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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

La Marquesa De Los Ángeles (27 page)

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Angélica estaba demasiado desconcertada para mezclarse francamente a tal exuberancia. Las palabras que aquellos dos hombres acababan de tirarse a la cabeza no eran fútiles, ya que es verdad que para las gentes del Sur la risa es a menudo el brillante preludio de las más negras tragedias. De pronto Angélica volvía a encontrar la exaltación ardiente de que la nodriza Fantina había rodeado su infancia. Gracias a ello no se sentiría extranjera en aquella sociedad impulsiva.

—Señora, ¿os molesta el humo del tabaco? —preguntó bruscamente el Conde inclinándose hacia ella e intentando sorprender su mirada.

Ella sacudió la cabeza negativamente. El aroma sutil del tabaco acentuaba su melancolía, evocando en ella la presencia del viejo Guillermo al amor de la lumbre en la gran cocina de Monteloup. El viejo Guillermo, la nodriza, las cosas familiares, se habían alejado súbitamente.

Entre los árboles empezaron a sonar los violines. Aunque estaba cansadísima, Angélica aceptó con presteza la invitación del marqués de Andijos. Los bailarines se habían reunido en un gran patio enlosado, refrescado por un surtidor. En el convento, Angélica había aprendido suficientes pasos de danza a la moda para no verse en apuros entre señores y damas de provincia que pasaban largas temporadas en París. Era la primera vez que danzaba así en una verdadera recepción, y comenzaba a tomarle el gusto, cuando se produjo una especie de remolino. Las parejas se dislocaron al empuje de una multitud que corría hacia el lugar del banquete. Los bailarines protestaron, pero alguien gritó:

—¡Va a cantar!

Y otros repitieron:

—¡La Voz de Oro! ¡La Voz de Oro del Reino!

XIV
Horror de Angélica hacia su marido.
Descubre que se ocupa de alquimia

En aquel momento una mano se apoyó sobre el brazo desnudo de Angélica.

—Señora —murmuró la sirvienta Margarita—, ha llegado el momento de eclipsarse. El señor Conde me encargó que os conduzca al pabellón de la Garona, donde debéis pasar la noche.

—¡Pero no quiero marcharme! —protestó Angélica—. Quiero escuchar a ese cantor del que tanto se habla. Todavía no lo he visto.

—Cantará para vos, señora, cantará para vos en particular, el señor Conde os lo promete —afirmó la sirvienta—. Pero la silla de manos espera.

Mientras hablaba había echado sobre los hombros de su señora un manto con capucha y le alargaba un antifaz de terciopelo negro.

—Cubrios el rostro —dijo en voz queda—. Así nadie os reconocerá. De lo contrario, los jóvenes serían capaces de echar a correr hasta el pabellón para perturbar vuestra noche de bodas con el estrépito de sus cacerolas —añadió Margarita muerta de risa—. Es costumbre en Toulouse. Los recién casados que no pueden escaparse como si fueran ladrones tienen que rescatarse con un buen montón de escudos o soportar el alboroto de esos demonios. En vano monseñor y la policía intentan suprimir esa costumbre… Así es que lo mejor es salir de la ciudad.

Hizo entrar a Angélica en la silla de manos que dos robustos lacayos alzaron prestamente. Algunos jinetes salieron de la oscuridad para formar escolta. Después de recorrer el laberinto de callejuelas, el grupo salió a campo abierto.

El pabellón era una casa modesta rodeada de jardines que bajaban hasta el río. Al apearse, a Angélica le sorprendió el silencio, turbado únicamente por el chirrido de los grillos. Margarita, que había montado a la grupa de uno de los jinetes, se apeó e introdujo a la recién casada en la casa desierta. Con los ojos brillantes y la sonrisa en los labios, la sirvienta gozaba, al parecer, con todos aquellos preparativos amorosos. Angélica se encontró en una estancia con piso de mosaico. Una lamparilla brillaba cerca de la alcoba, pero su luz era inútil porque la claridad de la luna avanzaba tanto en la habitación que daba brillo de nieve a los encajes de las sábanas del grandísimo lecho. Margarita lanzó una última mirada escrutadora a la joven y después buscó en su bolso un frasco de agua de los ángeles para purificarle la piel.

—¡Dejadme! —protestó Angélica con impaciencia.

—Señora, vuestro esposo va a llegar. Es menester…

—No es menester nada. ¡Dejadme!

—Bien, señora —y añadió haciendo una reverencia—: Deseo una buena noche a la señora.

—¡Dejadme! —dijo Angélica una vez más, con ira.

Quedó sola, furiosa contra sí misma por no haber sabido contener su mal humor ante una sirvienta. Pero Margarita le era antipática. Sus modales seguros y hábiles la intimidaban, y temía la burla de sus ojos negros. Permaneció inmóvil largo rato, hasta que el profundo silencio de la habitación se le hizo insoportable. El miedo que la agitación y las conversaciones habían logrado adormecer despertaba de nuevo. Apretó los dientes. «No tengo miedo —pensó casi en alta voz—. Sé lo que tengo que hacer. ¡Moriré, pero no me tocará!»

Dio unos pasos hacia una puerta-ventana que se abría sobre la terraza. Angélica no había visto más que en el Plessis aquellos balcones elegantes puestos de moda por la arquitectura del Renacimiento. Un diván tapizado de terciopelo verde invitaba a sentarse y a contemplar el paisaje lleno de majestad. Desde allí no se veía a Toulouse, oculta por una vuelta del río. No había más que los jardines y el agua del río, y más lejos, campos de maíz y viñedo. Angélica se sentó en el borde del diván y apoyó la frente en la balaustrada. Su complicado tocado, con horquillas de diamantes y lazadas de perlas, la molestaba profundamente. Comenzó a deshacerlo, no sin trabajo.

«¿Por qué esa grandísima necia no se ha quedado para desvestirme? —pensó—. ¿Se figura que se va a encargar de ello mi marido? —y rió con risa burlona y triste—. La hermana Santa Ana no dejaría de echarme un discursito para recordarme la docilidad que estoy obligada a mostrar ante todos los deseos del marido. Pero yo no entiendo de docilidad. Molines tiene razón cuando dice que no me inclino ante lo que no comprendo. He obedecido para salvar a Monteloup. ¿Qué más pueden pedirme? La mina de Argentiére ya es del Conde de Peyrac. Él y Molines podrán continuar su tráfico. Y mi padre podrá seguir criando mulos para llevar y traer el oro español… Si me tirase por este balcón, nada cambiaría. Mi desaparición no provocaría ningún daño. Todos han logrado lo que deseaban.» Por fin consiguió desatarse el cabello, que se extendió sobre sus hombros, y sacudió la cabeza con el movimiento salvaje peculiar de su infancia.

Entonces creyó oír un ligero ruido. Al volverse, contuvo un grito de espanto. Apoyado en el quicio de la puerta-ventana, el rengo la estaba mirando. Ya no llevaba su traje rojo. Vestía unos calzones y un jubón de terciopelo, muy corto, que dejaba libres el talle y las mangas de una fina camisa de hilo. Se adelantó con un paso desigual y saludó con profunda reverencia.

—Señora, ¿me permitís que me siente a vuestro lado? —Angélica inclinó la cabeza en silencio. Él se sentó, apoyó el codo en la balaustrada y miró hacia delante con naturalidad—. Hace varios siglos —dijo—, bajo estas mismas estrellas, damas y trovadores subían a los caminos de ronda de los castillos y celebraban allí cortes de amor. ¿Habéis oído hablar, señora, de los trovadores del Languedoc?

Angélica no había previsto aquella clase de conversación. Estaba crispada, en actitud de defensa, y balbució con cierto esfuerzo:

—Sí… creo… Llamaban así a unos poetas…

—Los poetas del amor… ¡Lengua de oc! ¡Lengua suave, tan diferente del rudo hablar del Norte, la lengua de oíl! En Aquitania se aprendía el arte de amar, porque, como dijo Ovidio mucho antes que los mismos trovadores, «el amor es un arte que puede enseñarse y en el cual se puede uno perfeccionar estudiando sus leyes». ¿Os ha interesado ya este arte, señora?

Angélica no supo qué responder. Era demasiado inteligente para no percibir la ligera ironía de su voz. Tal como se le hacía la pregunta, responder «sí» o «no» hubiera sido igualmente ridículo. Aturdida por demasiados acontecimientos, el ingenio para responder la había abandonado. No supo sino volver la cabeza y mirar maquinalmente la llanura dormida. Se dio cuenta de que el hombre se había acercado a ella, pero no se movía.

—Ved —dijo— allá abajo, en el jardín, aquel pequeño estanque de agua verde en que la luna se hunde como una piedra de sapo en un vaso de anís… Pues bien, esa agua tiene el mismo color que vuestros ojos, señora. Nunca, a través del mundo, he encontrado pupilas tan extrañas ni tan seductoras. Y ved esos rosales que se prenden formando guirnaldas a nuestro balcón. Sus flores tienen el mismo matiz que vuestros labios. No, verdaderamente, jamás he encontrado labios de ese color de rosa… ni tan cerrados. En cuanto a su dulzura…, voy a juzgar…

Súbitamente dos manos la sujetaron por el talle. Angélica se sintió doblada hacia atrás por una fuerza que no había sospechado en hombre tan delgado y se encontró con la nuca sujeta en el hueco de un brazo que, al estrecharla, la paralizaba. El rostro espantable se inclinaba sobre ella hasta rozarla. Gritó de miedo, se retorció sacudida por la repulsión. Casi inmediatamente se encontró libre. El Conde la había soltado y la miraba riendo.

—Lo que me figuraba. Os causo un miedo horrible. Preferiríais arrojaros desde lo alto de este balcón a rendiros a mí, ¿no es verdad, señora?

Angélica le miraba mientras la ahogaban los latidos del corazón. Él se puso de pie, y su larga silueta se estiró bajo el cielo lunar.

—No os violentaré, pobre niña. No son éstas mis aficiones. ¿De modo que os han entregado completamente nueva a este gran rengo del Languedoc? ¡Cosa terrible! —Se inclinó, y a ella le dio rabia su sonrisa burlona—. Sabed que he conocido muchas mujeres en mi vida: blancas, negras, amarillas y rojas, pero jamás por la fuerza, y a ninguna he atraído por el dinero. Han venido por propia voluntad, y vos vendréis un día…

—¡Jamás!

La réplica había brotado, violenta. La sonrisa no se borró del curioso rostro del hombre.

—Sois una chiquilla salvaje, lo cual no me disgusta.
«Una conquista fácil quita todo valor al amor; una conquista difícil le añade precio.»
Así habla Andrés el Capellán, maestro en el arte de amar. Adiós, linda mía. Dormid bien en vuestro gran lecho, sola. ¡Adiós!

Al día siguiente, al despertarse, Angélica vio que el sol estaba ya alto en el cielo. Los pájaros callaban en las sombras del jardín, atontados por el calor. No recordaba bien cómo se había desvestido y acostado en aquel lecho cuyas sábanas bordadas con el escudo condal olían a violetas. Había llorado de cansancio y de despecho, tal vez de soledad.

Ahora se sentía más lúcida. La seguridad que le había dado su extraño marido de que no la tocaría si ella no lo deseaba, la tranquilizaba por algún tiempo. «¿Se figura que acabaré por encontrarlo magnífico con su pierna corta y su rostro quemado?» Acarició el proyecto de una vida agradable, cerca de su esposo con quien viviría en buena amistad. Después de todo, la vida podría no carecer de encanto. Toulouse ofrecía tantas distracciones…

Margarita, discreta e impasible, vino a vestirla. A mediodía Angélica volvió a la ciudad. Clemente se presentó y le dijo que el señor Conde le había encargado de advertir a la señora Condesa que estaba trabajando en su laboratorio y que no debía esperarlo para la comida. Experimentó como un alivio. El hombre añadió que el señor Conde lo había tomado para mayordomo, por lo cual estaba muy contento. Las gentes eran ruidosas y perezosas, pero cordiales. La casa le parecía rica, y haría todo lo posible por complacer a sus nuevos amos.

Angélica le dio las gracias por el pequeño discurso, en el cual cierta condescendencia se mezclaba con el servilismo. A ella tampoco le disgustaba conservar a su lado aquel muchacho cuyos modales formaban contraste con la exuberancia de cuantos le rodeaban.

En los días siguientes Angélica notó que el palacio del Conde de Peyrac era seguramente el lugar más frecuentado de la ciudad. El amo de la casa tomaba parte activa en todos los regocijos. Su gran silueta desgalichada pasaba de un grupo a otro, y Angélica se asombraba de la animación que su sola presencia provocaba. Se fue acostumbrando a su aspecto, y la repulsión se atenuaba. Sin duda, la idea de la sumisión carnal que le debía había tenido gran parte en la violencia de su resentimiento y también en el miedo que le había inspirado. Ahora que estaba tranquila en ese punto se veía obligada a reconocer que aquel hombre con palabra de fuego y de carácter risueño y curioso atraía la simpatía.

Respecto de ella, el Conde afectaba gran indiferencia. Aunque le prodigaba las atenciones debidas a su rango, a duras penas parecía verla. La saludaba todas las mañanas y presidía frente a ella las comidas, a las cuales asistían casi siempre unas diez personas. Sin embargo, no pasaba día que no encontrase en su habitación un obsequio: un adorno o una joya, un vestido nuevo, un mueble y hasta dulces y flores. Y todo de un gusto perfecto, de un lujo que la dejaba deslumbrada, encantada… y también desconcertada. No sabía cómo demostrar al Conde el placer que le proporcionaban sus regalos. Cada vez que se veía en la obligación de dirigirle la palabra directamente, no podía decidirse a levantar los ojos hacia su rostro desfigurado; sentíase necia, y balbucía.

Un día encontró junto a la ventana ante la cual tenía costumbre de sentarse un estuche de tafilete rojo con incrustaciones. Al abrirlo se encontró con el adorno de diamantes más hermoso que hubiera podido imaginar. Lo contempló temblando pensando que de seguro la reina no tenía uno semejante. De pronto oyó el paso característico de su marido. Corrió hacia él con los ojos brillantes…

—¡Qué esplendor! ¿Cómo podré daros las gracias, señor?

Su entusiasmo la había acercado a él demasiado aprisa. Casi chocó contra él: su mejilla tocó el terciopelo del jubón. Un brazo de hierro la retuvo de pronto. El rostro que la aterraba le pareció tan cercano que su sonrisa se apagó, y Angélica se echó hacia atrás en incontenible estremecimiento de espanto. Joffrey de Peyrac apartó los brazos de ella inmediatamente y dijo con lentitud un tanto desdeñosa:

—¿Gracias por qué…? No olvidéis, querida, que sois la mujer del Conde de Peyrac, último descendiente de los ilustres Condes de Toulouse. Dado ese título, debéis ser la más bella, la mejor adornada. De aquí en adelante no os creáis obligada a darme las gracias.

Las obligaciones de Angélica eran, así, muy ligeras, y hubiera podido creerse una de las invitadas del palacio, libre aún para disponer del tiempo a su gusto. Joffrey de Peyrac no le recordaba su título de marido sino en muy raras ocasiones. Por ejemplo, cuando en un baile en casa del gobernador o de alguno de los altos funcionarios de la ciudad la etiqueta exigía que la esposa de Peyrac fuese precisamente la mujer más bella y mejor ataviada de la ciudad. Entonces llegaba sin hacerse anunciar, se sentaba junto al tocador y vigilaba atentamente el tocado de la joven, guiando con una palabra las manos hábiles de Margarita y las doncellas. Ningún detalle se le pasaba por alto. El adorno femenino no tenía secretos para él. Angélica se maravillaba de lo acertado de sus observaciones y su atención por los detalles. Como deseaba llegar a ser una dama de calidad, no perdía palabra de sus lecciones. En estos momentos olvidaba su rencor y su miedo.

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