La Marquesa De Los Ángeles (2 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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Pero no había que intentar comprender a la nodriza, ni sus silencios ni sus arrebatos de cólera. Bastaba con que estuviese allí, grandota, siempre en movimiento, con sus brazos robustos, con el nido de su regazo, con sus rodillas abiertas bajo la saya de fustán, y que acogiese en él a las niñas como a sus pajaritos, para cantarles una nana o hablarles de Gil de Retz.

Más sencillo era de entender Guillermo Lützen, que hablaba con voz lenta y acento pedregoso. Decían que era suizo o alemán. Ya habían pasado quince años desde que se le vio venir, cojeando y descalzo, por la vía romana que va desde Angers hacia San Juan de Angely. Entró en el castillo de Monteloup y pidió una escudilla de leche. Y allí se quedó, de criado para todo: albañil, carpintero, correo del barón de Sancé, que le hacía llevar sus cartas a los amigos y le encargaba de recibir al sargento cuando venía a reclamar el pago de los impuestos. El viejo Guillermo le escuchaba con mucha calma y después le respondía en su dialecto de montañés suizo o tirolés, y el sargento acababa por marcharse descorazonado.

¿Había venido de los campos de batalla del Norte o de los del Este? ¿Y merced a qué azar aquel mercenario extranjero parecía bajar de Bretaña cuando lo encontraron? Todo lo que sabían de él era que había estado en Lützen bajo las órdenes del condotiero Wallenstein y que había tenido el honor de atravesar la panza al gordo y magnífico rey de Suecia Gustavo Adolfo cuando éste, perdido en la niebla, en el transcurso de la batalla, tropezó con los piqueros austriacos.

En la buhardilla en que habitaba se veían relucir al sol, entre las telarañas, su antigua armadura y su casco, en el cual seguía bebiendo su ración de vino caliente y, a veces, comía la sopa. Su pica inmensa, tres veces más alta que él, le servía para apalear los nogales en el tiempo de la recolección.

Pero sobre todo Angélica le envidiaba la escofina para rallar tabaco. Era de concha y marquetería, y Guillermo la llamaba su «grivoise», siguiendo la costumbre de los militares alemanes al servicio de Francia, que también recibían el mismo apodo.

En la grandísima cocina del castillo, durante toda la velada, no dejaban de abrirse y cerrarse las puertas, por las cuales entraban, trayendo consigo fuerte olor a estiércol, criados y criadas y el carretero Juan de la Coraza, tan negro como su madre.

Colábanse también los perros, los dos lebreles Marte y Mejorana y los pachones, cubiertos de barro hasta los ojos. Del interior del castillo, las puertas daban paso a la avispada Nanette, que hacía de doncella de la señora baronesa, esperando haber aprendido buenos modales para dejar a sus amos pobres e irse a servir a casa del señor marqués du Plessis de Belliére, a unas cuantas leguas de Monteloup. También iban y venían los dos pajecillos greñudos que llevaban leña para la sala grande y agua para las cámaras.

Después aparecía la señora baronesa. Tenía el rostro suave, ajado por el aire del campo y por sus numerosos partos. Vestía traje de sarga gris y capuz de lana negra, porque la atmósfera de la sala grande, donde estaba siempre con el abuelo y las tías abuelas, era más húmeda que la de la cocina. Preguntaba si estaría lista la tisana del señor barón y si el bebé había mamado sin hacerse rogar. Acariciaba al pasar la mejilla de Angélica, ya medio dormida, cuyos largos cabellos de oro oscuro se tendían sobre la mesa y brillaban a la luz de la lumbre.

—Ya es hora de que os acostéis, hijitas. Pulqueria os llevará a la cama.

Y Pulqueria, una de las tías ancianas, aparecía, siempre dócil. Había querido asumir el papel de gobernanta de sus sobrinitas, ya que no había encontrado marido ni convento que quisiera recibirla sin dote, y porque hacía algo útil en vez de pasarse el día gimiendo y haciendo labores de tapicería, la trataban con un tanto de desprecio y con menos atenciones que a la otra tía, la gorda Juana. Pulqueria reunía a sus sobrinitas. Las nodrizas acostarían a las más pequeñas, y Gontran, el muchacho sin preceptor, iría, cuando bien le pareciese, a tumbarse en su jergón en el último piso.

Siguiendo a la flaca señorita, Hortensia, Angélica y Madelón llegaban a la sala grande, donde la lumbre y tres candelas apenas disipaban el amontonamiento de sombra acumulado por los siglos bajo las altas bóvedas medievales. Colgando de las paredes, algunos tapices intentaban protegerlas contra la humedad, pero eran tan viejos y estaban tan agusanados que apenas se distinguían, en las escenas que representaban, los ojos espantados de los lívidos personajes que parecían vigilar con cara de reproche.

Las chiquillas hacían una reverencia a su señor abuelo. Estaba sentado junto a la lumbre, con su ropón negro guarnecido de pieles peladas. Pero sus blancas manos, apoyadas en el puño del bastón, eran manos de rey. Tocábase con un grandísimo sombrero de fieltro negro, y su barba, cuadrada como la del difunto rey Enrique IV, descansaba sobre la golilla almidonada, que a Hortensia le parecía, aunque se guardaba muy bien de decirlo, completamente pasada de moda. Otra reverencia a tía Juana, cuyos labios malhumorados no se dignaban sonreír, y luego subían la gran escalera de piedra, húmeda como una gruta.

Los dormitorios estaban helados en invierno, pero frescos en verano. No entraban en ellos sino para meterse en la cama. Aquel en que dormían las tres chiquillas tenía un lecho inmenso, que reinaba como un monumento en el ángulo de una habitación desmantelada cuyos muebles se habían vendido en el transcurso de las últimas generaciones. Las losas del piso, cubiertas de paja durante el invierno, estaban rotas en muchos sitios. Para subir a la cama había un escabel de tres escalones. Después de ponerse la chambra y el gorro de dormir y de haberse arrodillado para dar gracias a Dios por sus beneficios, las tres señoritas de Sancé de Monteloup trepaban a sus colchones de buena pluma y se acurrucaban entre las mantas llenas de agujeros. Angélica buscaba inmediatamente el agujero de la sábana correspondiente al de la manta, y por él pasaba con habilidad el pie sonrosado, moviendo seguidamente los dedos para hacer reír a Madelón.

La pequeña temblaba como un conejo al recordar las historias que les había contado la nodriza. Hortensia también, pero no decía nada porque era la mayor. Sólo Angélica saboreaba aquel temor con gozo exaltado. La vida estaba hecha de misterios y descubrimientos. Se oía a los ratones roer el maderamen, y a las lechuzas revolotear en las guardillas de las dos torres, lanzando chillidos agudos. Los lebreles se quejaban en los patios, y un mulo de la pradera venia a rascarse la tina al pie de las murallas.

A veces, en las noches de nevada, se oían los aullidos de los lobos que bajaban del bosque salvaje de Monteloup hacia los lugares habitados. Y también, desde las primeras noches de la primavera, llegaban hasta el castillo los cantares de los aldeanos que armaban algún rigodón a la luz de la luna…

Una de las murallas del castillo de Monteloup se asomaba a los pantanos. Era la parte más antigua construida por un remoto señor de Ridoué de Sancé, compañero de Du Guesclin en el siglo XII. Estaba rematada por dos macizas torres, con caminos de ronda techados de madera, y cuando Angélica subía a ellas con Gontran o Dionisio, se entretenían en escupir en las troneras por las cuales los soldados de la Edad Media habían arrojado sobre los asaltantes cubos de aceite hirviendo. Las murallas surgían de un promontorio de piedra calcárea, más allá del cual empezaban los pantanos. En los tiempos remotos de los primeros hombres el mar había llegado allí. Al retirarse, había dejado una red de ríos, canales y estanques que ahora estaban cubiertos de una maraña de yerbajos y sauces, reino de las anguilas y de las ranas por el cual los aldeanos no circulaban más que en barcas. Las aldeas y las chozas aisladas estaban edificadas sobre las islas del antiguo golfo. Habiendo recorrido aquel dominio de las aguas, el señor duque de la Tremouille, que fue un verano huésped del marqués Du Plessis y presumía de exotismo, le dio el nombre de la Venecia verde.

La vasta pradera líquida, la suave ciénaga, se extendía desde Niort y Fontenay-le-Comte hasta el océano. Se reunía antes de Marans, Chaillé y hasta Lucon con los pantanos amargos, es decir, con las tierras todavía saladas. Después era ya la verdadera orilla, con su barrera blanca de sal preciosa, disputada ásperamente por los aduaneros y contrabandistas.

Si la nodriza no contaba casi nunca las historias de contrabandistas y ladrones de sal que apasionaba a todo el pantano es porque había nacido del lado de la tierra, y se jactaba de despreciar a las gentes que viven con los pies metidos en el agua, que, por añadidura, son todos protestantes.

Por el lado de la tierra, el castillo de Monteloup mostraba una fachada más moderna, con numerosas ventanas. Apenas si un viejo puente levadizo, de cadenas herrumbrosas en las que se posaban gallinas y pavos, separaba la entrada principal de las praderas en que pacían los mulos. A la derecha estaba el señorial palomar, con su techo de tejas redondas, y una de las granjas cultivada por un mediero. Las otras se encontraban más allá del foso. Más lejos se veía el campanario del pueblo: Monteloup.

Y después empezaba el bosque en apretada maraña de encinas y castaños. El bosque seguía, sin un claro, hasta el norte de la Gátine y del Bocage vendeano. Casi llevaba hasta el Loira y Anjou a quien se arriesgase a atravesarlo de un lado a otro sin temor a los lobos y los bandidos. El bosque de Nieul, más cercano, pertenecía al señor de Plessis. Los habitantes de Monteloup enviaban a pastar en él sus manadas de cerdos y estaban siempre enredados en pleitos con el administrador del marqués, un tal señor Molines, que tenía las manos rapaces. También andaban por allí unos cuantos fabricantes de zuecos, carboneros, y una bruja, la vieja Melusina. Esta, en invierno, salía a veces del bosque y se acercaba a beber una escudilla de leche a las puertas del poblado, a cambio de unas cuantas plantas medicinales.

Siguiendo su ejemplo, Angélica recogía flores y raíces, las hacía secar, las hervía, las aplastaba y las metía en saquitos en un escondrijo secreto que sólo conocía el viejo Guillermo. Pulqueria se desgañitaba horas enteras llamándola sin que apareciese.

Pulqueria lloraba a veces, cuando pensaba en Angélica. Veía en ella el fracaso, no sólo de lo que pensaba que debiera ser una educación tradicional, sino también de su raza y de su nobleza, que iban perdiendo toda dignidad por culpa de la pobreza y la miseria.

En cuanto amanecía, la chiquilla escapaba apenas más vestida que una aldeana, con una camisa, un justillo y una saya desteñida, y sus piececitos, menudos como los de una princesa, eran duros como el cuerno, porque escondía sin reparo su calzado bajo una zarza para trotar más aprisa. Si la llamaban, volvía un poco el rostro redondo y dorado por el sol, en el cual brillaban dos ojos de color verde azulado, del mismo color de esa planta que crece en los pantanos y que lleva su nombre: Angélica.

—Habría que mandarla al convento —gemía Pulqueria.

Pero el barón de Sancé, taciturno y roído de preocupaciones, se encogía de hombros. ¿Cómo hubiera podido enviar al convento a su hija segunda, cuando no podía ni siquiera enviar a la mayor, puesto que no poseía más que cuatro mil libras de renta al año y tenía que dar quinientas para la educación de sus dos hijos mayores en los agustinos de Poitiers?

Del lado de los pantanos, Angélica tenía un amigo: Valentín, el hijo del molinero. Del lado de los bosques, su amigo era Nicolás, uno de los siete hijos de un labrador, que ya era pastor al servicio del señor de Sancé.

Con Valentín iba en barca, recorriendo los canales bordeados de miosotis, hierbabuena y angélica. Valentín arrancaba a brazadas aquella planta alta y dura, de olor exquisito, y luego iba a vendérsela a los monjes de la abadía de Nieul, que hacían con su raíz y sus flores un licor medicinal, y con los tallos, confitura. En cambio, los monjes le daban escapularios y rosarios que le servían para tirárselos a la cabeza a los chiquillos de las aldeas protestantes, que huían dando alaridos como si el mismo diablo les hubiese escupido a la cara. Su padre, el molinero, lamentaba aquellas hazañas. Aunque era católico, presumía de tolerante. ¿Y qué necesidad tenía su hijo de comerciar con brazadas de angélica cuando había de corresponder como herencia el cargo de molinero y no tendría más que instalarse en el cómodo molino, edificado sobre pilotes a la orilla del agua? Pero Valentín era un muchacho difícil de entender. Coloradote, con cuerpo de Hércules ya a los doce años, más mudo que una carpa, tenía el mirar desvaído, y las gentes, envidiosas del molinero, decían que era idiota.

Nicolás, el pastor charlatán y jactancioso, llevaba a Angélica a recoger setas, moras y mirtilos. Con ella iba también a buscar castañas. En el bosque le hacía flautas ahuecando ramas de avellano.

Los dos muchachos estaban mutuamente celosos a muerte por los favores de Angélica. Era ya tan bonita que los aldeanos la miraban como encarnación viva de las hadas que habitaban el gran dolmen del
Campo Embrujado.
Ella tenía ideas de grandeza.

—Soy marquesa —decía a cuantos querían oírla.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Porque me he casado con un marqués —respondía.

El «marqués» tan pronto era Valentín o Nicolás como uno cualquiera de los granujillas que arrastraba tras de sí por prados y bosques. Decía también con mucha gracia:

—Soy Angélica: llevo a la guerra a mis angelitos.

Y de ahí le vino su apodo: la
Marquesita de los Ángeles.

A principios del verano de 1648, cuando Angélica cumplió once años, la nodriza Fantina se puso a esperar a los bandidos y a los soldados. Sin embargo, el país parecía estar en paz, pero la nodriza, que sabía adivinar tantas cosas, «olfateaba» a los bandidos en el calor pesado de aquel verano. Se la veía con el rostro vuelto hacia el Norte, del lado del camino real, como si el viento lleno de polvo le hubiese traído su olor.

Le bastaban muy pocos indicios para saber lo que pasaba a lo lejos, no sólo en el pueblo, sino en toda la provincia y hasta en París.

Después de haberle comprado al buhonero de Auvernia un poco de cera y unas cuantas cintas, era capaz de informar al señor barón de todas las noticias relacionadas con la marcha del reino de Francia:

Se iba a establecer un nuevo impuesto; se estaba dando una batalla en Flandes; la reina madre ya no sabía qué inventar para encontrar dinero y satisfacer a los príncipes codiciosos. Ella misma, la soberana, pasaba sus apuros, y el reyecito de los rizos rubios llevaba las calzas demasiado cortas, lo mismo que su hermano, al que llamaban Monsieur el Pequeño
[2]
, puesto que aún vivía su tío, Monsieur, hermano del rey Luis XIII.

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