La mujer del faro (20 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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“Bingo: ahí precisamente es donde me duele”, pensó Karin, y alejó la imagen de su suegra sonriente que había irrumpido en su cabeza.

–Gracias -dijo-. Salúdalos de mi parte.

Göran abrió con su llave y se metió en el barco. Con soltura y familiaridad encendió la estufa, y luego empezó a sacar la comida y una botella de vino tinto.

–¿No hay pizza? – preguntó Karin, arrepintiéndose al instante del comentario. Estaba claro que Göran se había esforzado y que realmente lo estaba intentando. Se necesita más que una pizza para recuperar a tu novia.

Miró el bufé italiano que había llevado. No era nada propio de Göran, sino algo tan insólito que Karin empezó a sospechar que alguien le había echado una mano.

–Hice la compra en el mercado. El de Nordhemsgatan, ya sabes, donde vivíamos antes -dijo él al ver su semblante receloso.

El antiguo parque de bomberos de Linnéstaden estaba en Nordhemsgatan y ahora lo habían convertido en un pequeño y acogedor mercado. A Karin le encantaba pasear por allí, disfrutando los aromas de todos los productos, desde las flores hasta el pan recién hecho.

Göran abrió un armario y sacó platos.

–¿Dónde guardas las copas de vino?

–Como eran tuyas, las dejé en el piso.

–Bueno. – Göran se volvió y descorchó la botella.

¡Vaya!, nada de cerveza, sino vino, pensó Karin, aunque esta vez supo guardarse el comentario para sí.

–Tendremos que usar los vasos de agua -dijo.

Göran extendió un mantel de cuadritos que se había traído de casa y luego encendió dos velas de té sacadas del compartimento de debajo de la mesa de navegación.

–Aquí tienes. – Göran le tendió un vaso.

Zinfandel. Su vino favorito. ¿Por qué no había sido así antes, cuando estaban juntos?

Karin miraba mientras él sacaba la comida.

–¡Oh, qué bueno! – Se sorprendió gratamente cuando probó el plato principal, un estofado-. ¿Qué lleva?

Göran se aclaró la garganta y miró su plato.

–Pollo y champiñones.

–Ya -dijo Karin, pero ¿qué especias? – Volvió a probarlo-.

¿Qué sabor es éste?

–Ah, eso. Es mi ingrediente secreto.

–En serio. Dime qué es.

Göran le rellenó el vaso y ella misma se dio cuenta de que estaba sonriendo. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan a gusto en su compañía.

–¡Salud! – dijo Göran.

Karin asintió con la cabeza y alzó el vaso.

–¿Qué especia es? ¿Qué condimento? Mejorana y ¿estragón? Él le guiñó un ojo.

–No puedo revelarlo, lo siento.

–¿No quieres o no puedes? – respondió Karin, y dejó el vaso sobre la mesa.

–¿Qué más da? ¿Cuál es la diferencia? – El cambio en su tono no hizo más que reforzar las sospechas de ella.

–Si no lo sabes es porque la comida la ha hecho otra persona.

–¿Y qué importa quién la haya hecho? – Ahora Göran parecía enfadado.

–Desde luego que importa, no te quepa la menor duda -contestó Karin, decepcionada. Había sido demasiado bueno para ser cierto.

–¡Joder! No entiendo por qué no puedes alegrarte sin tener que buscarle tres pies al gato, sin complicarlo todo.

–¿Yo? Pero si eres tú quien…

–Ya estamos otra vez. ¿No te das cuenta de lo egoísta que eres?

¿Cómo puedes quejarte de mí cuando vengo aquí y te invito a cenar?

–Dame la llave -pidió Karin.

–¿Qué?

–La llave del barco. Al verte aquí he pensado que habría una manera de dar marcha atrás, de volver a empezar.

–Pero es que la hay. Karin, amor mío. Dime cómo quieres que sea y yo seré así. Te lo prometo.

Sin duda fue ese último comentario lo que puso definitivamente el punto final a su relación.

–No puede ser, Göran. No puedo decirte cómo tienes que ser.

Eres como eres.

–Pero yo puedo ser como tú quieras que sea. Karin negó con la cabeza, se acercó y lo abrazó. No podía ser. Había creído que él era el hombre de su vida, pero en el camino, en

algún momento de ese camino, su amor se había terminado. Permanecieron un buen rato abrazados.

11

Fue Waldemar quien los dejó entrar. Siri estaba echada en una tumbona en la habitación de la torre del chalet, leyendo una revista femenina.

–Mira, Carolina Belinder. – Señaló una fotografía.

Waldemar hizo un gesto en dirección a dos sillas de mimbre con cojines blancos. Parecía no haber oído el comentario de su esposa y Siri decidió trasladar la atención a Karin y Folke.

–Nuestra hija Diane la conoce muy bien. Unos padres majísimos. Desgraciadamente, sólo viven aquí en verano, el resto del año en Liechtenstein. Son millonarios, pero gente muy sencilla.

Folke miró fascinado en derredor. Las vistas desde aquella pequeña estancia eran magníficas, pero ése no era el objeto de su interés, sino las plantas. Las había por doquier, la mayoría en flor.

–Fantástico -dijo Folke-. Absolutamente fantástico. – Señaló una flor pequeña y fea y, para sorpresa de Karin, soltó un largo nombre en latín.

Waldemar asintió entusiasmado con la cabeza mientras Siri suspiraba con fastidio. En parte porque nadie se había molestado en comentar o admirar que ella conociera a una persona que aparecía en una revista femenina, en parte porque había aparecido un nuevo
friki
de la botánica en su casa.

Karin había rumiado una y otra vez las palabras que debería pronunciar, para concluir que lo mejor era ir al grano y acabar cuanto antes, justo cuando tomaba aire para empezar, sonó su móvil, como para salvarla de aquella enojosa situación. Siri la miró con desaprobación, y sus ojos se abrieron de par en par cuando Karin decidió que aquella llamada era más importante que lo que ella podía contarle.

–Disculpe, tengo que cogerlo. – Se fue a la cocina y cerró la puerta antes de contestar.

–Sí, hola, soy Inger, de la parroquia de Torsby. Hablamos hace unas semanas acerca de una boda que se celebró en Marstrand en los años sesenta.

–Sí, claro.

–Hay una cosa a la que no he dejado de darle vueltas. Como ya sabes, guardamos los registros parroquiales en el sótano. Pero toda vía tenía el libro de registro de casamientos sobre mi escritorio…

Había dejado un papel a modo de marcador en el libro, y cuando lo saqué me di cuenta.

–¿Te diste cuenta de qué? – Karin empezaba a impacientarse. Oyó que Waldemar y Folke estaban hablando. Esperaba que a su compañero no se le ocurriera decir nada por iniciativa propia.

–De la fecha de la comprobación de capacidad matrimonial.

–Me temo que no acabo de entenderlo. Ahora estoy un poco ocupada… -Empezaba a desear no haber contestado la llamada.

Inger no prestó atención a la observación de Karin.

–Cuando decides casarte, debes solicitar la comprobación de que no existen impedimentos para la boda.

–¿Y bien?

–Pues esa fecha se anota en el libro de registro junto con la fecha de la boda, los nombres de los contrayentes y el del sacerdote celebrante.

–Ya veo, pero…

–Pues falta -se apresuró a decir la mujer de la parroquia de Torsby, excitada.

–¿Qué es lo que falta?

–La fecha de la comprobación.

Karin pensó que podía tratarse de un fallo administrativo, pero, por otro lado, también había aprendido que, de vez en cuando, era precisamente ese tipo de pequeños fallos lo que posibilitaba un avance en la investigación.

–¿Es habitual que falte la fecha de la comprobación?

–No, nunca había visto algo así, y llevo veintiséis años trabajando aquí. Por eso he llamado.

–¿Y qué significa?

–No lo sé. A lo mejor que tenían prisa y no pidieron la comprobación antes de la boda. ¿Sabes si fue así?

–No, pero puedo investigarlo -dijo Karin.

–Si no, es posible que lo sepa Simón Nevelius.

–¿Quién?

–El sacerdote que los casó.

Karin sacó un papelito de su bolsillo, garabateó el nombre del sacerdote y luego la palabra “comprobación” seguida de un signo de interrogación. Le dio las gracias a la mujer y colgó.

Se paró a pensar un poco el orden que debería seguir a partir de entonces. Le pareció fuera de lugar preguntar por qué faltaba aquella fecha a la vez que exponía conclusiones de la forense. Sin embargo, era posible que se viera obligada a hacerlo. Abrió la puerta de la cocina. Folke estaba de pie, sosteniendo un tiesto con una planta a

diez centímetros de su cara. Waldemar, a su lado, señalaba algo con el dedo. Siri les había dado la espalda.

–Era algo importante, por lo que veo -dijo en tono cáustico y sin perder de vista sus uñas. Las limaba meticulosamente.

Karin procuró elegir una buena entrada y decidió tutearla.

–Pues sí, así es. Han llamado de la parroquia de Torsby. Cuando te casas, has de solicitar una comprobación previa de posibles impedimentos matrimoniales, pero en el caso de Arvid y tuyo falta esta anotación en el registro. ¿Tienes idea de por qué?

Aunque sólo fue un instante, Karin detectó un cambio en el semblante de Siri. Tan rápido que, más tarde, dudaría de si realmente había tenido lugar.

–No, no tengo ni la menor idea. Fue Arvid quien se encargó del papeleo. ¿No podría ser un fallo por parte de la iglesia? – añadió. Se sopló las uñas cuidadosamente y siguió limándoselas.

–¿Teníais prisa por casaros? – preguntó Karin. Le pareció advertir un cambio en el movimiento de la lima. Ahora era más mecánico y Siri parecía alerta. La pregunta era por qué.

–No, yo diría que no.

Karin decidió contenerse, a pesar de que sabía que había empezado a tirar de un hilo muy interesante.

–Hemos venido porque la forense ya ha terminado su examen. Esas palabras hicieron que Folke devolviera a regañadientes el tiesto a su sitio en el alféizar de la ventana. Tanto él como Waldemar se volvieron hacia Karin.

–¿Podríamos sentarnos? Sintiéndolo mucho, tenemos que comunicaros que Arvid fue envenenado. – Las palabras sonaron rígi das y afectadas, pero a Karin no se le ocurrió otra manera de decirlo.

El semblante de Waldemar parecía indicar que no lo había entendido bien.

–Pero yo creía que se había ahogado. – Miró a Siri, que había palidecido. Su colorete parecían dos rayas pintadas, una en cada mejilla.

–¿No se ahogó? – preguntó Waldemar-. ¿Siri?

–¿Cómo envenenado? – preguntó ésta-. Pero si estábamos navegando cuando desapareció. – Había dejado la lima y la revista femenina sobre la mesita supletoria. Se incorporó en la tumbona y posó los pies en el suelo. Se sentó en el borde del reposapiés de la tumbona y repitió la pregunta. Su mirada fue de Karin a Folke y de nuevo a Karin.

–Sabemos muy poco de los acontecimientos. ¿Recordáis si comisteis algo durante la travesía? – preguntó Karin.

Waldemar asintió con la cabeza, pero era Siri quien contestaba a las preguntas.

–Sí, llevábamos una cesta de picnic en el barco. Primero nos dirigimos rumbo al sur y nos detuvimos en una isla para almorzar.

Siri prosiguió su relato y les habló del contenido de aquella cesta. Karin escuchaba al tiempo que pensaba en cómo decirles que abandonaban la investigación. Pero antes de hacerlo todavía le quedaba un asunto que plantear. El tatuaje.

–Con relación al tatuaje que encontramos en el cuerpo de Arvid, ¿recuerdas si alguna vez comentó algo al respecto? – preguntó.

–Pues no, no recuerdo que comentara nada… ¿Es importante?

–No lo sé. Pensamos que tal vez podríais aclararnos algo.

–Anoté los números que me diste, pero no sé dónde dejé el papel -repuso Siri-. ¿Podrías repetírmelos?

–Cinco, siete, cinco, cuatro -enumeró Waldemar de memoria, y se calló, como si hubiera desvelado algo indebido. Había cogido un tiesto y metió un dedo en la tierra para comprobar si estaba seca. La planta tenía una hoja marchita que retiró con cuidado. Se quedó con la hoja en la mano con expresión confusa, hasta que la dejó sobre el alféizar y devolvió el tiesto a su sitio.

Karin abrió la libreta y leyó los números en voz alta.

–Cinco, siete, cinco, cuatro, y uno, uno, dos, nueve. ¿Os dicen algo? – preguntó.

–No, la verdad es que no -respondió Siri sin mirar a Waldemar.

–Cinco, siete, cinco, cuatro, uno, uno, dos, nueve -repitió éste casi en un susurro.

Karin arrancó una hoja de su libreta con los números anotados y la dejó sobre la mesa.

–Tenemos que irnos ya -dijo-. Bueno… todo esto ocurrió hace mucho tiempo… -Buscaba las palabras adecuadas para seguir adelante. Podría aducir falta de recursos, sonaría bien. Miró significativamente a Folke, que carraspeó y tomó la palabra. Para algo te nía que servirle, aunque sólo fuera un poco.

–Puesto que ha pasado tanto tiempo y tenemos pendientes muchos casos actuales, nos vemos obligados a abandonar la investigación. Pero hay varios indicios que señalan que la muerte de Arvid no fue accidental.

–¿Queréis decir que alguien quiso matarlo? ¿Es eso lo que decís?

¿O que comió algo en mal estado y que enfermó? – dijo Siri-. Pero ¡si

se ahogó! – De repente su voz se hizo más débil-. Pero si se ahogó. Yo estaba allí, se ahogó. No entiendo…

–Sí, sólo estabais vosotros. Pero según la forense fue envenenado, o sea, asesinado. – Folke los miró.

Karin se quedó tan perpleja que sólo atinó a llevarse a Folke de allí cuanto antes. Siri prorrumpió en sonoros sollozos. Waldemar le acarició la espalda e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Karin y Folke. Se fueron.

–Fantástico -dijo él cuando se dirigían hacia el ferry, esperando que Karin le preguntara qué era tan fantástico.

Cansada, ella se preguntó por qué no proseguía sin más, pero siguió el guión y preguntó:

–¿Qué es tan fantástico?

–Pensar que ella, después de tantos años, todavía recuerde con toda exactitud lo que comieron aquel día. Realmente impresionante.

De hecho, la investigación todavía no había terminado, pensó Karin tras echar un vistazo al reloj y constatar que sólo eran las tres y cuarto.

–Folke, ¿vamos a ver si Marta Striedbeck está en casa? – propuso-. Ya sabes, la señora de la que nos habló la mujer del policía jubilado.

–Creo que Carsten fue muy claro. Tenemos que dejar el caso de Arvid Stiernkvist y centrarnos en…

Tras escuchar la monserga con que intentó explicarle que les habían encargado otras tareas, Karin se arrepintió de haberle hecho la pregunta y cambió de táctica.

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