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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (75 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—El Señor no ha dicho: «Procrearás como un perro o una perra», y no veo cómo puede ser diabólico enseñar la ciencia del amor.

—¡Lo diabólico son vuestros sortilegios!

—¡Si fuera tan fuerte en sortilegios como pensáis, no estaría aquí!

El juez Bourié se irguió y fulminó:

—En vuestras «Cortes de Amor» predicabais la falta de respeto hacia las leyes de la Iglesia. Decíais que la institución del matrimonio perjudica a los sentimiento de amor, y que el mérito no consiste en ser devoto.

—He dicho, en efecto, que el mérito no consiste simplemente en mostrarse devoto, si en cambio se es avaro y no se tiene corazón, y que el verdadero mérito que agrada a las mujeres es ser alegre, rimador, amante hábil y generoso. Y si he dicho también que el matrimonio daña a los sentimientos de amor, no en tanto que es institución bendecida por Dios, sino porque nuestro tiempo ha hecho de él un verdadero tráfico de intereses, un mercado vergonzoso en que los padres discuten tierras y dotes, y en que, a veces, se une por la fuerza a jóvenes que no se han visto nunca. Por tales procedimientos se arruina el principio sagrado del matrimonio, ya que los esposos ligados por tales cadenas no pueden desear sino librarse de ellas por medio del pecado.

—¡Ahora tenéis hasta la insolencia de venir a predicarnos! —protestó Delmas, fuera ya de sus casillas.

—¡Ay, nosotros los gascones somos siempre un poco burlones e inclinados a la crítica! —reconoció el conde—. Esa disposición de ánimo me ha llevado a armarme en guerra contra los absurdos de mi tiempo. He imitado en eso al célebre hidalgo don Quijote de la Mancha, que se batía contra los molinos de viento, y temo haber sido tan necio como él.

Transcurrió una hora más durante la cual los jueces hicieron al acusado preguntas absurdas. Le preguntaron qué procedimiento empleaba para embrujar las flores de tal suerte que con sólo enviar un ramo hacía caer en trance a la mujer que lo recibía. Le preguntaron la fórmula de los afrodisíacos que escanciaba a sus invitados en las «Cortes de Amor», y que producían en ellos un delirio lúbrico, y, por fin, con cuántas mujeres podía hacer el amor a la vez.

El conde de Peyrac respondió ya con desdén, ya con irónica sonrisa. Visiblemente nadie le creyó cuando aseguró que en amor nunca se ocupaba más que de una mujer a la vez.

Bourié, a quien los otros jueces dejaban dirigir tan delicado debate, hizo observar con risa de conejo:

—Vuestra capacidad amatoria tiene tal fama que no nos asombra saber que practicáis tantas diversiones vergonzosas.

—Si vuestra experiencia fuese tan grande como mi capacidad amatoria —respondió el conde de Peyrac con una mordaz sonrisa—, sabríais que el empleo de tales diversiones es más bien propio de los que buscan la excitación necesaria por medios anormales. En cuanto a mí, os confieso, señores, que una sola mujer en la soledad de una noche discreta basta a colmar mis deseos. Añadiré también —dijo en tono más grave— que desafío a las malas lenguas de Toulouse y del Languedoc a probar que desde el día de mi matrimonio haya podido considerárseme amante de otra mujer que la mía.

—La instrucción reconoce, en efecto, ese detalle —dijo el juez Delmas.

—¡Oh, detalle muy pequeño! —dijo Joffrey riéndose.

El tribunal se agitaba desconcertado. Masseneau hizo señas a Bourié de que pasase a otra cuestión, pero éste, que no perdonaba el rechazo sistemático de las piezas que había falsificado tan cuidadosamente, no se daba por vencido.

—No habéis respondido a la acusación que se ha formulado contra vos de haber mezclado en las bebidas de vuestros invitados productos excitantes que los arrastraban a cometer atroces pecados contra el sexto mandamiento.

—Sé que existen productos destinados a ese efecto, tales como la cantárida, por ejemplo. Pero nunca he sido partidario de forzar, mediante una tensión artificial, lo que únicamente deben sostener los latidos de una vida generosa y las inspiraciones naturales del deseo.

—Nos han contado, sin embargo, que cuidabais mucho de lo que dabais de comer y beber a vuestros invitados.

—¿No era normal? Todo hombre que quiere agradar a quienes invita haría otro tanto.

—Pretendíais que lo que se comía y se bebía tenía gran importancia para seducir a aquel o a aquella a quien se deseaba conquistar. Enseñabais hechizos…

—De ninguna manera. Enseñaba que se debe disfrutar de los dones que nos concede la tierra, pero que en toda cosa, para llegar a los fines deseados, hay que aprender las reglas que a ello conducen.

—Precisad algunas de vuestras enseñanzas.

Joffrey miró en derredor, y Angélica vio el centellear de su sonrisa.

—Me doy cuenta de que tales cuestiones os apasionan, señores jueces, lo mismo que a los adolescentes de menor edad. Séase estudiante o magistrado, ¿no sueña uno siempre en conquistar a su bella adorada? ¡Ay, señores, mucho temo que voy a decepcionaros! Lo mismo que para buscar el oro, no tengo fórmula mágica para lograr el amor. Mi enseñanza es la humana cordura. Cuando pasante joven, señor presidente, penetrabais en este grave recinto, ¿no os parecía normal instruiros en todo lo que un día había de permitiros alcanzar el puesto que hoy ocupáis? Os hubiera parecido locura subir a la cátedra y tomar la palabra sin haber estudiado largamente de antemano vuestra defensa. Durante largos años habéis estado atento a evitar las asechanzas que pudieran alzarse en vuestro camino. ¿Por qué no habríamos de poner el mismo cuidado en los asuntos de amor? En toda cosa la ignorancia es perjudicial, por no decir culpable. Mi enseñanza no tenía nada oculto. Y puesto que el señor Bourié me pide que precise, le aconsejaré, por ejemplo, que cuando vuelva a su casa con el ánimo alegre y en buenas disposiciones para acariciar a su mujer no se detenga en la taberna a beber varios vasos de rubia cerveza. Correría el riesgo de hacer luego el ridículo entre las sábanas, mientras que su esposa, decepcionada, sentiría tentaciones de responder a las miraditas galantes de los gentiles mosqueteros con quienes se encontrase al día siguiente… —Sonaron algunas risas y los jóvenes aplaudieron—. Reconozco, es verdad —continuó la voz sonora de Joffrey—, que me encuentro en estado harto doliente para pronunciar tales discursos. Pero, puesto que es preciso responder a una acusación, concluiré repitiendo esto: para entregarse a los trabajos de Venus no hay, en mi opinión, mejor excitante que una buena moza cuya piel sana incite a no desdeñar el amor carnal…

—Acusado —dijo severamente Masseneau—, una vez más os recuerdo la decencia. Advertid que en esta sala hay santas mujeres que, bajo el hábito de religiosas, han consagrado a Dios su virginidad.

—Señor presidente, me permito haceros observar que no soy yo quien ha… traído la conversación, si puedo expresarme así, a este terreno resbaladizo… y encantador.

Volvieron a sonar risas. Delmas hizo observar que aquella parte del interrogatorio debiera haberse sostenido en latín, pero Fallot de Sancé, que hablaba por vez primera, objetó, no sin buen sentido, que todo el mundo en aquella sala, compuesta de clérigos, sacerdotes y religiosos, comprendía el latín y no valía la pena de molestarse por respeto a los castos oídos de los militares, arqueros y alabarderos.

Varios jueces tomaron a su vez la palabra para resumir brevemente ciertas acusaciones. Angélica tuvo la impresión de que si el debate, en conjunto, había sido confuso, se resumía únicamente en la sola acusación de brujería y sortilegio diabólico sobre las mujeres y sobre el poder de hacer verdadero el oro obtenido por medios alquímicos y satánicos.

Suspiró aliviada. Con esta única acusación de trato con Satanás, su marido tenía probabilidades de salir de las garras de la justicia real. El abogado podía apelar al testimonio de la aguja del punzón para demostrar el vicio de procedimiento en el falso exorcismo de la Iglesia de que Joffrey había sido víctima. Y por fin, para demostrar en qué consistía el «aumento del oro», la demostración del viejo sajón Hauer tal vez convencería a los jueces.

Entonces Angélica cerró los ojos y dejó descansar un instante su mirada.

XLVI
Testigo de cargo: Bécher.
La monja embrujada

Cuando volvió a abrir los ojos creyó tener una visión de pesadilla: el monje Bécher acababa de surgir en el estrado. Prestó juramento sobre el crucifijo que le presentó otro monje.

En seguida, con voz entrecortada y sorda, empezó a contar cómo había sido diabólicamente engañado por el gran mago Joffrey de Peyrac, quien había hecho brotar ante él, de una roca fundida, oro verdadero utilizando una piedra filosofal traída sin duda del País de las Tinieblas Cimerias, que el conde, por otra parte, le había descrito complacido como tierra absolutamente virgen y glacial, donde ruge el trueno día y noche, donde al viento sucede el granizo y donde constantemente una montaña de fuego escupe lava derretida que cae sin cesar sobre las nieves eternas que, a pesar de su calor, no llega a fundir.

—Ese último punto es una invención de visionario —hizo observar el conde de Peyrac.

—No interrumpáis al testigo —ordenó el presidente.

Prosiguió el monje sus lucubraciones. Confirmó que el conde había fabricado ante él un lingote de oro puro de más de dos libras que, contrastado más tarde por varios especialistas, fue reconocido como bueno y verdadero.

—No decís que se lo regalé a monseñor de Toulouse para sus obras pías —dijo el acusado.

—Es exacto —confirmó lúgubremente el monje—. Ese oro ha resistido hasta treinta y tres exorcismos. Lo cual no impide que el mago guarde para sí el poder de hacerlo desaparecer, cuando lo desee, en el rugir de un trueno. El mismo monseñor de Toulouse fue testigo de ese espantoso fenómeno, que lo había emocionado mucho. El mago se jactaba de ello hablando del «oro fulminante». También se vanagloriaba de poder transmutar el mercurio de la misma manera. Todos esos hechos están consignados en una memoria que obra en vuestra posesión.

Masseneau intentó tomar un tono de broma:

—Oyéndoos, padre, se creería que el acusado tiene poder para hacer que se hunda este gran Palacio de Justicia, como Sansón hizo hundirse las columnas del templo. Angélica sintió que la invadía una vaga simpatía hacia el parlamentario tolosano.

Bécher, dando vueltas a los ojos redondos, se santiguaba precipitadamente.

—¡Ah, no provoquéis al mago! De seguro es tan fuerte como Sansón.

La voz burlona del conde se alzó de nuevo.

—Si tuviera el poder que me presta ese monje inicuo, antes que hacerle desaparecer por sortilegio a él y sus semejantes, empezaría por emplear una fórmula mágica para suprimir la más grande fortaleza del mundo: la necedad y la credulidad humanas. Descartes no tuvo razón al decir que lo infinito no es humanamente concebible, porque la estupidez de los hombres nos proporciona una bellísima comparación.

—No olvidéis, acusado, que no estamos aquí para discutir filosofía, y que no adelantáis nada esquivándoos con piruetas.

—Entonces sigamos escuchando a ese digno representante de la Edad Media —dijo Peyrac con ironía.

El juez Bourié preguntó:

—Padre Bécher, vos que habéis asistido a esas operaciones alquímicas sobre el oro y sois un sabio reconocido, ¿qué designio, según vuestra opinión, perseguía el acusado al entregarse a Satanás? ¿La riqueza? ¿El amor? ¿Qué, en resumen?

Bécher se enderezó cuanto le permitió su corta estatura. A Angélica le pareció un ángel del infierno que se echaba a volar. El juez se santiguó rápidamente, en lo cual lo imitaron todas las religiosas, que empezaban a estar literalmente fascinadas por la atmósfera de aquella escena, y con voz aterradora clamó:

—¡Conozco su designio! ¿La riqueza y el amor? ¡No…! ¿El poder y la conspiración contra el Estado o el rey? Tampoco. Lo que quiere es llegar a ser tan fuerte como Dios mismo.
Estoy cierto de que sabe crear la vida,
es decir, que intenta poner en jaque al mismo Creador.

—Padre —dijo con deferencia el protestante Delmas—, ¿tenéis pruebas de los hechos increíbles que indicáis?

—He visto, lo que se dice visto con mis ojos, salir grandes homúnculos de su laboratorio, y también gnomos, quimeras, dragones. Muchos campesinos también, cuyos nombres poseo, los han visto rondar algunas noches de tormenta y salir de ese famoso antro-laboratorio, que un día fue destruido casi completamente por la explosión de lo que el conde llama oro fulminante, y que yo llamo oro inestable o satánico.

Toda la sala jadeaba angustiada. Una religiosa se desvaneció, y se la llevaron.

El presidente se dirigió al testigo, insistiendo solemnemente en que deseaba saber toda la verdad, pero que, llamado a juzgar sobre sortilegios tan extraordinarios como la insuflación de la vida a seres que siempre había considerado pura leyenda, pedía al testigo que se reportase y midiese sus palabras. Igualmente le pedía, dirigiéndose a él como a hombre versado en las ciencias herméticas y autor de libros conocidos y autorizados por la Iglesia, cómo ello era posible, y sobre todo si conocía precedentes.

El monje Bécher se irguió y pareció crecer de nuevo. Por poco se hubiera esperado que se echase a volar dentro de su sayal de estameña negra, como un cuervo siniestro… Exclamó con voz inspirada:

—No faltan escritos célebres sobre este asunto. Paracelso, en su
De Natura Rerum,
ya afirmó que los pigmeos, los faunos, las ninfas y los sátiros son engendrados por la química. Otros escritos dicen que se pueden encontrar homúnculos u hombrecillos, a menudo de talla no mayor que una pulgada, en la orina de los niños… El homúnculo, en un principio, es invisible, y entonces se alimenta de vino y agua de rosas: un grito débil anuncia su verdadero nacimiento. Únicamente los magos de primera fuerza pueden operar tal sortilegio de nacimiento diabólico, y el conde de Peyrac, aquí presente, era uno de esos magos de poder supremo, porque él mismo afirmó no necesitar la piedra filosofal para hacer la trasmutación del oro. A menos que haya tenido a su disposición esa simiente de la vida y de los metales nobles que fue a buscar, según él mismo dice, al otro extremo de la Tierra.

El juez Bourié se levantó excitadísimo y preguntó tartamudeando en su gozo maligno:

—¿Qué tenéis que responder a tal acusación?

Peyrac se encogió de hombros con impaciencia y acabó por decir con cansancio:

—¿Cómo queréis refutar las visiones de un individuo que está manifiestamente loco?

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