La mujer del faro (25 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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La noche anterior había introducido el nombre de Simon Nevelius en el registro, sólo para ver dónde se hallaba ahora mismo. Si bien la investigación había quedado cerrada en el momento que in formaron a Siri, Karin todavía no había redactado el informe. Y los pormenores del caso seguían dando vueltas obstinadamente en su cabeza. Si hubiera vivido cerca, podría haberse pasado por allí para charlar un rato con él, pero no era así. Bien mirado, Lidkóping no estaba precisamente en la zona, aunque, claro está, nada ni nadie le impedía acercarse hasta allí con el coche en su tiempo libre.

Habían tardado más de dos horas en llegar a Lidkóping desde Goteburgo, un tiempo que Karin aprovechó para poner al día a Robban. Al verlo sentado en el asiento del copiloto, con su bolsa de Fisherman's Friend, le pareció que había adelgazado, pero no podía permitirse prescindir de su entusiasmo y su risueña visión del mundo.

–Ha sido una suerte que me llamaras. Estaba a punto de morirme de tristeza. Además, creo que estando en casa todo el tiempo desquicio a Sofia. Ella piensa que debería echarle una mano, pero la verdad es que estoy enfermo.

Karin sonrió y puso la quinta.

–Sí, vosotros los tíos os ponéis enfermísimos, mientras que nosotras sólo estamos indispuestas… -Y le lanzó una mirada ceñuda.

–Ahora empiezas a sonar como Sofía. Ya sabes, me ha estado dando clases magistrales sobre las bacterias y el sistema imunológico del cuerpo.

Karin se rió. Muy propio de Sofía. La mujer de Robban era profesora de Ciencias Naturales en un instituto.

–Te digo que esos bacilos que los niños traen de la guardería a casa no son para niños -dijo Robban, buscando dar lástima.

–Desde luego -contestó Karin, distraída.

–¿Me estás escuchando?

–Sí, claro, sólo estaba echándoles un vistazo a las indicaciones.

–Y señaló con el dedo los carteles que tenían delante-. Debemos girar por aquí.

–Lo peor fueron los días que estuvimos en casa los niños y yo juntos. Teníamos todos treinta y nueve y medio de fiebre. Yo me encontraba molido, pero los niños estaban igual, insufribles, jugando con su Lego y queriendo ver una película tras otra.

–Pobrecito -dijo Karin.

Robban había creído que encontrarían al anciano sacerdote en un geriátrico, pero estaba equivocado. Su esposa los envió a la capilla del palacio de Láckó, donde Simón Nevelius iba a oficiar nada más y nada menos que dos bodas ese mismo día. El bello palacio blanco estaba situado en el punto más alto de la isla de Kállandsó, rodeado por las aguas azules del lago de Vánern por tres lados. Las banderas amarillas y azules ondeaban alegres al viento. Karin disfrutaba del paisaje, aunque echaba de menos la fragancia de la sal y las algas. La entrada al palacio estaba enramada con abedul, pero seguía cerrada al público por estar fuera de temporada.

–Para ir a la capilla tendréis que entrar por el soportal del castillo -les informó la señora bien vestida que solía estar en la puerta cobrando las entradas. La primera pareja de novios era de la comarca y la señora era la tía de la novia. Robban se metió la placa en el bolsillo.

El doble portón de la iglesia era verde. Karin abrió una hoja, grande y pesada, pero los viejos goznes, bien engrasados, giraron con

facilidad y sin rechinar. Sintió frío al contacto del pomo de hierro forjado cuando empujó la puerta, que se cerró con un leve sonido.

Dentro reinaba el silencio; el silbido del viento no traspasaba los gruesos muros. La luz filtrada a través de los altos ventanales emplomados acariciaba los viejos bancos de madera pintados de verde.

Una alfombra roja amortiguaba sus pasos, del mismo modo que las ventanas apagaban los rayos del sol primaveral. Unas placas de piedra caliza de Kinnekulle rojas y grises conformaban el suelo desgastado por el que avanzaron con recogimiento. Robban y Karin entraron juntos, uno al lado de la otra, pero de pronto Karin se detuvo abrumada por los sentimientos. Se volvió, clavó la mirada en el coro y tragó saliva. ¿Cómo sería entrar de esta manera con alguien a tu lado?, pensó.

–Disculpad si molestamos, pero somos de la policía de Goteburgo. – La voz de Robban la devolvió al presente.

El hombre que estaba de pie ante el altar se detuvo en mitad de un movimiento. Sostenía una biblia gastada y tenía un aspecto de macrado, manos huesudas y ojos hundidos. Como alguien que soportara un parásito o una carga demasiado pesada que poco a poco lo va consumiendo.

–¿La policía? – dijo inquieto.

–Simón Nevelius. ¿Es usted?

–Sí, soy yo.

–Servía de pastor en Marstrand en los años sesenta. Quisiéramos hacerle una pregunta acerca de una boda que ofició por aquel entonces.

–Marstrand. Uf, de eso hace mucho tiempo, y sólo fue una sustitución. Pero los ayudaré en todo lo que pueda.

–Arvid Stiernkvist y Siri Hammar. El tres de agosto de 1963.

–Sí, creo recordarlo.

–¿Podría describir a la novia? – preguntó Robban, y se disculpó por el acceso de tos que le sobrevino.

El hombre lo hizo.

–¿Y al novio? – preguntó Karin.

–A él no lo recuerdo tan bien. – La respuesta del pastor fue un poco indecisa.

–¿Rubio, moreno?

El sacerdote negó con la cabeza, haciendo memoria.

–¿De qué se trata? – dijo entonces.

–¿Había prisa con la boda? – preguntó Robban tras aclararse la garganta.

–No que yo recuerde. Si me dicen de qué se trata tal vez pueda ayudarles. – Llevó la mirada de Robban a Karin.

–Nos sorprende que falte la fecha de la comprobación -dijo ella.

–Pero queridos míos, ¿han venido desde Goteburgo sólo para preguntarme esto? Pues así, a bote pronto, no puedo contestarles. Además, hace mucho tiempo de aquello.

–¿Cuántas bodas ha oficiado usted en las que falte la fecha de la comprobación? – preguntó Robban.

El hombre desvió la mirada y la fijó en un querubín. Colgado de la pared, el angelito dorado los observaba desde lo alto. ¿Se atrevería el sacerdote a mentirles en un lugar como aquel?

–Tengo que casar a una pareja a la una. – Karin consultó su reloj: las doce y poco.

–¿Y ya tiene la comprobación y todo lo demás para casarlos?

–preguntó Karin.

–Sííí -dijo el hombre con voz entrecortada y se estiró el alzacuello, como si le apretara demasiado.

Karin siguió su intuición.

–Simón, creo que lo recuerda todo muy bien. Incluso creo que hay algo en lo que lleva pensando desde hace mucho tiempo. Estamos investigando un asesinato y sería de gran ayuda si nos contara lo que sabe. – Karin era consciente de que estaba exagerando un poco. Todavía no podían demostrar que Arvid hubiese sido asesinado, tan sólo que había fallecido por envenenamiento. Sin embargo, la reacción de Simón Nevelius no se hizo esperar.

–¿Asesinato? – se inquietó.

Fue a sentarse en el primer banco de la iglesia y miró a Jesucristo en la cruz. Entonces empezó a hablar, al principio vacilante. Las palabras descendieron pesadas sobre el viejo suelo de piedra caliza.

–Sí lo recuerdo -admitió-. Lo recuerdo como si fuera ayer. Vino a mí, la pobre muchacha.

–Siri -precisó Robban.

El sacerdote asintió con la cabeza y echó la mirada atrás en el tiempo.

–Me explicó que el padre del hijo que esperaba se había ahogado y que se había quedado sola en el mundo. Me preguntó cómo había permitido Dios que llegara la muerte cuando Arvid y ella estaban prometidos. Lloraba y estaba totalmente fuera de sí. Me mostró el anillo y me preguntó qué iba a hacer con el vestido de novia.

Porque la muchacha venía de una familia decente. El padre era un hombre de negocios y la madre estaba muy pendiente de los hijos. Era una mujer muy hermosa (me refiero a la madre), de rasgos finos y voz dulce. Se mudaron de Uddevalla a Goteburgo y pasaban los veranos en Marstrand. Tenían tres hijos, dos niñas y un niño. Siri era la más pequeña. Entonces el padre murió en un accidente. A la madre la cortejó un hombre de negocios italiano, y acabaron casándose. Tuvieron tres hijos, pero el italiano no sentía demasiado aprecio por los hijos mayores del primer matrimonio. Tuvieron que marcharse de casa siendo muy jóvenes, demasiado jóvenes, si me permiten. Era una muchacha pequeña y delgada. Aquel día, en la iglesia de Marstrand, aparentaba incluso ser más pequeña y parecía tener frío envuelta en un abrigo fino.

Karin asintió con la cabeza y él prosiguió.

–Tenía que ayudarla de alguna manera. “Ojalá nos hubiéramos casado ayer”, me dijo. “De todos modos, me hubiera quedado sola en el mundo, claro, pero al menos habría sido una mujer decente y el niño habría tenido un padre.” Entonces caí en la cuenta de que Dios tal vez me había puesto en su camino para que pudiera ayudarla. Al fin y al cabo, estaba en mis manos hacerlo.

Karin y Robban cruzaron el patio central del castillo y la bóveda en dirección a la salida. Los muros del castillo ya no los resguardaban y el frío viento procedente del lago hizo temblar a Karin.

Salieron del aparcamiento, aceleraron al pasar por Láckó Kungsgárd y dejaron atrás el precioso palacio blanco junto al lago. Karin se sentía cansada y emocionada, pensando en lo que implicaría la información que acababan de obtener. Siri y Arvid nunca habían estado casados.

14

Karin había pensado llamar para excusarse de la cena de chicas, pero en el último momento cambió de opinión y confirmó su asistencia.

¿Por qué no? Echó un vistazo por el barco en busca de algo que le sirviera de regalo. Una botella le parecía un poco triste. La elección recayó, como tantas otras veces, en un disco de Evert Taube. Karin repasó los discos para decidir de cuál podría prescindir. En realidad sólo se ría por un día, pues tenía la firme intención de volver a comprarlo el lunes. A falta de papel de regalo, envolvió el disco en papel de aluminio y le puso un lazo de cuerda alquitranada, cuyo aroma colmó el

interior del barco, transportándola de vuelta a los veranos de su infancia: muelles caldeados por el sol donde jugaba y pescaba cangrejos, mientras disfrutaba del olor a alquitrán.

Unos minutos antes de las siete alguien golpeó el casco con los nudillos.

–Hola. Soy Sara. Tu cicerone para la cena.

–¡Qué servicio! – exclamó Karin, y se apresuró a cerrar las escotillas con llave. Aquel día mucha gente había iniciado la temporada, y su barco, Andante, ya no estaba tan solo.

Luego subió al muelle de una zancada y le estrechó la mano a la recién llegada.

–¿Te has criado por aquí? – preguntó Karin mientras avanzaban por el largo muelle flotante hacia la playa de Blekebukten.

Sara negó con la cabeza.

–Tomas, mi marido, es de aquí. Yo soy una forastera. Como ya debes de saber, no eres una verdadera ciudadana de Marstrand hasta que tu familia no lleva tres generaciones aquí. – Sara sonrió-. Me he enterado de que Hanna te ha llevado a Goteburgo esta mañana.

Karin asintió. Estaba esperando el autobús cuando de pronto un Saab 95 había frenado y una joven de su edad le había preguntado si quería subir. En sitios pequeños como aquél la gente se echaba una mano. Hanna, que era como se llamaba la chica, le había hablado de la cena y luego la había invitado, a pesar de que no era ella quien la organizaba.

Sara y Karin cruzaron el aparcamiento al final del muelle y luego doblaron a la izquierda para subir la pequeña cuesta. Unas preciosas casas de madera típicas del archipiélago miraban a la ensenada con Marstrandsón al fondo.

-
Hello, Sarah
-dijo un hombre joven que se encontraron de camino. Llevaba una mochila roja a la espalda y una bolsa también roja en la mano que parecía pesar mucho.

-
Hello, Markus. Is everything all right
?

-
Yes, thank you
-dijo él, que tenía problemas con la pronunciación inglesa. Pero lo que perdía por ese lado lo ganaba con su sonrisa, una sonrisa que parecía especialmente dedicada a Sara.

Karin le preguntó si iba a bucear. Markus no contestó. Sara señaló la bolsa con el dedo.

-
Heavy
-contestó él, refiriéndose al peso de la bolsa, antes de decir “
you take care now
” (cuídate) a Sara y “
bye
” a Karin.

Siguió su camino en dirección al puerto.

–Un periodista alemán. Le alquilamos el piso que tenemos en el sótano. Es muy simpático -explicó Sara.

–Y guapo. ¿Bucea? ¿No te parece que hace mucho frío? Además, no creo que se vea nada a estas horas de la tarde -dijo Karin.

–No tengo ni idea. Nunca he buceado. Ahora tenemos que tor cer a la izquierda -contestó Sara, señalando con el dedo.

La mayoría de las casas de la zona habían sido construidas entre 1930 y 1950, aunque a lo lejos se vislumbraba alguna casa des perdigada más reciente. Sara se metió por Fyrmástargángen entre Rosenbergsgatan y Malepertsgatan. Un letrero de esmalte azul en la casa de la esquina anunciaba que pertenecía al “Barrio de Blekebacken”.

–Yo vivo ahí. – Señaló una casa de madera azul al tiempo que subían por el acceso de vehículos de la casa de al lado.

–Pero ¿sois vecinas? – dijo Karin sorprendida.

–Pues sí.

–O sea, ¿que has bajado al puerto sólo para recogerme a mí?

–Karin se sintió halagada por el detalle.

–Oh, no es nada. De todos modos, necesitaba dar una vuelta. No había salido en todo el día. Ven.

Era una casa de madera amarilla de dos niveles, con unos preciosos cimientos de piedra. El jardín era del tamaño de un sello de correos, pero tenía un viejo y nudoso manzano con farolillos de colores colgando de sus ramas. Las llamas de las velas se mecían al compás del suave movimiento de los farolillos. Al pie del manzano, un gato contemplaba hipnotizado la oscilación de las luces.

–Qué típico de Lycke -dijo Sara, y señaló en dirección al árbol antes de llamar a la puerta del porche acristalado. La abrió sin esperar a que le contestaran y dijo en voz alta-: ¡Hola! Ya estamos aquí. Somos los boys.

El porche estaba a medio enyesar y el suelo era a todas luces provisional. El techo era de madera todavía sin pintar y, aunque los huecos de las ventanas estaban hechos, faltaban los marcos. Al entrar había una superficie libre de alrededor de un metro cuadrado, pues el resto del vestíbulo estaba ocupado por unas placas de aislamiento que había que salvar para seguir adelante.

–Están haciendo reformas -dijo Sara. Apareció una mujer rubia de la edad de Karin.

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