La mujer del faro (30 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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—Hola, Karin, ¿qué significa esto? ¿Has secuestrado a mi hijo? —Martin sonrió.

—Soy niñera ocasional, y además una invitada sorpresa para cenar en tu casa. Walter y yo hemos venido por vino a mi barco.

—¿Es tuyo? —preguntó Martin, al tiempo que cogía a Walter en brazos.

—Entonces seremos dos invitados sorpresa. —El hombre que gobernaba el barco se acercó para saludar—. Aunque yo no traigo vino, pero sí el primer plato. —Levantó una langosta negra azulada que se revolvía furiosa contra la goma que sujetaba sus pinzas.

—Me temo que ganas tú —dijo Karin.

—Johan, el hermano de Martin. —Sonrió—. ¿Qué clase de barco es ése?

—Un Knocker Imram de acero, francés. Sólo hay tres o cuatro.

—Eso explica por qué no reconozco el modelo. Tiene que ser pesado, ¿no?

—Dieciocho toneladas.

—Parece muy sólido y resistente —dijo Johan, que había subido a bordo. Acarició la borda, echó un vistazo a los obenques y admiró el estay de popa, parcialmente aislado para hacer las funciones de antena.

Martin se había hecho cargo del niño, que de pronto recordó que tenía que hacer pipí.

—Más bien creo que es la novedad de hacer pipí en un barco —dijo su padre.

Karin abrió la escotilla y bajó la escala, se metió en la cabina y les indicó la puerta. Walter y papá Martin pisándole los talones desaparecieron en el pequeño baño para probar el váter. Karin volvió a cubierta. Johan señaló el timón montado en el espejo de popa.

—Reconozco la antena del radar, pero ¿qué es esto?

—Un timón. Gobierna el barco. Casi como un autopiloto, pero sin corriente. Lo ajustas en un ángulo contra el viento y funciona de maravilla, siempre que el viento no cambie de rumbo, claro.

—Muy ingenioso. —Johan echó un vistazo al panel solar y el generador de viento—. Pareces haber pensado en todo.

—Tal vez esté un poco sobredimensionado aquí y allá, pero me gusta. Sin duda pesa más de lo que debería, pero no es un barco para hacer regatas, sino para largos viajes y para soportar tiempo adverso. —Karin siguió la mirada de Johan, curiosa por saber cómo veía el barco. No era una belleza, desde luego, sino anguloso y práctico, aunque para Karin era hermoso.

Mientras estuvieron fuera, Lycke había preparado un postre.

—Espero que le dé tiempo a cuajarse —dijo mientras metía la bandeja con los moldes en la nevera, que le abrió Martin.

—Pannacotta al chocolate blanco.

—¡Qué lujo! —exclamó Karin.

—Hola, Lycke, mi cuñada favorita. —Johan le dio un abrazo y un beso en la mejilla.

—Y tu única cuñada, no te olvides —bromeó ella.

La langosta acabó en una enorme olla de agua hirviendo.

—Hola, langosta —dijo Walter, agitando la mano en un saludo.

El pescado se hacía en el horno sobre un lecho de piñones, mantequilla al eneldo y colas de cangrejo. El aroma del plato se propagó por toda la casa. Karin bebió un sorbito de vino tinto y se puso a mirar una pared tapizada de fotografías enmarcadas. Todos los marcos eran diferentes y había fotos en blanco y negro y de color entremezcladas. Johan señalaba y le explicaba quién era quién. De algunos dudó y tuvo que llamar a Lycke para que lo aclarase.

—Pero Johan, deberías saberlo —le reprochó ella.

—Dime ya de una vez quién es y deja de echármelo en cara.

—Pero si es Ulla. De esto sólo hace diecisiete años, deberías reconocerla.

—Eso es, Ulla —dijo Johan y sonrió. Ni siquiera intentó fingir que sabía quién era. Karin se rió.

Había dos fotografías tomadas en el jardín, donde habían montado una carpa con mesas bien dispuestas con viandas y un montón de gente elegantemente vestida alrededor. En el medio estaba Lycke con un niño en brazos envuelto en un faldón de bautizo. Martin los rodeaba a ambos con un brazo protector.

—El bautizo de Walter—explicó Johan, señalando con su copa de vino—. Yo soy el padrino.

—Por lo tanto, Johan es responsable de la educación cristiana de nuestro hijo. ¡Menudo consuelo! ¿Qué día fue el bautizo, Johan? —Lycke le sonrió.

—Bueno, creo que...

Justo en ese momento sonó el reloj de la cocina, indicando que la langosta estaba lista. Johan aprovechó la ocasión para escapar y se llevó la olla a la terraza para que se enfriase.

—¡La tapa! —le advirtió Martin.

—Sí, lo sé. —Johan le lanzó una mirada elocuente.

—¿Qué pasa? —preguntó Karin.

—Una vez olvidamos ponerle la tapa a la olla y se nos fastidiaron dos langostas recién hervidas —explicó Johan.

—No olvidamos, sino olvidaste —precisó Martin, y sonrió socarrón.

—Ya, ya —dijo Lycke, y negó con la cabeza—. Karin, ¿te acuerdas de Sara, que estuvo aquí ayer?

Karin asintió con la cabeza.

—Pues bautizamos a Walter el mismo día que Sara y Tomas bautizaron a su hijo pequeño. Tienen un sacerdote en la familia y no fue ningún problema.

Karin apenas daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿De quién es familiar? Me refiero al sacerdote —preguntó.

—Creo que de Siri —terció Martin—. Es su hermano, me parece.

—Nooo —se asombró Lycke—. ¿Realmente es su hermano? En todo caso, era familiar de alguien de aquí. El sacerdote titular se puso enfermo y cuando la ambulancia se lo llevó y lo metió en el ferry, allí estaba ese pastor para relevarlo.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Karin, e intentó expulsar a Folke de su mente cuando le susurró el presente del verbo: “se llama”.

Martin negó con la cabeza.

—No lo recuerdo, pero supongo que aparecerá en la fe de bautismo de Walter. Aunque no sé dónde puede estar. —Se acercó a la estantería de obra del salón y sacó una carpeta en la que ponía “Walter” con pulcra caligrafía. La abrió—. Como ves, en esta casa impera un orden metódico, pero si quieres que te sea sincero, hemos tenido suerte: el sacerdote se llamaba Simón Nevelius —dijo, y cerró la carpeta.

Vaya con el sacerdote, pensó Karin. Robban y ella deberían haberle preguntado si tenía alguna conexión con Marstrand.

Oslo, 1963

Elin se puso el delantal blanco sobre el vestido negro y se recogió el pelo. Antes de salir se miró en el espejo. Estaba bien, constató, pero no duraría mucho. La señora Hovdan se acercó a ella por detrás.

—No seas injusta contigo misma —le dijo, y le acarició la mejilla.

Elin le sonrió. No sabía qué habría hecho sin la ayuda de aquella anciana.

El frío le heló las piernas cuando atravesó la nieve fangosa. La falda corta no le brindaba calor ni ninguna protección contra el viento cortante. El agua penetraba las botas de piel, pero iba tan ensimismada en sus pensamientos que apenas se daba cuenta. Sus piernas se movían como por impulso propio y finalmente llegó a la puerta de siempre.

Había vendido el inmueble que Arvid les había comprado e invertido una parte importante del dinero en el restaurante. Apenas dos meses después, los rumores del nuevo restaurante se habían extendido y empezaba a tener una buena recaudación y un personal excelente. Siempre había clientes esperando en la barra, confiados en que alguien que había reservado mesa no se presentara, pero eso casi nunca ocurría.

Elin metió papel de periódico en las botas y las dej ó en la cocina, al tiempo que saludaba a los cocineros. Esperaba que estuvieran secas a la hora de volver a casa.

Había mucha gente para ser martes por la noche. Elin tomó los pedidos y fue por las bebidas. Nadie sospechaba siquiera que ella pudiera ser la propietaria y eso era precisamente lo que quería. La señora Hovdan era quien aparentaba estar al frente del establecimiento: una persona estricta que se ocupaba de las entrevistas de trabajo y de pagar los sueldos al personal.

Elin, por su lado, oía lo que se decía y sabía quién se metía las propinas en el bolsillo en lugar de echarlas en el bote que luego repartían fraternalmente entre el personal de cocina y el de sala. Los que no se comportaban correctamente desaparecían de la noche a la mañana, sin que nadie llegara a entender cómo los propietarios podían enterarse de todo si nunca estaban allí. Acabaron formando un equipo muy unido, con tres en la cocina, un maître y siete camareros, incluida ella, que servían las mesas. Elin era muy apreciada entre sus compañeros, pero a medida que fue creciendo su vientre también empezaron las habladurías.

Eran cerca de las diez y media del domingo cuando Karin abandonó la casa de Lycke. La niebla había cedido y Karin miró al cielo estrellado en un intento de recordar el nombre de las diferentes constelaciones. Hubo un tiempo en que las conocía todas, algo que resultaba muy ventajoso cuando navegaba. Göran y ella habían planeado hacer un largo viaje por mar, de un año o dos. Habían hablado de las Antillas, o de seguir la costa rumbo norte hasta Canadá. Luego continuarían hasta Islandia, las islas Féroé, las Shetland y finalmente de vuelta a casa.

Ya no haría nunca ese viaje, al menos no con Göran. La Osa Mayor la miró desde el cielo. El Cinturón de Orion. La Osa Menor... Podía quedarse horas echada en el camarote de proa mirando el cielo estrellado a través de la escotilla de cubierta.

Casi había llegado al barco cuando divisó una figura que se paseaba alrededor del
Andante
. Cuando estuvo más cerca, vio que era un hombre. Tenía la espalda encorvada, como si hubiese levantado algo demasiado pesado y ya no consiguiera erguirse. Renqueaba de un lado a otro, batiendo los brazos para mantenerse en calor. De vez en cuando miraba alrededor con gesto intranquilo.

Karin se arrepintió de haber rehusado el ofrecimiento de Johan de acompañarla hasta el barco. Redujo el paso brevemente, mientras consideraba dar media vuelta para pedirle a alguien que fuese con ella, pero al final se animó y decidió seguir adelante. No era fácil colarse por las buenas en el
Andante
. Los ojos de buey apenas medían quince centímetros de diámetro y la escotilla de entrada estaba provista de un buen candado y una ingeniosa barra de acero inoxidable que cerraría el paso a cualquiera. En cambio, no sería tan difícil romper las escotillas de cubierta y entrar, pero no sin hacer mucho ruido. Karin tosió exageradamente para no sorprender al hombre, que se sobresaltó y se volvió hacia ella.

—Hola —dijo Karin. No sacó las llaves. Estaban solos en el muelle y no se había encontrado con nadie en el camino. Era domingo por la noche y hacía frío. Lo más probable era que la gente estuviera en casa viendo una película o ya se hubiera acostado para reponerse con vistas al lunes por la mañana.

Había helado y se habían formado algunas placas de hielo traicioneras aquí y allá. Karin miró hacia el borde del muelle, donde estaba el hombre. Si intentaba algo, seguramente podría empujarlo al agua. Aunque, en realidad, ése era su plan B.

—¿Tú eres la agente de policía?

El hombre tenía un acento muy pronunciado. Llevaba un gorro de lana calado hasta la frente. Sus cejas pobladas asomaban por el borde, pero sus ojos eran amables. Tenía la nariz roja por el frío. Llevaba levantado el cuello de su anticuada cazadora marrón. No parecía abrigar demasiado. Un grueso e informe jersey de lana asomaba por debajo de la chaqueta. Los vaqueros claros estaban lavados a la piedra y eran tan cortos que dejaban entrever unos calcetines blancos de algodón y un par de delgadas zapatillas deportivas. Karin asintió con la cabeza.

—Me gustaría hablar contigo —añadió él.

—¿De qué se trata? —preguntó ella, y dudó si debía invitarlo a subir al barco o no.

—Mirko. Fue mi amigo Mirko quien encontró el cadáver en Pater Noster.

En efecto, el que había llamado para denunciar la aparición del cadáver se llamaba Mirko. El capataz Roland lo había dicho y, por lo que sabía Karin, ese detalle no se había filtrado a la prensa.

—Sí, nos habría gustado hablar con él —dijo Karin.

—Le gustaría hablar con vosotros, pero tiene miedo.

—¿Miedo de qué?

El hombre, que se presentó como Pavel, no respondió. Karin no sabía si era su nombre de pila o su apellido, pero tampoco era demasiado importante. No dejaba de echar miradas furtivas alrededor.

Se sentaron sobre la cabina, debajo del toldo que Karin había extendido después de la limpieza general. Encendió un quinqué y le ofreció un cojín helado.

Después, aún titubeante, le dio su teléfono móvil y se preguntó que diría Carsten sobre las llamadas de móvil a Polonia. El hombre marcó el número y lo borró al finalizar la llamada, tal como le había prometido a Mirko. Karin pensó en su factura telefónica especificada, en la que aparecían todas las llamadas con número, fecha, hora y duración. Primero habló Pavel. Hablaba en voz alta y Karin com

prendió que había algún problema, pero eso fue todo. Luego le pasó el teléfono.

—Es Mirko —le dijo.

Cuando Pavel se hubo marchado, a Karin le quedaron dos cosas bastante claras. En primer lugar, que Arvid llevaba puesta la alianza cuando los polacos lo encontraron. Eso significaba que alguien se la había quitado para sustituirla por otra. En segundo lugar, que había gente buceando alrededor del islote de Pater Noster por la noche.

A pesar de que era tarde, Anita no se había acostado todavía. Quería seguir la nueva pista que habían encontrado. Comprobar si existía algo que se llamara “Brecia” o “Breccia” sería un buen comienzo. Según la enciclopedia que consultó, Breccia con dos ees era un tipo de roca. El segundo libro que había bajado de la estantería era una antología de poesía. Anita la hojeó antes de dejarla a un lado.

No había nada que se asemejara ni por asomo al poema que tenía delante. Los demás libros que había seleccionado versaban sobre la costa oeste. Buscó Hamneskár y Pater Noster en La costa de la provincia de Bohus y luego en otro libro, antes de abandonarlos todos. Acababa de ver las noticias cuando abrió la Guía de faros y empezó a

leer sobre Pater Noster y la señal luminosa que habían instalado en la isla en 1869. “El primer faro con señal luminosa de Pater Noster se levantó en 1869 y constaba de un campanil accionado por un molino de viento. En el reloj aparecía la siguiente inscripción...” Anita se detuvo al ver el texto.

No como las amables campanas de la parroquia,

invito a los hijos del esfuerzo a que descansen y respiren.

No como las del templo, los invito a la paz.

Marino, escúchame, perdido entre la niebla

hacia peligrosos escollos,

escucha mi advertencia: ¡da media vuelta!

¡Lucha y vela y reza!

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