplausos débiles y ecos de gritos de jugadores. En un merendero entre los chopos — aún abierto, a pesar de lo tardío de la estación— la radio encendida a todo volumen emitía una música de baile, pero no había casi nadie en las mesas de hierro. En la recepción alguien le dijo que el señor Moreno Villa estaría probablemente en el salón de actos. Mientras se acercaba a él empezó a oír una música de piano que venía débilmente del otro lado de la puerta cerrada. Quizás no debería abrirla y arriesgarse a interrumpir algo, tal vez el ensayo de un concierto. Pudo volverse pero no lo hizo. Abrió suavemente, adelantando apenas la cabeza. Una mujer se volvió al oír la puerta que se abría. Era joven y sin duda extranjera. El sol relumbraba en su pelo castaño y revuelto, que ella se apartó de la cara con la mano al volver la cabeza. Había dejado de cantar pero terminó la frase no interrumpida del piano. Ignacio Abel murmuró una disculpa y cerró de nuevo la puerta. Mientras se alejaba siguió escuchando en el piano una melodía a la vez sentimental y rítmica. Si no hubiera vuelto a ver esa cara nunca la habría recordado.
Qué pereza, los pasos rápidos en el corredor, acercándose, los golpes en la puerta, a la que nadie había llamado en las últimas horas, golpes enérgicos, como los pasos de alguien que busca algo y tiene prisa, pisando tan fuerte que en el silencio se distingue el gruñido del cuero de los zapatos al flexionarse tomando impulso sobre las baldosas: alguien bajo la presión de una tarea, a diferencia de él, José Moreno Villa, que no tenía urgencia de nada, y que si buscaba algo muchas veces no sabía lo que era, o era algo que no se parecía a lo que había creído estar buscando poco tiempo antes, a lo que encontraba al final de la búsqueda. Casi nada le llegaba del todo al corazón; de nada estaba plenamente seguro, con una tibieza que unas veces lo avergonzaba y otras lo hacía sentir alivio, y que, si le había quitado impulso muchas veces, también le había ahorrado sufrimiento, y equivocaciones de las que luego se habría arrepentido. Tuvo un amor arrebatado y tardío y lo perdió, en el fondo por desgana, y cuando supo que no iba a recobrarlo el dolor que sentía estaba matizado por un fondo mezquino de alivio. Con qué gozo íntimo de encontrarse solo de nuevo se instaló en su camarote del barco que iba a zarpar de Nueva York en su viaje de regreso hacia España, dejando atrás a la mujer con la que había estado a punto de casarse; con qué dulzura, después de tanto sobresalto, tanta intoxicación sexual, se instaló de nuevo entre sus cosas, en su cuarto austero de la Residencia. Tanta furia, en España, tanta aspereza, crímenes pasionales y sanguinarios levantamientos anarquistas ahogados en sangre, toscas proclamas cuartelarias; tantos santos, mártires, fanáticos, como en esos cuadros del Prado en los que la piel torturada de los ascetas parece que araña como la tela de saco con la que se visten, esos ojos fanatizados por una visión de pureza incompatible con el mundo real: y también la ronquera de las gargantas desolladas por los vivas y mueras, la vulgaridad agresiva que se ha ido adueñando de este Madrid que a él tanto le gustaba, y en el que cada vez se aventura menos, con el desagrado de un hombre que ya no es joven y al que casi cualquier cambio empieza a parecerle una injuria personal. La zafiedad de la política, la profanación de ideales en los que al fin y al cabo nadie le pidió que creyera, aunque durante algún tiempo fueron tan cálidos para su corazón, tan llenos de promesas racionales y de ensoñaciones estéticas como las banderas tricolores ondeando en lo alto de los edificios contra un azul tan limpio y nuevo como ellas mismas. Qué propio de él que sus convicciones políticas, muy pronto atenuadas por el escepticismo —sobre las mezquindades del alma humana, sobre el vuelo corto y la pobretería profunda de la vida española— estuvieran tan asociadas al capricho estético, a su preferencia por esa bandera tricolor por encima de la vulgarmente roja y amarilla del rey rufián al que no añoraba nadie, pero también de la roja y negra que por algún motivo incomprensible compartían fascistas y anarquistas, y de la únicamente roja con la hoz y el martillo que ahora gustaba tanto a algunos de sus amigos, de pronto entusiastas de la Unión Soviética, de los collages fotográficos con obreros, soldados con capotes y bayonetas, tractores y centrales hidroeléctricas, de las camisas azul celeste, los correajes, los puños cerrados. Tal vez no los entendía o, peor aún, no creía en la sinceridad o en la sustancia de sus actitudes porque eran más jóvenes que él, o porque tenían más éxito; los veía levantarse para cantarhimnos al final de los banquetes literarios y lo que sentía no era discordia ideológica sino vergüenza ajena. Élnunca había sabido participar en un entusiasmo público sin observarse desde fuera. Él era un burgués, desde luego, ni siquiera eso, un rentista y un funcionario: pero algunos de ellos, de sus antiguos amigos, eran más burgueses aún, señoritos que nunca habían trabajado de verdad, pero que hablaban con seriedad extraordinaria de la dictadura del proletariado mientras cruzaban las piernas con un whisky en la mano, en la terraza del Palace, después de cortarse el pelo en la barbería del hotel. Vaticinaban el cercano hundimiento de la República, arrollada por el empuje victorioso de la revolución social: al mismo tiempo medraban para buscarse viajes oficiales de conferencias al extranjero o sueldos justificados por vagas tareas culturales.
Pero no le gustaba su propio sarcasmo, su inclinación a la amargura: desconfiaba de los simulacros de lucidez con los que podría engañarlo el resentimiento. En cuanto a su propia integridad, qué mérito tenía, si no había sido puesta a prueba por ninguna tentación. A él ninguna diva del teatro le había pedido que le escribiera un drama a la medida de su lucimiento, como Lola Membrives o Margarita Xirgu a Lorca; ninguna recitadora enfática se había preocupado de declamar sus poemas como esa cargante Berta Singermann que llenaba teatros contorsionándose mientras gritaba con acento porteño los versos de Antonio Machado o de Lorca o Juan Ramón. Tampoco tendría nunca la ocasión de rechazar un sustancioso cargo público para consagrarse en cuerpo y alma a su literatura: nadie iba a ofrecerle la Secretaría General de la Universidad de Verano de Santander, como a Pedro Salinas, que se quejaba tanto de la falta de sosiego y de tiempo, pero a quien se veía tan complacido con su cargo en las fotos de los actos públicos. No me cuesta nada imaginarlo, a José Moreno Villa, acogido a la hospitalidad benévola de la Residencia de Estudiantes, con cerca de cincuenta años, casi siempre huésped secundario en las fotografías de otros, más célebres que él, siempre discreto en ellas, huidizo, formal, a veces ni siquiera identificado con su nombre, no reconocido, sin la sonrisa abierta o la pose arrogante que los otros exhiben, como si ya estuvieran seguros de su lugar en la posteridad. No es joven ni viste como si lo fuera, no tiene aire de literato, pero tampoco de profesor, sino más bien, en realidad, de lo que hace para ganarse la vida, de funcionario de cierta posición, no un oficinista pero tampoco un empleado de alto rango, quizás un abogado o un rentista de cierta solvencia en una capital de provincias, que no va a misa ni esconde sus simpatías republicanas pero que no saldrá nunca a la calle sin corbata y sombrero; un hombre que ya parecía mayor de lo que era antes de que el pelo empezara a ponérsele gris; que a los cuarenta y ocho años supone con una mezcla de melancolía y de alivio que ya no le esperan grandes cambios en la vida.
Los pasos lo habían sacado de su ensimismamiento, muy profundo y a la vez despojado de reflexión y casi de recuerdos, ocupado sobre todo por la indolencia y por algo más que no se distinguía mucho de ella, la contemplación atenta de un pequeño lienzo en el que sólo había esbozado unas pocas líneas tenues a carboncillo y la de un cuenco de frutas del tiempo traído a mediodía del comedor de la Residencia: un membrillo, una granada, una manzana, un racimo de uvas. Había despejado de papeles y libros una parte de la mesa para que las formas limpias resaltaran. Había estado observando cómo el descenso lento de la luz en la ventana hacía más densos los volúmenes al acentuar las sombras y atenuaba los colores. El rojo de la granada se convertía en un color de cuero muy pulido; el oro polvoriento del membrillo brillaba con más intensidad según crecía la penumbra, no reflejando la luz sino irradiándola; la luz resbalaba sobre la manzana como sobre una bola de madera bruñida y sin embargo adquiría un punto de espesor húmedo al tocar la piel de las uvas. Quizás las uvas eran demasiado sensuales, demasiado táctiles, para el propósito que apenas empezaba a intuir, entornando los ojos. Tendrían que ser unas uvas ascéticas como de Juan Gris o de Sánchez Cotán, talladas en un solo volumen visual, sin la sugerencia un poco pegajosa que acentuaba el sol de la tarde, un sol de Sorolla, demasiado maduro, tamizado por el mismo polvo suave que la superficie abrupta del membrillo dejaba en los dedos, en las ventanas de la nariz.
Debajo del frutero había una hoja de la revista
Estampa
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HA PASADO POR MADRID UN HECHICERO DE EL CAIRO QUE HECHIZA A LAS MUJERES Y ADIVINA EL PORVENIR.
Las palabras «Madrid» y «porvenir» se imponían en su mirada tan rotundamente como las formas de las frutas. Cada vez que se disponía a pintar algo había un momento de revelación y otro de desaliento, como cuando le surgía inesperadamente en la imaginación el primer verso de un poema. Cómo dar el siguiente paso, en el espacio en blanco y sin indicaciones de la página del carnet, de la hoja del cuaderno de dibujo o del lienzo. Quizás la textura indicaba algo, la resistencia o la suavidad del papel. Podía continuar y darse cuenta de que había malogrado el intento: el segundo verso, forzado, no era digno de la iluminación súbita del primero; sobre la hermosa anchura del papel ahora había una mancha inútil. La revelación parecía perderse sin que él hubiera sabido atraparla; el desaliento se quedaba con él, y para emprender el trabajo era preciso, si no vencerlo, al menos oponerle resistencia, dar los primeros pasos como si no sintiera uno su peso de plomo. Pero en todas las cosas que había emprendido le pasaba lo mismo: un entusiasmo fácil y luego un principio de fatiga, y por fin una desgana a la que no siempre había sabido sobreponerse. Al fin y al cabo era un pintor de domingo. Y si la pintura exigía tal esfuerzo de concentración mental y de destreza en el oficio, ¿por qué en vez de poner en ella todo su corazón y todo su talento disgregaba sus fuerzas ya escasas para empeñarse en la poesía, donde ni siquiera se le concedía a uno la absolución del trabajo manual, la certeza de un grado aceptable de dominio del oficio? En el fervor del trabajo se disipaba la desgana, pero al día siguiente había que empezar de nuevo y el entusiasmo de ayer no parecía que pudiera repetirse. El trabajo hecho no servía de nada: cada comienzo era un nuevo punto de partida, y el lienzo o la hoja de papel frente a los que se quedaba hechizado y abatido estaban más vacíos que nunca. Una primera línea prometedora, pero muy insegura, una horizontal que podía ser la de una mesa sobre la que reposaba el frutero o la de una distancia marítima imaginada al fondo de su ventana de Madrid. Una iluminación inminente que se deshacía sin rastro en puro abatimiento. Y sin embargo, no sabía cómo, el cuadro empezaba a surgir, o el poema a escribirse, persistiendo por sí mismos, con un empeño en el que no intervenía del todo su voluntad debilitada por el escepticismo y por el simple paso del tiempo.