Authors: Ann Rosman
Tomas estaba en casa y a Sara no la sorprendía. Durante los últimos tres meses había trabajado entre sesenta y setenta cinco horas semanales y llevaba tiempo dando señales de necesitar reposo. Ahora estaba echado en el sofá, viendo un DVD y hablando de lo cansado que estaba, sobre todo porque se había ocupado de los niños durante tres horas mientras ella estaba en la cena de chicas del sábado.
Sara estaba enfrascada en la elección de una gorra. La elegante, que tenía el visto bueno de su suegra, con el distinguido logo a la vista en la frente, o la que realmente le daba calor. La decisión fue fácil: se caló esta última por encima de las orejas. Luego fue hasta el buzón de la casa. La caja de madera crujió en protesta por los grados bajo cero cuando lo abrió y sacó el periódico y un grueso sobre blanco a nombre de Tomas. No llevaba sellos, ni dirección ni remitente; ojalá no fuera algún colega que le había llevado un poco de trabajo extra a su marido. Dejó el diario y el sobre encima de la mesita del sofá antes de irse.
El frío le mordía las mejillas. Agitó la mano saludando a Lycke, que estaba sentada al ordenador, trabajando, cuando pasó por delante de su casa. Lycke señaló su café con leche, pero Sara negó con la cabeza. No quería quedarse enganchada charlando con su amiga y así frustrar el paseo que se había propuesto dar.
Decidió tomar el pequeño sendero que bordeaba Blekebukten y continuaba en dirección sur a lo largo de la bahía de Muskeviken. El frío había endurecido las rodadas y pisadas del sendero normalmente fangoso, y además parecía haberse llevado todas las fragancias. Simplemente no olía a nada, la naturaleza estaba helada y fría.
Llevaba el cuello de la chaqueta subido, en parte contra el frío, pero también para no tener que hablar con nadie. Paseó la vista por los muelles flotantes, donde los barcos esperaban anhelantes la llegada del verano. En esa época del año sólo había unos pocos amarrados y al fondo, a lo lejos, con el fiordo de Marstrand detrás, estaba el barco de Karin. A Sara le pareció que tenía un aspecto imponente. Tomas y ella habían intentado sin éxito encontrar una plaza de amarre para el suyo desde que se trasladaron a Marstrand. Pero ahora había planes para incrementar el número de plazas en Blekebukten y a lo mejor, con un poco de suerte, podrían botar el barco la primavera siguiente.
Buscó con la mirada una manera de escapar cuando vio que Siri y Brigitte, envueltas en sus pieles, se acercaban arrastrando los pies, Brigitte ayudada por su perro
Lady
, que tiraba de ella. Si querías que un rumor se extendiera por todo el pueblo, debías contárselo a Brigitte, la mujer más chismosa del lugar y una hipocondríaca recalcitrante. El dispensario de Marstrand estaba abierto lunes y jueves, y Sara no recordaba haber estado allí sin encontrarse siempre con Brigitte.
Su suegra la saludó secamente, sin darle ningún abrazo, y miró con reprobación la gorra.
—Hola, Sara, ¿cómo va todo? —preguntó Brigitte.
Sara evaluó sus alternativas: contarle cómo estaba en realidad o contenerse y poner cara de póquer. Optó por esto último.
—Bien, gracias, todo bien. Y tú, ¿cómo estás?
—Bueno, vuelvo a estar resfriada y sospecho que me ha bajado a los pulmones. Es esa tos reacia a desaparecer. —Brigitte tosió—. Aunque lo peor es el entumecimiento de las piernas.
—Vaya, eso es preocupante. Espero que te repongas.
—¿Sigues estando de baja? —preguntó Brigitte.
—Sí, desgraciadamente sí —respondió Sara, evasiva, e intentó dejar de sentirse como un parásito. Por otro lado, habían sido su ánimo combativo y su espíritu de sacrificio los culpables de que se encontrara en aquella situación.
—Dios mío, qué suerte —respondió Brigitte—. ¡Oh!, quién pudiera quedarse en casa cada día —suspiró.
—Pero, Sara, ¿qué es lo que tenéis en la ventana del salón? —preguntó Siri.
—¡Es precioso! —se apresuró a decir ella en un tono exageradamente entusiasta. Desde luego no era precisamente eso lo que Siri opinaba.
—A lo mejor deberías cambiarla por otra decoración. Ya sabes que en su día trabajé en el sector y sé lo que me digo. Y por Navidad no teníais ninguna corona colgada en la puerta. A mí me parece que da un aspecto muy impersonal no tener una corona.
—Si la corona te parece tan importante, puedes comprarnos una y colgarla tú, si quieres —dijo Sara impulsivamente, y cerró la boca. Debería haberse mordido la lengua; había que andarse con cuidado y sopesar bien las réplicas. Su suegra era como un toro y Sara acababa de mostrarle un trapo rojo, eso sí, muy brevemente, apenas un visto y no visto, pero aun así...
—Sí, Sara, aquí tienes a alguien que realmente entiende de buen gusto, seguramente podría darte un montón de buenos consejos —dijo Brigitte—. Debe de ser maravilloso tener a los abuelos tan cerca.
El labrador negro tiró impaciente de la correa.
—Espera, guapo, mamá está hablando.
Sit
. —El perro la miró con reproche: no tenía la menor intención de sentarse en el suelo helado—. \
Sit
, te he dicho! —bufó Brigitte.
El chucho olisqueó un rastro amarillo en la nieve y no hizo caso de la orden.
—Por cierto, ayer me encontré con Dianeen Goteburgo. No llevaba a los niños. ¿Ya han empezado a ir a la guardería, o qué? —preguntó Brigitte.
—Sí, normalmente sí, pero ayer los cuidé yo —dijo Siri—. Diane había quedado para almorzar con Viveka Warner, ya sabéis, la hija de Georg Warner. Son muy amigas y Vivi llama cada dos por tres a Diane. Pero no se ven muya menudo durante el invierno, porque viven en Estocolmo. De todos modos, almorzaron de maravilla en Sjómagasinet. —Se volvió hacia Sara y añadió—: Me parece muy lamentable que ni tú ni Tomas hayáis venido a verme estando yo sola en casa.
—Tomas ha estado trabajando muchísimo y yo... Yo no he estado bien —dijo Sara, y sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta.
—Al menos podríais haber llamado —respondió Siri con hosquedad.
Sara estaba a punto de disculparse, pero se contuvo. ¿Qué demonios estoy haciendo?, pensó. Y dijo:
—Tú también podrías haber cogido el ferry y venir a vernos, o habernos telefoneado.
Siri entornó los ojos y Sara vio cómo crecía la arruga en su frente.
—Me parece que no estaría mal un poco de consideración por tu parte —dijo Siri, y miró a Brigitte. Luego se volvió hacia Sara—. Nosotros siempre nos hemos desvivido por ayudar a nuestros hijos, hemos sido justos y les hemos enseñado buena educación.
En consonancia con esa declaración, en ese momento el perro se sentó y se puso a cagar en la acera. Ni Siri ni Brigitte parecían darse cuenta, pero Sara sabía el gran número de ojos que las miraban desde detrás de las cortinas y lo mal que les caía, ella incluida, la gente que no recogía los excrementos de sus perros.
—¿De veras? —dijo. Sabía perfectamente que no era el momento ni el lugar para decirlo, pero le dio igual.
—¿Disculpa? —Siri la miró con ceño.
—¿Te parece correcto ayudar a tres de tus nietos ahorrando para sus viviendas? —atacó Sara.
Siri palideció y se volvió hacia Brigitte como para darle una explicación.
—¿Es así? —preguntó Brigitte, impaciente, y se lamió los labios. Había deslizado la mano discretamente en el bolsillo de su abrigo y apagado su teléfono móvil para que no la molestaran.
—Pues sí, tanto Annelie como Tomas están al tanto. Y también es muy amable por vuestra parte que ayudéis a Diane y Alexander a comprar una casa, pero no sé si puede decirse que sea precisamente justo. Bueno, tengo que irme. Hasta luego.
—Sí, yo... Supongo que yo también debería... —balbuceó Brigitte, que habitualmente padecía de verborrea crónica. De hecho, Sara nunca la había visto tan callada.
Dobló la esquina de la calle de Fredrik Bagge a paso ligero y con una sensación rayana en la euforia, y encaró Slottsgatan dejando atrás a las dos mujeres boquiabiertas.
...
Veinte minutos después de la reunión en el despacho de Carsten, Karin y Robban estaban en el coche de camino a Marstrand, mientras Folke se había quedado en su escritorio del cuarto piso de la comisaría. Era una solución que a los tres les pareció excelente. Robban conducía esbozando una amplia sonrisa.
—O sea que grabaste la conversación. ¡Muy bien hecho!
—Qué alivio que hayas vuelto. No es lo mismo con Folke.
—A él le encantan sus normas y sus reglas, ya lo sabías.
—Cuando dices “sabías”, ¿a qué te refieres exactamente? —repuso Karin, y ambos rieron—. Oye, eso de que Siri y Arvid no estaban casados, me pregunto si los de la parroquia de Torsby podrían echarle un vistazo al registro de matrimonios para ver si tienen algo más sobre Arvid Stiernkvist. No consigo dejar de pensar en que, de hecho, llevaba otra alianza en el dedo. ¿Quién pudo molestarse en quitársela y para qué?
Cuando Karin había telefoneado a Inger, de la parroquia de Torsby, ésta pareció pensar que le asignaban una misión emocionante y prometió llamar en cuanto supiera algo. Karin se la imaginó saliendo a toda prisa del triste despacho que seguramente tenía y bajando al archivo para rebuscar entre los viejos registros polvorientos de los años sesenta. Karin casi tenía mala conciencia por haberle pedido que echara un vistazo a todos los libros entre 1960 y 1965.
Pasaron por el McDonald's Drive Thru de Kungalv. Robban pidió dos cafés, uno con mucha leche, ella no tuvo que recordárselo, y dos trozos de tarta de manzana.
Karin iba a beber un sorbo de café cuando sonó su móvil.
—Soy Doris. Doris Grenlund, la del taxi. —La anciana hizo una breve pausa antes de continuar—. Disculpa si te molesto, pero no me hacen caso. —Karin intentó vincular aquella voz indignada con un rostro y al final cayó en que se trataba de la vecina inválida de Marta Striedbeck.
—No pasa nada —dijo Karin.
—Algo va mal, pero como ya te he dicho, nadie me escucha. Es uno de los inconvenientes de hacerte vieja. La gente cree que estás chocha y deja de tomarte en serio.
—¿Qué es lo que va mal?
—Marta. Sé que le ha ocurrido algo. Siempre hacemos el crucigrama juntas.
—Doris, vas a tener que explicármelo para que lo entienda bien.
—Sí, sí. —La anciana estaba agitada—. Marta y yo hacemos crucigramas juntas los lunes. O bien nos sentamos en mi casa para hacerlo, o bien, si estoy en casa de mi hija, la llamo y lo hacemos por teléfono. Llevamos años haciéndolo cada lunes.
-¿Y?
—Pues que no contesta. Llamo y nadie contesta.
—A lo mejor ha salido —sugirió Karin.
—Jamás. No se lo perdería por nada del mundo.
Karin oyó otra voz al fondo.
—Pero mamá, ¿a quién estás llamando? —Debía de tratarse de la hija de Doris.
—Tenéis que escucharme. Ha pasado algo. Sí, tienes que disculparme, Karin, pero no te habría llamado de no ser porque no encuentro una solución mejor al problema. Tengo miedo de que haya salido por leña y se haya resbalado... O que...
Karin pensó en las traicioneras placas de pizarra que había delante del cobertizo de Marta.
—No te preocupes, Doris. Iré a verla —dijo.
A pesar de que Karin sólo conocía a Doris de los tres cuartos de hora que había tardado el taxista en llevarlas a Goteburgo, no creía que fuese la típica aprensiva que llamaba para fastidiar innecesariamente. Pensó en su propia abuela, que siempre temía importunar a los demás, y le repitió a Doris que iría a ver a Marta en cuanto pudiera, sin revelarle que iba de camino a Marstrand. También le prometió que la llamaría en cuanto supiera algo.
Odense, Dinamarca, 1964
El niño nació en Odense, Dinamarca. Un pequeño de 2,6 kilos. Siri ni siquiera se molestó en mirar el fardo, y les pidió a las enfermeras que se lo llevaran. No quería tenerlo en brazos y siempre pensaría en él como “eso”, no como “él”.
Aquella noche habían nacido dos bebés en la maternidad danesa. Una niña y un niño. Una terrible tormenta había ocasionado cortes eléctricos y dejado toda la isla de Fionia a oscuras. Tres díasmás tarde llegó una pareja sin hijos a la maternidad. El hombre miró al niño y se emocionó ante aquellas manitas que se aferraban a su dedo índice. Cogió al bebé en brazos con delicadeza y se lo llevó a casa. Lo criaron como si fuera suyo.
Un mes después del parto, Siri había recuperado prácticamente la figura y volvió a Suecia en tren. Blixten la esperó, pero todo se había estropeado, todo había cambiado. Era como si algo se hubiera roto en mil pedazos. Nunca volvería a permitir que un hombre se hiciera cargo de su vida. A partir de ese momento, todo lo que hiciera sería en su beneficio y el de Diane.
El pescador Yngve lansson tenía la espalda ligeramente encorvada. Realmente parecía lo que era, una persona que se había pasado toda la vida en la cubierta de un pesquero, mirando por la borda y sin sacar del agua ni una sola nasa ni un solo butrón de más. Tenía la cara curtida y aunque Karin le supuso más de sesenta y cinco años, se lo veía fuerte y musculoso. Tenía unos vivaces ojos azules y parecía que nada se le escapaba.
Karin sabía que mucha gente veía la vida de pescador como apacible y serena. Es posible que fuera así mientras brillara el sol y no hiciera demasiado viento, pero cuando campaban las tormentas otoñales y caía la oscuridad antes de poder vaciar las artes de pesca, la vida era todo menos idílica. Había que tomar muchas decisiones, a menudo rápidamente, como bien sabía Karin, pese a que sólo había pescado con caña desde el
Andante
. El que trabaja solo en un pesquero ha de tener un ojo puesto en el barco, pero también en posibles tormentas que se avecinen, en la ubicación de la siguiente nasa de langostas o la cadena con las cajas de las cigalas, en si el lugar es el adecuado o si hay que mover el arte.
El barco de Yngve estaba amarrado en el puerto pesquero. Él estaba sentado en el varadero gris, donde la puerta que daba al mar tenía un letrero que ponía “Oficina”. Reidar, el hombre que alquilaba y vendía kayaks en Marstrand en el edificio contiguo, había pasado a tomar café. Eran pocos lo que salían a remar con la temporada recién estrenada, y menos en un día laborable.
—Estaba a punto de entrar en Lykta —respondió Yngve a la pregunta de Robban sobre dónde había encontrado el cadáver.
—¿Sabéis dónde está la casa de PG? —preguntó Reidar al ver los semblantes inquisitivos de Karin y Robban.
—Sí, es la casa gris en el lado de Koón, en la bocana norte —dijo Karin.