La Marquesa De Los Ángeles (79 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
5.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Estoy aquí, señor presidente —respondió el abogado.

Masseneau cobró aliento e hizo un esfuerzo por dominarse. Continuó en tono más tranquilo:

—Señores, la justicia del rey está obligada a tomar todas las garantías. Por eso, aunque este proceso se realice a puertas cerradas, el rey, en su magnanimidad, no ha querido privar al acusado de todos los medios de defensa. Por ello he aceptado que el acusado produzca toda demostración, aunque sea peligrosa, para hacer la luz sobre los procedimientos mágicos que se le acusa de poseer. En fin, suprema clemencia del príncipe, ha obtenido la asistencia de un abogado, al cual concedo la palabra.

XLVIII
Defensa del abogado Desgrez.
Escena fatal

Desgrez se puso en pie, saludó al tribunal, dio las gracias al rey en nombre de su cliente y subió los dos escalones del estrado desde donde debía hablar.

Viéndole erguido, muy tieso y grave, a Angélica le costó trabajo imaginar que aquel hombre vestido de negro era el mismo muchacho larguirucho, de nariz olfateadora y espalda encorvada bajo la casaca raída, que iba por las calles de París silbando a su perro.

El viejecillo escribano Clopot, que había «procurado» las piezas del proceso, vino, según costumbre, a arrodillarse ante él.

El abogado miró al tribunal y después al público. Parecía buscar a alguien entre la multitud. ¿Era por la luz amarilla de las candelas? Angélica tuvo la impresión de que estaba pálido como un muerto. Sin embargo, cuando empezó a hablar tenía la voz clara y tranquila:

—Señores: después de tantos esfuerzos desplegados tanto por la acusación como por los jurados, en el curso de los cuales vuestra ciencia de la ley ha estado a la misma altura de vuestra erudición clásica…, todo esto, repitámoslo una vez más con fuerza, con el
único fin
de iluminar a la justicia del rey para hacer surgir toda la verdad, habéis agotado, señores jurados, para desdicha de este pobre defensor principante, toda la luz de los astros para aclarar el presente proceso. Después de las clarividentes citas latinas y griegas de los señores comisarios del rey, ¿qué le queda a un oscuro abogado cuya primera gran causa es ésta, para descubrir algunos menguados rayos que le permitan ir a buscar toda la verdad sepultada en el fondo del pozo de la más atroz de las acusaciones? Esta verdad me parece, ¡ay!, de tal modo lejana y tan peligrosa de revelar que tiemblo dentro de mí y casi desearía que esta pobre llama se apagase y me dejase en la Oscuridad tranquila en que estaba antes… ¡Pero ya es demasiado tarde! He visto, y debo hablar… Y debo deciros a gritos: ¡Cuidado, señores! Cuidado que la elección que vais a hacer no arrastre vuestra responsabilidad hasta los siglos venideros. No seáis de aquellos por cuya culpa los hijos de sus hijos, volviéndose hacia nuestro siglo, dirán: «Era un siglo de hipócritas e ignaros.» Porque en aquel tiempo, añadirán, hubo un grande y noble gentilhombre a quien se acusó de brujería por la única razón de que era un gran sabio.

El abogado hizo una pausa y continuó más suavemente:

—Imaginad, señores, una escena de los tiempos ya idos, en aquella época tenebrosa en que nuestros antepasados no empleaban sino groseras armas de piedra. He aquí que, entre ellos, a un hombre se le ocurre recoger el barro de ciertos terrenos, lo arroja al fuego y extrae de él una materia cortante y dura, desconocida hasta entonces. Sus compañeros gritan que aquello es brujería y lo condenan. Sin embargo, algunos siglos más tarde, con aquella materia desconocida, el
hierro,
fabricarán los hombres sus armas. Voy más lejos. Si en nuestros días, señores, penetraseis en el laboratorio de un fabricante de perfumes, ¿retrocederíais de horror gritando ¡brujería!, porque veis redomas y filtros de los que se escapan vapores que no siempre huelen bien? No, no querríais poneros en ridículo. Y, sin embargo, ¿qué misterio se trama en el antro de este artesano que materializa, bajo la forma de líquido, la cosa más invisible que existe: el olor? No seáis de aquellos a quienes pueden aplicarse las terribles palabras del Evangelio: «Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen.» En realidad, señores, no dudo de que la sola acusación de entregarse a trabajos extraños haya podido inquietar vuestros espíritus abiertos mediante el estudio a toda clase de perspectivas. Pero circunstancias turbias y una reputación extraña rodean la personalidad del detenido. Analicemos, señores, sobre qué hechos descansa tal reputación, y veamos si cada hecho, desprendido de los demás, puede sostener razonablemente la acusación de brujería.

»Niño católico entregado a una nodriza hugonota, Joffrey de Peyrac fue arrojado a la edad de cuatro años por una ventana al patio de un castillo por los exaltados… Quedó lisiado y desfigurado. ¿Será preciso, señores, acusar de brujería a todos los rengos y a todos aquellos cuyo aspecto inspira terror? Sin embargo, aunque destrozado por la naturaleza, el conde posee una voz maravillosa que cultivó con maestros de Italia. ¿Habría, señores, que acusar de brujería a todos esos cantantes con garganta de oro ante los cuales las nobles damas y hasta nuestras propias mujeres se desvanecen de placer? De sus viajes, el conde ha traído mil relatos curiosos. Ha estudiado costumbres nuevas, se ha dado el placer de estudiar filosofías extranjeras. ¿Hay que condenar a todos los viajeros y a todos los filósofos? ¡Oh, ya sé! Todo esto no crea un personaje de los más sencillos. Llego al fenómeno más sorprendente: este hombre, que ha adquirido una ciencia profunda y se ha enriquecido gracias a su saber; este hombre que habla maravillosamente y canta del mismo modo; este hombre, a pesar de su físico, logra gustarles a las mujeres. Las ama, y no lo oculta. Ensalza el amor y tiene numerosas aventuras. Que entre esas mujeres enamoradas las haya exaltadas y desvergonzadas, ésa es moneda corriente en una vida libertina que la Iglesia reprueba ciertamente, pero que a pesar de todo es harto corriente. Si fuéramos a quemar, señores, a todos los nobles caballeros aficionados a las mujeres y aquellos a quienes persiguen a sus amantes desilusionadas, creo a fe mía que la plaza de Gréve no sería bastante grande para contener las hogueras…

Hubo un movimiento de aprobación. Angélica estaba confundida ante la habilidad de Desgrez. ¡Con qué tacto evitaba extenderse sobre la riqueza de Joffrey, que tantas envidias había despertado, para acentuar, en cambio, un hecho lamentable, pero contra el cual nada podían los austeros burgueses: la vida desenfrenada que era patrimonio de los nobles! Poco a poco fue reduciendo el debate, llevándolo a proporciones de habladurías provincianas, y pronto se asombrarían de haber hecho tanto ruido por nada.

—¡Agrada a las mujeres! —repitió suavemente Desgrez—. Y a nosotros, representantes del sexo fuerte, nos asombra que, con su triste figura, las damas del Sur sientan por él tanta pasión. ¡Oh, señores, no seamos demasiado atrevidos! Desde que el mundo es mundo, ¿quién ha sabido explicar el corazón de las mujeres y el porqué de sus pasiones? Detengámonos respetuosos al borde del misterio. Si no, estaríamos obligados a quemar a todas las mujeres…

—¡Basta de comedias! —exclamó Bourié, cuya cara se iba poniendo cada vez más amarilla—. ¡Os estáis burlando del tribunal y de la Iglesia! ¿Olvidáis que la acusación inicial de brujería ha sido lanzada por un arzobispo? ¿Olvidáis que el primer testigo en contra es un religioso, y que se ha practicado sobre el acusado un exorcismo en regla, el cual ha demostrado que éste es un esclavo de Satanás?

—No olvido nada, señor Bourié —respondió gravemente Desgrez—, y voy a responderos. Es verdad que el arzobispo de Toulouse fue el primero en lanzar la acusación de brujería contra el señor de Peyrac, al cual le oponía una larga rivalidad. Este prelado ¿no lamenta ahora un procedimiento en el cual, en su rencor, no había puesto ponderación bastante? Quiero creerlo así porque tengo aquí un expediente voluminoso en el cual monseñor de Fontenac ha reclamado varias veces que se ponga al acusado en manos de un tribunal eclesiástico y además no se solidariza de cualquier decisión que tome respecto a él un tribunal civil. Tampoco se solidariza (tengo aquí la carta, señores, y puedo leérosla) con los hechos y palabras del que llamáis primer testigo en contra, Conan Bécher, monje.

»En cuanto a éste último, cuya exaltación debería parecer por lo menos sospechosa a toda persona que esté en su sano juicio, recuerdo que es responsable del exorcismo único sobre el cual parece ahora sustentarse la acusación, exorcismo que ocurrió en la prisión de la Bastilla el cuatro de diciembre pasado, ante los padres Frelat y Jonathan, aquí presentes. No discuto la realidad del proceso verbal de exorcismo, en tanto que ha sido realmente arreglado por el tal monje y sus acólitos, sobre los cuales no me pronuncio porque no sé si son crédulos, ignorantes o cómplices.

»¡Pero protesto contra la validez de tal exorcismo! —exclamó Desgrez con voz de trueno—. No quiero entrar en detalles acerca de las incongruencias de esa siniestra ceremonia, pero quiero subrayar por lo menos dos puntos. El primero es que la religiosa que en aquella ocasión simuló, en presencia del acusado, los síntomas de posesión, es esa misma mujer Carmencita de Mérecourt que acaba de darnos una muestra de sus habilidades de comedianta, y que, según puede atestiguar un hombre de la escribanía que lo ha visto, escupió al salir de la sala el pedazo de jabón con que simulaba la espuma epiléptica, procedimiento bien conocido de los farsantes que por esas calles intentan inspirar la piedad pública. Segundo punto: vuelvo al punzón preparado, esa aguja infernal que os habéis negado a tomar en cuenta como si no hubiese pruebas suficientes. Y, sin embargo, señores, ¿si esto fuera verdad, si verdaderamente un loco sádico hubiese sometido a un hombre a semejante tortura con intención de extraviar vuestro juicio y cargar vuestra conciencia con la muerte de un inocente? Aquí tengo la declaración del médico de la Bastilla, hecha unos días después del espantoso experimento.

Con voz entrecortada Desgrez leyó un informe del señor Malinton, médico de la Bastilla, que llamado a la cabecera de un prisionero cuyo nombre ignoraba, pero que tenía en el rostro grandes cicatrices, había comprobado en todo el cuerpo heridas pequeñas que parecían haber sido hechas por profundos alfilerazos.

En el silencio profundo que siguió a la lectura, el abogado reanudó con voz tranquila:

—Y ahora, señores, ha llegado la hora de haceros oír una voz grandiosa de la cual soy indigno portavoz, una voz que, por encima de las torpezas humanas, nunca ha procurado sino iluminar a sus fieles con prudencia. Ha llegado la hora para mí, humilde lego, de haceros oír la voz de la Iglesia. Va a deciros esto.

Desgrez abrió un gran pliego y leyó:

«En esta noche del 25 de diciembre de 1660, en la prisión del Palacio de Justicia de París, se ha realizado una ceremonia de exorcismo sobre la persona del señor Joffrey de Peyrac de Morens, acusado de inteligencia y tratos con Satanás. Teniendo en cuenta que, según el ritual de la Iglesia de Roma, los verdaderos poseídos por el demonio deben disponer de
tres poderes extraordinarios: primero,
la inteligencia de lenguas que no hayan aprendido;
segundo,
el poder adivinar y conocer las cosas secretas, y
tercero,
las fuerzas sobrenaturales del cuerpo, he sometido esta noche, en mi calidad de único delegado por el Oficio de Roma como
exorcizador
para toda la diócesis de París, asistido por otros dos sacerdotes de nuestra santa congregación, al prisionero conde Joffrey de Peyrac a los ejercicios e interrogatorios previstos por el ritual. De lo cual ha resultado que el exorcizado no tenía inteligencia sino de las lenguas que había aprendido, y en modo alguno del hebreo y el caldeo, que dos de entre nosotros conocíamos; que este hombre parece ser muy sabio, pero de ningún modo adivino; que no ha mostrado ninguna fuerza sobrenatural del cuerpo, sino sencillamente heridas provocadas por alfilerazos profundos y envenenados y algunas invalideces antiguas. Por lo cual declaramos que el examinado Joffrey de Peyrac no está en modo alguno poseído por el demonio…»

»Siguen las firmas del reverendo padre Kircher, de la Compañía de Jesús, gran exorcista de la diócesis de París, y los reverendos padres de Marsan y de Montaignac, que le asistieron.

Se hubiera oído volar una mosca. El estupor y la turbación de la sala eran casi tangibles, mas nadie se movía ni hablaba. Desgrez miró al tribunal.

—Después de esta voz, ¿qué puedo añadir? Señores jurados, vais a pronunciar vuestro veredicto. Pero, al menos, lo haréis con perfecto conocimiento de las cosas. La Iglesia, en cuyo nombre os piden que condenéis a este hombre, lo reconoce inocente del crimen de brujería por el cual lo han arrastrado hasta aquí. Señores, os dejo cara a cara con vuestra conciencia.

Con calma, Desgrez volvió a ponerse el birrete y bajó los escalones del estrado. Entonces el juez Bourié se irguió, y su voz agria resonó en el silencio:

—¡Que venga! ¡Que venga él mismo! El padre Kircher es quien debe atestiguar esa ceremonia secreta, sospechosa en más de un aspecto, puesto que ha sido hecha a espaldas de la justicia.

—El padre Kircher vendrá —afirmó Desgrez con voz muy tranquila—. Ya debiera estar aquí. Lo he mandado a buscar.

—¡Pues yo os digo que no vendrá —gritó Bourié—, porque habéis mentido, habéis falsificado desde el principio al fin esa historia increíble de un exorcismo secreto con el fin de impresionar a los jueces! Os habéis amparado tras los nombres de personalidades eclesiásticas importantes para torcer el veredicto… La superchería se hubiera descubierto, pero demasiado tarde…

Recobrando su acostumbrada agilidad, el joven abogado saltó hacia Bourié.

—Me insultáis, señor mío. Yo no soy, como vos, un falsario. Recuerdo el juramento que presté ante el Consejo de la orden del rey al recibir mi cargo de abogado.

La sala volvió a hacer demostraciones ruidosas. Masseneau, de pie, intentaba hacerse oír. La voz de Desgrez volvió a dominar:

—Pido que se suspenda la sesión hasta mañana. El reverendo Kircher ratificará su declaración, lo juro.

En aquel momento se oyeron golpes a una puerta. Una corriente de aire frío mezclada con copos de nieve atravesó una de las entradas del hemiciclo que comunicaba con el patio. Todo el mundo se volvió hacia aquel lado, donde acababan de aparecer dos arqueros cubiertos de nieve. Estos se apartaron para dejar pasar a un hombre regordete y negro vestido con esmero y cuya peluca y manto apenas mojados demostraban que acababa de bajar de una carroza.

Other books

Stars Rain Down by Chris J. Randolph
The Bunny Years by Kathryn Leigh Scott
Cherished (Adam & Ella) by Trent, Emily Jane
The Black Room by Lisette Ashton
Gorgeous as Sin by Susan Johnson
I Kissed Dating Goodbye by Joshua Harris