—Reconozco haber fabricado a veces productos químicos, algunos de los cuales pudieran ser nocivos si se consumiesen. Pero nunca los he destinado a ser consumidos ni vendidos, ni me he servido de ellos para envenenar a nadie.
—Así pues, ¿reconocéis haber utilizado y fabricado productos tales como el vitriolo verde y el vitriolo romano?
—Desde luego. Pero para que exista delito en ese hecho, habría que probar que efectivamente he envenenado a alguien.
—Por ahora nos basta comprobar que no negáis haber fabricado productos venenosos entregándoos a la alquimia. Los fines los precisaremos más tarde.
Masseneau se inclinó sobre el abultado expediente colocado ante él y empezó a hojearlo.
Angélica temió que formulase en seguida la acusación de envenenamiento. Recordó que Desgrez le había hablado de un tal Bourié que había sido nombrado juez-jurado en el proceso porque tenía fama de hábil falsificador y lo habían encargado de «arreglar» a placer todas las piezas del expediente. En efecto, los jueces estaban a la vez encargados de la instrucción, las verificaciones, los embargos, los interrogatorios y las encuestas preliminares concernientes al asunto.
Angélica trató de reconocer al tal Bourié entre los magistrados. Masseneau seguía volviendo las hojas. Por fin tosió y pareció esforzarse por tomar ánimo. Empezó casi en un murmullo, pero su voz se fue aclarando y terminó más o menos claramente:
—…Para demostrar, si fuera necesario, cuan equitativa es la justicia del rey y cómo sabe rodearse de todas las garantías de imparcialidad, antes de proseguir la enumeración de los motivos de acusación que cada uno de los jueces comisarios del rey tiene a la vista, debo declarar y hacer saber cuan difícil y sembrada de añagazas ha sido nuestra encuesta preliminar.
—¡Y de intervenciones en favor de un acusado noble y rico! —dijo una voz burlona que se alzó entre la concurrencia.
Angélica esperó que los ujieres detendrían inmediatamente al perturbador. Con gran sorpresa vio que un sargento, apostado cerca de él, apartaba de un empujón a un policía. «La policía —pensó— debe de tener en la sala gente pagada para provocar incidentes hostiles a Joffrey.» La voz del presidente prosiguió como si no hubiese oído nada:
—…Para demostrar, pues, a todos que la justicia del rey no sólo es imparcial, sino también generosa, declaro aquí que, de entre las numerosísimas piezas del expediente de acusación presentadas y recogidas en diferentes partes y examinadas cuidadosamnte, he debido, después de maduras reflexiones y debates conmigo mismo,
desechar
un gran número. —Se detuvo, pareció tomar aliento y acabó con voz sorda—:…Exactamente treinta y cuatro piezas han sido desechadas por mí, como dudosas y aparentemente falsificadas, tal vez con un fin de venganza personal contra el detenido.
La declaración fue acogida con movimientos y rumores, no sólo en la sala, sino también entre los jueces, que sin duda no esperaban semejante señal de valor y benevolencia por parte del presidente del tribunal. Entre ellos, un hombre bajito con cara hipócrita y nariz ganchuda no pudo contenerse y exclamó:
—La dignidad del tribunal y más aún su soberanía en la aplicación de la justicia quedan burladas si su mismo presidente se cree libre de retirar del juicio de los comisarios piezas de acusación que son tal vez las principales…
—Señor Bourié, en mi calidad de presidente, os llamo al orden y os propongo que elijáis entre vuestra propia recusación como jurado o la continuación de la sesión.
Estalló un escándalo formidable.
—¡El presidente está vendido al acusado! ¡Ya sabemos lo que es el oro de Toulouse! —aullaba el espectador que antes había intervenido.
El pasante con cabello gris que estaba delante de Angélica gritaba:
—¡Por una vez que se hace justicia contra las exacciones de un noble y un rico…!
—Señores, la sesión se suspende, y si no termináis con este desorden, mando evacuar la sala —consiguió decir a gritos el presidente Masseneau.
Indignado, se puso el birrete sobre la peluca y salió seguido por el tribunal.
Angélica pensó que todos aquellos jueces solemnes parecían marionetas que entraban, daban tres vueltecitas y se volvían a marchar. Si al menos no volvieran…
La sala iba calmándose y se esforzaba por ser cuerda para que volviese el tribunal y se reanudase el espectáculo. Todo el mundo se puso de pie al oír el golpeteo de las alabardas de los suizos de la guardia sobre las losas que precedía a la vuelta del tribunal. En medio de un silencio religioso Masseneau volvió a ocupar su puesto.
—Señores, el incidente ha terminado. Las piezas que he juzgado sospechosas se han unido al expediente que cada uno de los comisarios puede estudiar cuanto desee. Las he señalado con una cruz roja, y así cada jurado podrá formarse una idea personal sobre mi propio juicio.
—Esas piezas conciernen, sobre todo, a hechos atentatorios a las Sagradas Escrituras —declaró Bourié ocultando su satisfacción—. Se trata, especialmente, de la fabricación, por procedimientos alquímicos, de pigmeos y otros seres de esencia diabólica.
La multitud pataleó de alegría.
—¿Van a verse las piezas de convicción? —gritó una voz.
El interruptor fue expulsado inmediatamente por los guardias, y la sesión continuó. El abogado Desgrez se levantó entonces:
—Como abogado del acusado —dijo—, estoy de acuerdo con que todas las piezas de convicción figuren en el proceso.
El presidente reanudó el interrogatorio:
—Para terminar en primer término con esta historia de venenos que reconocéis haber fabricado ¿cómo es que, si no pensabais serviros de ellos en otras personas, os habéis jactado públicamente de absorberlos todos los días «para evitar la amenaza del veneno»?
—Es perfectamente exacto, y mi respuesta de entonces es valedera también hoy: me jacto de que no pueden envenenarme ni con vitriolo ni con arsénico, porque ya he tomado demasiado para no arriesgar ni la menor molestia en caso de que quisieran enviarme al otro mundo por ese medio.
—¿Y mantenéis aún hoy semejante declaración de invulnerabilidad a los venenos?
—Si no se necesita más que eso para satisfacer el tribunal, no tengo el menor inconveniente, como subdito fiel, en tragar ante vosotros una de esas drogas.
—Entonces, por ese mismo hecho, ¿admitís que poseéis un sortilegio contra todos los venenos?
—No es un sortilegio, es la base misma de la ciencia de los contravenenos. En cambio, creer en sortilegios y brujerías es utilizar la triaca y otras necedades inofensivas, como lo hacéis casi todos, señores, en esta sala, figurándoos que eso os libra de los venenos.
—Acusado, hacéis mal en burlaros y tomar a broma usos respetables. Sin embargo, en interés de la justicia, que quiere que se haga toda la luz, no me detendré en semejantes detalles. Sólo consideraré, si así lo queréis, el hecho de que, en suma, reconocéis ser perito en venenos.
—No soy más perito en venenos que en cualquier otra cosa. Además, no estoy inmunizado sino contra ciertos venenos corrientes, como los ya citados: arsénico y vitriolo. Pero, ¿qué es este conocimiento infinitamente pequeño junto al de todos los millares de venenos vegetales y animales, venenos exóticos, venenos florentinos o chinos, que ninguno de los cirujanos del reino sabría combatir ni siquiera sospechar?
—¿Tenéis conocimiento de alguno de esos venenos?
—Tengo flechas de las que los indios se sirven para la caza de los bisontes. Y también puntas de flechas utilizadas por los pigmeos de África, y cuya herida basta para derribar animales tan gigantescos como los elefantes.
—En suma, ¿aumentáis vuestra propia acusación de ser perito en venenos?
—En modo alguno, señor presidente, pero os explico esto para probaros que, si alguna vez hubiese tenido intención de mandar al otro mundo a algunas gentes menguadas que me hubiesen mirado de mala manera, no me habría tomado el trabajo de fabricar esos productos de arsénico y vitriolo tan vulgares y fáciles de reconocer.
—Entonces, ¿por qué los fabricabais?
—Para fines científicos y en el curso de experimentos químicos sobre minerales que a veces llevan consigo la formación de esos productos.
—No extraviemos el debate. Basta con que convengáis espontáneamente en que estáis muy versado en esos asuntos de venenos y de alquimia. Así que, según lo que decís, podríais hacer desaparecer a alguien sin que nadie pudiera enterarse ni confundiros. ¿Quién nos garantiza que ya no lo hayáis hecho?
—Habría que probarlo.
—Se os reprochan dos muertes sospechosas; pero, me apresuro a decirlo, incidentalmente: la primera es la muerte de monseñor de Fontenac, arzobispo de Toulouse.
—Un duelo precedido de provocación y delante de testigos, ¿se habría convertido hoy en hecho de brujería?
—Señor de Peyrac, os aconsejo que no persistáis en vuestra actitud irónica hacia un tribunal que no hace otra cosa que buscar toda la luz. En cuanto a la segunda muerte que se os imputa, se debería o a vuestros venenos invisibles o a vuestros sortilegios propiamente dichos. Porque sobre el cadáver desenterrado de una de vuestras antiguas amantes, delante de testigos, se ha encontrado este medallón, que es vuestro retrato de medio cuerpo. ¿Lo reconocéis?
Angélica pudo ver cómo el presidente Masseneau alargó un objeto pequeño a un suizo que éste presentó al conde de Peyrac, que seguía de pie, apoyado en sus dos bastones, delante del banquillo que le estaba destinado.
—Reconozco, en efecto, la miniatura que aquella pobre chiquilla exaltada había mandado hacer de mí.
—Esa pobre exaltada, como decís, era también una de vuestras tan numerosas amantes, la señorita de…
—¡Por favor, no profanéis públicamente ese nombre, señor presidente! ¡Esa infeliz ha muerto!
—De una enfermedad lenta de la cual se empieza a sospechar que fuisteis el autor, y que habríais provocado mediante sortilegios.
—¡Eso es falso, señor presidente!
—¿Por qué, entonces, se ha encontrado vuestro medallón en la boca de la muerta, atravesado por un alfiler en el lugar correspondiente al corazón?
—Lo ignoro absolutamente. Pero, por lo que me decís, más bien me inclino a suponer que debió de ser ella, muy supersticiosa, la que intentó embrujarme de ese modo. Por lo cual, de embrujador, me convierto en embrujado. Eso sí que es cómico, señor presidente.
Y aquel largo espectro que apenas podía tenerse en pie apoyado en sus bastones se reía de buen corazón. Hubo como una vacilación, como una especie de apaciguamiento, y estallaron algunas risas. Pero Masseneau seguía estando serio.
—¿Ignoráis, acusado, que el hecho de encontrar un retrato en la boca de una muerta es señal cierta de embrujamiento?
—Me voy dando cuenta de que estoy mucho menos versado que vos en cuestión de supersticiones, señor presidente.
El magistrado pasó por alto la insinuación.
—Jurad, entonces, que no las habéis practicado.
—Lo juro, por mi mujer, por mi hijo y por el rey. ¡Nunca me he entregado a tal género de necedades, al menos tales como se entienden en este reino!
—Explicaos sobre la restricción que acabáis de hacer en vuestro juramento.
—Quiero decir que, como he viajado mucho, he sido testigo, en China y las Indias, de fenómenos extraños que demuestran que la magia y la brujería existen realmente, pero no tienen relación alguna con el charlatanismo praticado en general con ese nombre en los países de Europa.
—En suma, ¿reconocéis que creéis en ellas?
—En la verdadera brujería, sí… La cual comprende, por otra parte, buen número de fenómenos naturales que los siglos futuros explicarán sin duda. Pero de ahí a creer ingenuamente a los charlatanes de feria o a los llamados sabios alquimistas…
—¡Vos mismo venís a parar a la alquimia! Según vos, ¿existiría, lo mismo que en la brujería, una alquimia verdadera y una alquimia falsa?
—En efecto. Ciertos árabes y españoles empiezan a designar la verdadera alquimia con un nombre distinto: la
química,
que es una ciencia experimental mediante la cual pueden producirse cambios en las sustancias, cambios que son independientes del operador, a condición, desde luego, de que éste aprenda su oficio ¡Pero un alquimista convencido, por el contrario, es peor que un brujo!
—Mucho me complace oíroslo decir, porque así facilitáis la tarea del tribunal. Pero, según vos, ¿qué puede haber peor que un brujo?
—Un necio y un iluminado, señor presidente.
Por primera vez en aquella audiencia solemne el presidente Masseneau pareció perder el dominio de la situación.
—Acusado, os aconsejo que no perdáis la deferencia, que, por otra parte, os exige vuestra situación. Ya basta con que en vuestro juramento hayáis cometido la insolencia de nombrar a Su Majestad, nuestro rey, después de vuestra mujer y vuestro hijo. Si continuáis demostrando tanta arrogancia, el tribunal puede negarse a seguiros escuchando.
Angélica vio que el abogado se acercaba de un salto a su marido para decirle algo, y vio también cómo los guardias se lo impidieron. Siguió luego la intervención de Masseneau, que intentaba dejar plena libertad al abogado para asegurar su trabajo de defensor.
—Lejos de mí la intención, señor presidente, de intentar con mis palabras aludir a vos ni a ningún otro de los señores que forman el tribunal —repuso el conde de Peyrac en cuanto se calmó un tanto el barullo—. Como científico, ataco a quienes practican esa ciencia nefasta a la que se da el nombre de alquimia, y no creo que ninguno de vosotros, abrumados de ocupaciones tan serias, se entregue a ellas en secreto…
Esta pequeña peroración agradó a los magistrados, que movieron la cabeza gravemente. Reanudóse el interrogatorio en una atmósfera mucho más serena. Masseneau, después de consultar su montón de legajos, consiguió extraer de él un pliego.
—Estáis convicto de utilizar en vuestras prácticas misteriosas, que para encubriros designáis con el nombre de
química,
piezas de esqueletos. ¿Cómo explicáis una práctica tan poco cristiana?
—Se trata, señor presidente, de no confundir práctica ocultista y práctica química. Los huesos de animales me sirven sencillamente para obtener ceniza, la cual posee propiedades especiales para absorber la grasitud del plomo fundido, dejando libres el oro y la plata que contiene.
—¿Y los huesos humanos poseen la misma propiedad?