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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (26 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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«No es él —rezó Angélica—. ¡Dios mío, que no sea él!»

—Vuestro esposo, el Conde de Peyrac, señora —dijo el marqués de Andijos.

Angélica hizo la profunda reverencia que había aprendido. Su espíritu azorado iba reparando en detalles ridículos: el lazo de diamantes de los zapatos del Conde, el tacón de un zapato un poco más alto que el otro para disimular la renguera, el traje suntuoso, la espada, el enorme cuello con blancos encajes.

Le hablaba. Respondió no sabía qué. El batir del tamboril mezclado con los alaridos de los clarines la aturdía. Al volver a sentarse en la carroza, un ramo de rosas y ramitos de violetas le cayeron sobre el regazo.

—Las flores o «gozos principales» —dijo una voz—. Reinan sobre Toulouse.

Angélica se dio cuenta de que ya no era el marqués de Andijos, sino «el otro», quien estaba a su lado. Para no ver el espantable rostro, se inclinó hacia las flores. Poco después apareció la ciudad, erizada de torres y campanarios rojos. El cortejo se abrió paso por callejuelas estrechas, profundos corredores de sombra en los que estaba como estancada una luz purpúrea.

En el palacio del Conde de Peyrac revistieron rápidamente a Angélica con un magnífico vestido de terciopelo blanco, incrustado de raso, blanco también. Broches y lazos estaban adornados de diamantes. Mientras la vestían las doncellas le servían bebidas heladas porque estaba muerta de sed. A mediodía se echaron las campanas al vuelo. Y a su alegre compás el cortejo se dirigió a la catedral, donde el arzobispo esperaba a los novios en el atrio.

Después de la bendición, Angélica, según la costumbre principesca, bajó del altar y recorrió sola la nave. El bamboleante señor la precedía. Aquella figura roja y movediza le pareció de pronto tan extraordinaria, bajo aquellas bóvedas nubladas de incienso, como la del mismo diablo.

Fuera, hubiérase dicho que toda la ciudad estaba de fiesta. Angélica no llegaba a conciliar todo este estrépito con el acontecimiento personal que representaba su matrimonio con el Conde de Peyrac. Inconscientemente, buscaba en otra parte el espectáculo que ponía en los rostros de la multitud tan francas sonrisas. Pero todos los ojos estaban vueltos hacia ella. Ante ella se inclinaban aquellos señores con miradas de fuego y aquellas damas lujosamente ataviadas.

Para volver de la catedral al palacio los nuevos esposos montaron en dos corceles magníficamente enjaezados. El camino, por las orillas del Garona, estaba cubierto de flores, y los jinetes con trajes rojos a quienes el marqués de Andijos había llamado «los príncipes del amor» continuaban derramando cestos enteros de pétalos. A la izquierda, el río dorado centelleaba, y los marineros, desde sus barcazas, lanzaban sonoros vítores. Angélica se dio cuenta de que, maquinalmente, había empezado a sonreír. El color del cielo, tan azul, y el olor de las flores pisoteadas la embriagaban. De pronto contuvo un grito: iba escoltada por pajecillos cuya cara, de color de regaliz, creyó en un principio que estaba cubierta por una careta. Pero vio que, verdaderamente, tenían la piel negra. Era la primera vez que veía negros.

Decididamente, lo que iba viviendo tenía algo de irreal. Se sentía extremadamente sola y como flotando en un sueño del cual, tal vez, al despertar querría acordarse. Y, siempre a su lado, distinguía al sol el perfil grotesco del hombre a quien llamaban su marido y a quien todo el mundo aclamaba.

Moneditas de oro tintineaban al caer sobre las piedras. Los pajes las arrojaban sobre la multitud, que se peleaba por recogerlas de entre el polvo de la calle.

En los jardines de palacio se habían dispuesto largas mesas blancas a la sombra. Corría el vino en las fuentes, delante de las puertas, para que las gentes de la calle pudieran beber. Los señores y los grandes burgueses tenían entrada al castillo. Angélica, sentada entre el arzobispo y el hombre vestido de rojo, incapaz de comer, vio desfilar un número incalculable de fuentes: cazuelas de perdiz, filetes de pato, codornices, truchas, gazapillos, ensaladas, tripas de cordero,
foie gras.
Los postres, buñuelos de melocotón fritos en leche, confituras de todas clases, pastelillos con miel, eran innumerables. Las pirámides de frutas eran más altas que los negritos que las presentaban. Vino de todos los matices, desde el rojo más oscuro al oro más claro, se sucedían uno tras otro.

Angélica encontró en su plato una especie de horquilla de oro. Mirando en derredor, vio que la mayoría de los comensales la empleaban para pinchar la carne y llevársela a la boca. Intentó imitarlos, pero después de unos cuantos ensayos infructuosos prefirió volver a la cuchara. Se la habían dejado al ver que no sabía usar aquel pequeño instrumento tan curioso que todo el mundo llamaba «tenedor». Este ridículo incidente aumentó su desconcierto.

Nada es más difícil de soportar que los regocijos en los cuales no toma parte el propio corazón. Rígida en su angustia y su rencor, Angélica se sentía agotada por tanto ruido y tal abundancia. Ingenuamente orgullosa, no dejaba traslucir nada, sonreía y encontraba una palabra amable para cada uno. La disciplina férrea del convento de las ursulinas le permitía permanecer derecha y en actitud serena a pesar del cansancio. De lo que no era capaz era de volverse hacia el Conde de Peyrac. Como se diera cuenta de lo extraña que pudiera parecer tal actitud, dedicó toda su atención a su otro vecino de mesa, el arzobispo. Era éste hombre muy hermoso, en la flor de la cuarentena. Tenía la finura y la gracia de un hombre mundano, y los ojos azules muy fríos. Era el único de la concurrencia que no parecía compartir la alegría general.

—¡Qué derroche, qué derroche! —suspiraba, mirando en derredor—. Cuando pienso en los pobres que se amontonan a la puerta del arzobispado, en los enfermos faltos de cuidados, en los niños de las aldeas heréticas a los cuales no se puede arrancar a sus errores por falta de dinero, se me desgarra el corazón. ¿Os interesan las buenas obras, hija mía?

—Acabo de salir del convento, monseñor, pero sería feliz si bajo vuestra dirección pudiera consagrarme a mi parroquia.

El arzobispo posó sobre ella su mirada inteligente. Su leve sonrisa pareció perderse en su barbilla un tanto gruesa.

—Os agradezco vuestra inclinación, hija mía. Pero sé muy bien cuan llena de novedades está la vida de un ama de casa joven, y cómo ellas requieren toda su atención. No os arrancaré a ellas antes de que manifestéis vuestro deseo expreso. La obra más grande de una mujer, aquella a la que debe dedicar todos sus cuidados ¿no es, en primer lugar, la influencia que debe lograr sobre el espíritu de su marido? En nuestros días una mujer amante, hábil, lo puede todo sobre el espíritu de su marido. —Se inclinó hacia ella, y las piedras preciosas de su cruz episcopal lanzaron destellos de color de malva—. Una mujer lo puede todo —repitió—; pero, entre nosotros, señora, habéis elegido un marido un poco extraño.

«Habéis elegido… —pensó Angélica con ironía—. ¿Habrá visto mi padre siquiera una vez este espantable fantoche? Lo dudo. Mi padre me quería sinceramente. Por nada del mundo hubiera deseado hacer mi desdicha, pero sus ojos me veían rica: yo hubiera querido verme amada. Sor Santa Ana seguiría repitiéndome que no hay que ser novelera. Este arzobispo parece de buena índole. ¿Será con las gentes de su escolta con quienes se batieron los pajes del Conde Peyrac en la catedral misma?»

El calor aplastante iba cediendo con la llegada del atardecer. Iba a empezar el baile. Angélica suspiró. «Bailaré toda la noche —se dijo—, pero por nada del mundo consentiré en quedarme sola un instante con él…»

Nerviosamente dirigió los ojos a su marido. Cada vez que lo miraba, la vista de aquel rosto cruzado de cicatrices en que brillaban las pupilas negras como carbones encendidos le producía malestar. El párpado izquierdo, medio cerrado por el reborde de una cicatriz, daba al Conde una expresión de malvada ironía. Retrepado en su sillón tapizado, acababa de llevarse a la boca una especie de palito oscuro. Un criado se precipitó llevando en unas pinzas una brasa encendida que aplicó a la extremidad del palito.

—¡Ah, Conde, vuestro ejemplo es deplorable! —exclamó el arzobispo frunciendo el ceño—. En mi opinión, el tabaco es el postre del infierno. Admito con trabajo que se lo emplee en polvo para aliviar los humores del cerebro, y siempre por consejo médico. Los que lo sorben me parece que experimentan en ello un goce malsano, y a menudo ponen su salud de pretexto para raspar tabaco con cualquier motivo. Pero los fumadores de pipa son la hez de nuestras tabernas, donde se embrutecen durante horas enteras con esa hoja maldita. Hasta ahora no había oído decir nunca que un gentilhombre consumiese tabaco de ese modo grosero.

—No tengo pipa y no sorbo tabaco. Fumo la hoja de tabaco arrollada como se lo he visto hacer a ciertos salvajes de América. Nadie puede acusarme de ser vulgar como un mosquetero o amanerado como un petimetre de la Corte…

—Cuando hay dos modos de hacer una cosa, siempre es preciso que encontréis el tercero —dijo el arzobispo con mal humor—. También acabo de reparar en otra singularidad de la cual tenéis costumbre. No echáis en vuestro vaso ni piedra de sapo ni pedazo de cuerno de unicornio. Sin embargo, todo el mundo sabe que ésas son las dos mejores precauciones para evitar el veneno que una mano enemiga es siempre capaz de verter en vuestro vino. Hasta vuestra joven esposa practica esta prudente costumbre. Vos no lo hacéis jamás. ¿Os creéis invulnerable o pensáis que no tenéis enemigos? —añadió el prelado con un brillo en los ojos que impresionó a Angélica.

—No, monseñor —respondió el Conde de Peyrac—. Pienso únicamente que el mejor medio de preservarse del veneno es no echar nada en el vaso, sino todo en el cuerpo.

—¿Qué queréis decir?

—Esto: absorber cada día de vuestra vida una dosis ínfima de algún veneno temible.

—¿Vos lo hacéis?

—Desde mi más tierna edad, monseñor. No ignoráis que mi padre fue víctima de no se sabe qué brebaje florentino, y, sin embargo, la piedra de sapo que ponía en su vaso era del tamaño de un huevo de paloma. Mi madre, que era mujer sin prejuicios, buscó el
verdadero
medio de preservarme a mí. De un moro esclavo que trajo de Narbona aprendió el método de defenderse del veneno con el veneno.

—Vuestros razonamientos siempre tienen algo de paradójico que me inquieta —dijo el arzobispo con preocupación—. Diríase que deseáis reformarlo todo, y, sin embargo, nadie ignora cuántos desórdenes ha engendrado en la Iglesia y en el reino esa palabra «Reforma». Os pregunto una vez más: ¿por qué practicar un método del cual no tenéis seguridad alguna, cuando otros han dado pruebas de eficacia? Evidentemente, hay que poseer verdaderas piedras de sapo hembra y verdaderos cuernos de unicornio. Demasiados charlatanes comercian con tales objetos y venden Dios sabe qué. Pero, por ejemplo, mi monje Bécher, recoleto de gran ciencia que se entrega por mi cuenta a experimentos de alquimia, os los puede proporcionar excelentes.

El Conde de Peyrac se inclinó un poco para mirar al arzobispo y, en el movimiento, sus abundantes bucles negros rozaron la mano de Angélica, que retrocedió. Entonces se dio cuenta de que su marido no llevaba peluca, sino que aquella su abundante melena era natural.

—Lo que me intriga —declaró el Conde— es saber cómo él mismo se los proporciona. Cuando niño, por curiosidad maté muchísimos sapos. Jamás encontré en su cerebro la famosa piedra protectora que al parecer debe encontrarse en él. En cuanto al cuerno de unicornio, me he formado mi propia convicción. He recorrido el mundo, como sabéis. El unicornio es un animal mitológico, imaginario; en fin, un animal que no existe.

El arzobispo le miró con cierta perplejidad.

—Estas cosas no se afirman, señor. Hay que dejar su parte a los misterios y no pretender saberlo todo.

—Lo que es un misterio para mí —dijo lentamente el Conde— es que un hombre de vuestra inteligencia pueda creer en serio en tales… imaginaciones.

«¡Señor —pensó Angélica—, nunca he oído tratar a un eclesiástico de alto rango con tal insolencia!» Miró alternativamente a los dos personajes cuyas pupilas se enfrentaban.

Su marido, que fue el primero que pareció darse cuenta de la emoción que ella experimentaba, le dirigió una sonrisa que plegaba extrañamente su rostro, pero que descubría sus dientes muy blancos.

—Perdonad, señora, que discutamos así. Monseñor y yo somos enemigos íntimos.

—¡Ningún hombre es mi enemigo! —exclamó el arzobispo, indignado—. ¿Dónde dejáis la caridad que debe habitar en el corazón de un siervo de Dios? Si me odiáis, no os odio. Pero siento ante vos la inquietud del pastor por la oveja que se extravía, y si no hacéis caso de mis palabras, sabré separar la cizaña del trigo.

—¡Ah! —exclamó el Conde con una especie de risa espantosa—. Bien se ve que sois el heredero de aquel Foulques de Neuilly, obispo y brazo derecho del terrible Simón de Montfort, que encendió las hogueras para los albigenses y redujo a cenizas la exquisita civilización de Aquitania. El Languedoc, después de cuatro siglos, sigue aún llorando su esplendor destruido y tiembla al relato de los horrores descritos. Yo, que soy de la más antigua cepa tolosana, que llevo sangre ligur y visigoda en las venas, tiemblo cuando mi mirada encuentra vuestros ojos azules de hombre del Norte. ¡Heredero de Foulques, heredero de los groseros bárbaros, que implantaron entre nosotros el sectarismo y la intolerancia, eso es lo que leo en vuestros ojos!

—Mi familia es una de las más antiguas del Languedoc —exclamó el arzobispo irguiéndose a medias en su asiento. En aquel instante su acento meridional lo hacía casi ininteligible para Angélica—. Harto sabéis vos mismo, monstruo insolente, que la mitad de Toulouse me pertenece por herencia… Desde hace siglos nuestros feudos son tolosanos.

—¡Cuatro siglos, apenas cuatro siglos, monseñor! —gritó Joffrey de Peyrac, que también se había levantado—. Vinisteis en los carros de Simón de Monfort, con los cruzados aborrecibles… ¡Sois el invasor! Hombre del Norte, ¿qué hacéis en mi mesa…?

Angélica, horrorizada, empezaba a preguntarse si no se iba a desencadenar la batalla cuando un escándalo de risas de los comensales subrayó las últimas palabras del Conde tolosano. La sonrisa del arzobispo fue menos sincera. Sin embargo, cuando el gran cuerpo de Joffrey de Peyrac pareció descuartizarse en una reverencia ante el prelado en señal de disculpa, le alargó con amabilidad la mano para que besase el anillo pastoral.

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